CAPITULO II

EL sol de marzo llenaba el ancho paisaje con una brillante claridad cuando Cimarrón detuvo su caballo sobre una loma que dominaba el valle del Frío River, en el extremo oriental del condado de Uvalde, y oteó despaciosamente alrededor.

Un viento sudeño traía fragancias primaverales desde el Nueces y más lejos aún, del Río Grande. El aire parecía lleno de pájaros, y las laderas y boscosas colinas lo estaban ciertamente de flores nuevas. Abajo, en el centro del valle y junto al río bordeado de vegetación, esparcíanse las construcciones de adobes y leños de un pueblo pequeño, rodeado de huertos y campos cultivados Un ancho camino cruzaba el valle, el pueblo y él río, perdiéndose en las colinas del Oeste, y en diversos puntos, podía verse el ganado pastando las altas hierbas. Ciertamente, el paisaje resultaba idílico y hermoso en la calma mañanera.

Pero no era más hermoso que otros cruzados por Cimarrón en los últimos meses, y no iba a detenerse aquí más tiempo que en ellos… a no ser que los hombres, cuya pista seguía desde Kansas, estuvieran aquí.

Durante tres largos meses había seguido el rastro a esos tres hombres a través de mil millas de tierra en el Territorio Indio y Texas. Un largo y peligroso rastreamiento que sólo él podía haber llevado a cabo con buen éxito… Muchas fueron las dificultades a superar, y escasos los resultados obtenidos. En ocasiones, la pista pareció perdida, y otras, el perseguidor tuvo que preocuparse por su propia vida, en primer término. Pero la sangre india que había en las venas de Cimarrón, y el tesonero coraje de su sangre española arrollaron todos los obstáculos y le llevaron adelante hacia el Sur, siempre al Sur, hasta aquellas soleadas tierras fronterizas.

Los tres hombres a quienes perseguía, algo debieron olerse, o acaso descontaban una persecución, pues se preocuparon mucho de esconder sus huellas todo el tiempo. Otro que no fuese Cimarrón las habría perdido, de seguro. Pero él no.

Y ahora estaba seguro de acercarse al final. Sus tres perseguidos iban directamente a la frontera, en algún punto cerca de Del Río. Esto lo había averiguado cinco días antes en una taberna de San Antonio, y su informador, un mejicano, añadió que habían hablado algo acerca de Uvalde. Uvalde estaba al otro lado de las colinas del Oeste, y si ellos pasaron por allí, él lo averiguaría…

Llevó su caballo colina abajo, oteando sin cesar alrededor. Aquella era una tierra que le gustaba; es más, encontrábase en ella como si alguna vez hubiese vivido allí, cosa que en realidad nunca había ocurrido. Y ahora, viendo los verdes sotos de arbolado, el río de aguas turbias y rápidas entre dos murallas de follaje, los cuadros de tierra cultivada y la tranquila población, se dijo que aquel sería un hermoso rincón para vivir y descansar.

El rápido galopar de un caballo desvió bruscamente su atención, haciéndole mirar hacia su derecha. Alguien parecía llegar con mucha prisa, aunque no podía ver a quien fuese, por la espesura.. Y una de las cosas aprendidas por Cimarrón en su vida aventurera, era que cuando alguien galopaba de ese modo lo hacía siempre por un grave motivo. Así, llevó su caballo al amparo de un grupo de nogales, sacó el rifle de la funda y lo amartilló, esperando alerta. Porque sabía que a pesar de los rurales, esta tierra no era tan pacífica como parecía a simple vista.

El furioso galope se fue acercando y haciéndose más estruendoso. Luego, un grito penetrante se alzó por detrás de la arboleda, y al poco, un caballo zaino sin jinete pasó como una exhalación a menos de treinta metros de Travers, perdiéndose por la espesura.

Para entonces, él ya se había puesto en movimiento. Porque el grito oído fue de mujer, sin duda alguna… y esto cambiaba el aspecto de las cosas. Rápido, guardó el rifle y llevó a su caballo hacia donde sonara el grito. Una vez sobre las huellas del huido zaino las siguió, y dos minutos más tarde lanzaba una exclamación al divisar un bulto tendido inmóvil sobre la hierba’

Corrió allí, echó pie a tierra y se arrodilló junto a la amazona. Esta había caído de bruces, perdiendo el sentido… o acaso algo peor. Sus obscuros y largos cabellos, sueltos y esparcidos, le tapaban la cara, pero el ajustado corpiño del traje de terciopelo azul le dijo que se trataba de una mujer joven. La tomó por los hombros, dándole vuelta y apoyándole la cabeza en su muslo.

Por un instante, se olvidó del accidente, y de todo lo que no fuera mirarla.

Ella era, como supuso, una muchacha. Y ciertamente, la más linda muchacha que jamás viera Cimarrón. Sus rasgos tenían la pureza de los de una niña, y la marfileña palidez que ahora cubría sus facciones, sus cerrados ojos y sedosas pestañas y los jugosos y gordezuelos labios, ahora más coloreados por el contraste, la hacían terriblemente seductora. Por primera vez en su vida, Cimarrón sintió golpearle la sangre en las venas, y tuvo que hacer un esfuerzo para, recobrarse.

Entonces vio la huella del golpe que tenía la muchacha

A un lado de la frente, así como las desgarraduras del traje y las moraduras en brazos y manos. Dióse cuenta de que sólo estaba desmayada, y dejándola en tierra, fue a su caballo, tomando la cantimplora y un pequeño frasco de whisky, regresó junto a la joven y vertió en su boca un poco de licor.

Ella tosió cuando el whisky le quemó la garganta, volvió un poco de color a sus mejillas y aleteó las pestañas, abriendo al fin los ojos.

Al hacerlo, Cimarrón vio las más negras, subyugantes y hermosas pupilas de mujer que nunca viera,

Los ojos bellos le miraron primero vagamente, luego con fijeza… y una ola de rubor subió por la garganta de la joven hasta la raíz de sus cabellos.

—¡Oh!…

Ante su evidente azoramiento, Cimarrón, no menos azorado, sólo pudo balbucear una frase tonta:

—La encontré aquí tendida… Supongo que el caballo la tiró…

La mirada de la joven ganó sorpresa e interés.

—¿Es usted… forastero?

Aunque temblorosa, su voz tenía un timbre grato y cálido que llenó de incomprensible alegría a Cimarrón.

—Pues… sí, creo que sí. ¿Cómo se encuentra?

Ella pareció darse cuenta entonces de que reposaba sobre la rodilla del hombre. Volvió a ruborizarse intensamente, e intentó incorporarse. Pero se tambaleó.

En el acto, Cimarrón tomóla en brazos solícitamente.

—Vamos, no se apresure… Ese golpe ha debido de ser muy violento, y tal vez tenga algo roto… Tome, beba un poco más…

Ella aceptó el whisky, tosió, y pidió agua con apuro. Mas poco después ya estaba lo bastante repuesta para poder comprobar que todo el daño sufrido se reducía a algunos cardenales y desolladuras, aparte los desperfectos del traje. Entonces favoreció a Cimarrón con una tímida y hechicera sonrisa.

—Yo… creo que debo darle las gracias, señor… Mi yegua es muy asustadiza, se espantó al saltarle imprevistamente un conejo entre las patas, y no pude detenerla. Uno de los estribos se rompió, tirándome al suelo, recuerdo que grité al caer… y ya no sé más.

—Yo estaba cerca, oí el grito, y vi salir la yegua sin jinete… Bueno, creo que ahora debo acompañarla a su casa. ¿Podrá montar en mi caballo?

—Yo… creo que sí… pero…

—No se preocupe por él. Lo llevaré yo de la brida.

—No… No es eso…

—¡Ah! Bueno, me temo que no queda otro remedio, a no ser que pretenda regresar sola y a pie. Le garantizo que no pienso ofenderla…

—¡Oh, señor!… Yo… no pensaba tal cosa…

—Entonces, venga; la ayudaré a montar, si me lo permite.

La joven le estaba mirando fijamente, y de pronto. Cimarrón creyó comprender. Él no se había afeitado en cinco días y su aspecto no podía ser muy tranquilizador. Para ella, era un forastero, un desconocido… Un bandido, tal vez…

—Aún no me ha dicho su nombre, señor…

La inesperada pregunta le desconcertó por su franqueza.

—¡Hum! Sí, tiene razón… y supongo es una grosería. Verá, yo no estoy muy ducho en cosas de etiqueta, señorita… Mi nombre es Travers. Pero puede llamarme Cimarrón.

Los ojos negros expresaron súbita alarma.

—¿Cimarrón? ¿Entonces… es usted un hombre malo… un huido?

Travers tosió, embarazado. Luego recordó él significado que los mejicanos daban a la palabra «cimarrón», y se dijo que ella la había tomado literalmente. Sonrió.

—Verá… Tal vez sea eso que usted dice «un hombre malo», pero le aseguro que no huyo de nadie, ni nadie me persigue. Me llaman así porque me crie allá en el Norte, en el río Cimarrón.

—¡Ah!…— volvió ella a sonreír tímidamente—. Entonces, debe perdonarme… Yo soy Isabel Fresneda, de los Fresneda de Laredo. Estoy en el rancho de mi tío José…

Cimarrón se dijo que debía habérselo figurado. Ella era una de aquellas hermosas damas de vieja estirpe española de las cuales a veces oyó hablar…

—Pues me alegra mucho conocerla, señorita — dijo torpemente — y haber podido hacerte un favor… Ahora, si me permite que la acompañe al pueblo, o al rancho me sentiré muy honrado…

—Con mucho gusto, señor…

Diez minutos después, Cimarrón avanzaba llevando de la brida a su caballo, con Isabel Fresneda sobre él. Y de repente le vinieron a la memoria ciertas antiguas historias oídas en sus tiempos escolares. Historias de caballeros andantes y hermosas princesas… Él era en cierto modo un caballero andante… y ciertamente que esta joven era una princesa tan linda como la de cualquier cuento de hadas…

El ruido de un pelotón de jinetes acercándose le hizo volver a la realidad. Volvióse a mirar a la muchacha.

—¿Cree usted que pueden venir en su busca?

—Es posible… Si descubrieron la yegua…

Estaban saliendo a un estrecho camino, y casi en seguida se les apareció un pelotón de siete hombres a caballo, cinco de ellos mejicanos, a juzgar por sus trajes, y americanos los otros dos. Al verles, partieron exclamaciones del grupo, y sus componentes espolearon los caballos, rodeándoles. Un hombre de media edad y afilado semblante, con perilla napoleónica y rico traje mejicano, se dirigió a la joven, inquiriendo alarmado:

—¿Qué ha ocurrido, Isabel? ¿Estás herida?

—No, gracias a Dios, tío José… La yegua se espantó, desbocándose, caí a tierra y perdí el sentido. Este caballero me halló, me cuidó, y ahora me llevaba a casa.

Todos miraron a Cimarrón. Este, por su parte, les había catalogado ya en rápida ojeada. Cuatro de los mejicanos eran simples peones. De los dos americanos, el de más edad tenía toda la apariencia de ser un tipo malo y peligroso. El otro, vestido con elegantes ropas ciudadanas, un tanto rebuscadamente, tendría unos treinta y tantos años, era alto, fornido, bastante bien parecido y de acusada personalidad, dando la impresión de creerse muy superior a todo el mundo. Cuando sus azules ojos chocaron en los de Cimarrón, éste supo en el acto que se había creado un enemigo. Y la forma en que habló a la señorita Fresneda, demostrativa de una cierta autoridad aceptada por ella, desagradó sobremanera a Cimarrón.

Don José le dirigió la palabra, mientras le escrutaba de arriba abajo.

—Le quedo muy agradecido, señor…

—Travers, Phil Travers. Y no he hecho más que cumplir un grato deber.

—¿Es usted forastero, Travers?

Cimarrón se revolvió hacia el alto americano.

—¿Y qué si lo fuera, míster? — repuso fríamente.

Los ojos del otro destellaron.

—Parece muy violento…

—«Soy» muy violento. Y aún no me dijo su nombre.

—Es Rayburn, si tanto le interesa. Y me gustaría saber lo que hace por esta zona.

—No creo que pueda importarle lo que yo haga, míster Rayburn. Ni a usted, ni a nadie. Y diga a ese amigo suyo que separe las manos de las armas. No me gusta su cara.

—¿Qué es esto, señores? — cortó don José, metiendo su caballo entre ambos—. No me parece ésta ocasión para querellas, estando mi sobrina presente. Y no creo que deban pelearse por una nimiedad como esa. Usted, señor, parece muy violento, ciertamente, pero debe comprender nuestros sentimientos. Esto es, desgraciadamente, una zona por la que en los últimos tiempos pasan muchos hombres peligrosos… |No quiero decir que usted sea de ellos, en absoluto! Pero tenemos que prevenirnos… y míster Rayburn es el dueño del Banco Uvalde…

—¡Ah! Se le nota… Bien, creo que nada me resta a hacer aquí, puesto que la señorita les ha encontrado. Y si ella no tiene nada que mandarme, voy a continuar mi camino.

El hacendado quiso contemporizar.

—Si no tiene apresuramiento, me placería nos acompañase a comer…

Pero Cimarrón denegó, cortés y fríamente.

—Muy reconocido, don José, mas no puedo aceptar. Me vería cohibido entre gente de alcurnia, y por otra parte, no dudo que míster Rayburn se sentiría molesto de sentarse a la mesa con alguien que pudiera ser un posible asaltante de su Banco.

—Es usted muy sagaz, Travers — fue la acre y mordaz réplica del banquero—. Pero no nos asustan los asaltantes, de Bancos. Algunos ya lo intentaron… para .desgracia suya.

—No lo dudo. Pero no siento el menor interés por los Bancos… ni los banqueros — se volvió a la joven, que todo el tiempo había permanecido muda e interesada, un poco asustada también—. Si me permite, la ayudaré a cambiar de montura…

—Con mu… — inició la joven. Pero Rayburn lanzó adelante su caballo, con un gesto de ira impaciente, y habló con dureza:

—Va usted muy lejos, Travers. La señorita no precisa sus servicios para cambiar de montura.

Los ojos de Cimarrón eran dos placas de hielo llameante al mirarle.

—Cuán lejos pueda ir, Rayburn, es cosa que suelo, decidir yo. ¡Apártese!

Tal vez hubiera habido una grave cuestión, pues Rayburn no parecía hombre capaz de achicarse, si no hubiese vuelto don José a intervenir.

—¡Basta, señores! ¡Este espectáculo es indigno de caballeros! Yo ayudaré a mi sobrina a desmontar, y subirá en mi propio caballo.

Así se hizo; mientras Rayburn y Cimarrón se miraban de mala manera y los peones seguían atentos y curiosos la escena. La muchacha estaba cohibida y un tanto avergonzada, pero cuando Cimarrón montó de nuevo y sus miradas se cruzaron por un instante, él supo que no había en el ánimo de la joven ninguna predisposición en contra suya…

—Señorita Fresneda — habló en chapurreado español mientras no perdía de vista a los dos hoscos americanos—, ha sido un placer poder ayudarla en su apuro… Señor don José, encantado de conocerles a usted y su sobrina. Buenas tardes, señores. Rayburn, le prevengo que tengo ojos en la nuca.

—¡Váyase al diablo!

Cimarrón se limitó a mirarle en silencio. Luego espoleó a su caballo quitándose el sombrero para saludar a la joven, que le contestó enrojeciendo levemente, y se perdió pronto en la espesura.

Rayburn comenzó entonces a decir cosas ofensivas del forastero que había tenido la osadía de plantarle cara. Don José hizo una mueca de disgusto al oírle; pero fue su sobrina quien le replicó:

—No es muy noble hablar mal de los ausentes, ¿no cree señor Rayburn?

El banquero enrojeció, tragó saliva y centellearon sus ojos malévolamente. Pero se dominó en el acto, diciendo:

—Usted es una niña aún, mi querida Isabel, y nada sabe sobre esta clase de hombres.

—Es posible — fue la seca respuesta—. Pero éste, en especial, en nada me ofendió, y sí acudió en mi ayuda, portándose como un caballero. Con eso me basta, en mi inexperiencia…

La sutil mordacidad de su acento hizo morderse el labio al banquero y sonreír a don José. Luego la comitiva se puso en marcha, perdiéndose por entre la espesura.