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VANNATTUPPŪCCI TEA COMPANY, 2008

Contra todo pronóstico llegaron ilesos a la plantación, y eso que al jeep le costó lo suyo recorrer esos caminos tan embarrados. Diana se había pasado el viaje temiendo que se despeñaran por un terraplén en cualquier momento. Pero el conductor siempre recuperaba el control del vehículo; unas veces en silencio y otras maldiciendo, como si la máquina hubiera tenido algo que ver en el asunto.

—Menos mal que no era el monzón, si no habríamos necesitado un helicóptero —dijo Jonathan guiñando un ojo.

Como iban a necesitar al conductor para la vuelta, Jonathan le dio dinero y un paquete de cigarrillos, y le dijo que tendría que esperarlos.

Se presentaron ante el portero automático que había en el portón, y Diana intentó echarle un vistazo al edifico principal, oculto entre palmeras y rododendros. Probablemente el constructor intentara evitar que las miradas curiosas pudieran alcanzar su vivienda desde fuera.

La verja debía de llevar ahí más de cien años, parecía de la época victoriana, con esas puntas historiadas en forma de lanza.

También la disposición del jardín era genuinamente inglesa. Diana intentó imaginarse a Grace y a Victoria con sus vestidos blancos y sus puntiagudos parasoles a juego paseando por los cuidados caminos de tierra.

Finalmente apareció un hombre vestido con un pantalón caqui y una camisa militar a juego. Diana le echó unos cincuenta años. Bastaba con verlo para comprender que estaba acostumbrado a dar órdenes y a que estas se cumplieran. Con gesto despreocupado, pulsó un botón y la alta verja se abrió.

—Usted debe de ser la señora de Alemania —dijo aquel hombre de rasgos sorprendentemente europeos mientras le tendía la mano a Diana—. Yo soy Jason Manderley, el director de la Vannattuppūcci Tea Company.

Diana se presentó e hizo lo propio con Jonathan.

—¡Qué bueno que haya encontrado un momento para atenderme!

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Manderley.

—El placer es todo mío. Mi secretaria me ha contado que es usted descendiente del fundador.

La única que queda, pensó Diana, pero se limitó a asentir.

—Entre mis antepasados hay una Grace Tremayne que fue hija de Henry.

El nombre pareció decirle algo a Manderley.

—Pues entonces seguro que nuestros archivos tendrán algo que ofrecerle. Acompáñeme y se los mostraré.

Manderley los condujo por cuidados caminos que iban dejando a los lados antiguas construcciones; a pesar de estar vacías, no daban sensación de abandono.

—Esos son los antiguos galpones de madurado y secado. Hasta 1950 estuvieron aquí las parrillas donde se secaban las hojas. —Luego señaló al edificio recién pintado que ocupaba la parte central—. Ahí era donde las mujeres enrollaban el té a mano. Antiguamente, Vannattuppūcci era conocida por vender el mejor té artesanal. Por desgracia, con el tiempo los propietarios tuvieron que implantar el uso de maquinaria, pues llegó un momento en que el té manufacturado dejó de ser rentable. No obstante, no hace mucho hemos vuelto a sacar una pequeña producción para gourmets dispuestos a pagar un poco más por semejante exquisitez.

Mientras Manderley hablaba, Diana creía escuchar entre el murmullo de las palmeras y las heveas las voces de las mujeres que vivieron y trabajaron allí. La extraña paz interior que experimentó en la Tremayne House volvió a apoderarse de ella y atemperó sus nervios. Era como si hubiera llegado a casa. ¿Llevaría en los genes la herencia de Grace?

—No sé hasta qué punto está familiarizada con la historia del té de Sri Lanka —prosiguió Manderley mientras recorrían el caminito de piedras que daba a la casa.

—Me temo que no mucho —repuso Diana—. Hasta ahora mi investigación se ha centrado más en personas y objetos. Mi empeño es recabar toda la información posible sobre mi tatarabuela y sobre ciertas cosas que encontré en casa de mi tía.

—¿Y qué es lo que ha encontrado?

Diana se detuvo un instante y sacó de la cartera una foto.

—¡Madre mía! —exclamó Manderley—. ¡Pero si es nuestra plantación! Incluso puedo decirle dónde fue tomada. ¡Venga, se lo mostraré!

Se salieron del camino para tomar un sendero que llevaba directamente a los campos de té.

Se detuvieron delante de unos cultivos con aspecto de estar recién plantados. Al comparar el lugar con la foto, Diana reconoció la montaña, pero la pradera donde posaba Grace y los campos de té de la ladera ya no estaban.

—Hace unos años volvimos a sembrar en esta parte de la plantación. Pero por razones que aún desconocemos estos campos no dan la misma cosecha que los otros. Las recolectoras creen que sobre ellos pesa una maldición.

—¿Una maldición? —Un escalofrío recorrió el espinazo de Diana.

—Sí, aún hoy en día se escuchan esas historias. Pero no son más que pura superstición. Si le enseñara la foto a alguna de esas mujeres, seguro que tomarían a su tatarabuela por un fantasma. Puede que incluso por el fantasma que le ha robado parte de su fertilidad a estos campos. Yo, en cambio, prefiero pensar que con esos cultivos hemos traspasado un límite natural. Cuanto más alto plantes el té, más flojas serán las cosechas. Como con todo en este mundo, la cuestión está en dar con el equilibrio adecuado, y debe de ser que aquí la balanza se inclina y llega un punto en que el clima resulta dañino para el té. Usted misma está comprobando que aquí arriba el aire es más frío que al pie de la montaña.

Sin embargo, Diana estaba segura de que el escalofrío no se debía al frescor del aire. Quizá las recolectoras tuvieran razón.

—Si lo desea puede usted ver más de cerca el lugar —le sugirió Manderley—. O traerse aquí la documentación que precise. El archivo es un lugar muy frío repleto de objetos sin vida. Si quiere puedo proporcionarle una mesa y una modesta tienda de campaña.

—¡Qué amable por su parte, muchas gracias!

—Y ahora, si le parece, veamos qué tesoros esconden nuestros archivos.

Cuando Manderley empezó a caminar, Diana se quedó algo rezagada para hablar con Jonathan.

—¿Lo ha oído? Puede que haya una maldición.

—Deberíamos examinar detenidamente ese lugar. Quizá encontremos alguna pista.

Manderley se volvió.

—¿Decía algo?

—No, nada. Solo comentaba algo con el señor Singh.

Manderley asintió y siguió su camino.

Mientras lo seguían, Diana reparó en un curioso árbol que había junto a la casa y que le resultó familiar.

—¿Un manzano? —le preguntó extrañada a Manderley, pues no era un árbol que creciera en esas tierras.

—Los ingleses tenían la costumbre de introducir elementos de la vieja patria en el nuevo entorno. Trajeron zorros para poder cazarlos y plantaron árboles frutales de su tierra. Este frutal de corteza nudosa le debe su existencia a Richard Tremayne. Aunque no debió de tardar en apreciar el sabor de nuestra fruta, ya que fue el único que plantó.

Todo un símbolo de la singularidad de los ingleses en estas tierras, le vino de pronto a la cabeza a Diana, que enseguida pensó en comentarle la idea a Jonathan para su libro, suponiendo que él no hubiera llegado a la misma conclusión.

Poco después llegaron a la antigua casa familiar, que ahora albergaba las oficinas de la administración. Dos pisos de color blanco, cuyos muros se abrían en estrechas ventanas, se elevaban hacia el cielo. Entre elementos típicos de la antigua arquitectura inglesa, Diana distinguió algunos toques de neoclasicismo continental y cierta influencia local sabiamente combinados para no llamar demasiado la atención.

—¿No les parece espectacular? —señaló Manderley con entusiasmo—. En la década de 1970, el antiguo propietario barajó la posibilidad de convertir el edificio en un hotel. Vacaciones en mitad de los campos de té con una oferta culinaria acorde al entorno. La idea nunca llegó a materializarse debido a que el hombre no estaba por la labor de invertir el dinero que se precisaba. Y cabe decir que fue una suerte, ya que las manadas de turistas habrían deteriorado el edificio, por no hablar de lo que su molesta presencia habría supuesto para la plantación. No obstante, ofrecemos gustosamente alojamiento a las visitas que por unos motivos u otros desean quedarse unos días.

—Estamos alojados en un hotel estupendo que hay aquí cerca —repuso Jonathan.

—Oh, pues permítanme instarles a que lo dejen. No pienso cobrarles ni una rupia por las habitaciones.

La idea de alojarse en la casa de sus antepasados llenó de júbilo a Diana. Qué diría Emmely si pudiera enterarse…

—Creo que deberíamos aceptar la generosa oferta del señor Manderley —propuso Diana mirando a Jonathan—. Siempre y cuando no molestemos a nadie.

—Por supuesto que no, a no ser que pretendan montar una fiesta salvaje. Las habitaciones de los invitados tienen una entrada aparte. Y de las comidas me encargo yo personalmente. Mi mujer es una cocinera excelente que se alegrará mucho de conocerlos.

—¿Y todo eso totalmente gratis? —se asombró Jonathan.

—¿Por qué no? —La sonrisa del director era tan cordial que desarmaba a cualquiera—. Considérense mis invitados. De lo único que tendrán que encargarse es de recoger su equipaje.

Nada más pisar el vestíbulo, que tenía el aire de un museo, salieron a recibirlos dos mujeres jóvenes vestidas con ropa de oficina. Sobre las faldas largas de color negro y caqui llevaban camisas modernas, pero de corte clásico. Saludaron brevemente a Manderley y desaparecieron en dirección a otro edificio.

—Seguramente vayan a la central de envíos a asegurarse de que todo esté en orden —les explicó Manderley mientras atravesaban un suntuoso vestíbulo que dejaba claro que las cosas les iban bien.

Diana reparó en una mancha clara en la pared bajo la que había algunos ramos de flores.

—Señor Manderley, ¿qué significan esas flores?

Una sonrisa triste asomó en el rostro de aquel hombre.

—Antes ahí había colgado un cuadro precioso. Shiva y Ganesha danzando o algo por el estilo. El cuadro fue… destruido.

—Los trabajadores lo utilizaban como una especie de altar, ¿no es cierto? —intervino Jonathan señalando las flores.

—Sí, y como puede ver aún hoy siguen haciéndolo. El lugar donde estaba colgado el cuadro es sagrado, por los motivos que sean.

—¿Por qué no lo han reemplazado? —preguntó extrañada Diana.

El director vaciló, como si conociera una historia que no quería contar.

—Eso debería preguntárselo al dueño, yo me limito a llevar los negocios. En cualquier caso, el cuadro desapareció hace mucho, puede que incluso en tiempos de los Tremayne. Quizá encuentre algo al respecto en los archivos.

Rápidamente conminó a Diana y a Jonathan a que lo acompañaran a la planta baja, esquivando así más preguntas sobre el cuadro, lo que no impidió que Diana se propusiera investigar acerca de su destrucción.

—Como es costumbre en las casas señoriales inglesas, aquí también el personal trabaja «abajo» mientras que los señores viven «arriba».

Sus palabras le recordaron a Diana la serie de televisión Arriba y abajo que veía de niña y que le había inducido a acribillar a preguntas a su tía y al señor Green acerca del servicio.

—Como ya no hay servidumbre hemos trasladado aquí el archivo. —Manderley abrió con decisión la puerta tras la que se extendían un sinfín de armarios y estanterías. A primera vista, Diana solo vio libros de contabilidad; los verdaderos tesoros debían de estar ocultos en los armarios.

—¡Esto es realmente impresionante!

—Entren sin miedo, se trata más bien de una biblioteca particular que de un lugar acondicionado para resguardar documentos del paso del tiempo. Aquí las condiciones atmosféricas son ideales para la conservación del papel. El aire no es ni demasiado seco ni demasiado húmedo; seguro que los archivos de Europa nos envidiarían por ello.

Al cruzar aquella puerta, Diana vio un escritorio antiguo parecido al que había en Tremayne House y sintió como si hubiera entrado en un país de cuento. Junto al secreter de cuero había una lámpara Tiffany con la pantalla un poco deteriorada. Tenía una serie de muescas en el borde que no habían sido restauradas. ¿Tendrían algún significado?

—Póngase cómoda e indague cuanto quiera. Aunque tendrá que dejar sitio a mis empleados en caso de que necesiten consultar algún documento.

—No hay problema —repuso Diana, que por primera vez tenía la sensación de estar en el lugar adecuado—. De ningún modo quisiera ser un estorbo.

—No lo es. Estoy encantado con que por fin alguien se interese por la historia de este lugar. ¿No tendrá inconveniente en que utilice los resultados de su investigación con fines publicitarios, verdad?

—No, a no ser que descubra cosas terribles… —Diana vaciló.

—No se preocupe, no estoy interesado en los asuntos privados. Pero es posible que averigüe generalidades sobre la plantación. Si fuera así, sería estupendo poder incluirlas en nuestro escueto folleto informativo.

Diana asintió.

—De acuerdo. Si averiguo algo estaré encantada de compartir la información con usted.

Mientras Jonathan se encargaba de recoger el equipaje del Hotel Hills Club y de la cancelación, Diana se dirigió al archivo. Su ordenador aún estaba en el hotel, pero tenía una libreta que podía usar en el caso de tener que anotar algo importante. También su guía de Colombo, que aunque no guardaba relación directa con la plantación, le servía para llevar las fotos que había ido recopilando.

Dos horas más tarde Jonathan estaba de vuelta.

—Espero no haber olvidado nada —le dijo a Diana al darle su bolsa; enseguida pudo comprobar que no se había limitado a meter las cosas de cualquier manera, sino que había vuelto a hacer la maleta como Dios manda.

Entre tanto la tarde había extendido un velo de seda púrpura sobre la plantación. El sol había convertido los árboles y las palmeras en negros perfiles como recortados a tijera, similares a los fondos de una película de dibujos animados, y los gritos de los pájaros que anunciaban su reposo nocturno o su despertar habían subido de intensidad.

—A juzgar por lo que pesa, seguro que me ha traído todo lo necesario —dijo Diana agradecida—. Lo más importante era el ordenador. De la ropa interior y de los vestidos puedo llegar a prescindir en un momento dado.

Al instante Jonathan arqueó las cejas.

—¿De veras?

Diana tardó un momento en captar el doble sentido de sus palabras.

—¡Por supuesto que no! Me refería a que puedo ir tirando con menos. La ropa se puede lavar…

Aún perpleja comprobó que se había puesto colorada al verlo sonreír.

—Creo que lo he traído todo. Ni siquiera deshizo parte de su maleta. De alguna manera anhelaba en su fuero interno que nos hospedaran aquí, ¿no es cierto?

Jonathan le guiñó un ojo, se echó su propia bolsa al hombro y la acompañó a la casa.

—El señor Manderley ha venido a verme antes y me ha dado las llaves de nuestras habitaciones —le dijo Diana mientras atravesaban el vestíbulo con las llaves tintineando en su bolsillo—. Cree que las habitaciones pertenecieron en su día a las hermanas Tremayne. Desgraciadamente, no queda nada del mobiliario original, aunque en la mía hay una chimenea y una ventana que bien podrían ser de entonces.

—Quién sabe, quizá encuentre un diario secreto en la chimenea —repuso Jonathan sonriendo.

—Para serle sincera, lo estoy deseando. Pero no creo en ese tipo de carambolas. Es como esperar acertar todos los números de la primitiva.

—Nunca se sabe. —Jonathan echó un vistazo al pasillo—. A saber qué esconden estos muros. Puede que hasta dé con un fantasma a quien preguntar. La gente de Sri Lanka cree firmemente que hay espíritus velando por los vivos.

—Pensaba que la mayoría de los tamiles eran hinduistas.

—Y lo son, pero también creen en los espíritus. Algunas almas desoyen la llamada de los dioses y no se reencarnan, sino que permanecen en el mundo de los espíritus como sombras.

Su repentino silencio incitó a Diana a percibir la extraña atmósfera de la casa.

Al llegar a la primera puerta Diana le dio su llave.

—Como estaba aquí en el reparto de las habitaciones, he elegido la mejor —bromeó Diana—. La mía tiene unas bonitas vistas al jardín.

Jonathan entró en su habitación, abrió la ventana y sonrió.

—Yo tampoco puedo quejarme de las vistas, y dudo seriamente de que sea tan egoísta como para escoger la mejor habitación.

Diana sonrió de oreja a oreja.

—Me da que antes nuestras habitaciones eran solo una. ¡No tiene más que ver el tabique que las separa!

Hasta un lego en la materia era capaz de ver que la pared estaba demasiado cerca de la ventana.

—Tiene razón. Debió de ser muy grande. Quizá fuera un salón de baile.

Diana negó con la cabeza.

—No, el antiguo salón de baile es hoy día una especie de sala de reuniones. Si este era el cuarto de las dos hermanas Tremayne debieron de vivir como unas reinas.

—Bien, pues si es así miraré en la chimenea…

Diana señaló hacia la estufa de cerámica que había en la pared derecha.

—No creo que encuentre nada ahí dentro. A lo sumo habrá servido para quemar papeles viejos.

—Esperemos que entre ellos no hubiera información importante de sus antepasados.

Justo cuando Diana iba a llevarle la contraria recordó el secretismo de Emmely. No sería de extrañar que los Tremayne intentaran hacer desaparecer cosas que no quisieran hacer públicas.

—En cualquier caso estoy contento con mi habitación —dijo Jonathan rompiendo el silencio—. Si encuentro algo significativo se lo haré saber inmediatamente.

Una vez deshicieron las bolsas, Diana y Jonathan se dirigieron al archivo, donde ella le mostró con orgullo lo que había encontrado hasta el momento.

—Solo he podido meterle mano al primer armario. Con tanto papelote no hay quien se aclare…

—No me extraña —repuso Jonathan, cuyos ojos brillaban ávidos mientras acariciaba con la yema de los dedos las tapas de piel de los libros de contabilidad—. Tenga en cuenta que esto no es un museo, sino un archivo privado. Lo importante aquí es el negocio del té y no el estudio de documentación antigua. El pasado es secundario en la era de la productividad.

—Pues me temo que hasta en eso aún hoy sigue repercutiendo —repuso Diana sin poder dejar de mirarlo a la cara. Era la primera vez que se fijaba en que le palpitaban ligeramente las sienes y en los pelillos que coronaban sus cejas puntiagudas.

—Habrá que llegar hasta el fondo de la cuestión —dijo él mientras terminaba de observar los tomos. Entonces sus miradas se encontraron—. Pero no con el estómago vacío. ¡Me muero de hambre!

Como el señor Manderley amablemente había puesto a su disposición la cocina, Jonathan se ofreció a preparar un poco de arroz al estilo tamil.

—Con leche de coco —le explicó ya frente al fogón—. Aquí es tradición comerlo así en los cumpleaños.

Diana lo observaba absorta. ¿Qué diría Michael si los viera? Cuando vuelva se lo contaré todo con pelos y señales. Creo que se lo debo después de lo que ha hecho por mí.

A la media hora estaban sentados a la mesa. Para acompañar el arroz, Jonathan había preparado un par de mangos frescos que le compró al conductor del jeep. El hombre se había hecho con una caja entera que se había empeñado en llevar a su familia cuanto antes.

—Queramos o no vamos a pasar aquí encerrados una temporadita —comentó mientras alcanzaba un trozo de mango—. El conductor no volverá antes de cuatro días.

—¡Cuatro días! —exclamó asustada Diana—. Pero si mi avión…

—¿No cabría la posibilidad de retrasar su vuelta?

Justo cuando iba a decir que no una vocecilla le susurró: «¿Por qué no?».

—Por supuesto que sí.

El rostro de Jonathan se iluminó.

—¡Espléndido! Las prisas no van a ayudarnos en nuestra investigación. Hay que examinar a conciencia esos armarios. No queremos pasar nada por alto, ¿verdad?