CAPITULO V
TENDIDO boca arriba en el duro camastro, se entretuvo dándole vueltas al problema hasta que el silencio llenó la población y el frío entumeció sus huesos. Entonces, y cuando iba a dormirse, oyó la puerta de las celdas… y Stubbs apareció.
El pistolero se acercó a la suya, sonriéndole.
—¿Qué cómo se encuentra?
—Helado. ¿Cómo está aquí?
—He venido a ofrecerle la última oportunidad. ¿Prefiere quedarse aquí y pudrirse uno o dos meses por escándalo público, o marchar al río?
—¡Vaya! Supongo, que el digno sheriff estará de acuerdo con usted…
—Se equivoca. Le he sacudido un buen testarazo para librarme el camino. ¿Qué me contesta? No puedo entretenerme aquí…
—Está bien, usted gana. Abra esa puerta.
Stubbs así lo hizo, empuñando su revólver en seguida.
—Nada de jugarretas, Travers. Venga, pase delante.
—¿A qué viene eso ahora?
—Podría darle la idea de largarse, y no precisamente hacia el río, con lo que me habría tomado un trabajo en vano. Aun no estoy muy seguro de usted, la verdad. Por aquí…
En el despacho del sheriff, las piernas de éste sobresalían a un lado del escritorio. Stubbs explicó:
—Le he metido ahí para que no le vean desde fuera. Pero tiene dura la cabeza y no tardará en volver en sí. En la calleja le aguarda su caballo.
—Piensa en todo, ¿eh?
—Así es…
Salieron a la calle, ahora a obscuras, y torcieron por una estrecha calleja lateral. Allí, amarrado a una reja, estaba el caballo de Cimarrón. Stubbs volvió a hablar.
—Escuche bien. Si es sensato, irá hacia el rancho de mi amigo. Le quité todas las municiones a su rifle y no lleva revólver, de modo que nada podrá hacer en parte alguna. Y antes de dos horas tendrá una «posse» en su persecución. Por la mañana, el telégrafo esparcirá su filiación, y yo mismo me encargaré de pinchar al sheriff. Así, qué lo mejor es seguir mi consejo.
—De acuerdo, usted gana. Dígame el camino.
—Así está mejor, y no pasarán muchas semanas sin que me lo agradezca. Al salir del pueblo, tuerza al Oeste hasta dar con un camino ancho; sígalo. A cuarenta y pico de millas está Brackettville, pero un par de millas antes tuerza al Sur. Verá un mogote rocoso con las faldas arboladas, y a la derecha una sierra pelada. Pase entre los dos. Al otro lado hallará un arroyo. Sígalo hasta donde se junta a otro mayor. Una milla más lejos se alza una montaña cónica y al otro lado de ella está el rancho. Pregunte por Leather Brynes y dígales que lo envía Stubbs. Y ahora, márchese.
Sin replicar, Cimarrón lanzó su caballo hacia la salida del pueblo. La cosa se estaba poniendo muy interesante… y no pensaba dejar de ir a ese rancho de Leather Brynes. Sólo que antes tenía que proveerse de armas, pues tampoco iba a entrar allí como un conejo indefenso.
No conocía más que un sitio donde pudieran darle esas armas y municiones… aparte de que antes de meterse de lleno en la peligrosa aventura, necesitaba ver a cierta persona y confiarle algo. Esta era una cosa en la que había estado pensando mucho… aunque sin imaginar que haría tan pronto y de tan intempestivo modo la visita.
Tres horas más tarde llegaba junto a las corralizas del rancho de don José Fresneda. Amarré su caballo a unos arbustos y se deslizó por entre las construcciones hasta la casa principal, tan silencioso como un indio.
Como esperaba, la casa era del viejo tipo colonial, y estaba rodeada por un recio muro de piedra y adobes, que la convertía en una pequeña fortaleza. Todo estaba en silencio bajo la luz lunar, y no parecían haber centinelas. Quitándose las espuelas, se las metió en el bolsillo. Llegóse al pie del muro, examinándolo, y no tardó en hallar un sitio por donde, aunque dificultosamente, podría subir.
No se veía ni oía a nadie. En las cuadras piafaban caballos, y debían haber perros en alguna parte. Cerca del portón dormitaba un centinela.
Se deslizó a lo largo del muro hasta un sitio donde creyó poder saltar al suelo sin peligro, y así lo hizo, cayendo sobre manos y pies. Rápida y sigilosamente, se llegó a la sombra del edificio principal.
Quedábale por hacer lo más difícil; encontrar el dormitorio de la señorita Fresneda. Hábiles interrogatorios durante, la tarde anterior le habían indicado el camino y la situación del rancho, así como le dieron una idea bastante buena de cómo era. Pero sólo sabía que los dueños y sus huéspedes dormían en el piso alto…
Subir allí no era cosa difícil, en verdad. Las arcadas del porche estaban rodeadas de enredaderas en muchos sitios, y había también un añoso nogal, algunas de cuyas ramas tocaban la balconada. Pero todas las ventanas tenían rejas, y también los balcones. No le quedaba otro remedio que arriesgarse y confiar en su suerte…
Trepó por el nogal, y luego se colgó de una de sus ramas, balanceándose hasta adquirir el necesario impulso. Entonces se soltó, llevando las manos adelante, aferró el borde de la balconada, quedó un momento colgando en el aire mientras los brazos se le acalambraban, y luego se izó a pulso, sentándose a horcajadas sobre la balaustrada, se dejó caer al otro lado y permaneció agazapado, tomando aliento. No llevaba armas, y si le encontraban allí, su muerte era segura… Todo había de fiarlo al azar, a su suerte… y a la reacción de Isabel Fresneda.
La suerte no le falló. O tal vez fue su intuición quien le llevó al pie de una ventana florida de macetas, con calada reja aguardándola… y una chispa de luz en su interior. La luz provenía de una candela puesta al pie de una imagen de la Virgen y apenas si disipaba las sombras a medio metro alrededor. Pero Cimarrón tenía ojos de águila, y ellos le enseñaron sobre una silla el traje azul que «ella» llevaba por la mañana. También, sobre el difuso bulto del lecho, el reflejo de unos cabellos que no podía olvidar… ni confundir.
Conteniendo el aliento, metió la mano por entre los barrotes y tocó con los dedos en el cristal. Si alguien le oía, no siendo la joven, o si ésta chillaba, asustada… aquí acabaría la carrera de Cimarrón, probablemente.
No ocurrió lo uno ni lo otro. Volvió a llamar, con el mismo resultado y a la tercera vez lo hizo más fuerte. Entonces tuvo éxito.
Vio rebullir el cuerpo de la joven y como medio alzaba la cabeza. Tornó a llamar quedo… y ella se sentó de golpe en el lecho, pero no gritó.
En vez de esto, se quedó quieta, mirando hacia la ventana. Cimarrón se pegó cuanto pudo a la reja, maldiciendo al cerrado cristal, y volvió a dar en él con los nudillos. Si ella gritaba, creyéndole un malhechor…
Ella se tiró de la cama, tapándose con una bata, y avanzó hacia la ventana cual una hermosa aparición. Sus ojos dilatados miraron a Cimarrón desde el otro lado del cristal… y la ventana se abrió, con leve ruido.
—¡Sssst! ¡Por favor, señorita Isabel, no grite! ¡Soy Travers, Cimarrón!…
—¡Usted!—había alarma… y también alegría, en la voz susurrante de ella. En seguida tomó un timbre severo—, ¿Usted? ¿Qué significa esto?
—¡Por favor! Estoy en un apuro, señorita Isabel… Necesito balas y un revólver. También un cuchillo. ¿Podría proporcionármelos?
—¿Qué le ha ocurrido?
—Es largo de contar. Tuve dificultades en Uvalde, y me he escapado de la cárcel. Como podrían venirle luego con historias poco verídicas, y necesito armarme, pensé en usted…
Dábase cuenta de lo absurdo e incongruente de su explicación. Con toda probabilidad, ella gritaría, dando la alarma, ahora… Pero ella pareció encontrarla muy natural.
—Espere aquí — susurró—. Iré a ver si se los consigo…
Se fue hacia la puerta de la alcoba, la abrió y desapareció el sonido leve de sus pasos. Cimarrón quedó pegado a la pared, pensando en cuán raras cosas ocurren a veces a los hombres… y en lo hermosa que ella estaba a la luz de la luna.
Isabel no demoró en volver, trayendo un revólver, un cuchillo de caza y una caja de cartuchos.
—Tome… los cogí del armario donde guarda las armas tío José…
Mientras lo tomaba todo y después, Cimarrón le contó lo ocurrido en Uvalde, terminando:
—Y esta es la cosa. Ahora soy una especie de fugitivo de la justicia, y necesito saber por qué Stubbs tiene tanto interés en que yo vaya a ese rancho y me convierta en cuatrero. Me huelo algo oculto en este asunto… Pero antes quise venir a decírselo a usted. No quiero que pueda creerme un forajido.
—¿Tanto le importa mi opinión?
—Sí. No me pregunte el por qué, pues no podría contestarle. Yo… no sé lo que me pasa desde que la vi por vez primera esta mañana. No se ofenda, per favor… No quisiera ofenderla por nada del mundo. Pero esa es la pura verdad. Nunca me importó lo que los demás creyeran de mí, pero con usted es distinto. Por eso vine…
—Y arriesgó la vida…
—No tiene importancia. Ahora me voy. y probablemente no volveré a verla más… Tal vez me maten, pero…
—¡Oh, no diga eso!
—Bueno, tal vez no lo consigan… y pueda volverla a ver. Como sea, me iré más tranquilo a afrontar lo que me espera si llevo conmigo la seguridad de que, oiga lo que oiga de mí, usted no me creerá un fuera de la Ley.
Se hizo un corto silencio. Luego sonó trémula la voz de la joven.
—Vaya con Dios, Señor Cimarrón… y tenga cuidado. Yo… rezaré por usted.
—Gracias, señorita… Yo no sé qué decirle… Pero si algún día precisa un amigo, para lo que sea, acuérdese de mí. Acudiré en su ayuda desde donde esté.
Ella le tendió una mano fina y trémula a través de la reja. Cimarrón la tomó, y recordando lo que se decía de las damas españolas, puso sus labios reverentes sobre ella. Luego se fue a la balaustrada, saludó a la joven con la mano y se dejó deslizar por la columna al suelo. Diez minutos más tarde galopaba hacia el Oeste con la alegría en el pecho y una canción en los labios, sintiéndose tan fuerte como un semidiós.