CAPITULO XII

LLEGARON a la cuadra y Muldoon se encaró con el encargado.

—Vega, saca mi caballo y el de este señor, y que tu hijo los lleve en seguida al soto junto al río, ya sabes dónde.

—Sí, capitán, lo haré ahorita mismo… — repuso el hombre, mirando curioso la ensangrentada figura de Cimarrón.

Muldoon siguió:

—Y que nadie sepa cuándo ni para dónde nos fuimos, ¿entendido?

—Habla en pura plata, capitán. Nadie sabrá nada, descuide.

—Buena persona Vega. Me debe favores y no lo olvida — comentó Muldoon, mientras volvían sobre sus pasos—. Ahora, vamos a casa del doctor a que le cure esas heridas. Después tendremos que cabalgar bastante.

—¿A dónde?

—A Texas.

—¿Me lleva preso?

—Voy a llevarle conmigo… pero no preso. Tenemos que charlar un rato, y le aseguro que no pretendo apresarle, por el momento al menos. Tome su cinto.

Cimarrón lo tomó, ciñéndoselo mientras caminaban.

—Fio en usted, Muldoon. Parece que sigue la gresca.

—Seguirá aún un buen rato, y con eso cuento. Ahora hay en la población algunos individuos interesados en dar con usted, pero mientras dure la pelea y esté a oscuras la taberna, les será difícil localizarle. Para cuando lo consigan, tenemos que estar al otro lado de la frontera, si es posible.

Poco después llegaban a la casa del médico. El hombre demostró estar muy acostumbrado a tales situaciones, pues con pocas palabras y rápidas manos examinó y curó las heridas de Cimarrón.

—Nada grave, aunque esta puntada del pecho pudo serlo — dijo al terminar su tarea—. En dos semanas, todo cicatrizado. Son diez pesos.

Muldoon pagó, y volvieron a la calle, caminando de prisa por las oscuras callejas. En el centro de la ciudad se había aplacado el tumulto.

—No tardarán en seguirnos la pista. Démonos prisa.

Salieron al descampado, y diez minutos después llegaban donde les esperaba el hijo de Vega con los caballos. Montaron, partiendo al galope.

—Cruzaremos por el vado de Orozco, a diez millas de aquí — explicó Muldoon—. Al otro lado acamparemos para pasar la noche.

Dos semanas más tarde, Cimarrón llegaba a Comstock, en las tierras salvajes del Pecos, refugio de los fuera de la Ley. Durante su marcha, hecha por territorio mejicano la mayor parte del tiempo, había tenido ocasiones de aumentar la ya gran fama que disfrutaba a lo largo de la frontera. Y en Del Río, dos noches antes, un hombre se le había acercado con una oferta de parte del famoso King Fisher, un puesto en su banda de proscriptos… Allí, también, había sabido que Frenchie se encontraba en Comstock. Desechó la oferta de King Fisher, diciendo a su enviado que por el momento no le interesaba, y se fue en busca de Taylor, con su plan ya trazado.

Lo encontró en la mejor taberna de la población, jugando al póker con otros hombres. Por lo menos, había una veintena en el local e indudablemente, todos estaban en malas relaciones con la Ley. Su entrada provocó una ceñuda y hostil expectación que él no pareció observar. Andando despacio, paseó la mirada por todos los rostros inamistosos hasta llegar al grupo junto a la mesa, y ver a Frenchie. Aun no habiéndolo visto nunca, no habría dejado de reconocerlo por las descripciones que de él le hicieran… Y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para dominarse el impulso de sacar su revólver y deshacerle la cara a balazos. Se había echado sobre los hombros un deber que tenía la obligación moral de cumplir… incluso por su propio bien. Frenchie estaba sentenciado, y en cierto modo, aunque él no lo sabía, era un muerto. Todo era cuestión de tiempo, y esperar…

Avanzó despacio hacia la mesa. Los fríos ojos del pistolero se levantaron de sus cartas, clavándose en él, y produciéndole una violenta sensación de odio y repugnancia. Este era el asesino y violador de Ada Salton… El hombre que él había jurado matar…

Tal vez su propia mirada reflejó algo de lo que ocurría en su interior, pues Frenchie se envaró imperceptiblemente. Casi podía pasar como guapo con sus correctas facciones, a no ser por la finura de sus labios y la fría crueldad, casi sádica, de sus ojos escalofriantes. Sus manos soltaron los naipes, quedando sobre el borde de la mesa, y se tiró atrás, como al desgaire.

Los otros habíanse vuelto a mirar a Cimarrón. Y éste vio en la mejilla izquierda del que le daba la espalda una cicatriz medio oculta por la barba. El hombre era bajo y fornido, de unos treinta y tantos años, y facciones brutales. El otro asesino…

Se paró a dos pasos de la mesa, y habló fríamente.

—Busco a Frenchie Taylor.

Frenchie medio entrecerró los ojos, mientras los demás miraban intrigados a Cimarrón.

—Yo soy Taylor — su voz semejaba de hielo, aunque en cierto modo era agradable—. ¿Quién rayos eres tú?

—Mi nombre es Travers.

Fue como si de repente hubiesen vaciado el aire de la estancia. Sonaron murmullos y correr de sillas. Frenchie semejaba más que nunca un felino presto a saltar.

—¿Cimarrón Travers? — dijo lentamente.

—Así me llaman.

—¡Ah!… ¡Pues me alegra conocerte! Mucho es lo que aquí hemos oído hablar de ti últimamente… ¿Para qué me buscas?

—Tengo entendido que capitaneas una banda. Fueron varios los interesados en meterme en ella, como sabrás… y he venido a preguntarte si aún está libre mi puesto.

Algo que podía ser recelo admirativo cruzó los ojos de Frenchie.

—No se puede negar que eres hombre de agallas, Travers. ¿Puede saberse por qué vienes ahora, y no entonces?

—Porque no me gusta que se me guíe como a un corderito.

—Si entras en mi banda, habrás de obedecer mis órdenes.

—Es posible… cuando haya entrado.

—¡Hum! ¿No quieres sentarte, y discutiremos el asunto?

—No hay nada que discutir. Lo tomas, o lo dejas. Hace dos días, recibí una oferta de King Fisher: aún sigue en pie.

Aquello pareció impresionar a los presentes… excepto a Frenchie.

■—Conque King Fisher, ¿eh? No me extraña que tengas tantos humos… ¿Qué condiciones son las tuyas?

—Tu segundo. No me importa que seas el jefe. Dicen que eres rápido con los hierros, y que sabes manejar hombres; yo también. Pero tú conoces el terreno y a los hombres que llevas, de modo que recibiré tus órdenes… y de nadie más.

—Supongo que en Kansas, ¿eres de allí, no?, tenías un gran cartel. Eso al menos oí decir. Pero aquí no basta con solicitar un puesto. Hay que ganárselo.

—Eso me parece muy bien. ¿Cómo he de ganarlo?

—Yo ya tengo un segundo, Spike Howard, ese que tienes a tu lado. Y supongo que algo habrá de objetar a tu deseo.

Los ojos de Cimarrón se bajaron hacia la cara del hombre de la cicatriz, que a su vez le miraba de mala manera. Y se alegró de que fuera él.

—¿De modo que eres tú dijo despectivo—. Bien, tú dirás cómo peleamos, si con los puños, los cuchillos, o los revólveres.

Spike se levantó despacio. Era algo más bajo que Cimarrón, pero mucho más ancho, y con potentes brazos.

—Me parece que tú eres un fanfarrón con un poco de suerte—dijo ronco—. Y aprovecharé esta ocasión para pagarte lo que hiciste a Topeka Charlie. Pelearemos con los puños primero, y luego con los revólveres; así me daré el gustazo de romperte la cara antes de matarte.

—Hablas demasiado. Obra más.

El puño de Spike salió disparado. De haber alcanzado plenamente a Cimarrón, es casi seguro que lo hubiera liquidado en el acto. Pero no le alcanzó más que de refilón, y aun así medio le cortó el resuello. Pero cuando iba a pegarle de nuevo, Cimarrón disparó su propio puño, tocándole debajo de la oreja.

Pareció un golpe flojo… pero lanzó a Spike trastabillando contra la mesa, donde Frenchie y los otros se estaban levantando ya. Con un rugido, se incorporó, lanzándose a un furioso contrataque que Cimarrón aguantó parando con los antebrazos y jugando las piernas. De vez en cuando, y aprovechando descuidos del otro, lanzaba sus propios puños en golpes siempre efectivos y dolorosos que Spike acusaba con gruñidos. Alrededor, los bandidos seguían la pelea silenciosos e interesados.

De repente, Cimarrón pasó al ataque con una serie de golpes bien medidos que llevaron a Spike de un lado para otro como un pelele. Y terminó conectándole un gancho a la barbilla que lo envió de espaldas al suele.

—¡Arriba, Spike, te estoy esperando para que me deshagas la cara!

Pero Spike no se levantó. En lugar de eso, llevó su diestra velozmente a la pistolera… y quedóse con el arma a medio sacar, mirando la negra boca del revólver de Travers.

—¿Qué esperas, hombre? — restalló la voz cortante de éste—. ¡Saca tu arma!

—¡Basta! — la orden de Frenchie estaba apoyada por sus dos revólveres, que había sacado con un gesto velocísimo—.¡Guardad los revólveres! ¡Tú, Spike, levántate, y ve a limpiarte la cara! Tú, Travers, te ganaste el puesto. Eres rápido…, aunque nunca se te ocurra probar suerte conmigo. Perderías… En adelante serás mi segundo, si demuestras valer para todo como para las peleas. Siéntate, y hablaremos.

Cimarrón obedeció. Estaba preocupado. Había visto sacar a Frenchie, y dudaba poder igualarte en una lucha cara a cara. Aquel asesino tenía la fulmínea rapidez de un crótalo…

El derrotado Spike pareció a punto de decir algo. Pero una mirada de Frenchie lo acalló, y salió del local rezongando por lo bajo. Los demás se acercaron en silencio. La victoria de Cimarrón había sido reconocida, pero no celebrada… y esto era significativo.

Frenchie le escanció un vaso de whisky.

—Toma, bebe. Eres un tipo de agallas y un buen peleador. Tal vez lleguemos a entendemos, si te metes en la cabeza que aquí yo soy el jefe.

—Ya te dije que no me preocupaba tu jefatura. Con el tiempo, tal vez yo forme mi propia banda, pero ahora me basta con ser tu segundo.

—Hay algo que me gustaría aclarar antes. ¿Por qué mataste a Topeka e hiciste aquel desaguisado en el rancho de Brynes?

—¿No te lo dijeron ellos? Bueno, pues yo lo haré. Cuando me meten en enredos, me provocan, me tirotean, me encierran en la cárcel y luego me cuelgan un asesinato que no cometí me enfado bastante. Y si luego ponen hombres al acecho para asesinarme, me mienten y me tienden trampas, me enfado de veras. Y cuando me enfado de veras, suelen ocurrir cosas desagradables para alguien. Ya dije a Brynes que había equivocado su táctica conmigo. Espero que tú no cometas el mismo error.

—¿Es eso una amenaza?—inquirió Frenchie.

—Es sólo una advertencia… como las que tú me has hecho. Si te portas lealmente, cuenta conmigo. Pero si no… Bueno, yo no temo a nadie, aunque se llame Frenchie Taylor.

Por un momento, se miraron, en medio de un silencio angustioso. Luego, Frenchie sonrió débilmente.

—Sí que me temes…, pero eres un fanfarrón. Y, bueno, creo que nos entenderemos. Me gustan los hombres como tú. Te quedarás como segundo mío, aunque va a costarme convencer a Stubbs y Brynes de la cosa. Pero habrán de tragarte, les guste o no. Ya cometimos demasiados errores contigo…