CAPITULO VIII

LA tuvo… y más de la que esperaba. En todo el día no tropezó con nadie ni vio rastro de perseguidores. El país era salvaje, quebrado, y bastante árido, además. Pasó la noche en una pequeña cueva en el fondo de un cañón seco, donde pudo volver a aplacar el hambre, curarse y reposar con relativa seguridad. Estaba tan agotado que durmió ocho horas de un tirón, y al despertar, el sol doraba ya las cimas de las colinas. Pero la fiebre no se había presentado… Reanudó en seguida la marcha, comiendo un bocado sobre la silla y sin pararse a examinar sus heridas. Parecía haberse cortado la hemorragia, y aunque le dolían como mil diablos, especialmente la del costado, supo que la cosa no iba mal por aquella parte.

A media mañana desembocó en el Río Grande. Este corría ancho, barriento y rápido, por un valle encajonado entre colinas, y venía de crecida también, aunque a Cimarrón no le pareció mucho más peligroso que el Arkansas en iguales condiciones. De todos modos, no le quedaba otro remedio…

Entre las curvas superior e inferior, en un tramo de quizá tres millas, no vio señales de gente, y esto le animó. Llevó el caballo al agua, y el animal se portó bravamente, embistiendo firme y braceando con vigor. No obstante, la fuerza de la corriente le hizo derivar, y cuando llegaron al centro de la misma, el agua tumultuosa y cargada de despojos chocó violenta contra ellos, cubriendo al caballo y mojando a Cimarrón de pies a cabeza. Pero pasaron, poniendo el pie en la otra orilla casi un kilómetro más abajo de donde iniciaron el cruce.

Desde allí, Cimarrón fue hacia el Sur, internándose en las desiertas tierras de Cohaulla, y al mediodía acampó en el fondo de otra quebrada, encendiendo un fuego de leña seca, donde se secó y secó las provisiones y el equipo. Cinco días más tarde entraba en la población de San Carlos, completamente irreconocible para cualquiera que se guiase por la descripción que de él habían dado las autoridades de Uvalde.

En el tranquilo y soñoliento pueblo mejicano no había médico, pero sí una india que entendía de heridas y le curó las suyas tan eficazmente como cualquiera de ellos, y por menos dinero. Prudentemente, se abstuve de afeitarse y dijo a todos que venía del sudoeste, donde había tenido una refriega con unos bandidos.

En aquella orilla del río la gente no hacía preguntas ni se preocupaba gran cosa por los «gringos» sin dinero, así que nadie le molestó. Y pudo incluso saber detalles de su fuga, que era considerada como una hazaña de primera fila y le había creado una leyenda de audaz y peligroso.

Tres semanas después de su llegada a San Carlos, dejó el pueblo completamente restablecido, a lomos de un zaino que había permutado por el caballo que robó cerca del Nueces, y con una espesa y rizada barba que cambiaba su aspecto por entero; al día siguiente cruzó el río por Jiménez, sin tener dificultades, y en la mañana del tercero estaba avanzando por un terreno quebrado y solitario hacia el rancho de Leather Brynes… pero no por la ruta que Stubbs le señaló.

Tal vez por eso, o por su cautela…, o por pura suerte, escapó a la muerte una vez más. Cercano el mediodía, avanzaba por una senda entre matorrales que seguía el fondo de un barranco cerrado por paredes rocosas, cuando vio brillar algo al sol, trescientas yardas más adelante. Fue sólo un destello, pero el instinto le dijo de qué se trataba. Tumbóse de lado en el mismo momento que estallaba un disparo de rifle y una bala pasaba silbando por el sitio donde un momento antes estaba su cabeza.

Rápido como el pensamiento, sacó los pies de los estribos, y fingiendo haber sido tocado se dejó caer mientras encabritaba al caballo. La segunda bala de rifle cortó el aire junto a su hombro izquierdo, y un instante después, rodaba por un corto terraplén lleno de piedras y matas.

Se puso en pie con la rapidez de un gato, revólver en mano, y sin preocuparse de los arañazos recibidos corrió agazapado hacia la parte de atrás, hasta alcanzar el recodo que acababa de doblar, salió por él al otro lado de la senda, y avanzó sigilosamente.

Al mismo tiempo, una figura ominosa se alzó entre las rocas de donde partieran los disparos, llevando un rifle en las manos. El fallido asesino no parecía tenerlas todas muy consigo, y cometió el error de adelantarse aunque cautelosamente hacia el lugar por donde viera caer a Cimarrón. De este modo, uno y otro fueron acortando distancias hasta quedar a solo una treintena de metros. El tirador andaba receloso, mirando con rápidas ojeadas. Pero al no ocurrir nada se confió un tanto, cometiendo el segundo error. El tercero fue el creer que podría ser más rápido que Cimarrón. Y tres errores juntos son demasiados en un juego a tiros.

Cimarrón le surgió de pronto entre una mata de manzanita, con un seco grito de advertencia

—¡Aquí me tienes, hombre!

Con ronca maldición, el del rifle se volvió, levantando su arma. La primera bala de Cimarrón le pegó en el costado, haciéndole girar y enviar su propio disparo a las nubes. La segunda lo envió a al polvo, abriéndole las puertas del infierno.

En cuatro saltos, Cimarrón llegó a su lado, volviéndolo con el pie. Era un tipo aun joven, de duras facciones, ahora contraídas… y no lo conocía. Pero le constaba que este hombre supo contra quién disparaba… y tenía sus sospechas acerca de quién se lo ordenó.

Recogió el rifle del muerto, metiéndolo en su propia funda, volvió a montar y fue hacia donde el otro se había emboscado. No le costó dar con su caballo, un excelente animal mucho mejor que su zaino, como también su montura lo era. Tomando al animal de la brida, regresó junto al cadáver y cargó éste sobre el zaino, montando él en el del muerto. Luego prosiguió el viaje con una dura sonrisa, llevando consigo la macabra carga.

Media hora más tarde salía a un pequeño valle abierto hacia el Oeste en forma de abanico. En su parte más estrecha y a un cuarto de milla de donde él se hallaba, alzábanse las construcciones de un rancho, y hacia el nordeste, una montaña cónica cerraba el horizonte. En todo el valle apenas se veían un par de centenares de vacunos, aunque abundaban los pastos y el agua. Y no se veía un hombre en el rancho…

Pero éstos aparecieron cuando él llegó a los primeros corrales. Primero, un hombre en la esquina de un galpón; luego, otros dos en lo que debía ser casa de los peones; y finalmente, un cuarto en el porche de la principal. Los cuatro quedaron inmóviles, expectantes…

Cimarrón condujo al caballo negro hasta el terreno despejado delante de la vivienda principal. Su mano colgaba junto a la pistolera, y sus ojos no perdían de vista al cuarteto, que a su vez estaba mirándole hoscamente. Los tres de los lados se movieron hacia el que estaba parado en la veranda, pero sin hacer mención de ideas agresivas. Parecían un tanto impresionados…, aunque Cimarrón les catalogó en el acto como gente difícil de impresionar y peligrosa por todos conceptos.

A veinte pasos del grupo detuvo al caballo.

—Estoy buscando el rancho de Leather Brynes — dijo secamente. Y su voz pareció conmover a los otros. El que había salido de la casa dio un paso adelante, las manos en el cinturón.

—Este es. Y yo soy Brynes.

Su voz era ronca, poderosa, y también su figura de anchos hombros. Daba la impresión de ser muy capaz de manejar a cualquier hombre… o equipo de hombres. Y mantenía clavados los ojos en Cimarrón.

—Muy bien. Yo soy Travers. Stubbs me dijo que viniese a buscarlo, y aquí estoy.

Los hombres detrás de Bruñes cambiaron rápidas miradas. Brynes mismo daba la impresión de ser un oso alerta para dar un zarpazo.

—Ya lo veo… Y en compañía. ¿Qué es eso?

—Creí que ustedes podrían conocerlo. Me lo encontré en el camino hará una media hora…

—¿Muerto?

—Cuando le tropecé, aún no lo estaba. Era él quien quería que yo lo estuviese. Me envió dos bailas de rifle, y luego se portó como un idiota. Le devolví el saludo y me lo traje para acá, pensando que podían conocerle.

La voz de Brynes tenía un acerado tono al preguntar:

—¿Qué le hace suponer tal cosa, Travers?

—Las caras que han puesto al verme a mí sobre su caballo.

Brynes tardó un momento en contestar. Y lo hizo con leve admiración.

—No es audacia lo que a usted le falta, Travers… y tampoco redaños. ¿Piensa quedarse, o seguir su camino?

—Eso depende de usted. Y aún no contestó a mi pregunta.

—Bueno… Pues sí, conozco a ese hombre. Se llamaba Myers, y estuvo trabajando para mí. Se despidió hace días, y ahora comprendo que lo hizo con la idea de cazarlo a usted. Sabía que daban mil dólares por su cabeza… y que yo le esperaba. Debió emboscarse para ganárselos.

Aquella era una mentira bastante burda, pero Cimarrón decidió que le convenía pasarla por alto.

—Bueno — dijo despacio y fríamente—, ya se habrá convencido de que no resulta fácil ganar esos mil dólares… y espero que otros lo hagan también.

—Nadie piensa balearle aquí, Travers. ¿No quiere desmontar y echar un trago?

—Creo que antes debo llevar a este tipo donde los buitres puedan devorarlo tranquilamente.

—Vale más que lo deje. Mis muchachos se encargarán de esa tarea.

—Está bien… Entonces llevaré mis caballos a la cuadra, primero.

—¿«Sus» caballos?

Había sido uno de los peones, un mozo alto y huesudo, de acusadas facciones, quien hizo la pregunta. Cimarrón le encaró.

—Eso he dicho. Este Myers me dejó su heredero universal, y así, todo lo suyo es mío ahora. ¿Algo que objetar?

Pareció como si al otro no le agradara la cosa, pero Brynes intervino:

—Yo creo que Travers tiene razón, Lance; puesto que Myers quería matarlo, sus cosas son botín de guerra. Vamos, tú y Burke, llevaos el cadáver y enterradlo en cualquier sitio. Venga, Travers, le acompañaré a la cuadra.

—Ese Lance, ¿era amigo de Myers? — inquirió Cimarrón cuando se acercaba a ella.

Y el ranchero le echó una rápida ojeada, diciendo: —Fueron compañeros de trabajo aquí, una temporada. Del que habrá de cuidarse es de Rush Crawley. Ese sí era su amigo.

—¿Dónde está? ¿Esperándome en alguna otra emboscada?

—¡Escuche, Travers…! Bueno, comprendo que se sienta receloso; yo también lo estaría en su caso… Stubbs estuvo aquí y me contó la cosa… El sólo quiso arreglarlo de forma que usted se viera obligado a venir acá, porque le pareció un buen elemento para nuestra banda; pero se le fue la mano al golpear al carcelero… No podía suponer que el hombre tuviera el cerebro tan blando… y no supo que lo había muerto hasta por la mañana. La cosa ya no tenía remedio, comprenda…

Cimarrón comprendía muchas cosas… y una dura sonrisa curvó su boca.

—Bueno, pues se salió con la suya… Pero esto es algo que habremos de arreglar él y yo cuando nos encontremos. No me gusta que me achaquen muertes que no cometo.

—Allá ustedes… Yo no se lo aconsejaría. Es mejor dejar el asunto como está. Mire, Travers, aquí hay un porvenir para usted. Dinero en grande… Con lo que sé de usted y lo que acabo de ver, creo que puede servimos de mucho, y si tenemos suerte, en digamos tres o cuatro años, tendrá dinero suficiente para vivir como un rey en cualquier sitio donde la justicia no pueda echarle mano. ¿Qué me dice?

—¿Estoy aquí, no? ¿Cuál es el trabajo?

—Ganado en cantidad. Pero también otros asuntos. Bancos, diligencias… Todo altamente productivo.

—Y arriesgado.

—Bueno, lo que vale la pena, vale la pena de arriesgar algo, ¿no cree?

—Sí… ¿Qué hay de ese trago que me ofreció?

—¡Ajá! Venga a la casa; allí tengo de cuanto pueda pedir… y bueno. No nos privamos de nada, ya lo verá…

Cimarrón vio muchas cosas… Vio que la casa ranchera era más bien un fortín de recias paredes de adobes con estrechas ventanas, que las habitaciones, si bien aparecían convenientemente amuebladas, también estaban llenas de desorden, polvo y suciedad, lo que indicada la falta absoluta de mujeres allí, y algunos otros detalles que aumentaron, si cabía, su recelo.

—¿Cuántos hombres hay en el rancho? — preguntó cuándo Brynes le servía un excelente ron.

—Normalmente, ocho, contando al cocinero. Pero a veces se reúnen más.

Cimarrón había muerto uno, y tres estaban en el rancho cuando él llegó. Luego los otros cuatro hallábanse esperándole en algún punto de los otros caminos que llevaban al rancho. Y esta noche, iba a tener siete peligrosos forajidos acechándole en la casa ranchera…

Porque no se hacía ilusiones. Este Brynes tenía órdenes concretas de liquidarle. Ordenes de Stubbs… o de quien fuera… pero que cumpliría si él le daba una oportunidad. Ahora mismo le estaba observando con curiosa expresión por sobre el vaso…, la misma expresión del cazador que se ve frente a una pieza peligrosa, y sabe que un fallo en su puntería le puede costar la vida…

Bueno, él, Cimarrón, había venido aquí presuponiendo esto, y no iba a dejarse cazar tan fácilmente.

—Bien… — dijo despacio, clavando los ojos en su interlocutor—. Pues me alegraré de conocerlos esta noche. A su salud.