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A la mañana siguiente, el señor Green insistió en volver a llevar a Diana en coche al hospital. Rechazó de lleno la sugerencia de ella de tomar el autobús.

—¿Y en qué voy a ocupar toda la mañana? Además, tengo que hacer un recado.

Diana se dio cuenta de que aquello no era cierto. El señor Green quería, sencillamente, una nueva ocasión para velar por su comodidad. Aunque a ella no le hubiera importado ir en autobús; estaba acostumbrada a usar el transporte público en Berlín.

Después de dejarla frente a la entrada principal del hospital, se marchó a saber dónde, haciendo rugir el motor. Como el día anterior, Diana emprendió el camino hacia la unidad de cuidados intensivos. El endeble papel amarillento que llevaba en el bolsillo del pantalón le pesaba como una piedra, y a cada paso que daba hacia la habitación parecía volverse aún más pesado. Llevaba toda la noche dándole vueltas al asunto, pensando en las consecuencias que traería el telegrama. Hasta entonces, había desconocido la existencia del hermano de Henry Tremayne, así como su trágica muerte. ¿Había empezado todo con aquello?

Al preguntar en el mostrador de las enfermeras, Diana notó algo extraño. El médico que la abordó no era el doctor Hunter, sino un rubio esbelto de treinta y muchos que llevaba un estetoscopio reluciente sobre su bata de quirófano.

—Es usted la nieta, ¿verdad?

Al parecer, la enfermera del día anterior, que ese día también tenía turno, ya le había dicho que iría.

—Soy el doctor Blake —se presentó tras el gesto de asentimiento de Diana y le tendió la mano—. Lamentablemente, su abuela no está muy bien. Su estado ha empeorado y nos hemos visto obligados a conectarla a un respirador artificial. Su circulación arterial es muy inestable, pero estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos.

Diana volvió a asentir, conmocionada. No había contado con que hubiera una mejoría, pero tampoco imaginaba que empeorara tan deprisa.

—Naturalmente, puede entrar a verla, si así lo desea, pero la hemos sedado para ayudar a su recuperación, y no podrá oírla. Pensé que debería saberlo.

Aturdida, Diana le dio las gracias y, sin saber cómo, consiguió llegar hasta la puerta de la habitación de Emmely y ponerse el atuendo preceptivo. Al encontrarse ante el pitido de las máquinas, recuperó algo de serenidad. El rostro de Emmely era casi invisible bajo los tubos que la ayudaban a respirar y alimentarse; tenía los ojos hundidos en sus cuencas, y su pecho subía y bajaba al ritmo del respirador. En ese momento, Diana sintió tanta lástima por ella que se echó a llorar. Una tensión intensa comenzó a oprimirle el pecho; ni siquiera el descubrimiento de la infidelidad de Philipp le había causado un dolor semejante.

Se sentó en el pequeño taburete junto a la cama y rompió a llorar de nuevo. Por suerte, nadie entró a preguntar lo que le pasaba ni a ofrecerle ayuda. En esos momentos, nadie podía ayudarle.

Cuando, tras un cuarto de hora, sus lágrimas se secaron, se acercó a la cama y le acarició el pelo a Emmely. Seguía sollozando, pero se sentía como si tuviera a su tía al lado, tomándola del brazo a modo de consuelo.

«Ay, mi niña, tarde o temprano, todos tenemos que despedirnos…». Volvía a ver la esperanza en los ojos de Emmely cuando hablaba de reencontrarse, tal vez, con sus antepasados en el más allá. Y pensó en los reportajes sobre pacientes en coma que afirmaban haber oído las voces de sus familiares mientras estaban inconscientes.

—Encontré el telegrama —dijo en voz baja, una vez superada la vergüenza de hablar a alguien que dormía—. No sé si fuiste tú quien lo guardó dentro de David Copperfield, pero te lo agradezco. —Aunque la desconcertaba un poco, Diana estaba convencida de que aquel pedazo de papel que ahora no podía mostrar a Emmely formaba parte del secreto.

—Y también encontré la puerta secreta. Cerrada, como dijiste. Pero hoy llamaré a un cerrajero. Te prometo que lo encontraré.

Al oír pasos, alzó la vista, sobresaltada. Una enfermera de uniforme dobló la esquina. ¿Habría oído sus palabras y la tomaba por loca? Si tal era el caso, no lo dejó ver.

—Sabe que solo puede quedarse media hora, ¿verdad? —preguntó, y Diana asintió.

—Sí, ya me iba.

Esta vez se ahorró añadir que regresaría al día siguiente. No quería llamar la atención, ni que volvieran a detenerla en el mostrador para que un médico hablara con ella.

Se despidió de Emmely dándole un beso en la frente a través de la mascarilla, salió de la habitación y se quitó la bata y lo demás.

Antes de llegar a la recepción, su móvil vibró. Tendría que haberlo apagado, pero el sentido del deber con el bufete se lo había impedido. Mientras lo sacaba del bolso para leer el mensaje, se preguntó cuánto tiempo se quedaría. A Eva le había dicho que solo se ausentaría dos o tres días, pero el estado de Emmely, el secreto, y el hecho de que alguien tenía que estar allí si ocurría lo peor la hacían dudar de que pudiera regresar pronto a Berlín.

¿Podía permitirse una ausencia tan larga? Era cierto que su equipo merecía toda su confianza, y Eva era una abogada muy competente, pero siempre había clientes que querían hablar con ella personalmente…

De un vistazo rápido al teléfono vio que el mensaje era de Philipp.

«No te he encontrado en casa. Llámame y dime dónde estás. Tenemos que hablar. Philipp».

Hablar, pensó Diana con amargura mientras borraba el mensaje sin titubear. ¿Hablar de qué? ¿Del engaño? ¿O de que lo sientes? No, cariño, ahora sufre un rato.

El mensaje de Philipp la ayudó a tomar una decisión. Cuando volviera a Tremayne House, le mandaría un correo a Eva para decirle que no contaran con ella en unas dos semanas, y que le enviaran todo lo importante por correo electrónico.

Igual que el día anterior, el señor Green la estaba esperando en el vestíbulo del hospital. Hablaba con un hombre mayor, y llevaba un pequeño paquete bajo el brazo.

¿Por qué no lo ha dejado en el coche?, se preguntó Diana mientras le hacía una seña y cruzaba la puerta de cristal.

—¿Cómo se encuentra la señora Woodhouse? —preguntó él después de despedirse de su interlocutor.

—Mal. Han tenido que ponerle respiración artificial. —Diana no quiso decir más. El señor Green asintió, compasivo.

—Lo siento. Esto es para usted.

Diana lo miró sorprendida y tragó saliva.

—¿Me ha comprado algo?

—No, he recogido algo que su tía compró. Para el paquetito de todos los años.

Diana perdió todo el dominio de sí. Las lágrimas le resbalaron por el rostro. A pesar de encontrarse mal durante las últimas semanas, Emmely había pensado en algo tan trivial como el paquetito que le mandaba todos los años, sin que hubiera una ocasión especial para ello. El «paquete de provisiones», lo había llamado siempre Diana; su madre ya lo recibía desde que se estableció en Alemania.

—Bueno, señorita Diana, sea usted valiente. Su tía es una luchadora, no nos dirá adiós tan deprisa.

El señor Green se sacó un pañuelo limpio del abrigo, y fue entonces cuando pareció darse cuenta de que había vuelto a dirigirse a ella por su apelativo infantil. Un rubor repentino encendió sus mejillas.

—Gracias, señor Green —dijo después de sonarse—. Y siga llamándome señorita Diana, ¿de acuerdo? Creo que no seré la señora Wagenbach por mucho tiempo.

El mayordomo la miró confuso, pero optó por conducirla al coche.

—Es probable que mi marido y yo nos separemos —le confesó al señor Green, una vez se alejaron un poco de Londres.

El mayordomo se quedó sin palabras ante esta revelación que, como empleado, no le incumbía en absoluto. Luego carraspeó y replicó:

—Piénselo bien. Hoy en día las personas deshacen las relaciones con mucha ligereza.

En otra época, tal vez viniendo de Emmely o de Deidre, una observación así la hubiera herido. Pero Diana pensó que el señor Green tenía razón. Había personas que echaban por la borda largas y excelentes relaciones por una aventura pasajera, por ejemplo.

—Me engañó —repuso ella, sabiendo que, en otra época, ese motivo hubiera resultado absurdo.

—Vaya, eso es otra cosa. —¿Oía Diana una cierta sorna en su voz?—. No entiendo a algunos hombres. ¿Por qué se lanzan a tener aventuras creyendo que sus mujeres, hoy en día, no se enterarán? Ni siquiera ocurría en otros tiempos. Las mujeres notan esas cosas.

—Y hoy en día ya no están dispuestas a tragarse las penas —añadió Diana.

—¡Así es! Y, sin embargo, los hombres creen que podrán salirse con la suya. Y aguantan los enfados y las peleas solo por sentir un rato la piel de otra.

Por como hablaba, parecía tener la relación más feliz de todos los tiempos. Pero Diana sabía perfectamente que no era el caso. ¿Se habría hecho más lúcido con la edad?

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, señor Green?

Diana vio cómo el mayordomo enarcaba las cejas. Al parecer, veía venir lo que iba a preguntarle.

—¡Adelante! Excepto mi nombre de pila, no tengo secretos.

—¿Ha estado usted casado?

Green titubeó un instante.

—No.

—¿Y a punto de estarlo?

—A punto, algunas veces. Hubo mujeres con las que creía que podría funcionar.

—¿Qué se lo impidió?

—Pues, ¿qué le impide a uno dar el paso? A veces había poco amor, a veces demasiado. A veces hay impedimentos, a veces tonterías.

¿Y el servicio?, se preguntó Diana. ¿Sería como antaño, cuando un mayordomo pertenecía a la familia a la que servía, y al casarse debía dejar el trabajo?

—Estoy seguro de que algún día encontraré a una mujer junto a la que merezca la pena quedarse. Pero por ahora tenemos otras preocupaciones, ¿verdad?

Diana asintió. Su curiosidad no había complacido al señor Green, y se dio cuenta de que no le diría nada más.

Una vez de vuelta en Tremayne House, Diana se retiró con el paquetito aún por abrir al comedor que la noche anterior había convertido en una especie de cuartel general. Siempre había adorado el enorme sofá colonial de cuero. Gracias a minuciosos cuidados, no se notaba que había sido fabricado a principios del siglo pasado. Su ordenador estaba conectado con un cable a la clavija del teléfono sobre la mesa baja de madera maciza encima de la cual normalmente reposaba un frutero. Había recogido el cuaderno del despacho, aunque había dejado el tintero, porque no quería manchar la alfombra, cosa que podía pasar fácilmente cuando se escribía con pluma o portaplumas.

En el cuaderno no anotó nada del supuesto secreto, sino una lista de cosas para hacer ese día. Llevaba años utilizando ese sistema, y gracias a él había conseguido poner algo de orden en su vida. La lista, cuyo primer punto era llamar a un cerrajero, funcionaba como una especie de ancla para Diana. Se sentó en el sofá para examinar el telegrama; lo había guardado en un sobre nuevo para protegerlo.

El día anterior ya buscó en Google a Richard Tremayne, sin obtener resultados. La visita a un archivo local también estaba en su lista.

Diana descolgó el teléfono; junto con la estufa eléctrica era el aparato más moderno de toda la casa. No vio ni rastro de un televisor durante su incursión por las austeras habitaciones.

Una operadora le proporcionó tres números de cerrajeros. De los tres, uno estaba de vacaciones, y el segundo tenía la línea constantemente ocupada, lo que avalaba la calidad del servicio, pero no quería esperar. A la tercera llamada respondió un amable caballero entrado en años que le explicó que estaba a punto de jubilarse. Aunque, tratándose de Tremayne House, se pasaría la tarde siguiente y echaría un vistazo al cerrojo en cuestión.

Nada más colgar, vio al señor Green junto a la puerta. Cuánto tiempo llevaba ahí esperando pacientemente a que ella terminara su llamada, no lo sabía. Pero de algún lugar llegaba un aroma delicioso.

—La cena estará lista sobre las cinco, ¿le va bien, señorita Diana? —preguntó.

—Depende de lo que haya —replicó ella en tono de broma, aunque, por dentro se estremecía de pena.

—Una especialidad inglesa. ¡Déjese sorprender! —resonó su voz en el pasillo por el que acababa de desaparecer.

Diana no estaba segura de si aún le gustaban las sorpresas. Su mirada se posó en el paquetito, cuidadosamente envuelto, que no daba ninguna pista sobre su contenido ni tampoco sobre el lugar en el que lo habían comprado. En el papel de estraza no había ningún sello, al contrario de lo habitual, y estaba cerrado con un cordel normal y corriente que se podía comprar en cualquier parte. Bueno, pues dejémonos sorprender, pensó desenvolviéndolo.

Al abrirlo, las yemas de sus dedos tocaron algo increíblemente suave. Dio un grito ahogado de sorpresa al darse cuenta de lo que se trataba. Un pañuelo de seda naranja bordado con un hermoso dibujo en rojo y dorado. Lo especial era que debía de ser bastante antiguo. Los bordes estaban ligeramente deshilachados, y el bordado se parecía al de los tapices que colgaban en los museos. Aunque no era ninguna experta en moda, creyó recordar haber leído en algún sitio que los pañuelos con un auténtico bordado de Cachemira eran muy caros, y que por eso se había empezado a reproducir el estampado en un pueblo escocés llamado Paisley.

Los paquetitos de la tía Emmely eran famosos por su generosidad, pero jamás habían contenido nada tan bonito. ¿Sería de su propio armario? Entonces, ¿por qué tuvo que ir a recogerlo a alguna parte el señor Green? ¿Lo habrían llevado a arreglar?

En ese caso, la costurera no había hecho un gran trabajo.

De repente, se acordó del estampado de la parte trasera del tapiz. ¿Sería también una de las pistas de Emmely?

No quería encararse con el señor Green para preguntarle si había sido el cómplice de Emmely. Seguro que se limitaría a sonreír y a responder con evasivas. No, yo misma lo averiguaré, se dijo mientras acariciaba el pañuelo y descubría arañazos en el estampado.