CAPITULO XI
Antes de contestar, rodó hasta colocarse debajo del ventanuco.
—Sí...
—Le traigo un cuchillo y un revólver. Voy a echárselos con una cuerda... ¿Está solo?
—Lo estoy. Pero atado de pies y manos. ¿Por qué hace eso?
—No le preocupe. No puedo entretenerme. Ahí van...
Las armas, atadas a una cuerda delgada, pasaron por el tabuco y descendieron hasta chocar con el cuerpo de King. Entonces, el cordel cayó y sonó la voz de la mestiza.
—Buena suerte...
—Gracias, Tula.
No era fácil apoderarse del cuchillo con las manos fuertemente atadas a la espalda. Y tampoco cortar las sólidas ligaduras. Pero King estaba avezado a percances de aquella índole y tardó menos de diez minutos en conseguirlo.
Sentándose, restregóse las muñecas para restablecer la circulación de la sangre y luego se cortó las ligaduras de las piernas. Guardó el cuchillo y tomó el revólver, comprobando su carga. Luego, con fría sonrisa, se acercó a la puerta del tabuco y escuchó.
Al parecer, Cal Browne estaba bebiendo plácidamente en compañía de su mujer. Tras de tomar aliento, King puso en práctica su plan.
—¡Eh, Browne!
—¿Qué demonios te pasa?
—Quiero agua y un cigarrillo.
—¡Vete al infierno! Te puedes pasar muy bien sin ellos. Déjame en paz o te daré una patada.
—Eres un cerdo sucio y cobarde.
—¿Ah, sí? Espera, que te voy a enseñar lo que soy.
Se escuchó el arrastre de la silla y los pasos pesados de Browne acercándose. La puerta se abrió de un tirón y el hombre entró, desprevenido...
King alargó el puño cerrado y le golpeó con él en plena boca con toda violencia. Browne gruñó y trastabilló, dolorido, pero más aún sorprendido y atemorizado.
Antes de que pudiera reaccionar, King le pegó en el estómago, haciéndole doblarse, y luego otra vez, en la barbilla, enviándolo de espaldas al interior de la pieza principal, donde la mujeruca se había levantado y no sabía qué hacer. Ahora chilló:
—¡Ojo, Cal! ¡Lleva un revólver!
Su advertencia contuvo el gesto de Browne. Se quedó encogido, sangrándole los labios cortados, mirando con aprensión e incredulidad al arma que lo apuntaba.
Avanzando dos pasos, King le habló con desprecio.
—¿Qué era lo que me ibas a enseñar?
—¿De dónde has sacado...?
—Eso no te importa. Date la vuelta y levanta las manos, o te abraso.
Browne obedeció presto. Alargando la mano izquierda, King lo desarmó. Luego ordenó a la mestiza.
—Tú, acércate.
—Yo no he hecho nada...
—Acércate y cierra el pico. Ahora, los dos echad a andar. Podéis imaginaros con cuanto placer os rebanaré el pescuezo, de forma que adelante y sin chistar.
Las callejas estaban solitarias y a oscuras, con perros vagabundos hozando en los montones de basuras. Nadie les vio llegar al edificio de la prisión.
Cuando se acercaban, una sombra se materializó, emitiendo una pregunta tensa.
—¿Quién anda por ahí?
—El sheriff, con dos presos.
Bon Donovan se les acercó presuroso, seguido por dos de sus hombres. Miró a Browne y a su mujer y luego a King.
—¿Qué ha ocurrido, sheriff?
—Cosas. Coloque a sus muchachos en torno al edificio con orden de disparar sin más explicaciones sobre todo el que trate de acercarse. Y venga a reunirse conmigo al interior.
Mientras el muchacho le obedecía, condujo a sus presos dentro del edificio, donde Tyler se le acercó no menos lleno de curiosidad.
—Una buena celda para estos dos. Van a pasarse en ella una larga temporada.
—Eso es lo que tú crees —inició Browne. Pero King le cortó la palabra con una bofetada.
—Como te oiga hablar vas a pasarlo mal. Y tú también. No haré ninguna distinción con mujeres.
Los dos se callaron, intimidados,
Masterson se despertó y miró sombríamente a la pareja. No dijo nada mientras los encerraban. Tras hacerlo, King le habló.
—¿Cómo va eso, Masterson?
—Ya se lo puede imaginar.
—Anímese. Todavía no lo han colgado. Vamos, Tyler.
En el despacho, se encaró con su ayudante y con el joven Donovan.
—Lo que voy a deciros es de suma importancia y no tengo tiempo para explicaciones. Masterson no mató a Everett. El asesino es Cal Browne...
—¡Diablos!
—¿Está seguro?
—Del todo. No me interrumpáis. Yo estaba allí cuando ocurrió la cosa. Mi intervención impidió que matara también a la mujer que acompañaba a Everett. Esa mujer llevaba un vestido a cuadros, blancos y rojos...
—¡Sally tiene uno así! ¡Pero...!
—Sí. Ya sé que su hermana tiene uno. Y la mujer de Masterson. Y alguien más. El plan era llevar a la horca o a ti o a tu padre, no a Masterson.
—¡Maldito granuja Baldwin! ¡Le...!
—Cálmate. No vas a hacer sino lo que yo mande. Y tú también, Tyler. Nadie debe saber que Browne y su mujer están aquí dentro. Nadie hasta mi regreso. Adviérteselo a tus muchachos. Van unas cuantas vidas en el asunto, que es mucho más grande de lo que parece a simple vista. Si todo sale bien, estaré aquí al mediodía, para poner las cosas en claro. Hasta entonces, nadie, ni siquiera el juez, entrará aquí, ¿entendidos?
La noche seguía quieta y oscura cuando King llegó junto a la casa-almacén de Wandell. Cosa curiosa, había luz en una ventana que daba a la calleja lateral. Acercándose sin hacer ruido, King atisbo, tras quitarse el sombrero.
* * *
Allí dentro había dos hombres en animada charla. Uno era Wandell. El otro, Baldwin...
El cuadrero se despertó sobresaltado al ver entrar a King.
—No me diga que va a cabalgar ahora, sheriff...
—¿Hay algo que lo impida?
—¡No, no, claro que no! Hablaba por hablar...
Tras ensillar a su caballo, Frío lo lanzó hacia el Oeste, seguro de que el cuadrero estaba mirando. Más tarde, contaría que lo vio alejarse aprisa en dirección a los campos mineros...
Pero una vez a conveniente distancia, salió del camino y realizó un amplio rodeo hacia el sureste.
Cabalgó durante todo el resto de la noche. Y con las primeras luces del alba, alcanzó los alrededores del rancho Lazy D.
Estaban levantándose los peones para emprender el diario trabajo. Al verle llegar, se le quedaron mirando con interés. Acercándose a uno le preguntó si el coronel ya estaba levantado.
—Acostumbra a estarlo. ¿Ocurre algo importante?
Sin calmarle la curiosidad, King se apeó y subió a la galería. A su llamada se abrió la puerta, dando paso al propio coronel, que frunció el ceño.
—¿Qué hay, sheriff?
—Un montón de novedades. Necesito hablar con usted.
—Pase.
Cuando cruzaba hacia el despacho, Sally apareció en lo alto de la escalera que conducía a las habitaciones. Al verlo parpadeó y cambió de expresión.
—¿Qué sucede?
King se quitó el sombrero con galante ademán. La miró con fijeza, constatando su fresca belleza. Y, por primera vez, sintió una honda amargura en lo profundo de su corazón.
—Toda una serie de acontecimientos, señorita Donovan. Buenos días.
Ella bajó aprisa y se les unió. Entraron juntos en el despacho. El coronel le ofreció asiento a su visitante, mientras Sally se sentaba a su vez.
—Bueno, soy todo oídos, sheriff. ¿Qué tiene que decirme?
—Tengo en la cárcel al asesino de Everett.
—¿Entonces es Masterson, al fin?
—No dije eso.
—Ah...
—¿De quién se trata?
—Un tal Cal Browne.
—¡No me diga!
—Se lo estoy diciendo. No cabe la menor duda de que fue él. Cuando el asesino huyó dejó algunas huellas muy interesantes. El tacón de una bota, por ejemplo, al que falta un pequeño pedazo. Las herraduras de su caballo estaban muy desgastadas y rota la de la mano derecha. El herrero me confirmó que Cal Browne había hecho herrar a su caballo ayer por la tarde. Tenía las herraduras muy gastadas y una rota.
Padre e hija se miraron. El primero habló:
—Eso apunta a Baldwin...
—Pero llega más lejos. Cuando mataron a Everett estaba en compañía de una mujer. Y aquella mujer llevaba un vestido a cuadros blancos y rojos. Cinco mujeres, todas jóvenes y residentes en la zona, tienen un vestido de la misma pieza- de tela.
El coronel alentó fuerte y echóse adelante. Sally dilató ligeramente la mirada...
—¿Quiénes son, sheriff?
—Yo una, papá.
—¡Demontres! No irás a decirme que fuiste tú....
—No puede decirlo. Pero alguien sí pensó en la posibilidad de enredarles a ustedes en el crimen.
—¡Rayos del infierno!
—Cálmate, papá. Siga, señor King. Queremos saber todo lo ocurrido.
Entonces, King lo contó.
Fue un relato breve y colorido, que el coronel escuchó boquiabierto. Sally, por su parte, tenía una extraña expresión en sus pupilas...
Cuando hubo terminado, reinó un breve silencio que rompió el coronel con voz ronca.
—De modo que era eso... ¡Maldita sea...! Jamás lo hubiera podido sospechar...
—Pues ya lo sabe.
—¿Por qué ha venido a contárnoslo, señor King?
Frío le sostuvo la mirada.
—¿No le contó nada a su padre aún?
—No, no lo hice.
—¿Qué tenía que contarme?
—Me llamo Frío King, coronel. Frío King, de Texas. Quizá haya oído de mí.
El coronel se había enderezado en el asiento.
—¿Eso es verdad?
—Completamente. Soy un salteador de Bancos y diligencias reclamado y con la cabeza a precio. Mi suerte quiso que llegara a Gunnison a tiempo de intervenir en aquel asalto y me viera obligado a liquidar a unos de mi ralea. Después, Baldwin descubrió una requisitoria recién llegada al despacho del sheriff y la guardó, preparando su juego. Me forzó a aceptar este cargo con la idea de servirse de mí como un peón más del juego que ellos llevaban. Sólo que a mí no me agradó nunca ser llevado y traído por nadie...
Suspiró y añadió, mirando a sus interlocutores con fijeza:
—Ahora ya lo sabe todo, coronel. Le aconsejo que tome a sus hombres y cabalgue rápido hacia el pueblo. No le costará trabajo desenmascarar a esa pareja y poner las cosas en claro. Luego déle esto a alguien más digno de llevarlo que yo.
Se quitó la insignia y la colocó sobre la mesa.
El coronel no se movió. Su hija tampoco. El primero inquirió, con inesperada blandura:
—Juraría que no siempre fue un bandido, King. ¿Me equivoco?
—No vale la pena hablar de ello.
—¿Se avergüenza, acaso?
La pregunta había partido de Sally. Palideciendo ligeramente, King la miró.
—Tal vez. No, no he sido siempre un salteador. Pero nada resolvería mentarlo. Ahora soy un fugitivo de la justicia por cuya cabeza ofrecen cinco mil dólares. Y eso es lo que cuenta.
Hubo otro breve silencio.
—¿Cuáles son sus planes, King?
—Espero que me concederán veinticuatro horas.
—¿Y si nosotros, papá y yo, le pidiéramos que no tuviera tanta prisa? Para correr a que lo maten en cualquier otra parte, siempre tendrá tiempo, ¿no le parece?
King tragó aire con esfuerzo. Miró a la muchacha, advirtió el ruego y la tensión de sus ojos. Y se asustó mucho más que si se viera debajo de la soga que había de ahorcarlo.
El coronel miró a su hija, frunció el ceño y dijo:
—Sally le ha hecho una pregunta, King. Y también una sensata observación.
—No acabo de entender adónde van ustedes dos,..
—Quizá mi padre y yo estemos pensando lo mismo. Que un hombre puede morir de muchas maneras. Y no es la peor luciendo una estrella de sheriff en el pecho...