CAPITULO XII
—Como no regrese pronto el sheriff vamos a vernos en un aprieto —gruñó Bob Donovan al advertir el engrasamiento de los grupos amenazadores en la calle.
—Toda la culpa la tiene Baldwin. Está volviendo a emborrachar a la morralla para darle ánimos.
—En cuanto pueda ponerle el ojo encima le calmaré la agresividad con una bala.
—Aquí vienen él y el juez. ¿Qué hacemos?
—Cubridme bien, vosotros. Saldré a hablar con ellos.
Las dos autoridades llegaron a cinco pasos de la cárcel y se detuvieron a ver salir a Bob, que se paró en la puerta con el rifle terciado sobre los brazos.
—¿Adónde van ustedes, juez?
—A ver al preso...
—Y a hacernos cargo de él para juzgarlo y condenarlo a la pena que merece. Será mejor que tú y tus peones os mantengáis tranquilos, Donovan contra de la ley.
—¿Quién dice eso, usted?
—Es la verdad, muchacho. No podéis hacer eso...
—Estamos aquí por orden y a petición del sheriff King, juez. Somos, por el momento, sus delegados...
—¡Eso es mentira!
—Vuelva a repetirlo, Baldwin, y le agujereo la cabeza.
—Vamos, vamos... Calmad esos nervios. Dices que el sheriff os nombró sus agentes. ¿Dónde está él?
—No lo sé.
—¿Y eso?
—Partió, después de encargarnos que no dejásemos entrar a nadie en la prisión.
—Pero yo soy el juez...
—¡Y yo el alcalde! Tenemos la máxima autoridad y...
—No para mí. Usted, Baldwin, no tiene para mí ninguna autoridad. Y en cuanto a usted juez, no creo que le haga ningún daño esperar el regreso del sheriff, antes de iniciar ningún juicio. A la postre, él, es quien ha realizado las gestiones y detenido a Masterson.
—Vamos adentro...
—Si mueve un pie lo abraso, Baldwin.
El alcalde se detuvo, mirando fosco y aprensivo a Bob.
—Te va a costar caro esto, Donovan...
—Ya lo veremos. Tiene usted mucha prisa en ver colgado a Masterson. Demasiada, ¿no le parece? ¿Es que piensa sacar a relucir otro pagaré para quedarse con su almacén?
—¡No te tolero...!
—Cálmese, Baldwin. Estás obstruyendo a la ley, Bob. Y eso es grave. Como juez, soy la suprema autoridad en Gunnison y...
—Nadie le niega esa autoridad. Pero yo tengo una orden y la cumpliré a rajatabla.
—Está bien, ya que así lo quieren. Vámonos. Que paguen las consecuencias.
—No, Baldwin. No puede usted lanzar a las turbas contra la cárcel...
—¿Y quién les va a impedir que se tomen la justicia por su mano si están viendo a este mequetrefe insolentarse desafiándonos? Eche un vistazo y contésteme. ¿Quién les va a detener cuando se enteren de que Bob Donovan trata de impedir que se haga justicia con su amigo asesino?
—Se está ganando una bala, Baldwin...
—Si tiras sobre mí te harán pedazos. A ti y a tus hombres. Lo mejor que pueden hacer es reconocer y salir de ahí, dejando que la justicia siga su camino. El sheriff no regresará.
—¿Cómo lo sabe?
—Tengo mis motivos para sospecharlo.
—Pues me parece que se equivocó de medio a medio. Ahí le tiene.
Baldwin giró con la velocidad del rayo mientras cambiaba de color. También lo hizo el juez. Y mucha gente más...
King llegaba al paso de su cabalgadura, como indiferente a la tensión de la calle. Se había echado el sombrero sobre los ojos y cabalgaba desmadejado, aunque alerta a todo el panorama.
—Parece que hay mucha animación hoy —comentó con blandura. El juez asintió.
—Demasiada. Y suya es la culpa. ¿Por qué ha ordenado a Bob Donovan que nos cerrara el paso al alcalde y a mí?
—Porque lo creí conveniente.
—¿Quién se ha creído que es?
—El sheriff de Gunnison. Y no nos pongamos a disputar. Tengo mucho sueño y más cansancio. Anoche, alguien a quien no le gusta mi manera de actuar trató de convencerme para que abandonara la partida y le dejara seguir su propio juego. Pero aquí no van a efectuarse linchamientos de ninguna clase. De manera, Baldwin, que apresúrese a ordenar a toda esa morralla que regrese a sus ocupaciones o ahora mismo comienzo a meterle plomo en la barriga. Vamos.
Baldwin se puso gris. Y estalló:
—¿Quién se ha creído...?
Inesperadamente, King le echó el caballo encima y le derribó, pisoteándole. Antes de que nadie pudiera recuperarse de su acción, echó pie a tierra y atrapó por la chaqueta al magullado alcalde, levantándole y metiéndole el revólver en los riñones.
—Andando para dentro. Y ojo con lo que haces.
Aquello era demasiado. No hubo quien osara levantar la voz ni menos hacer un gesto agresivo. La fulminante caída del Baldwin había dejado a todos sin resuello, comenzando por el propio alcalde.
Sin embargo, éste trató de revolverse. Con la misma contunde rapidez, King alzó el cañón de su arma y le pegó detrás de la oreja. El alcalde se derrumbó como una res apuntillada.
—¡Usted no puede hacer eso, sheriff! —chilló el aturdido juez.
Con fría sonrisa, King le contestó:
—¿De veras? Lo estoy haciendo, ¿no?
El juez inquirió de nuevo:
—¿Con qué derecho ataca así al alcalde?
—Entre otras cosas, porque pienso acusarlo de inductor del asesinato de Everett. En cuanto al asesino, es Cal Browne y ya lo tengo entre rejas desde anoche. ¿Le basta con eso, juez?
El juez abrió la boca y se abstuvo de hacer comentarios. Tan aturdido había quedado.
Sin hacerle caso, King se volvió hacia la masa amenazante.
—¡Vosotros, morralla! Escuchadme y tenedlo bien en cuenta. En estos momentos, el coronel cabalga hacia aquí al frente de una veintena de muchachos que saben utilizar los hierros. Si queréis un buen fregado, adelante; cuando os guste podéis comenzar los fuegos artificiales. Habrá una bonita zarabanda y os aseguro que, al final, los árboles de la orilla del río recibirán una espléndida cosecha de frutos de soga.
Su advertencia, fría, tranquila, produjo el efecto deseado. Las gentes cesaron en su avance y se echaron atrás.
El juez estaba saliendo de su aturdimiento poco a poco.
—¿Está seguro de sus acusaciones, sheriff?
—Esta tarde le daré todas las pruebas que desee. Ahora márchese y prepare la sesión del tribunal para las cinco. Bob, échame una mano. Llevaremos al alcalde a su nuevo alojamiento.
—Con mucho gusto, sheriff.
Entre los dos tomaron al inconsciente Baldwin y se lo llevaron dentro de la cárcel.
Cuando Browne vio a quién traían, la cara se le puso gris como ceniza. Aferrando los barrotes con las manos crispadas, y en silencio, contempló cómo Baldwin era metido en otra de las celdas tras ser despojado de una navaja y un revólver.
King se volvió a mirarlo con frío sarcasmo.
—Un poco preocupado, ¿verdad?
El otro soltó una palabrota intraducible.
—Cuidado con dejar que nadie de los muchachos entre en las celdas —advirtió King a Bob—. Yo no soy trigo limpio y ésos lo saben. Podrían tratar de volver la tortilla a su favor, ¿comprendido?
—No muy bien. ¿Quiere decir que usted...?
—Tengo la cabeza a precio. Baldwin lo descubrió y por eso me obligó a aceptar el cargo. Esto va contigo también, Tyler.
—Bueno, yo no pienso meterme en líos, King...
—Mejor. Ven conmigo. Su padre y su hermana, Bob, están al llegar. No permita la entrada a nadie hasta que lleguen.
La calle estaba mucho más vacía que media hora antes. Sin embargo, aún quedaban bastantes grupos en ella, los cuales no se diluían. Sus componentes miraban foscamente a los dos representantes de la ley mientras éstos avanzaban.
—¿Adónde vamos?
—Al almacén de Baldwin. Puede que encontremos algo interesante.
Había una veintena de tipos poco recomendables, además de las chicas, en el saloon. Ninguno se movió al verles entrar. Tras pasear la mirada por ellos con desdén, King habló alto:
—Tyler, quédate aquí y no pierdas de vista a éstos. Que nadie entre a molestarme.
—Pierda cuidado.
—¿Quién se ha creído usted qué es? —gruñó un tipo alto y patilludo, que cargaba dos grandes revólveres. Afrontándolo, King le respondió con frialdad:
—¿Por qué no lo compruebas, carne de horca?
El otro disparó sus manos a las armas. Y medio las sacó...
Más veloz, infinitamente más que él, King extrajo la suya y disparó desde la cadera, acertándole en pleno corazón. El bravucón se estiró, soltó los inútiles revólveres y se cayó como un leño, en medio del silencio impresionante.
Revólver en mano, King miró uno por uno a los demás.
—¿Algún otro que quiera hacer preguntas?
Unos se pasaron la lengua por los labios, otros removieron los pies... Ninguno habló.
Guardándose el revólver, King se encaminó hacia la puerta que conducía al interior de la planta baja.
Empujándola, King entró.
Y se quedó parado casi en el acto, mirando a Tula.
La mestiza yacía sobre su propia sangre, de bruces en el suelo. Entre sus hombros, de la morena espalda surgía la empuñadura de un cuchillo que le debía de haber partido el corazón.
Además todo el despacho estaba revuelto y abierta la caja de roble donde Baldwin debía guardar dinero y documentos de importancia.