CAPITULO XI
PIEDRAS NEGRAS es una tranquila ciudad fronteriza, en la orilla mejicana del Río Grande, poco más o menos ubicada a unas setenta y cinco millas al suroeste de Uvalde, y frente a la ciudad americana de Eagle Pass. Hace tres cuartos de siglo, era poco más o menos como ahora, salvo que la Ley y el Orden resultaban cosas bastante vagas, aunque de vez en cuando hicieran ejemplares actos de presencia. Pero tan de vez en cuando, que en los intervalos quedaba siempre tiempo más que sobrado para que toda la gentuza de la frontera se divirtiera y peleara a placer en los muchos garitos de la ciudad. Cuando Cimarrón llegó a ella, dos semanas después de su precipitada salida del rancho de Brynes, era sábado, y por este motivo, la población parecía un poco más bulliciosa que el resto de la semana. Poco amigo de exhibirse inútilmente, rodeó el pueblo hasta dar con una caballeriza donde dejó a sus animales, y luego fue a adecentarse un poco y husmear noticias de interés.
Durante las tres últimas semanas había hecho considerables progresos en el español, y esto le permitió seguir jugando el papel de desafortunado buscador de oro que, para mayor seguridad, había escogido. Estaba convencido de que la banda de Stubbs andaría removiendo cielo y tierra para dar con él y hacerle pagar su jugarreta; pero eso no era cosa que le importara mayormente. Lo esencial para él era hacerse con pruebas fidedignas que desenmascararan a Stubbs, vinculándolo con la banda, así como al misterioso jefe, cuya identidad creía conocer. También eliminar al hombre de la cicatriz y a Frenchie Taylor, y desvirtuar la acusación de asesinato que sobre él pesaba. Una vez conseguido todo esto… Bueno, había un par de lindos ojos negros que no le dejaban dormir tranquilo desde hacía muchos días, así como el no saber nada de su dueña, o lo que de él estaría pensando…
Con respecto a la banda de Stubbs había sabido muchas cosas últimamente, y en la actualidad estaba en disposición de liquidar de un golpe la guarida y a muchos de sus componentes. Pero no a los que de verdad le interesaban. Por eso tenía que esperar. Por eso, y porque se daban mil dólares por su cabeza al norte del río…
Encontró un alojamiento bastante soportable, y al anochecer, salió a recorrer la población. Sin saber por qué, le gustaban estas ciudades mejicanas normalmente dormidas y silenciosas bajo el crudo sol, y le gustaba codearse con sus habitantes. Había encontrado que no eran tan perezosos e inferiores como allá en Kansas se les suponía, y sí mucho menos que la mayor parte de los americanos que él conociera. Eran distintos, simplemente.
Estaba saboreando un plato de tamales calientes en una mesa solitaria del restaurante, cuando vio al hombre de pelo gris.
Era un tipo de amplias espaldas y rostro como tallado en granito, completamente descamado y afeitado. Pero producía, aun de lejos, una impresión de fuerza tranquila y seguridad en sí. A pesar del pelo gris, Cimarrón dijo que no podía tener más de unos cuarenta años. Vestía corrientemente, y llevaba un revólver atado bajo. Podría ser un ganadero, un tratante… Desde luego, un hombre al que se miraba dos veces.
El hombre de pelo gris estaba sentado en una mesa cercana, y aparentemente no miraba hacia él. Pero Cimarrón no tardó en darse cuenta de que, en realidad, el desconocido estaba muy interesado en su persona. Y de rechazo, él se interesó en la del otro.
Una vez cenado, pagó y salió a la calle. Con rápida ojeada constató que el otro hacía lo mismo.
Ya en ella, caminó un buen rato corno sin rumbo, cruzando y recruzando la calzada. El otro seguía sus pasos, imperturbable, y esto comenzó a ponerle nervioso. Aquel tipo no tenía trazas de bandido, si es que él conocía a alguno. No mostraba el recelo y el parar alerta y huidizo de los fuera de la Ley, sino por el contrario, una especie de tranquila seguridad, como si obrar se sabiendo que una fuerza poderosa le respaldaba. De pronto, se le ocurrió que pudiera ser un policía. Mas un policía americano nada podía a esta orilla del río… Y si esperaba un descuido de Cimarrón o a que éste cruzara a la otra orilla para atraparlo…, trabajo iba a tener.
Entró al fin en una bulliciosa, concurrida e iluminada taberna, yendo hacia el mostrador. Tres cuartas partes de la clientela eran mejicanos, y el resto no hubieran sido precisamente una garantía de seguridad en cualquier camino solitario. Tras convencerse de que no había allí ningún conocido suyo, se acodó en el mostrador, pidiendo al impasible mozo mejicano:
—Ponme un whisky.
—Son veinticinco centavos…
—No te pregunté lo que valía.
Su acento debió convencer al camarero, pues se dio vuelta, tomó una botella y un vaso y le escanció el licor.
—Otro para mí.
Antes de volverse, Cimarrón ya sabía quién era. Por eso lo hizo despacio. Algo a su derecha, el hombre del pelo gris le miraba con cara inescrutable.
Por unos instantes, ambos se miraron en silencio. Luego, Cimarrón dijo:
—Bueno, míster; creo que nos hemos visto antes.
—Cierto que sí. En el restaurante de Agustín — fue la respuesta.
—Y desde entonces ha estado siguiéndome los pasos. ¿Puede decirme por qué motivo? No me gusta llevar espías detrás.
—Ciertamente es una mala cosa siempre. Aunque tal vez usted ya esté acostumbrado.
—Aún no contestó a mi respuesta, hombre.
—Lo haré si antes me responde a una pregunta.
—No acostumbro a aceptar condiciones…, pero hágala.
—¿Es usted Cimarrón Travers?
La diestra de Cimarrón fue a posarse despacio sobre el cinto… y junto a la culata de su arma.
—¿Y qué, si lo fuera? — habló suavemente.
—Entonces, es el hombre que busco.
—¿Para qué?
—Aún no lo sé. Depende de usted,
—No me ha dicho todavía su nombre…
—Es Muldoon. Capitán Clint Muldoon, de los Rurales de Texas. Tal vez haya oído de mí…
En el tiempo que llevaba en la frontera, mucho era lo que Cimarrón había oído de este capitán de los Rurales. Muldoon había limpiado de bandidos la región al oeste del Brazos, casi sin ayuda…, y había sido él, principalmente, quien empujara al otro lado del Pecos a los peores forajidos de Texas. Muchos que presumían de rápidos con un arma quisieron enviarlo a los Eternos Cazaderos… y fueron ellos quienes emprendieron el viaje. Se decía de este capitán, que cuando emprendía la caza de un hombre, éste podía darse por entre rejas… o muerto. Sí, mucho era lo que había oído de Clint Muldoon… y ahora lo tenía enfrente, con todo el peso de la Ley respaldándole.
Pero Cimarrón conocía a los hombres. Y se dijo que Muldoon no estaría allí si sólo hubiera venido a capturarlo, ni habría obrado de esta forma. Debía de tener sus razones… y bueno sería conocerlas.
Se llevó el vaso a los labios, sorbiendo un trago. Y luego habló.
—Bien, pues sí que oí de usted, capitán. Y me alegra conocerle. ¿Es este un encuentro para charlar, o para andar a tiros?
Un destello admirativo apareció en los ojos de Muldoon.
—Es usted tal como me lo figuraba, Travers, a través de lo que he ido averiguando de su persona y andanzas— dijo—. Sólo esa barba me despistaba… Bueno, le diré que, por el momento, el encuentro es sólo para hablar.
—¡Ah…! Pues siendo así, mejor estaremos en una de las mesas.
—De acuerdo.
Una vez sentados a una apartada de las concurridas, Cimarrón inquirió:
—¿De qué vamos a hablar?
—De lo ocurrido en Uvalde, por ejemplo.
—Me lo esperaba. Según se dijo, yo escapé de la cárcel asesinando al carcelero. Todas las pruebas están en mi contra, y se organizó una persecución en toda regla…
—De la que usted se zafó.
—Fue una suerte… pero sigo teniendo la cabeza a precio. ¿No es así?
—Así es.
—¿Entonces…?
—¿Le dijeron alguna vez cómo trabajo, Travers? Ye nunca dejo escapar a un criminal, pero tampoco dejo de considerar todas las facetas de un asunto.
—¿Y…?
—En este suyo encontré muchas contradicciones. Por ejemplo, usted no obró como un asesino acorralado cuando se tropezó al peón de la pierna rota y su compañero, ni cuando le estaban dando caza, ni con el cocinero del rancho «Double Star»… Luego estaba lo que dijo a esos hombres… y lo que cierta dama me contó.
Travers sintió una sacudida.
—¿Se refiere…?
—A la señorita Fresneda. Supe que usted fue al rancho de su tío, y supe también que se conocieron cuando su caballo la tiró. Bueno, por si le interesa, le diré que ella no le cree un asesino. Incluso se peleó con míster Rayburn, el banquero, cuando él aseguró lo contrario… Es mucho lo que parece haber impresionado a esa joven, Travers.
Cimarrón se atragantó.
—Pues… yo… Bueno, creo que esas son muy buenas noticias. Gracias…
—Bien, puede pagármelo… con su versión de lo ocurrido en la cárcel.
—Con mucho gusto. Estaba deseando tropezar con alguien como usted, Muldoon, por esas y otras razones. Verá, las co…
Se detuvo en seco, mirando fijo por sobre el hombro del otro con fiera expresión. Muldoon se volvió.
—¿Qué ocurre?
—¿Ve ese mejicano? Ese alto, de los grandes bigotes. Bueno, ese es López, con el que tuve un altercado en la barbería de Uvalde, apenas llegué a ese pueblo. Él, estoy seguro, fue enviado por alguien. Luego, por la noche, me tiroteó emboscado y fue por eso que el sheriff me encarceló, diciendo que yo era un alborotador…
—¿Quiere decir que le tendieron una trampa? ¿Por qué?
—Lo ignoro, aunque algo sospecho. Diga… ¿Aquí tiene usted alguna potestad?
—Oficialmente, ninguna. Pero puedo obtener toda la que precise, de las autoridades locales.
—No era por eso. Si provoco una pelea, ¿qué piensa hacer?
—Pues… De momento, quedarme de espectador.
—Bien, entonces tal vez pueda darle una prueba a mi favor. Venga.
Se levantó, yendo despacio hacia el grupo de mejicanos donde estaba su víctima. Uno de ellos le vio venir y avisó a los otros, que en el acto se volvieron. Y López palideció visiblemente al reconocerle.
—Hola, López, sucio coyote traicionero…
Había hablado en español, y su voz clara y fría apagó en el acto toda conversación en el local, haciendo que cuarenta pares de ojos le miraran.
El mejicano tragó saliva, y dijo ronco:
—No le conozco a usted, señor.
—¿De veras? ¿No te acuerdas de la paliza que te di en Uvalde y de cómo te emboscaste para atacarme a traición, por la noche?
—¡Yo no fui ni sé de qué me está usted hablando!
—Conque no, ¿eh? Pues dime por las buenas quién te mandó atacarme. ¿O prefieres hacer un poco de ejercicio? — díjole Cimarrón al propio tiempo que le propinaba un manotazo en la cara.
Rojo de rabia y rencor, el mejicano barbotó roncamente:
—No quiero peleas con usted. Sé quién es, Cimarrón Travers. No le tengo miedo, pero déjame en paz si no quiere probar mis puños o mi cuchillo.
—¿Y cómo sabes que me llamo Cimarrón, si nadie te lo ha dicho? Eres una rata asquerosa y cobarde, y voy a demostrarlo delante de todos.
Y sin darle tiempo a prepararse le dio un fuerte empujón que le hizo rodar por el suelo, ante la risa general de todos los que les contemplaban.
El mejicano se levantó, presa de una rabia violenta, y lanzóse desesperado hacia Cimarrón.
Pronto estuvieron enzarzados en una lucha atroz y los golpes se sucedían brutalmente por ambas partes. Tumbados por el suelo, tan pronto era el uno como el otro el que parecía tener la superioridad.
En un momento en que el mejicano tenía su mano derecha libre, sacó de su bolsillo posterior una gruesa navaja que sin perder tiempo se dispuso a clavar en el pecho de Travers. Este, en un supremo esfuerzo, logró desviar el arma cuando la punta ya le rozaba su piel y seguidamente pudo desarmar a su enemigo lanzándole una serie de golpes sobre su rostro. Después de ello, Cimarrón alcanzó la navaja que había soltado el mejicano y mientras con una mano le agarraba fuertemente los cabellos, con la otra apretaba ligeramente la punta del cuchillo sobre la garganta.
El mejicano, presa de pánico, sucumbió al fin y barbotó con temor:
—No… ¡No!… ¿Qué quiere saber?
—¿Quién te mandó a provocarme en la barbería, en Uvalde?
—Fue Stubbs… Me ofreció cincuenta dólares por sacarte de en medio…
—¿Por qué quería matarme?
—No lo sé… Yo nunca hago preguntas.
—Fuiste tú quien me tiroteó luego, ¿verdad?
—Sí. Tenía que ganarme los pesos, y cobrarme lo de la barbería…
—Bueno, pues ahora vas a decirme quién mató al carcelero, y por qué Stubbs tenía tanto interés en matarme. ¡Habla!
—¡Te digo que no…! ¡No! ¡Hablaré! Él…
Algo centelleó en el aire, cortando la voz de López y convirtiéndola en un gemido ronco, mientras se estiraba convulsivamente, cayendo luego hacia atrás… con un cuchillo clavado en la espalda.
En el acto, se desató el infierno en la taberna. Los norteamericanos arremetieron furiosos hacía adelante, y los mejicanos les hicieron frente. Había demasiada gente en la taberna para utilizar los revólveres, y así, puños, cuchillos y banquetas fueron las armas emplea das. Alguien disparó certeramente hacia las dos lámparas de petróleo, apagándolas, y en la oscuridad, el tumulto se hizo atronador. Una mano férrea atrapó a Cimarrón por detrás, tirando de él, y oyó la serena voz de Muldoon.
Abriéronse camino dificultosamente hacia la puerta por donde salieron entremezclados con un torrente de Sombres que 'continuaban la pelea en la acera y el arroyo.
—Buena la ha armado, Travers — dijo el capitán, mientras se deslizaban hacia una calleja transversal—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien. ¿Oyó lo que dijo López?
—Sí. Luego hablaremos de eso. Ahora tenemos que curarlo, y partir de aquí en seguida. ¿Dónde tiene su caballo?
—En una cuadra cercana. La de un tal Vega.
—Le conozco, y también está allí el mío. Venga, no podemos perder tiempo.