CAPITULO VII
Baldwin estaba fumando en el vestíbulo del hotel cuando King entró. Y lo llamó.
—Quiero hablar con usted, sheriff.
—Bien. ¿Ahora?
—Sí. Venga a mi despacho.
Una vez dentro, se le encaró, con el ceño fruncido.
—No me gusta nada su conducta, Frío. Se lo advierto.
—¿Sí? ¿Por qué?
—¿Qué anda husmeando por ahí? La verdad. Recuerde...
—Que me tiene en sus manos. Ya lo sé.
—Contésteme.
—¿Quién de los dos le debe dinero, Everett o Masterson?
La expresión de Baldwin se hizo súbitamente cauta.
—¿Qué significa esa pregunta?
—Los dos sabemos que yo estaba muy cerca de Ewerett cuando lo asesinaron. La diferencia es que yo ignoro quién es el asesino y la verdadera identidad de la mujer que acompañaba a Everett en aquel momento. Por lo demás, tengo una idea bastante clara de la jugada.
Baldwin semejaba un zorro viejo y desconfiado.
—De modo que usted lo presenció todo...
—No perdamos el tiempo, Baldwin. Puede ser que me tenga en sus manos. Pero no soy hombre al que se pueda manejar con engaños. Cuanto antes lo comprenda, mejor para los dos.
Baldwin pareció sopesar los pros y contras de la situación. Luego asintió.
—Conformes, Frío. Pero ya sabe. Le va la vida.
—¿Quién era la mujer?
—Creí que le había visto la cara.
—A ninguno de los dos. Estaba adormilado bajo un árbol y no les oí llegar. Me despertó el disparo de un riñe, oí gritar a una mujer como si la hubieran herido y advertí la nubecilla de humo. Disparé contra ella con mi revólver sin pararme a pensar. Luego sostuve un corto tiroteo con el asesino, di un rodeo para ver de atraparlo y descubrí su fuga. Vi a un hombre muerto un poco más arriba de donde yo había estado. Luego descubrí de quién se trataba. La mujer se escapó mientras me tiroteaba con el asesino. Se comprende que no tuviera ningún interés en ser mezclada en el asunto.
—Era la mujer de Masterson!.
—Ah... ¿Está seguro?
—Sí. Yo conocía su enredo con Everett. El mismo Masterson recela algo y ya tuvo una buena pelea con él, hace dos semanas...
—Parece ser que no ha salido del pueblo esta mañana...
—Salió. Le avisaron que su mujer había ido a entrevistarse con Everett en el campo.
—¿Quién lo hizo?
—Alguien que no hace al caso. Ella había salido un poco antes del pueblo.
—Así que fue Masterson...
—Seguro. No mató a su mujer también porque usted intervino, sobresaltándolo. Supongo que ahora lo detendrá.
—¿Y si prueba que no estuvo en el lugar del crimen?
—No puede probarlo. No debe probarlo. ¿Comprendido?
—Comprendido. Una buena jugada. Pero ¿no cree que la gente comenzará a sospechar de la mala fortuna de todos sus deudores?
—En este caso no aparezco para nada en el asunto. Es al Banco a quien debía el dinero Everett. En cuanto al almacén de Masterson, simplemente desaparecerá. No creo que a su viuda le queden ganas de permanecer en él pueblo después del escándalo...
* * *
El juez estaba aún sentado a la mesa, en compañía de su mujer, cuando llegó King. Ninguno de los dos, pero más él, parecieron muy contentos con su visita.
—¿Qué se le ofrece, sheriff? Estoy comiendo. ¿No puede esperar hasta más tarde?
—Discúlpeme por molestar. Seré breve. He venido a pedirle una orden de arresto contra Tom Masterson.
Marido y mujer cambiaron una mirada. El juez inquirió, con el ceño fruncido:
—¿Por qué motivo?
—Asesinato.
—Ah... Comprendo. De modo que ha sido él...
—Todas las pruebas lo abonan.
—Tenía que ser así, claro... —la mujer del juez habló como entre dientes: Esa mujer... Sólo ella ha tenido, la culpa,..
—Está bien. Vamos a mi despacho. Se la extenderé en seguida.
Ya solos los dos hombres en el despacho, el juez miró con fijeza a King.
—Buen trabajo, sheriff. Es usted hombre rápido.
—Procuro no dormirme. Supongo que será condenado a muerte...
—¿Por qué me hace esa pregunta?
—Por nada. Se me escapó. Mala cosa cuando las mujeres se ponen a hacer el loco. ¿No le parece?
—Sí, posiblemente. Tome, aquí tiene su orden. Aunque no hacía falta para actuar, teniendo la evidencia.
—No tengo ninguna evidencia. No vi al asesino. Simplemente pongo a buen recaudo al único sospechoso, para evitar que lo linchen. Si ha de morir, es mejor que muera con todas las de la ley.
El juez le sostuvo la mirada. Luego asintió.
—Tiene usted razón.
—Bien, me marcho. Salude a su esposa y a su hija de mi parte.
—Lo haré. Jill no se ha levantado esta mañana. Está un poco indispuesta.
—Lo siento. Buenas tardes.
Masterson estaba abriendo su tienda cuando King llegó. Y se puso en guardia.
—¿Qué le pasa ahora?
—Tiene que acompañarme, Masterson.
—¿Qué día...?
—Llevo en el bolsillo una orden del juez. Si lo desea, se la daré a leer. Y me parece que lo más prudente para usted será acompañarme sin intentar ninguna, resistencia.
El almacenista se había puesto pálido. Apretó los puños, pareció dispuesto a protestar, a pelear...
Algunas gentes estaban ya contemplando la escena. Otros se acercaban, llenos de curiosidad. La mujer de Masterson apareció, viniendo alterada, y se abrazó con fuerza a su marido, mirando a King con indignación y súplica mezcladas.
—¡Usted no puede hacer eso! ¡Tom es inocente...!
—El tribunal lo probará, señora. Mi deber es encerrarlo, por el momento, bajo sospecha de haber asesinado a Everett. Y creo preferible que vaya a una celda, bajo custodia, antes que quede expuesto a las represalias de alguien. Vamos, Masterson.
El almacenista pareció haber recapacitado. Se desprendió de su mujer y gruñó:
—Soy inocente. Pero no deseo seguir el camino de otros. Iré con usted.
Seguidos por un grupo que iba engrosando en gente y comentarios, los dos hombres llegaron a la prisión. Tyler acudió en ayuda de su jefe, recibiendo una orden seca.
—No dejes pasar a nadie, sea quien sea.
Luego King introdujo a su prisionero en el edificio y lo metió en una de las celdas, sin pronunciar palabra.
Habíase reunido un bastante nutrido grupo de gente delante de la prisión. Al verlos, King apretó un tanto la sonrisa. Luego habló a Tyler.
—Voy a hacer unas indagaciones. Toma tu rifle, amartíllalo y siéntate en la puerta. Si me entero de que has dejado pasar a alguien en mi ausencia, incluidos el alcalde y el juez, te las verás conmigo. ¿Está claro?
—Sí, señor...
Saliendo a la acera, King se encaró con la gente.
—Hace bastante sol y me parece que todos ustedes deben tener quehaceres en los cuales ocuparse. De manera que váyanse a realizarlos. Andando.
La mayoría se dispusieron a obedecer. Pero algunos no. Uno de éstos inquirió:
—¿Es el asesino de Everett, sheriff?
—Eso a usted no le importa. Ni a nadie, por ahora.
—¡Oiga usted! Si se cree que por llevar esa estrella...
De un salto de pantera, King cayó frente a él. Al mismo tiempo, y aún en el aire, alargó el puño derecho y golpeó la cara del otro, antes de que pudiera ponerse en guardia. El golpeado trastabilló. Y un segundo puñetazo lo envió sentado al suelo.
—Si vuelvo a oírte levantar la voz pasarás una temporada entre rejas. Levántate y que no te vea más por los alrededores de la prisión.
El otro gruñó, intimidado, y obedeció. Los demás se desparramaron también...
King vio a Baldwin en la acera opuesta. Pero no hizo caso a su gesto de llamada. Volviéndole la espalda, se encaminó a grandes zancadas al almacén de Masterson.
La mujer del detenido estaba detrás del mostrador, con los ojos brillantes y la boca apretada. Dos o tres mujeres parecían hallarse allí en procura de noticias. Al entrar King, cesaron de hablar.
El no se anduvo con rodeos.
—Necesito hablar con usted a solas, señora Masterson. Ustedes, señoras, me harán el favor de marcharse.
—¿Y quién es usted para echarnos, sheriff? —le replicó una que parecía de armas tomar. Fríamente, King se lo dijo.
—El representante de la ley, señora. Además, un hombre que no lo pensará dos veces si ha de meter a una mujer insolente entre rejas. ¿Le basta con eso?
La mujer se mordió los labios y apresuróse a salir, así como las otras.
Maud Masterson inquirió, roncamente:
—¿Para qué me quiere?
—Sólo para hacerle unas preguntas. Espero que me las conteste con sinceridad.
—Hágalas.
—¿Salió usted esta mañana de la población?
—Sí.
—¿Adónde fue?
—A la granja de Bob Torrence.
—¿Dónde está eso?
—Junto al río, a dos millas de aquí.
—¿Fue a caballo?
—Claro que no. Fui en el cochecillo.
—¿Para qué fue allí?
—Tenía que llevarle a la mujer de Torrence unos pedidos que nos hizo ayer.
—¿Por qué no los llevó ella?
—No pudo.
—Puede justificar que estuvo allí?
—Claro que sí. Estuve hablando con Mary Torrence y su marido también me vio.
—¿A qué hora más o menos?
—Calculo que serían las diez. Pero no comprendo qué relación...
—¿Su marido estaba aquí cuando usted se fue?
—Claro. Atendiendo la tienda.
—¿Y cuando usted regresó?
La mujer vaciló ligeramente.
—Sí, también.
—¿Qué vestido llevaba usted puesto? ¿Este?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Tiene inconveniente en que eche una ojeada a su habitación?
—Si no hay otro remedio...
—No lo hay.
Asintiendo con la cabeza, la mujer lo invitó a pasar.
La alcoba del matrimonio era una habitación bastante amplia y bien amueblada. Se advertía que Maud Masterson tenía gusto. King lo examinó todo atentamente. Luego fue al armario, lo abrió y miró.
—¿Qué es lo que está buscando?
—No se preocupe. Tiene usted bastantes vestidos... Este azul es lindo. Y este otro, blanco y rojo. Caramba, juraría haberle visto uno igual el otro día a alguien de aquí...
—No me extraña. Hay otros cuatro de la misma pieza.
—Ah... Eso debe resultar un poco molesto para ustedes, ¿verdad?
—¿Qué está tratando de decirme, sheriff?
—Que su marido tiene la soga al cuello y no va a ser fácil quitársela de allí.
—Oh... Pero su él no ha sido, se lo juro. Es incapaz de asesinar a nadie...
—Parece que tiene un genio bastante exaltado, y ciertos motivos poderosos para no querer bien a Everett.
—No sé las calumnias que le habrán contado. Pero entre Everett y yo no ha habido nunca, nada.
—¿No se han visto nunca a solas, a orillas del río, por ejemplo?
—¿Quién le ha dicho tal cosa? ¡No es verdad!
—Cuando mataron a Everett había con él una mujer. Y usted confiesa haber ido a una granja cercana con un pretexto nimio. Y me ha mentido al decir que encontró aquí a su marido cuando regresó. Le está apretando la cuerda al cuello, señora, ¿se da cuenta?
Ella palideció aún más. Pero se mantuvo bastante firme.
—Tom no lo hizo. Se lo juro. ¡Y yo no estaba con Everett!
—Pero estuvo alguna otra vez. Tuvo alguna entrevista con él, en sitio oculto. No trato de forzarla a la confesión. No soy juez ni abogado. No prejuzgo conductas. Y So que me diga ahora nadie lo sabrá. Tiene mi palabra.
Ella dudó un instante. Luego...
—Está bien. Sí, ha ocurrido.
—¿Cuántas veces?
—Dos, tres quizá...
—¿Sin testigos?
—Creo que sí.
—Pero no está segura.
—Fue en el campo... Y no pasó nada de lo que está pensando. Everett me perseguía con sus galanteos desde hace algún tiempo. Nunca le permití propasarse, pero no podía evitar que me acechara. Las tres ocasiones me salió al encuentro por sorpresa, en pleno campo. Una de ellas me vi forzada a luchar con él... Quiero a mi marido, sheriff y conozco su carácter. Por eso me callé, para evitar una pelea sangrienta. Everett no merecía tanto.
—Me han dicho que era un hombre íntegro...
—Era un hipócrita. En apariencia se comportaba como si fuera la persona más honorable del mundo. Simpático, siempre dispuesto a convidar a un trago, amigo de todos, buen trabajador... Pero era un perseguidor de mujeres. Afirmaba estar separado de su esposa, pero yo descubrí que mentía. Era soltero. Sólo que así se cubría en sus galanteos...
—¿Galanteaba a muchas?
—A todas las que tenemos algún atractivo. A escondidas, traicioneramente. No le interesaba perder su reputación.
—Sin embargo, con usted...
—Había bebido más de la cuenta y se descuidó. Por eso le echaron las culpas a mi marido, y en parte a mí. Todos lo consideran un hombre honrado...
—¿Sabe de alguna mujer a quien haya cortejado? Concreto.
—Concreto, no le vi con ninguna. Pero se jactaba de que alguna le había concedido favores.
—¿Dónde halló a su marido, señora Masterson, esta mañana? La verdad.
Ella dudó un instante.
—En el camino, cuando volvía de casa de los Torrence.
—Ya. ¿Qué pasó?
—Una escena penosa. Tom había imaginado que yo salí a buscar a Ewerett. No me quiso decir quién estuvo calentándole los sesos. Pero llevaba su rifle. Me costó trabajo aplacarlo y convencerle de lo infundado de sus sospechas...
—¿Les vio alguien discutir?
—No creo. Pero él no lo hizo, estoy segura. Venía de aquí cuando me lo encontré...
Diez minutos más tarde, King abandonaba el edificio. En la acera se detuvo a liar un cigarrillo mientras pensaba en las revelaciones de Maud Masterson. Y en las otras mujeres que tenían el mismo vestido blanco y rojo...
Porque el de la señora Masterson no presentaba ninguna desgarradura ni tampoco señales de zurcido.