CAPITULO VI
EL alba le encontró cabalgando por las colinas boscosas que separaban los valles del Frío y el Nueces. Y a la salida del sol acampó en una espesura de álamos al borde de un arroyo y cerca de un camino bastante transitado, para dormir un par de horas.
Durmió el doble. Y era ya cercano el mediodía cuando despertó, sintiéndose hambriento. Fue al arroyo para lavarse, y estaba en tal operación cuando el viento le trajo el ruido de una cabalgada acercándosele.
Secóse con rapidez y corrió hacia el soto para esconderse, recordando que ahora era una especie de fugitivo. Desde el borde de los árboles oteó el camino que cruzaba el arroyo aguas abajo a menos de cien metros.
Pronto llegaron los jinetes, y su vista le llenó de inquietud. Eran cinco, todos vaqueros y todos bien amados. Pero lo más significativo era que llevaban los rifles cruzados sobre las sillas y prestos para disparar y todo en su actitud indicaba cauteloso recelo. Cimarrón se atensó. O nunca había visto hombres a la caza de otro, o estos del camino iban decididos a disparar primero y preguntar después. Lo que estaban llevando a cabo era una caza a muerte, no una simple búsqueda…
El grupo de jinetes se detuvo bajo los árboles al borde del arroyo, evidentemente para descansar. Y Cimarrón se dijo que ésta era su oportunidad para enterarse de lo que llevaban entre manos.
Veinte años de vida al aire libre en las tierras semi-salvajes le habían educado extraordinariamente los sentidos, y para él, era tarea fácil llegar sin ser notado a un punto desde donde pudiera ver y oir perfectamente a esos hombres. El viento le favorecía al venirle de espaldas, pues su caballo no podía olfatear a los otros y relincharles. En cuanto a los hombres, eran unos solemnes tontos. Nadie, yendo de caza humana, se pararía a charlar junto a una espesura sin registrarla antes, a no ser un completo novato.
Con la silenciosa rapidez de un indio, dio un rápido rodeo que le llevó diez minutos después al otro lado de la espesura donde los jinetes se detuvieron. Y una vez allí, se arrastró sobre manos y rodillas hasta unos quince metros de ellos, a favor del viento. Pudo verles perfectamente, oculto en una espesa mata de groselleros. Los cinco eran jóvenes, vaqueros sin la menor duda y gente dura y peleadora, a juzgar por sus caras. Dos, mestizos o mejicanos. Y estaban disponiéndose a volver a montar.
—No me parece que ande por aquí ese granuja — hablaba uno de ellos—. Lo más probable es que haya ido derecho al río Grande. Sabe bien que le espera una cuerda si le cogemos.
—El no conoce el terreno —le contestó uno de los mejicanos—. Ya visteis que se vino para el Este antes de darse el tropezón con el rancho de don José. Durante la noche ha debido caminar a ciegas… Y apuesto a que anda cerca.
—Bueno, de todos modos, no va a escapar… Todos los ranchos y poblaciones de la región están siendo o han sido avisados, y esta tarde habrá cientos de hombres en su busca.
—Yo quisiera ser de los que lo encuentren. El hombre capaz de acabar al pobre Perkins del modo que lo hizo ese Travers, merece algo peor que la horca…
—¡Si lo tropiezan los muchachos de Uvalde, seguro que lo despedazan. Bueno, vámonos; hay que rastrear toda esta parte del valle…
El grupo partió, perdiéndose de vista. En la espesura, Cimarrón estaba sintiéndose tremendamente frío. Aquellos hombres le buscaban a él… y por asesinato. Cientos lo estaban buscando por toda la región hasta el río Grande… Hombres que dispararían contra él sin más preámbulos, en cuanto le avistaran. Y por lo escuchado a éstos, sus probabilidades de escapar eran menos de una en un millón…
Una rabia sorda le dominó. Había caído inocentemente en una trampa mortal… Él, Cimarrón, Travers, se había metido de cabeza en el cepo como un idiota novato del Este. Un cepo magistral, diabólicamente bien preparado, eso sí; ahora lo comprendía todo… Sus perseguidos sabían de él y comisionaron a Stubbs para eliminarlo sin despertar sospechas. Su fortuito encuentro con Isabel Travers facilitó la cosa… Entre él y el sheriff prepararon la trampa, presentándolo como un individuo violento y peligroso; luego Stubbs asesinó al carcelero y lo sacó de la cárcel, representando a maravilla su papel. ¡El muy!… Como pudiera, le haría pagar caro esta jugada…
Luego le saltó otro pensamiento. Isabel Fresneda. ¿Qué pensaría ella? ¿Le creería a él… o a los demás? Sonrió amargamente. Con toda evidencia, a los demás. Y estaría arrepentida de su ingenuidad, odiándolo y despreciándolo.
Pero aún no estaba cogido. Y estos malditos téjanos iban a comprobar cuán difícil era capturar a un hombre de Kansas… Cuando éste se llamaba Cimarrón Travers.
Regresó junto a su caballo, olvidando el hambre, y montó, llevándolo arroyo abajo. No tenía un plan fijo, pero si todos lo creían yendo al Oeste, él iría hacia el Este… y ya veríamos.
Durante tres horas cabalgó atensado, alerta a todos los detalles y ruidos, buscando las espesuras y los lugares bajos para escurrirse por ellos. Afortunadamente, su caballo era bueno y estaba descansado. No lo forzó. En cualquier momento podía necesitar correr al máximo para salvar su vida…
Por tres veces divisó grupos de jinetes más o menos cerca, evidentemente buscándole el rastro. Cimarrón era ahora como un animal salvaje que se sabe cazado. Toda la experiencia acumulada desde su niñez estaba aplicándola ahora a esquivar a sus perseguidores y borrar sus huellas. Llevaba al caballo por los parajes más pedregosos y por dentro de los cursos de agua, allí donde la tierra dura no conservaba las huellas de los cascos…
Sobre las tres, e inesperadamente, se dio de manos a boca con dos hombres. Fue algo inevitable, pues ellos estaban ocultos a su vista por el recodo de un pequeño barranco, y el fuerte viento le venía de cara. Cimarrón les vio menos de quince segundos antes que ellos a él, y le bastó una mirada para darse cuenta de la situación.
Uno de los hombres, un joven rubio, estaba en el suelo, con la pierna derecha en rara posición, y a su lado, al otro, de rodillas, estaba intentando arreglársela. Un caballo con las riendas caídas pastaba la hierba y otro lleno de desolladuras y sin silla se encontraba algo más allá.
El caído le vio primera y en su desencajado rostro se pintó la alarma.
—¡Rod, mira! ¡El criminal!
El llamado Rod se revolvió con una exclamación, llevando la diestra a la cadera. Pero Cimarrón ya le estaba apuntando.
—¡Quietas las manos, los dos!
Le obedecieron, sombríos. Y Rod habló.
—Supongo que ahora nos asesinará también. ¡Maldita sea su alma!
—Deje las maldiciones, hombre. ¿Qué ha pasado aquí?
—Mi compañero se ha roto malamente una pierna al perder pie su caballo mientras íbamos por el borde del barranco…
—Ya… Vamos, saque su revólver con los dedos, y tírelo para acá. Lo mismo con el del otro.
—Si va a disparar contra nosotros…
—¡Calle la boca y obedezca! ¡Pronto!
Rezongando entre dientes, Rod obedeció, tirando los revólveres lejos, hacia Cimarrón. Este se apeó entonces, recogiéndolos, y se los metió en el cinto, tras lo cual se les acercó con el suyo empuñado, mientras ellos le miraban aprensivos.
—¿Qué, duele mucho? — inquirió el herido.
—Bastante…
—Bueno. Vamos a entablillar esa pierna y cargarlo en su caballo.
Los dos vaqueros le miraron con asombro.
—¿Es que va a echamos una mano?
—¿Qué creían que iba a hacer, pegarles dos tiros? Escuchen ustedes, hombres. No sé qué rayos les lleva a suponer y decir que soy un asesino, pero no pienso dejar sin ayuda a alguien en mala situación, cuando nada tengo contra él. Y de paso que les ayudo, pueden irme contando los motivos de que toda esa gente ande por ahí queriendo balearme.
Los otros estaban ahora estupefactos.
—¿Quiere hacemos creer que no lo sabe?
—Sólo sé que ayer el sheriff de Uvalde me metió en la cárcel porque alguien quiso balearme al salir del hotel, y que por la noche, cierta persona vino a sacarme diciéndome que era mi amigo y había pegado un testarazo al sheriff. Esta mañana, oí decir a un grupo de hombres que se me buscaba por haber asesinado a no sé quién, y todos los hombres de tres condados pensaban balearme en cuanto me vieran sin más averiguaciones. En tales circunstancias, comprenderán que no pueda sentirme muy a gusto.
—¡Oiga! ¿Quiere decir que le han tendido una trampa?
—Si no lo es, es que yo no sé de trampas. Porque vamos a ver: ¿Cómo pude escapar de la celda sin ayudas? ¿Y por qué tenía que hacerlo, y menos asesinar a nadie, no pesando ningún cargo contra mí? ¿No lo creen un poco absurdo?
Los dos vaqueros se miraron, vacilantes.
—¡Hum! Así dicho, sí lo parece. Pero… ¿por qué huyó?
—El que vino a sacarme me dijo que iban a tenerme unas semanas encerrado, y la cosa no me pareció bien.
—¿Quién fue ese hombre?
—Se llama Stubbs. Y en cuanto pueda, voy a ir a preguntarle por qué motivos me tendió esta trampa. Ahora me interesa que ustedes lo cuenten por ahí. Yo no maté a nadie, y menos a ese… como se llame.
—Se llamaba Perkins, y era el carcelero. Un buen hombre que deja viuda y cuatro chicos pequeños. Le golpearon a traición, y siguieron dándole hasta deshacerle el cráneo. Un crimen repugnante… Toda la región está soliviantada contra us… bueno, contra el asesino.
—Lo comprendo. Y no voy a pedirles que me crean bajo mi palabra. Pero yo no le maté. Cuando me sacaron vi las piernas de un hombre a un lado del escritorio, en la oficina del sheriff, no su cabeza. El que me sacó dijo que era el mismo sheriff.
—Pues era Perkins. ¿Por qué no se entrega y cuenta su historia?
—¿Piensa que me la creerían? Ni siquiera me darían tempo a contarla.
—Podría venir con nosotros — dijo Rod, aunque sin mucha convicción—. Le protegeríamos, y…
—Y puede que nos lincharan a los tres. No, seguiré mi propio plan. Lo que espero de ustedes es que cuenten mi versión a quienes la quieran escuchar. Eso me ayudará. Y cuando sea mi ocasión, arrancaré la verdad al que me tendió esta trampa, y podrán ahorcar a alguien por ese asesinato. Bueno, esta pierna está muy mal; conviene que la vea un médico cuanto antes. Cójalo por los sobacos y lo pondremos sobre su caballo. Nada de tonterías, pues no estoy para bromas…
—No vamos a hacerlo, Travers, descuide…
Tras colocar al herido sobre su caballo con no pocos esfuerzos, Travers se apoderó de los rifles de la pareja y les dijo:
—No puedo arriesgarme a dejarles las armas. Las pondré donde puedan encontrarlas fácilmente. Y ahora, si creen que me deben algo, tomen directo hacia el pueblo más cercano, y tarden un par de horas en decir dónde me vieron. Buenas tardes.
—Buena suerte, Travers — replicó el herido—. Me llamo Clare, y no olvidaré esto. Tal vez nos ha contado la verdad. De todas formas, diremos su versión.
—Gracias.
Partió al trote largo, perdiéndolos pronto de vista. Había perdido casi una hora en el incidente, pero no le pesaba. Estos dos vaqueros contarían a mucha gente lo ocurrido y les harían pensar en frío sobre el asunto. Tal vez llegase a oídos de Isabel Fresneda… y esto sólo ya le compensaba.
Ei sol estaba iniciando su declive y alargándose las sombras hacia el Este. Salió del barranco, no viendo señales de perseguidores, y puso su caballo al galope corto por un valle que iba ensanchándose y estaba bastante despejado de árboles, desembocando unos tres cuartos de hora más tarde en otro mayor que corría hacia el Sur.
Entonces surgió a su derecha, y como a una milla, un grupo de jinetes.
Rápido, hizo girar al caballo, llevándolo a un bosquecillo doscientas yardas más allá. Si podía llegar a él sin ser visto…
No pudo. Vio cómo el pelotón aumentaba la marcha, y casi en seguida oyó tres disparos de rifle. Como la distancia era demasiado grande para que tirasen sobre él, sólo quedaba una explicación. Era una señal… y ya no valía la pena intentar esconderse.
Picó espuelas a su caballo, lanzándolo hacia el Sur. El suelo del valle era llano y herboso, con algunos trozos más áridos, pero excelentes para correr. Y mientras el caballo emprendía un galope tendido, arrojó uno de los rifles, conservando el otro.
A su espalda, el grupo de perseguidores se abrió en abanico, lanzados también al galope. Cimarrón apenas si les concedió dos ojeadas, que le bastaron para ver que conservaba la distancia. Su preocupación estaba ahora en los lados y el frente. Por cualquiera de ellos podían surgir nueves perseguidores…
Durante unas tres millas no surgieron. De vez en cuando, los que llevaba detrás disparaban sus rifles, para avisar a otros con seguridad, pues las balas no silbaban cerca de él. Luego, y cuando bordeaba un soto, vio aparecer un grupo de cuatro hombres por su izquierda, saliendo de una cañada como a tres cuartos de milla. Los cuatro nuevos perseguidores rompieron el fuego contra él en seguida, aunque sin resultados.
Apretando los dientes, Cimarrón desvió su caballo a la derecha y empuñó el rifle. Ahora iban a ver estos malditos téjanos lo que era un tirador…
Medio se volvió en la silla, guiando con las rodillas al caballo. El suave y rápido galope le dejaba momentos de casi completa inmovilidad… y él sabía cómo aprovecharlos.
Su primer disparo levantó polvo entre las patas de los caballos del grupo más cercano. El segundo salió desviado pero el tercero dio en el blanco. Uno de los caballos, acertado en pleno pecho, se alzó sobre los cuartos traseros y cayó al suelo con su jinete.
Su certera puntería frenó a los demás, haciéndoles dispersarse, y le permitió cobrar alguna ventaja. Ahora galopaba hacia el Sureste, con un grupo a media milla y el otro a casi el doble. La carrera duró así, con inofensivos disparos de los perseguidores, cerca de una hora… y entonces apareció otro grupo, más numeroso aún, casi enfrente a Cimarrón.
Con una maldición, éste frenó a su caballo, haciéndole girar sobre sus patas traseras, y lo lanzó hacia el Oeste a todo galope. Su cara estaba tensa y tenía sudadas las palmas de las manos. Este era el fin…
Los nuevos perseguidores fueron acortando distancias, y pronto tuvo Cimarrón quince o dieciséis rifles enviándole balas. A su vez, se revolvió en la silla, haciendo fuego con certera puntería que desmontó otros dos jinetes. No querría tirar sobre los hombres hasta el último instante, cuando ya no tuviera otro remedio…
Una faja obscura se perfiló en el horizonte frente a él. Estaba anocheciendo… Con alivio, comprobó que se mantenía a la misma distancia de sus perseguidores, y que su caballo aún no acusaba cansancio. La franja obscura del frente parecía extenderse por varias millas y debía de ser un bosque. Si lograba llegar allí… podía confiar aun en su suerte y escapar a la persecución.
Lo mismo debieron pensar los demás, pues arreciaron sus disparos y acortaron un tanto la distancia. El tiroteo enviaba zumbantes avispas de plomo alrededor de Cimarrón, y se iba haciendo peligroso. Una bala pegó en el cuello del caballo, sobre la parte alta, haciéndole botar y relinchar; otra, se le llevó una tira de piel y carne del anca izquierda, agujereando la montura; y otra raspó el muslo derecho de Cimarrón.
Entonces, éste tiró al hombre. Y a pesar de la ya escasa visibilidad y los trancos del caballo, sus tiros fueron bastante certeros, derribando a un jinete y desmontando a otro. Ahora el bosque estaba ya sólo a una milla, y no había obstáculo delante…
Espoleó el caballo, fustigándolo con la voz al mismo tiempo. Y el noble bruto respondió con un último esfuerzo mientras él recargaba el rifle a duras penas. Estaba terminando la operación cuando algo chocó contra su costado derecho produciéndole un dolor quemante y haciéndole tambalear. Por sobre el ruido de su propio galope y el de los disparos, acertó a oir los aullidos de sus perseguidores.
Apretando los dientes, terminó de cargar el arma y se palpó el costado izquierdo, Le dolía como mil diablos y estaba sangrando mucho, pero no parecía cosa grave. Y el bosque estaba allí… y el sol se había puesto por completo, apareciendo vagamente las primeras estrellas.
Atravesó las primeras cien yardas de terreno libre tendido sobre el caballo y silueteado por las balas. Luego, el animal se metió resoplando en la espesura. Y apenas se juzgó fuera de la vista de sus perseguidores, Cimarrón lo frenó, saltando a tierra, y corrió agazapado a la linde del bosque, rifle en mano.
Llegó allí cuando la línea de perseguidores no distaba más de doscientas yardas, y se siluetaba contra la claridad crepuscular. Arrodillándose tras un tronco, les envió una rociada de balas, apuntando a los caballos. Entre los otros sonaron gritos de alarma, quejidos, juramentos y disparos. Pero logró su propósito enteramente, pues los jinetes desmontaron y corrieron a guarecerse del certero y oculto tirador.
Rápido, se escurrió hacia atrás, hundiéndose en la espesura. Estaba comenzando a sentir mareo… y tenía que contener la hemorragia…, pero sobre todo, poner tierra por medio.
Halló a su caballo ramoneando, montó, y lo condujo al paso. Conforme se adentraba en el bosque, éste se hacía más espeso, obscuro y difícil… Al fin, decidió que ya era hora de vendarse la herida si quería continuar huyendo con alguna posibilidad de escape, y descabalgó en un pequeño claro, desnudándose de cintura arriba. Como imaginara, la herida era más escandalosa que grave. La bala había penetrado entre dos costillas, siguiendo un recorrido paralelo a la piel, a poca profundidad, y volviendo a salir. Entre los dos agujeros rojos, se hinchaba un verdugón azulado. Y estaba perdiendo demasiada sangre…
Desgarró en tiras la camisa, buscó con la ayuda de un fósforo hojas tiernas de enebro y otras plantas, que masticó haciendo un emplasto, el cual puso sobre los agujeros, y se vendó apretadamente, vistiéndose el chaleco y la chaqueta sobre el desnudo torso. Luego se vendó el raspón del muslo, y dedicó su atención al caballo.
Este presentaba varias heridas, por fortuna superficiales, y de nada le serviría, por lo agotado, sin unas horas de descanso. Y aún entonces le serviría de poco también…
Se sentó a pensar furiosamente. Sus perseguidores tendrían agotados también los caballos, y además, no era lógico que se pusieran a buscarlo de noche aquí en el bosque, imaginándole, como le imaginaban, un asesino peligroso. Así, o lo rodearían para esperarlo en el punto por donde pensaran que él podía salir, o esperarían refuerzos… lo segundo más fácil. Y si esperaban, lo harían al borde del bosque… en cuyo caso, él podía conocer sus planes. Era arriesgado…, pero ya nada podía empeorar su situación.