CAPITULO XIII
Cuatro hombres se encontraban en el despacho de Baldwin, uno de ellos guardando la puerta. Frío King acababa de volver el cadáver dejando la cara hacia arriba. Arrodillado como estaba, habló despacio:
—Como pueden ver, alguien actuó muy aprisa y muy contundentemente.
—¡Así es, rayos del infierno! —el coronel tenía el ceño tormentoso—. ¿Quién puede haber asesinado a esta pobre muchacha?
—Alguien que necesitaba apoderarse con toda urgencia de los documentos de Baldwin y tenía la suficiente confianza para conseguir que Tula no recelara de él, como así fue. La apuñaló cuando ella le daba la espalda, confiada, y abrió la caja de caudales sin dificultad. Probablemente entró y salió por la parte de atrás del edificio. Y se movió con mucha celeridad, porque desde el momento en que derribé a Baldwin hasta aquel en que hallé el cadáver, no había transcurrido apenas media hora.
El juez tenía el rostro gris y la apariencia consternada.
—No lo termino de entender... ¿Cree usted que Baldwin tenía un socio, o cómplice, el cual necesitaba matar a Tula y robar los documentos?
—No sólo lo creo, sino que estoy seguro.
—¿Quién es?
—Pronto se lo diré. Vengan conmigo.
—¿Adónde?
—Vamos a efectuar un pequeño registro. Tyler, que nadie entre aquí.
Los tres hombres abandonaron el despacho y se encaminaron, King delante, hacia el saloon.
Estaba lleno a la sazón de gentes que hacían comentarios y que terminaron de hacerlos al verles aparecer, para quedarse mirándolos. King se encaró con una de las muchachas de Baldwin.
—¿Cuál era la habitación de Tula?
—No tenía ninguna propia. Dormía con el señor Baldwin.
—Ya... Vengan.
Era una alcoba bastante grande y bien amueblada, con un gran armario ropero. King fue derecho a él y lo abrió. El juez inquirió:
—¿Qué está buscando?
—Un vestido. Aquí está.
Tomó el vestido a cuadros blancos y rojos y lo examinó. Los otros dos le vieron apretar los labios con fuerza. El coronel quiso saber:
—¿Qué ocurre?
—Nada —dobló con cuidado la prenda y la envolvió en una toalla grande, colocándosela debajo del brazo—. Salgamos de aquí y regresemos a la prisión.
Estaban saliendo al local cuando se abrieron con violencia las batientes dando paso a uno de los hombres del coronel, que venía alterado. Al verles, gritó:
—¡Acaban de matar a Baldwin!
En el acto se alzó un violento mosconeo. King dominó las interjecciones con una orden seca.
—¡Silencio todo el mundo! ¿Cómo y cuándo ha sido eso?
—Dispararon contra él con un rifle a través de la ventana trasera de la cárcel. El hombre que montaba guardia en la calleja asegura que el tirador se había subido antes al tejado de alguna de las casas, seguramente al de la de Ping Laffey, que es la más alta...
—Vamos para allá.
—Esto se está poniendo feo de verdad —gruñó el coronel cuando salían—. Creí siempre que Baldwin era el culpable de todo lo que estaba sucediendo. Ahora parece ser que estaba equivocado...
—Lo estaba de medio a medio, coronel. Usted y todos. Cuidado con ésos.
—Descuide, King. Los tendremos a raya —contestóle el capataz, sombrío—. Lo malo es que no pudimos descubrir al asesino de Baldwin...
Ya King estaba subiendo a la acera y entrando en la prisión.
Había un pequeño grupo de gente dentro, en las celdas. Masterson, en la suya, parecía muy excitado. También Cal Browne, aunque de otro modo.
El alcalde yacía de espaldas, con los ojos muy abiertos y la cabeza destrozada por una bala. Bob y Sally Donovan, junto con un vaquero de media edad y duras facciones, rodeaban al muerto. La joven tenía la cara blanca y miró a King intensamente.
—Bob y yo estábamos en su despacho cuando sonó el disparo —habló, nerviosa y seca—. Corrimos y nos lo encontramos ya muerto...
—Le dispararon desde afuera, cuando se acercó a la ventana a respirar luego que recuperó el conocimiento —dijo Masterson. King salió y se acercó a él.
—Cuéntemelo todo.
—Hay bastante que contar. Baldwin permaneció casi media hora sin sentido. Luego se incorporó, gimiendo, y comenzó a maldecir y a que usted se las iba a pagar. Dijo algo así..., bueno, como carne de horca, aunque imagino que se trataba de su propia rabia. El caso es que vio a Browne y a su mujer presos y se calmó en el acto. Le preguntó a Browne cómo estaba aquí, pero acto seguido le dijo que no contestara. Después, sin dejar de jurar entre dientes, se acercó a la ventana y se puso a respirar fuerte, apretándose la cabeza. En eso sonó un disparo fuera y Baldwin pegó un alarido y saltó violento, cayéndose de espaldas...
—¡Ustedes lo asesinaron, maldito sea, King! —bramó Browne—. Pero no les va a valer de nada, a usted sobre todo...
Volviéndose a mirarlo con fijeza, King inquirió fríamente:
—¿Quieres decirme dónde estabas ayer a las once de la mañana, Browne? ¿Y por qué le cambiaste las herraduras a tu caballo a media tarde? De paso, descálzate la bota derecha y explícanos cómo se te cayó ese pedazo de tacón.
El granuja se puso gris del todo, dilató la mirada y fue evidente su temor.
—¿Qué... qué está diciendo?
—Que fuiste bastante descuidado. La huella de ese tacón, y la de los cascos de tu caballo, quedaron claramente impresas en el lugar donde te emboscaste para asesinar a Everett...
—¡Eso es mentira! ¡Quiere enredarme y colgarme el muerto para escabullirse a lo que le espera! ¡Porque usted es Frío King, el proscrito de Texas reclamado por la ley!
El juez y Masterson emitieron sendas exclamaciones. Pero el coronel intervino rápido.
—Eso es lo que Baldwin y su socio te hicieron creer porque ellos mismos lo creían, Browne. Lástima que no sea la verdad. Para vosotros, claro.
Mientras el granuja parpadeaba, desconcertado, King dominó a duras penas un gesto de sorpresa, El juez sí estaba sorprendido y no lo disimuló.
—¿Qué significa todo esto, coronel?
—Se lo diré. Yo estaba harto de aguantar las malas pasadas de Baldwin y contraté a este hombre, King, para que me ayudara. Es un policía del Este, de Missouri, el cual sirvió a mis órdenes durante la guerra. Quiso la suerte que llegara a esta población en el mismo momento en que ocurría el atraco. Y Baldwin se dejó engañar por un cuento chino bien preparado. Vio el cielo abierto ante la posibilidad de tener en sus manos todo el poder, con un sheriff que no vacilaría en cumplir sus órdenes, cualesquiera que fuesen, ¿comprende?
—No es mucho, pero...
—Es sencillo —King habló totalmente tranquilo—. Me parezco un poco a ese Frío King. No me costó trabajo convencerle de que era él mismo y andaba huyendo. A Frío lo capturaron hace unas semanas, hacia el Río Rojo. Pero eso no podía saberse aquí aún. En realidad, él es primo mío y fue en tiempos una persona decente. El caso es que decidí aprovechar la inmejorable situación para colarme en el campo enemigo. Más tarde, Baldwin receló que yo no era lo que parecía y, con la ayuda de Browne, me apresó por sorpresa y me encerraron en la casa de Browne, Tula me ayudó a escapar echándome con una cuerda un cuchillo y un revólver. Por eso metí aquí esta pareja y marché de la ciudad ordenando a Bob Donovan que no le permitiese la entrada a nadie. Sospechaba que Baldwin trataría de deshacerse de Browne a toda prisa, para conseguir soliviantar al pueblo contra el coronel, meta última de sus ambiciones. Lo que no sabía era que hay otro más audaz, peligroso y ambicioso aún que el propio Baldwin. El hombre que en una hora ha asesinado a dos personas para cubrirse las espaldas eficazmente. El hombre a quien tenemos que desenmascarar antes de que consiga meterme una bala por la espalda y hacerse de nuevo con la situación.
—¿Quién es ese hombre, King?
—Cuanto más tarde en saberlo, más tiempo podrá permanecer tranquilo, juez. Lo que ahora nos importa es movernos aprisa y engañar, si es posible, a nuestro hombre.
—¿Y por qué no le echaron la manó encima, inmediatamente?
—Porque no iba a resultar nada fácil. Hágame caso ahora. Salga de aquí y anuncie a todo el mundo para esta misma tarde el juicio contra Masterson por el asesinato de Everett...
—¡Pero si acaba de afirmar...!
—Haga lo que le digo. Y usted cállese, Masterson. Ese hombre ignora todo lo que yo conozco acerca del asunto. Irá, como todos y para no despertar sospechas, al edificio del tribunal. Mientras lo hace, nosotros vamos a efectuar un registro en su casa. No creo equivocarme si aseguro que podremos encontrar pruebas más que suficientes para enviarlo a la horca. Y allí, en el propio tribunal, tomado de sorpresa, no va a poder realizar sus planes.
El juez dudó unos instantes. Luego asintió.
—Está bien, haré como usted dice...
—Otra cosa. Que no se le escape una palabra, ni siquiera delante de su mujer o de su hija. Le va la vida en ello. Y a su hija trataron de mezclarla en el asunto, no lo olvide.
—¿Cómo?
—Pregúntele a Browne quién era la muchacha que estaba en compañía de Everett cuando lo asesinaron.
—¡Yo no maté a nadie! Y no me colgará por ese asunto, King. ¡No tiene pruebas!
—Voy a demostrarte muy pronto de lo contrario. Vamos afuera. De paso, Masterson, podría entretenerse charlando con Browne y contándole cómo se suele ahorcar a los asesinos por esta tierra. Aunque ya él lo debe saber...