12
BERLÍN, 2008
Mientras el metro traqueteaba en dirección al centro, Diana intentó poner en orden toda la información que tenía sobre el misterio. Había encontrado parte de un oráculo, algo así como un horóscopo antiquísimo. Ella solía reírse de esas breves predicciones que aparecían en los periódicos, pues estaban escritas de tal forma que valían para cualquiera. Además, no creía que el futuro de una persona pudiera conocerse, aunque se dijera que, al nacer, se predispone también la hora de la muerte. Pero esa hoja de palma tenía algo especial. ¿Respiraba más tranquila Tremayne House, ahora que esa hoja se había alejado de sus muros? ¿Sabían las piedras lo que ocultaban? Preguntárselo al pragmático señor Green no hubiera servido de nada…
Tres cuartos de hora después, estaba de nuevo en casa. Al entrar, percibió la gélida atmósfera que reinaba desde el desayuno, y de la que ella era en buena parte responsable.
Maldita sea, ¿qué hace en casa tan pronto?, pensó Diana con irritación. No solía tomarse las tardes libres.
—Has vuelto.
Diana levantó la cabeza. Philipp estaba apoyado en la barandilla de las escaleras.
—¿Vas a quedarte en casa todos los días haciendo guardia hasta que vuelva? Eso antes no lo hacías.
—Estoy de vacaciones, ¿no te acuerdas? Estas iban a ser nuestras vacaciones.
—Vacaciones —resopló Diana con sorna—, ¿y cuándo lo decidiste? ¿Mientras estaba en Inglaterra? Hace tiempo que no nos vamos juntos de vacaciones.
—Quizá deberíamos volver a hacerlo.
Diana negó con la cabeza. ¿Qué le había dado?
—Discúlpame, pero tengo cosas que hacer —murmuró con tristeza.
—Vamos a hablar —dijo él entonces—. Créeme, solo fue una vez.
Al pasar junto a él por las escaleras, Philipp la agarró del brazo. Diana le lanzó una mirada de rechazo.
—¿Qué haces?
—Solo quiero aclarar las cosas.
Percibió entonces que olía a alcohol. Al parecer, había necesitado beber un poco para encontrar algo de valor.
Diana comprendió que discutiendo no llegaría a ningún sitio. Hasta llegó a sentir algo de miedo hacia su marido.
—Philipp, suéltame —dijo con todo el control que pudo reunir. Sus miradas se encontraron, y Diana se dio cuenta de que sus ojos, que antes no se cansaba de mirar, se habían vuelto turbios como dos pozos. Supo que cualquier explicación que le diera sería una mentira. Una mentira que le permitiría volver a engañarla en cuanto tuviera la oportunidad.
—Philipp, ¡por favor! —Su voz no sonaba suplicante, sino resuelta, como si le estuviera amenazando con una paliza si no le hacía caso. Al instante aflojó la presión sobre su brazo.
—¡Maldita sea! —maldijo un instante después, golpeando la barandilla con el puño. Diana dio un respingo. Le había visto enfadado en el pasado, pero nunca así.
—¡Pues entonces no me hables! —gritó él—. Entiérrate en tu querido trabajo. ¡O quizá en tu castillo ruinoso!
Girando sobre sus talones, se fue de casa. Poco después, oyó el motor de su coche. Diana se apoyó contra la pared.
Tiene razón, pensó. Tendría que haberme quedado en Inglaterra. Y él, con su amante. ¿Qué demonios hacía aquí? Solo quería acallar su conciencia.
Ya no es el hombre al que conocí. Y yo, ¿soy la misma mujer?
Cuando el sonido del motor se hubo alejado, volvió al piso de arriba y abrió el cofrecito.
—¿Qué otros secretos guardas? —le preguntó mientras acariciaba cuidadosamente la superficie tallada intentando recordar lo que Michael le había dicho. La cólera de Philipp la había alterado, pero finalmente logró poner orden en la información.
Unos minutos más tarde se encontraba ante su ordenador intentando averiguar todo lo que le fuera posible en Internet. Testimonios sobre lecturas nadi, experiencias sobre la certeza de sus predicciones. Si lo que la gente decía era cierto —el escepticismo de Diana se agitaba con todas aquellas declaraciones—, el oráculo de las hojas era extremadamente preciso. ¿Se habría cumplido también lo que decía su hoja?
Tras un rato de reflexión, Diana sacó la fotografía que había en el cofrecito y se tomó el tiempo de observarla con atención, ya que en Tremayne House solo le había dedicado un vistazo fugaz. Tendré que hacer una copia, se dijo, mientras su miraba se paseaba por las sombras amarillentas y oscuras que mostraban un paisaje montañoso bajo un cielo rutilante.
Al observarla con más atención, se dio cuenta de que no era solo la imponente montaña lo que aparecía en la imagen. A lo lejos, ensombrecida por una mancha, distinguió una figura blanca. Después de intentar dilucidar de quién se trataba, buscó la lupa que normalmente utilizaba cuando se clavaba una astilla en un dedo. No sirvió de mucho, pero pudo comprobar que se trataba de una mujer. Una mujer vestida con un traje victoriano. Recordó el cuadro del pasillo de Tremayne House. ¿Era posible que se tratara de Grace o de Victoria?
Otro vistazo a través de la lupa le permitió comprobar que era un adulto. Ya que, por aquel entonces, Victoria tenía solo trece o catorce años, solo podía ser Grace. Grace, su tatarabuela.
Diana se recostó en su silla. La sobrevino una extraña sensación. Ya la había visto en el cuadro, pero en él se veía la influencia del estilo del pintor y de los gustos de la época. Una fotografía mostraba a una persona tal y como era. Lástima que no pudiera verle la cara, que no pudiera saber lo que Grace pensaba en ese momento.
En lo que respectaba al paisaje, estaba algo más segura. Había visto imágenes muy parecidas en reportajes sobre la India. Indudablemente, Grace se encontraba frente a una colina cubierta de té. Debía de haber viajado a Ceilán junto a su familia. ¿A raíz de la muerte de su tío? ¿O había otro motivo?
De repente, Diana supo adónde iría. Guardó rápidamente los objetos en el cofrecito, que se metió debajo del brazo antes de bajar corriendo por las escaleras.
Después de detener su coche en el aparcamiento, Diana sacó de nuevo la vieja fotografía de entre las páginas de la guía en la que creía reconocer a su tatarabuela. Tenía que ser capaz de desentrañar sus secretos. Secretos que hasta ahora habían permanecido olvidados, en las sombras. Con los ojos entrecerrados, contempló la instantánea. Pero la figura no se hizo más nítida, ni pudo descubrir ningún detalle. El sol permanecía encadenado a la cima de la montaña. No era más que un momento que la cámara había inmortalizado y que no cambiaría jamás.
Con un suspiro, volvió a guardar la fotografía entre las páginas quebradizas de la guía, que guardó en su bolso. Aquel librito parecía el acompañante ideal para su propósito, que, durante su trayecto, había adquirido una forma cada vez más concreta.
Ella era la primera sorprendida de la espontaneidad de su decisión, normalmente necesitaba tiempo para planificar un viaje. Pero marcharse y enfrentarse a aquello directamente le parecía lo correcto.
Después de salir del aparcamiento, se acercó a la agencia de viajes, en cuyo escaparate había un avión que sonreía y un sol reluciente.
Tan pronto como terminara el caso del que Eva se había hecho cargo en su ausencia, volaría a Colombo en busca de pistas sobre sus antepasados. Y, naturalmente, para encontrar la biblioteca de la que se había sustraído la hoja de palma.
Una joven impecablemente vestida, que le hizo pensar en una azafata, la recibió y la invitó a tomar asiento en un pulcro escritorio con un ordenador, al que la fotografía de una niña pequeña daba un toque personal.
Diana no se atrevió a preguntar si se trataba de su hija. Anunció su destino, y observó cómo la mujer le mostraba catálogos y le explicaba las distintas ofertas de viajes organizados.
—No quiero un viaje organizado —replicó finalmente—. Solo necesito un hotel y un avión.
—Quiere conocer el país por su cuenta.
—Por decirlo de alguna manera.
—Pues entonces le recomiendo…
—¿Aún existe el Hotel Grand Oriental? —la interrumpió Diana. Lo había visto en la guía, era uno de los lugares subrayados. ¿Se hospedó allí Richard Tremayne?
—Por supuesto que sí. Es una de mis recomendaciones.
—¡Pues cuénteme! —le pidió Diana con una sonrisa mientras se recostaba en su silla y dejaba que la joven le contara que, construido en 1837, era uno de los hoteles más antiguos de la ciudad, y se había convertido casi en una leyenda. Actualmente se encontraba junto al centro de negocios de Colombo, y ofrecía vistas magníficas sobre el puerto.
Diana sonrió al ver una fotografía del edificio. La arquitectura clásica, rodeada de rascacielos, hubiera podido encontrarse en Nueva York o Londres. Eran los carros tirados por bueyes y las palmeras que lo rodeaban lo que hacía que pareciera otro mundo. Pero era el hotel el que venía de otro mundo.
—Las habitaciones tienen una decoración exquisita, han mantenido elementos del siglo diecinueve. Se encuentra dentro de la antigua ciudadela, y ofrece contactos con vendedores de piedras preciosas muy formales, así como excursiones por la ciudad.
—Entonces, he encontrado lo que buscaba —replicó Diana, que alcanzó el folleto del hotel.
La agente de viajes la miró algo sorprendida, probablemente acostumbrada a conversaciones más largas. Pero entonces le tendió más folletos.
—Actualmente hay algunas advertencias de seguridad vigentes en su destino. ¿Se ha informado sobre ellas?
Diana negó con la cabeza. Se había preocupado más por averiguar cosas sobre Richard Tremayne. Estaba claro que había viajado a Ceilán, pero ¿por qué? ¿Y cómo había llegado la hoja de palma hasta Tremayne House?
La joven le mostró una hoja de papel.
—Aquí tiene toda la información importante. Como agencia, estamos obligados a informarla de las revueltas que existen entre tribus tamiles y singalesas. Hay incluso amenazas terroristas en el norte, por lo cual desaconsejamos viajar a esa zona.
—Pero yo quiero ir al suroeste.
—Aun así, le recomiendo que lo lea todo con atención y haga caso de las recomendaciones. Y piense también en las vacunas que necesita: tétano, hepatitis A y demás. Lo tiene todo en el folleto.
Media hora después, Diana salió de la agencia de viajes con toda la información necesaria. Una brisa fresca arrastraba una bolsa de plástico, que revoloteó en el aire antes de quedar oculta por un árbol. Diana se sentía igual de ligera. Los días hasta el momento de su viaje pasarían rápido mientras se dedicara de lleno a su trabajo e intentara no pensar en Philipp. Si se organizaba bien, podría llegar a casa cuando él no estuviera, y marcharse antes de que despertara.
Con esa idea, se metió de nuevo en el coche y arrancó en dirección al bufete.
Por el camino le sonó el móvil. Suponiendo que se trataría de Philipp, no se molestó en buscar un lugar para detenerse. Siguió conduciendo por la autopista que circunvalaba la ciudad hasta que llegó a su salida. No vio quién la había llamado hasta que aparcó cerca del bufete, en Charlottenburg.
Tenía un mensaje en el buzón de voz. Aunque no guardaba el número en la agenda, lo reconoció, y marcó inmediatamente la tecla del buzón.
«Soy yo, Michael», decía el mensaje. «He terminado con tu hoja de palma antes de lo que creía. Llámame cuando puedas».
Sin dudarlo, pulsó el botón verde y devolvió llamada.
Michael parecía agitado cuando respondió.
—¿Qué te pasa? ¿Has estado corriendo?
—No, solo estoy buscando algo —replicó él—. ¡Qué bien que hayas llamado tan rápido, Diana!
—¿Es mal momento?
—No, no, no te preocupes, me alegro de que hayas llamado. ¿Has oído mi mensaje?
—Sí, y pensé que si llamabas con tanta prisa sería porque tenías algo grande que contarme.
—No exactamente, de momento he hecho fotos de todo y he tomado muestras para los análisis de datación. Los resultados llegarán en un par de semanas, como muy pronto.
Aquella información decepcionó un poco a Diana. Pero no tenía por qué quedarse de brazos cruzados mientras esperaba.
—Eso significa que ya me la puedes devolver, ¿verdad? Acabo de organizar un viaje a Sri Lanka, salgo en una semana.
—Vaya, ¿te vas de vacaciones o quieres buscar la biblioteca?
—Eso por un lado, y por el otro, quiero averiguar algo sobre mi familia. Creo que Ceilán desempeñó un papel importante en su historia.
—¿Y adónde quieres ir exactamente? —siguió preguntando Michael mientras, al otro lado del teléfono, Diana le oía revolver papeles. Seguro que había ordenado un poco su escritorio cuando la recibió para no parecer descuidado.
—A Colombo. Encontré una guía antigua que probablemente perteneció a mi familia.
—¡Ah! —La exclamación no se refería a lo que acababa de decir, sino que Michael acababa de encontrar lo que buscaba—. ¡Lo tengo!
—¿El qué? —preguntó Diana.
—La tarjeta de visita que buscaba. Te la daré cuando vengas. Lo antes posible, por mí, imagino que tienes muchos preparativos que hacer.
—No necesito una semana para los preparativos, pero tendré que dejarme caer por el bufete. ¿Quieres darme una tarjeta? ¿De quién?
—Si vas a Colombo, tienes que llamar a mi amigo, Jonathan Singh. Se encargará de que no te pase nada en Sri Lanka, puedes acudir a él como guía y fuente de información.
Diana titubeaba:
—No sé… ¿A él le parecerá bien?
—Somos viejos amigos, y me debe algunos favores. Si se lo pido, estará a tu disposición.
—¿También es científico? ¿De dónde es? Jonathan no parece un nombre indio muy típico.
—Es mitad inglés, mitad tamil. Antes trabajaba para el Museo Nacional de Sri Lanka. Hace un tiempo, se estableció por su cuenta, y ahora escribe libros. Es bastante conocido en su país, y ahora estoy intentando convencerlo de que nos ayude con una publicación para nuestro museo. Sabe mucho de la historia de Sri Lanka y las costumbres del país. Si hay alguien que puede ayudarte, es él.
—Pero no quiero que gastes los favores que te debe por mí.
Diana percibió cómo Michael sonreía al otro lado de la línea.
—No te preocupes. Se enfadaría si supiera que he mandado a una amiga a su país sin decirle nada. Los esrilanqueses son muy hospitalarios, y Jonathan es un tipo encantador.
—Está bien, entonces avísalo y dame su dirección. Ah, sí, ¿y cuándo paso a recoger la hoja?
TREMAYNE HOUSE, 2008
Cuando el señor Green se sentó frente al ordenador tras terminar el trabajo del jardín, encontró un correo electrónico de Diana.
Muy querido señor Green:
Espero que se encuentre bien. Solo quería comunicarle que voy a viajar a Sri Lanka dentro de una semana. Durante los últimos días he hecho algunos descubrimientos que no me dejan otra posibilidad que visitar el país tal y como lo hicieron mis antepasados. Allí me reuniré con un investigador que me ha recomendado un amigo. Así que no tiene usted de qué preocuparse. Si necesita contactar conmigo, me llevaré el ordenador, y leeré el correo electrónico con regularidad.
Creo que tendré mucho que contarle a mi regreso.
Un abrazo,
Diana Wagenbach
Una sonrisa iluminó el rostro del mayordomo.
Se levantó y se acercó al armarito, en cuya estantería superior había un pequeño paquete envuelto en papel de embalar. Hacía tiempo que estaba allí, y había llegado su hora.
La siguiente pista, pensó el señor Green mientras se echaba el abrigo por los hombros y guardaba el paquete en un bolsillo. Podría haberse dirigido a la oficina de Correos, aún tenía tiempo suficiente. Pero no quería dejar una cosa tan importante en manos de Correos. Así que se metió en el Bentley y puso rumbo a Londres.