CAPITULO VI

Tyler, el ayudante, regresó el domingo a mediodía. Era un mozo atlético y estólido, que se llevó una buena sorpresa al conocer los últimos acontecimientos, pero que no demostró ningún pesar ante la idea de tener nuevo jefe.

El lunes por la mañana, King le avisó.

—Voy a cabalgar un poco por el campo. Encárgate del pueblo.

—Descuide. Esto está muerto durante la semana.

Baldwin se encontraba charlando con el banquero delante del edificio del hotel. Lo llamó con la mano y le preguntó:

—¿Adónde va, sheriff?

—De paseo.

—Tenga cuidado.

—¿De qué?

—A estas horas se debe saber en todas partes lo ocurrido el viernes. Art Alder puede hallarse cabalgando hacia aquí.

—Cuando venga, ya veremos qué pasa. Hasta luego,

—Muy difícil de tratar el nuevo sheriff, ¿verdad? —comentó Folson, el banquero. Baldwin asintió, mirándolo marchar.

—Sí.

Durante-un par de horas, King cabalgó sin rumbo aparente, aunque siempre en dirección general hacia el Sur. Y así llegó a un punto junto a la orilla del Tomiche Creeck. Allí desmontó, bebió e hizo beber al caballo, trabándolo después ligeramente y yendo a sentarse al pie de un tiempo.

Llevaría como diez minutos allí, fumando y pensando, cuando oyó rumor de caballos acercándose. Rápido, se levantó y destrabó el caballo.

Los jinetes se detuvieron a muy corta distancia. Eran dos. A los oídos de King llegó el rumor de alguien que bajaba apartando ramas...

No podían haberle descubierto, ni al caballo, por ocultar a ambos una alta roca y el follaje de un copudo roble. Los que llegaban alcanzaron al fin el pie del declive y fueron a sentarse al borde del agua hacia la parte opuesta de la roca que ocultaba a King.

Este asomó la cabeza con cuidado. Y esbozó una sonrisa al ver la escena.

Se trataba de un hombre y una mujer. El la tenia fuertemente abrazada y se estaban besando apasionadamente. Por lo visto, se consideraban solos y a salvo de toda posible indiscreción.

Ya iba a retirarse, cuando sus ojos fueron heridos por un leve destello surgido entre las rocas y los árboles del borde opuesto del arroyo. Miró hacia allí con súbita tensión...

El disparo del riñe quebró en mil pedazos la placidez del ambiente. King escuchó un grito de mujer. Un grito de dolor y de angustia...

Veloz, sacó el revólver e hizo fuego contra el punto donde surgió el disparo. Había una distancia de ciento cincuenta yardas y de sobra le constaba la inutilidad de aquel gesto en orden a herir al asesino. Pero con ello buscó llamarte la atención.

Lo consiguió plenamente. Un par de segundos más tarde el rifle volvió a hablar. Y ahora la bala silbó rozándole el sombrero y obligándolo a tirarse al suelo.

Un momento después corría como un gamo hacia su caballo, alcanzaba el rifle y lo sacaba de la funda. Un nuevo disparo del asesino restalló. Pero estaba en mala posición para alcanzarlo y la bala se clavó al pie del olmo, inofensiva.

Amartillado el rifle, King se escurrió detrás del caballo y abrió fuego contra el escondite del asesino. Luego se fue al amparo de una roca. Otra bala le buscó el cuerpo, sin fortuna, aunque yéndole cerca.

Su posición no era demasiado cómoda. El oculto tirador poseía la ventaja de hallarse más alto y tener la zona del arroyo despejada. Atravesarlo para alcanzar los árboles de la otra orilla era suicida. Sólo sabía una solución. Irse arroyo abajo y vadearlo pasada la curva, a distancia demasiado alejada para que el otro pudiera acertarle con comodidad...

Fue lo que hizo. Tenía mucha experiencia y se escurrió veloz entre los árboles espesos, que le servían de eficaz protección. Luego vadeó el arroyo saltando de piedra en piedra o echándose a la rápida y fría corriente, que en algunos sitios le llegaba a la cintura. Pero no volvieron a sonar más disparos.

Cuando al fin consiguió alcanzar el punto donde estuviera oculto el asesino supo por qué. Había huido sin esperarlo. Las huellas de sus botas se hallaban impresas en cuatro o cinco lugares, sobre el barro aún no seco del todo. Había tenido al caballo atado entre unos tiemblos. Y escapó a través de una franja de bosque a toda prisa.

Regresando despacio, King examinó atentamente aquellas huellas. Luego miró hacia el punto donde la pareja estuvo besándose...

El hombre estaba caído de bruces sobre la hierba. De la mujer no se veía rastro.

Regresó a la otra orilla y se acercó al caído. La bala le había entrado por la espalda, atravesándolo. Estaba muerto. King lo conocía...

Un poco más allá, algo atrajo su atención. Un trozo de tela de color rojo y blanco. Pequeña, producido por un desgarro indudable de una prenda femenina al engancharse en un espino...

Había un caballo arriba, entre los árboles. El otro se lo había llevado su dueña, la mujer que estuvo entre los brazos del muerto y que gritó...

Sería mediodía cuando King entró en el pueblo. Y su llegada provocó una gran excitación. De todas partes comenzó a salir gente curiosa y alarmada, que miraban el cadáver terciado sobre el caballo cuya rienda conducía el nuevo sheriff.

Baldwin apareció, así como también el juez Peters, saliendo ambos del hotel. Miraron al muerto y luego a King.

—¿Qué ha sucedido, sheriff?

Sosteniéndoles la mirada, King se lo dijo.

—Lo encontré muerto a orillas del Tomichi, a unas cinco millas al sur.

Alguien alzó la cabeza del muerto y emitió una sobresaltada exclamación.

—¡Si es Lloyd Everett!

Baldwin y Folson cambiaron una mirada. El segundo murmuró:

—Es terrible...

En cuanto a Baldwin, buscó la mirada de King, tropezando con su expresión impenetrable...

Poco más tarde, el doctor emitía su informe.

Le dispararon por la espalda y la bala lo atravesó de parte a parte, produciéndole la muerte casi instantánea. Mal asunto... ¿No tiene idea de cómo pudo suceder, sheriff?

Se bailaban reunidos allí el médico, el banquero, el alcalde y el juez Hughes, hombre seco y de rostro tristón, con ojos abotargados y astutos. Los tres clavaron la mirada en el rostro de King. Pero éste denegó.

—Ni la menor idea. Oí disparos, me acerqué a ver lo que pasaba y hallé a Everett de bruces en la orilla del arroyo.

—¿Cómo explica usted lo ocurrido? Supongo que haría alguna intervención...

King se volvió a mirar al juez, que era quien hizo la pregunta.

—La hice. Había un hombre emboscado al otro lado del arroyo. Huyó a caballo en dirección a las montañas del sur.

El juez miró a los demás.

—Eso quiere decir a través de las tierras del coronel, ¿verdad?

Baldwin asintió, sombrío el ceño. Mirando a King..

—Sí, así parece.

—Supongo que pensará hacer algo, ¿no es así, sheriff? —siguió preguntando el juez.

—Desde luego.

—¿Qué?

—Ahora, comer. Después cabalgaré un poco hacia el sur. Buenos días.

Salió sin más. Ya fuera, apretó la boca.

—Estás pisando arenas movedizas, muchacho —murmuró para sí—. Tendrás que mantener los ojos y los oídos muy abiertos, o también te encontrarán con una bala en la espalda...

Wandell estaba ceñudo y preocupado, charlando con una mujer y otro hombre, en su almacén. Miró a King con cierto enojo.

—De manera que encontró a Everett asesinado... ¿Qué le parece?

—Que alguien le pegó un tiro por la espalda. ¿Tiene buen tabaco? Necesito hacer provisión.

—¿Va a cabalgar detrás del asesino? —quiso saber la mujer. Calmoso, le contestó:

—Voy a comer primero, señora. Luego ya decidiré lo que hago.

Ella hizo una mueca disgustada, Wandell frunció el ceño. Y le puso delante una pastilla de tabaco. Abriendo un paquete, y mientras tomaba una pulgada, King hizo una pregunta.

—¿Qué tal persona era Everett? ¿Pueden decirme algo?

—Puedo decirle que era un hombre íntegro y de firme carácter. Llevaba tres años en la región y tenía un pequeño, pero próspero rancho. Quien le ha matado...

—¿Estaba casado?

—Sí, creo. Pero separado de su mujer. Al menos eso contó.

—Entonces, ¿hombre apacible en materia de faldas?

—No sé adónde va a parar, sheriff. No se le conocían veleidades de esa índole. Ya le he dicho que era un hombre íntegro. Y no puedo imaginar quién puede haberlo asesinado.

King no hizo más preguntas y se puso a mirar unas mercaderías, hasta que los otros clientes de Wandell se marcharon. Entonces, el almacenero se le acercó.

—¿Qué quiere preguntarme, sheriff?

—¿Hasta qué punto puedo confiar en su discreción?

—No puedo irme de la lengua, si eso es lo que quiere saber. Se lo dirá cualquiera.

—Correré el riesgo, entonces. ¿Recuerda haber vendido usted esta tela?

El almacenista examinó atentamente el pequeño pedazo de tela. Luego miró con fijeza a King.

—Yo no la he vendido.

—Pero sabe quién lo hizo, ¿verdad?

—¿Qué tiene que ver...?

—Contésteme.

—La vendió Masterson. Era un bonito dibujo.

—¿Sabe de alguien que comprara parte de ella?

—Su mujer se hizo un vestido. Y otro Sally Donovan. También creo que Julie Hopkins, la hija del juez. Por el momento no recuerdo a otra. No debieron ser muchas más, porque la tela de una pieza da sólo para tres o cuatro vestidos completos. ¿Me va a decir qué sucede con ese pedazo de tela y qué tiene...?

—Estima su vida, ¿verdad?

—Pues claro que sí. Pero...

—Le daré un consejo. Olvide lo que acaba de contarme y la existencia de este pedazo de tela. Hablar de ello podría valerle otra bala por la espalda, ¿comprende?

Wandell asintió con la cabeza, visiblemente preocupado.

—Muy bien...

Thomas Masterson era un hombre de unos cuarenta años, fornido y algo mal carado. Tenía fama de mal carácter y era dueño de uno de los cuatro almacenes de Gunnison. Acogió a King con muy relativa cordialidad.

—Iba a cerrar para comer. ¿Desea algo?

—Sólo hacerle un par de preguntas.

—¿Sobre qué?

—Quisiera conocer su opinión acerca de Lloyd Everett.

El gesto receloso del almacenero se acentuó.

—¿Y por qué he de dársela?

—Le supongo enterado de que lo acaban de matar...

—Desde luego que sí. ¿Imagina que tengo que ver algo con eso? Pues se equivoca de medio a medio. No he abandonado mi casa en toda la mañana.

—¿Por qué tanto afán de disculparse?

—¡Al diablo con sus reticencias! Imagino que Baldwin, o cualquiera otro de sus monigotes, le habrán contado ya la pelea que mantuvimos Everett y yo hace dos semanas. Pero si supone que me he emboscado para asesinarlo está perdiendo el tiempo, se lo advierto. Le dije que...

Una mujer salió del interior y se acercó a Masterson. Aparecía pálida, nerviosa. Y habló con una nota tensa:

—No te pongas a desbarrar, Tom. Todo el mundo sabe que no eres capaz de matar a nadie por la espalda.

Era una mujer joven y atractiva, de acaso treinta años. King la miró con fijeza. Y ella se mordió los labios.

—No he acusado de nada a su esposo, señora Masterson. Ni siquiera conocía ese detalle de su pelea con Everett. ¿Por qué fue?

—¡No le importa...!

—Cálmate, Tom. Es mejor que lo sepa por nosotros. Lamento de veras ese asesinato, sheriff. Pero la verdad es que Everett y mi marido se pelearon por mi causa. Everett se comportó un poco demasiado impertinentemente conmigo durante un baile y alguien fue a calentarle los oídos a mi marido. Tom tiene el genio vivo. Se enfadó y hubo pelea...

—Everett iba buscándole las vueltas a Maud desde hace algún tiempo...

—¡No digas eso, Tom! No es cierto y te...

—¡Lo es! Ya que parezco sospechoso, hablaré claro. Yo sabía que andaba detrás de mi mujer, aunque con mucho disimulo. Y se la tenía jurada. Cuando me dijeron que estaba cortejándola descaradamente no aguanté más y fui a darle su merecido. Le pegué duro y lo habría matado si hubiéramos llevado revólver. Pero nos separaron y la cosa quedó así. No hemos vuelto a dirigirnos la palabra para bien ni para mal desde entonces...

—¿Ha salido esta mañana de casa, señora Masterson?

—¿Salir? No, no lo he hecho. ¿Por qué?

—Sí. ¿A qué viene esa pregunta?

—A nada. He de hacer muchas a todos los posibles complicados en el asunto, háganse cargo. Bueno, pueden irse a comer. Yo tengo apetito también.

Dejó al matrimonio mirándose con aprensión. Y salió a la calle bañada de luz para detenerse al borde de la acera sobre sus piernas entreabiertas. Pensando en la súbita aprensión aparecida en los hermosos ojos de la señora Masterson...