CAPITULO XIV
DOS días después, Cimarrón llegaba a Jiménez y se entrevistaba con el hombre de Muldoon, dándole un escueto mensaje para el capitán.
«Necesito verle. Todo en mis manos.»
La respuesta le llegó por telégrafo dos horas más tarde, y también era escueta.
«Esté en la taberna de Carrillo en Nuevo Laredo, el veinte a mediodía.»
Estaban a catorce… y aún tenía algo por hacer.
Inquirió de los mejicanos la localización del Cañón del Lobo, averiguando tras no poco trabajo que se trataba de una retorcida, estrecha y salvaje grieta de la tierra en el desierto territorio al sur de Carrizo Spring, como a unas treinta millas de la población y a una docena del Río Grande.
—Ese es un mal terreno — le informó el pastor mejicano a quien debía el dato—, una tierra del diablo, donde no hay más que culebras, escorpiones, bandidos y… aparecidos. Le digo que nadie va por allí. Hay agua, pero poca, y ninguna otra cosa que valga la pena…
Cimarrón le sacó el máximo de información acerca del cañón, pagándosela bien, así como su silencio, y luego partió de Jiménez hacia el Sureste. Habían tres jornadas largas hasta la boca del cañón, pero él hizo en dos el viaje, y al atardecer del segundo día llegaba a su destino. Según sus cálculos, Spike y sus compinches no podían efectuar el rapto y llegar al cañón antes del día siguiente, pero no obstante, tomó todas las precauciones al entrar en él, las cuales resultaron innecesarias, porque el cañón estaba vacío de presencia humana. Como le habían dicho, era una grieta de unas cinco millas de longitud, estrecha, profunda y retorcida, árida en casi su totalidad y buen refugio de culebras, escorpiones, cuervos y bandidos. Sus paredes casi perpendiculares hacían imposible la subida o bajada por ellas, desembocaba en otro cañón más ancho y terminaba en un derrumbadero rocoso. Era un excelente refugio… y podía ser una buena trampa.
Casi a su mitad formaba una rinconada, y en ella surgía un manantial de agua alcalina, pero potable, a cuyo alrededor se formaba un pequeño y espeso soto de acacias, paloverdes y matorrales. Allí vio restos de viejas hogueras y comprendió que aquel era el sitio escogido por Frenchie para mantener a Isabel secuestrada. Bueno, él ya estaba allí…
Acampó en el cañón grande, como a media milla de la desembocadura del Lobo, en un lugar entre peñascos bastante escondido, y se fue a dormir arriba, sobre el manantial. Por la mañana aún no habían llegado los secuestradores con la muchacha, y tampoco lo hicieron en todo el día. Estaba ya cerrando la noche, cuando desde su atalaya vio llegar por la parte alta, cuatro caballos y otros tantos jinetes. Y el corazón le latió violentamente al descubrir montada en el más pequeño la grácil figura de Isabel Fresneda.
La muchacha y sus secuestradores pasaron por debajo de su escondite, ignorantes de su presencia. Ellos iban confiados, y ella abatida y atemorizada. Todos cansados de lo que debía haber sido una dura marcha de huida. Pudo notar que le habían atado las manos de modo que pudiera manejar a su montura y que ésta era una yegua joven, de magnífica estampa. Luego, ya sólo se preocupó de poner en práctica el plan que había forjado para liberarla y dar lo suyo a los secuestradores.
Era ya de noche cuando avanzó como una sombra al interior del soto donde los otros estaban acampados. Su deslizar por entre los matorrales hubiese causado envidia a una serpiente, y pudo llegar sin dificultad a diez metros de la hoguera que habían encendido.
Spike y sus dos compinches estaban preparando sus petates para dormir después de haber terminado lo que era una cena frugal a juzgar por las sobras; y los reflejos de las llamas hacían resaltar la dureza de sus facciones. A Isabel no se la veía, pero al mirar al otro lado del manantial, junto a la pared del cañón, la descubrió, o creyó descubrirla, en un bulto moviéndose apenas bajo una de las acacias.
Con la misma cautela empleada para llegar allí, se retiró, disponiéndose a avisar a la joven su presencia. Y diez minutos más tarde llegó, arrastrándose como un reptil, a menos de dos metros de ella.
La muchacha no estaba atada, pues por lo visto, los forajidos confiaban en el terror que la inspiraría la noche para mantenerla allí. Le habían preparado un refugio bajo un saliente de roca, pero ahora estaba sentada al pie de la acacia, con la espalda recostada en el tronco. La luz de la hoguera no llegaba apenas hasta allí y dejaba en sombras todo a su alrededor, mas Cimarrón percibió en su actitud el terror y el desaliento entremezclados. Junto a la hoguera, los tres bandidos estaban ahora fumando y bebiendo.
La llamó con un susurro de voz.
—¡Señorita Isabel!…
La vio envararse y volver la cabeza rápidamente, con una exclamación ahogada, y le advirtió:
—¡Por favor, conserve la serenidad! ¡Soy Cimarrón, y he venido a salvarla!
En la voz de la muchacha, a pesar de lo quedo del tono, latieron la alegría… y algo más.
—¡Cimarrón!… ¿Es… posible?
—Sí… Estoy a dos metros de usted, entre las matas. Escuche… ¿La maltrataron, está atada?
—Sólo las manos. No, no me maltrataron. ¿Cómo ha sabido que yo estaba aquí?
—Es largo de contar. Procure retirarse junto a la roca sin llamarles la atención…
Ella así lo hizo, y al poco, Cimarrón se le reunió entre las sombras. La voz de la muchacha tenía acentos cálidos al hablarle susurrante:
—¡Señor Cimarrón… cuánto me alegra encontrarle de nuevo! Yo estaba rezando a la Santísima Virgen para que me sacara sana y salva de las manos de estos bandidos, y ella me ha enviado a usted… ¡Es un milagro!
—Aún no está libre… Escúcheme. Tengo que deshacerme de esos tres para que podamos marchar tranquilos… y usted ha de ayudarme…
—¿Qué debo hacer?
—¿Ha cenado?
—No quise.
—Bueno, pues llámeles ahora y pida cena.
—Pero vendrán…
—Eso es lo que deseo. Llame.
Ella obedeció, con voz trémula. Y desde la hoguera llególes la voz de Spike, entre burlona y malhumorada.
—¿Qué se te ocurre ahora?
—Quisiera comer algo…
—Haberlo hecho cuando te lo dimos. No hay comida.
—Pero tengo hambre…
—Oye, Spike, dale un pedazo de tasajo, aunque sea; si no, no va a dejamos tranquilos en toda la noche.
—Está bien. Llévale algo para que hinque el diente…
El bandido se levantó, rebuscando algo en las alforjas. Mientras Cimarrón susurró al oído de la joven.
—No grite ni diga nada, vea lo que vea, ¿entendido?
—Sí… Tenga cuidado, por favor…
Él se escurrió hasta el cercano matorral, agazapándose allí cuchillo en mano. Las palabras de la joven estaban resonando en sus oídos como música y recordaba lo que le dijo Muldoon. «Le ha causado mucha impresión…» ¡Si eso fuera cierto!…
El bandido se acercó con la comida. Era un tipo delgado, de cara escurrida y ojos saltones.
—Bueno, aquí lo tiene, .señorita. Y otra vez procure cenar a la hora, o no cenará. Ahora, confórmese con esto…
—No podré comer con las manos atadas…
—Bueno, ahora la desataré… Pero nada de tonterías…
Dejó la cena en el suelo, y arrodillóse para desatar a la muchacha. Una vez hecho esto, volvió a enderezarse…
Y en el mismo instante le cayó encima Cimarrón.
El hombre recibió el impacto de lleno y antes de que hubiera podido abrir la boca, una mano férrea se la tapó y la acerada hoja de un cuchillo le partió el corazón. Estaba muerto antes incluso de que sus rodillas volvieran a tomar la tierra. Y su muerte había sido tan silenciosa como rápida.
Depositándolo en el suelo, Cimarrón tomó a la temblorosa muchacha por el brazo, levantándola.
—Vamos. Y por lo que más quiera, domine sus nervios y no haga ruido.
Ella no contestó. Pero sus manitas se le aferraron temblorosas al brazo como demandando protección. Lentamente primero, más aprisa después, deslizáronse por entre los matorrales y las rocas hasta alcanzar el borde del soto. Entonces, él la miró a la cara, una mancha clara en la obscuridad.
—Voy a llevarla detrás de aquellas rocas. Me esperará allí.
—¿Va… a dejarme sola? ¡No lo haga, por favor! ¡Tengo miedo!…
—Es preciso. Esos dos son demasiado peligrosos para dejarlos vivos a nuestra retaguardia… y tengo una cuenta que saldar con uno. Venga…
Ella no dijo nada y le siguió hasta detrás de unas rocas. Entonces, temblando todavía suplicó temerosa, a Cimarrón:
—Prométame que no se expondrá. ¡Por Dios, no sea temerario!
—No tenga cuidado. Después la llevaré a su casa. Quédese ahí y no se mueva, oiga lo que oiga.
La dejó, yéndose rápido. Le hervía la sangre del contacto de sus manos con los hombros de ella. Y tenía que serenarse por lo que se avecinaba. Si Spike y el otro descubrían la muerte de su compañero…
Pero no, aún no habían sospechado nada. Ahora Spike llamó al otro:
—¡Eh, Jones! ¿Es que piensas estarte ahí toda la noche o es que a la señorita no le agrada la cena? ¡Termina pronto y ven acá!
Le contestó el silencio. Volvió a llamar y tampoco obtuvo respuesta. Cimarrón les vio levantarse rápidos, con expresión alarmada. Sacáronse los revólveres en previsión y con unos pasos de distancia se dirigieron entre la obscuridad hacia el lugar donde habían dejado a su compañero. Cimarrón los vio venir hacia él. Kimball se retrasó un poco y dijo a su compañero:
—¡Da la vuelta, tú, mientras yo te cubro la espalda!
Spike avanzó con cautela hacia donde había quedado Jones y desapareció pronto tras aquellas rocas.
Entre tanto, Cimarrón se había deslizado con extremo sigilo por detrás de Kimball y antes de que éste pudiera hacer nada para impedirlo, recibió un tremendo golpe en su nuca que le hizo tambalear y caer al suelo sin pronunciar un solo grito. Cimarrón lo arrastró rápidamente hasta detrás de unos arbustos.
Apenas Cimarrón acababa de hacer esto oyóse un grito de alarma de Spike al descubrir el cadáver.
—¡Kimball! ¡Han matado a Jones y la chica no está! ¡Ojo, Kimball, no sé lo que habrá pasado, cúbreme la espalda, que vuelvo!
Pero Kimball no podía cubrir la espalda a su compañero porque se encontraba tras unos arbustos en estado inconsciente. Al salir de detrás las rocas y no ver a su compinche, toda su valentía se transformó en un miedo atroz y empezó a gritar desaforadamente:
—¡Da la cara quienquiera que seas, maldito! ¡Sal a pelear!
De entre las sombras, a su derecha, surgió una risa escalofriante. Spike se revolvió, disparando sin fijarse en lo que hacía. De pronto vio una silueta que se le acercaba lentamente, y levantando el brazo para apuntar mejor, pulsó el gatillo. Pero no hizo blanco. Nuevamente elevó el arma al nivel de su vista e iba ya a disparar, certeramente esta vez, cuando sintió clavársele en su muñeca el filo de un cuchillo que le hizo soltar el revólver. Spike intentó alcanzarlo, agachándose, pero cuando lo empuñaba tenía ya encima de él toda la corpulencia de Cimarrón, que le obligó a soltarlo. El arma fue a caer lejos del alcance de los dos.
Desesperado y sin el revólver en sus manos, Spiker se desasió como pudo de Cimarrón y se lanzó a todo correr seguido como una sombra. Pero tras él, su enemigo le. había seguido como una sombra, dándole alcance justamente a pocas yardas de donde yacía inerte el cuerpo de Jones, entre aquellas rocas. Y allí empezó una lucha titánica entre ambos. Tan pronto peleaban revolviéndose por el suelo como se levantaban, para caer nuevamente sobre el duro pedregal. Spiker, agotado por sus esfuerzos, sólo intentaba desasirse. Cimarrón lo soltó y dio unos pasos atrás para asestar el golpe final, momento que aprovechó Spiker para intentar la huida, pero tropezó, en la obscuridad, con un grueso peñasco, yendo a dar la cabeza contra su borde y exhalando un profundo gemido de dolor.
Cimarrón lo contempló por unos momentos. Al mismo tiempo detrás de él, oyó un suspiro hondo, como un sollozo, y vio una silueta de mujer que se apoyaba pesadamente sobre el tronco de un árbol.