5
La especialidad inglesa anunciada por el señor Green consistía en un jugoso asado de cordero con patatas y una salsa deliciosa con un ligero sabor a menta. Diana no tenía hambre, pero las habilidades culinarias del señor Green la invitaron a comer tanto que al terminar sentía que podría desplazarse por la casa rodando.
Por la tarde llamaron al timbre. Un sonido estridente que desentonaba con la casa, pero que se oía hasta en el último rincón.
El señor Green había salido a hacer recados, así que era Diana quien tenía que abrir la puerta. Abandonando su ordenador, se levantó del cómodo sofá de cuero y se apresuró por el laberinto de pasillos hasta llegar al recibidor.
El visitante parecía acostumbrado a esperar. Cuando Diana llegó a la puerta acristalada, aún estaba allí, con la cabeza gacha en señal de paciencia y el sombrero en la mano. El dibujo modernista de la vidriera ocultaba su aspecto, pero cuando Diana abrió la puerta se encontró frente a un caballero de unos ochenta años y de espeso cabello gris que llevaba una gabardina negra.
—¿Doctor Sayers? —se le escapó.
Él abrió los ojos como si hubiera visto un fantasma, y asintió. Un segundo después pareció comprender quién era.
—Usted es la nieta de Beatrice, ¿verdad?
—Sí, soy yo. —Diana sonrió. ¿Cuánto hacía que no veía a ese hombre? Cuando era niña, el doctor era un visitante habitual de Tremayne House; gracias a sus servicios había construido una amistosa relación con la familia de Emmely. Cuando Diana empezó a vivir por su cuenta y sus visitas se espaciaron, había dejado de verlo. De vez en cuando, la tía Emmely le hablaba de él, pero para ella se había convertido casi en un fantasma. Y ahora sus rasgos se le iban perfilando en su memoria.
—Dios mío, ¿cuándo nos vimos por última vez? —Una sonrisa suavizó su rostro serio—. ¿Cuando tenía usted catorce años? Debe de hacer más de veinte…
—Puede ser. Pero no ha cambiado usted nada, doctor.
Sayers esbozó una sonrisa socarrona. Se había roto el hielo. Le palmeó el brazo afectuosamente.
—No adule a un anciano, o hará que acabe pensando lo que no debe.
—Ha venido por la tía Emmely, ¿verdad?
—Sí, hace días que no sé nada de ella. ¿Se encuentra bien? Debe de estar contenta de tener aquí a su sobrina. Para ella era usted casi como una nieta.
Diana agachó la cabeza con tristeza. Era evidente que aún no lo sabía.
—Entre, por favor, doctor Sayers. Ahora se lo cuento todo.
En un silencio aprensivo, el médico la siguió hasta la cocina, que estaba inundada por un resplandeciente sol vespertino que se abría paso a través de las nubes. Aunque el señor Green era muy minucioso en su trabajo, diminutas motas de polvo bailaban en los haces de luz. Las casas viejas se llenan solas de polvo, decía siempre su madre. Ahí tenía la prueba.
—Siéntese, por favor, y perdóneme por hacerle pasar a la cocina. Tengo el salón algo desordenado. Documentos, y eso.
El médico asintió comprensivo, mientras tomaba asiento en un taburete.
—Sí, el papeleo nunca lo deja a uno en paz. Seguro que Emmely está contenta de tenerla aquí para echarle una mano.
Diana se tragó el nudo que se le había formado en la garganta. En algún momento tendré que decírselo.
—La tía Emmely está en el hospital, ingresó anteayer. Tuvo otro ataque.
—¡Dios mío! —El doctor Sayers alzó las manos con impotencia—. ¿Dónde está?
—En el Saint James. Como además tiene pulmonía, está conectada a un respirador, y no puede hablar. La he visto esta tarde.
Sayers necesitó un rato para recomponerse.
—Es terrible. Lo siento mucho, Diana.
—Se lo agradezco. —Diana inspiró profundamente mientras se miraba las manos, incapaz de reaccionar. El señor Green nunca salía de casa sin dejar una tetera hecha, así que Diana se levantó y sirvió sendas tazas para ella y el doctor Sayers. Esta vez, el aroma del té no le resultó tranquilizador, pero se recompuso en presencia de su invitado.
—Es una lástima que esté retirado y ya no pueda meterme en cualquier hospital en calidad de médico de la familia. Iría a visitarla de inmediato a decirle que aún no puede apearse de este mundo. Si no, ¿con quién voy a charlar yo todos los miércoles por la tarde? —Una sonrisa amarga recorrió su rostro.
Diana se preguntó sin quererlo si el doctor habría intentado cortejar a su tía. Cuando enviudó, seguía siendo lo bastante joven como para, por lo menos, tener un amante.
—Recuerdo bien a su abuela, señorita Diana —dijo el médico, y después dio un sorbo de su taza y cerró los ojos en señal de placer—. ¡Qué té más maravilloso! ¿Cree que tengo posibilidades de que el señor Green me revele su fuente?
—Tendrá que preguntarle usted mismo.
Sayers rio con incredulidad.
—Dudo mucho que lo haga, el viejo conspirador. Suena extraño que lo diga yo, que le llevo treinta años. —Rio de nuevo y dio otro sorbo—. Ay sí, su abuela… —prosiguió el médico—. ¡Qué bonita era! La conocí la noche siguiente de su llegada.
Diana conocía una parte muy pequeña de la historia de su familia. Su tatarabuela Grace y su marido construyeron una casa a orillas del mar Báltico, en la parte de Prusia Oriental perteneciente a Polonia, a finales del siglo XIX. Durante su huida en 1945, el marido de Beatrice y su madre, Helena, la hija de Grace, perdieron la vida. La abuela de Diana logró milagrosamente llegar a Inglaterra, embarazada y muerta de hambre. La madre de Emmely la acogió cuando la casa se había convertido en hospital de campaña.
—Aunque no podía ayudar mucho en la clínica a causa de su estado, se esforzaba en contribuir y apoyarnos en todo lo que podía. A pesar de que Deidre no lo veía con buenos ojos.
La mirada del doctor parecía vuelta hacia el pasado, hacia un tiempo en el que era joven y, probablemente, objeto de deseo de muchas jovencitas.
—Debía tomar precauciones a causa del embarazo, supongo.
—Eso por un lado. Por otro, Deidre parecía no confiar en ella. Después de todo, no había pruebas de que fuera quien decía ser. Solo una carta.
Diana aguzó el oído.
—¿Una carta?
—Sí, la llevaba encima. Una carta que le había dado su madre. Yo nunca la vi, pero oí a Deidre y Emmely hablar de ella. Era lo único que tenía Beatrice. Sin ella, Deidre la hubiera echado.
—¿Y Emmely?
—Oh, Emmely idolatró a Beatrice desde el principio, la veía como a una hermana mayor.
El patriarcado se convirtió en un matriarcado. Diana recordó las palabras del señor Green.
—En cualquier caso, Emmely y Beatrice se convirtieron en inseparables, aunque eso se debió en un primer momento al deseo de Emmely de hacer algo por ella. Beatrice era muy introvertida, es muy probable que estuviera atormentada por los recuerdos de su periplo. Tardó algunos meses en abrirse un poco. Lo que había sufrido no se lo contó a nadie, pero le daba una fuerza que la hacía aún más hermosa, más radiante.
Por un instante, se le iluminó la mirada, pero enseguida volvió a ensombrecerse.
—A todos nos afectó la muerte de Beatrice tras el nacimiento de su hija Johanna. Estaba débil, pero nosotros lo achacamos a las penurias de su viaje y a su embarazo. Aunque aquí tenía una buena alimentación, no lográbamos que engordara.
Diana se rodeó el cuerpo con los brazos. La historia de la muerte de su abuela era tabú en su familia. Emmely no se lo había contado a nadie, y su madre nunca la conoció. Para Diana era una sorpresa escucharla ahora.
—Durante el parto, inesperadamente empezó a sangrar mucho. La comadrona y yo no sabíamos qué hacer. Temíamos que hubiera un desgarro interno, y esperábamos poder detener la hemorragia con una operación. Después de que naciera la niña, estuve luchando una hora por salvarle la vida, pero fue en vano. Había perdido demasiada sangre. —Los hombros de Sayers, que se habían enderezado, como si aún se encontrara en el quirófano, volvieron a hundirse—. Cuando le hice la autopsia, descubrí que tenía un trozo de metralla de granada dentro. Imagino que nadie advirtió su presencia, y se fue introduciendo poco a poco en su cuerpo hasta llegar a la aorta abdominal.
—Entonces, la suya no fue más que una muerte postergada —observó Diana, con un temblor en la voz, mientras comprendía lo cerca que había estado su familia de extinguirse.
—Así es. Hubiera podido morir durante el embarazo. Pero Dios, o quien sea, quiso que tu madre naciera. Visto retrospectivamente, podría decirse incluso que, por una vez, el destino tuvo clemencia con los Tremayne. Emmely no pudo tener más hijos después de que el primero muriera.
El silencio que siguió a sus palabras contenía el sonido de un eco de tiempos lejanos. Las imágenes del pasado los rondaban, como soldados en formación que no dejaban más alternativa a Diana y al médico que pasarles revista.
—¿Aún está ahí la tumba? Quiero decir, la de su abuela Beatrice. —La voz de Sayers quebró el silencio como un martillo golpeando un cristal, y Diana se sobresaltó—. Hace mucho que no voy al cementerio. Ahora que se acerca mi hora, lo evito como la peste. Tengo miedo a que si entro ya no pueda salir.
Mientras el pasado se recogía hacia las sombras de la casa, Diana se encogió de hombros, algo confusa, y pasó por alto la broma del médico.
La tumba de su abuela no era más que una imagen desdibujada en sus recuerdos infantiles. Una imagen alada, puesto que Emmely había mandado erigir un ángel de mármol para proteger el lugar.
—Aún no he ido a verla. La tía Emmely enviaba a un jardinero para que la cuidara.
—Tal vez debería hacerle una visita a su abuela. Al contrario que yo, usted no debe temer a la muerte. Seguro que a Beatrice le gustaría ver la mujer en la que se ha convertido su nieta. Es usted clavada a ella, si me permite la observación.
De repente, a Diana la invadió la mala conciencia. ¿Sería verdad que los muertos podían ver? De ser así, tanto su madre como su abuela estarían escandalizadas por lo que le había hecho Philipp, y por su reacción, por supuesto. Seguro que ninguna de sus antepasadas había destrozado un salón.
—Iré en cuanto haya acabado con el papeleo.
Sayers la contempló como si quisiera asegurarse de que pensaba mantener su palabra. Entonces asintió, y rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Le dejo mi tarjeta, por si pasa algo, o por si a Emmely le permiten tener visitas. Llámeme cuando quiera, aunque solo sea para hablar, o si necesita ayuda con la casa.
Después de que Diana le diera las gracias, se reclinó en su asiento, miró al techo y sonrió como si acabara de descubrir algo conocido.
—¡Ay, esta casa! Es casi como si fuera mía. Aún me parece ver el caos que reinaba por aquí cuando yo era joven. El trabajo en el hospital de campaña era terrible; las estrecheces, tremendas, y el hambre, feroz, pero no querría por nada del mundo renunciar a aquellos años. A pesar de todo, fueron hermosos.
Tras charlar un rato sobre temas más ligeros, el doctor Sayers se despidió con la promesa de regresar la semana siguiente para comprobar que todo seguía en orden. A Diana no se le escapó su verdadera intención —no quería pasar solo el miércoles por la tarde—, pero la presencia del doctor no le había resultado desagradable, por más que hubiera sacado a la luz recuerdos poco placenteros.
Al volver al salón, Diana se dejó caer en el sofá. De repente, las piernas le pesaban como si fueran de plomo. El relato del doctor Sayers había conjurado imágenes tan vívidas en su mente que se sentía como si su abuela acabara de morir. La hermosa Beatrice, a la que solo conocía por fotografías, y con la que nunca pudo tener una relación. Su imagen se mezcló con la de Emmely, que ahora se encontraba también a las puertas de la muerte.
Quizá debería ir a ver la tumba y asegurarme de que todo está bien, ahora que Emmely no puede. Además, susurró una vocecita en su cabeza, tendrías que empezar a pensar dónde será enterrada Emmely si sucede lo peor.
Poco después, enfiló el camino al cementerio del pueblo, con una camiseta térmica bajo la blusa para combatir el frío. El crujido de las piedras bajo sus pies tenía algo de hipnótico que le aclaraba las ideas y le permitía poner en orden todo lo que acababa de oír.
Cuando ya había recorrido la mitad del camino, el sol por fin se impuso al manto de nubes. De repente, el lugar parecía completamente distinto, las moras relucían en los matorrales perladas de agua de lluvia, igual que la hierba; los trinos de los pájaros se oían con más nitidez y, en algún lugar, un cuco anunciaba la llegada del verano.
Justo ahora sale el sol, pensó Diana. ¿Será una señal? Aunque no creía en esas cosas, la luminosidad inesperada le alivió el corazón cuando vio el cementerio, cercado por un muro de piedra. Estaba rodeado de tilos y castaños, y el rumor de sus hojas hacía que pareciera más ventoso que sus alrededores. Entre cruces de hierro se alzaba una pequeña capilla, el panteón de la familia Tremayne. Diana nunca se había parado a pensar por qué a su abuela no la enterraron allí, pero ahora la pregunta le taladraba la mente. ¿Estaba lleno? ¿Había sido cosa de Deidre que se quedara fuera? ¿O fue deseo de la propia Beatrice?
No tardó mucho en localizar la tumba de Beatrice Jungblut. El ángel que la custodiaba, sosteniendo una corona sobre la lápida cubierta de hiedra, la saludaba desde la distancia.
En el pasado, el panteón debía de haber sido el punto central del camposanto, pero el tiempo y las sucesivas ampliaciones habían desplazado el centro unos cincuenta metros. Ahora era el ángel, algo más alto que la capilla gracias a sus alas extendidas, quien dominaba el cementerio.
Era imposible saber si el efecto de la sombra de la corona bajo la luz del sol rodeando las fechas de nacimiento y muerte sobre la lápida había sido intencionado, pero era hermoso, e hizo sonreír a Diana.
—Hola, abuela —susurró, mientras se agachaba y recorría con los dedos la inscripción sobre la piedra.
Beatrice Jungblut Feldmann
1918-1945
Quienquiera que cuidara de la tumba, hacía un buen trabajo.
Siempre le había parecido una bobada hablar a los muertos, puesto que desde niña había tenido el convencimiento de que no había nada más allá de la muerte. Pero ahora sentía la necesidad imperiosa de contarle a aquella mujer, cuyo legado Diana solo conservaba en una fotografía y en sus genes, lo que había sido de ella desde la última vez que visitó su tumba. Empezó con su carrera, continuó con cómo conoció a Philipp y fundó su bufete, y terminó su relato con el engaño de Philipp, y la noticia de que Emmely se estaba muriendo, mientras ella tenía la sensación de que su mundo se venía abajo.
Cuando alzó los ojos hacia la corona que sostenía el ángel, advirtió que había algo raro en las hojas. En sus viajes y negocios había visto muchas coronas de laurel, algunas realistas, otras más estilizadas, pero nunca con unas hojas como esas. Aquello no era laurel. Con un ligero cosquilleo en la barriga, Diana se levantó y se fijó bien en la corona. Era la estatua más peculiar que había visto nunca. Las hojas eran muy detalladas, como si se hubieran dado instrucciones muy precisas para su elaboración. Con un suspiro, Diana acarició el mármol, tan pulido que ni siquiera el musgo había podido adherirse a él. Ay, Emmely, cuántas preguntas quisiera hacerte.
Entonces se dio cuenta de que ya había visto hojas como aquellas. No recordaba dónde, pero le resultaban terriblemente familiares. El cosquilleo en la boca del estómago se intensificó, y la necesidad de refrescar sus recuerdos la sobrevino de tal forma que giró sobre sus talones y echó a correr de repente hacia el portón; en su carrera, casi chocó contra dos ancianas que se dirigían a las tumbas de sus parientes pertrechadas de regaderas y rastrillos. Diana no percibió sus gestos de desaprobación, pues corría a toda velocidad por el camino arenoso.
El deporte nunca había sido su fuerte, y se dio cuenta cuando subió jadeando la escalinata de Tremayne House. El señor Green ya había vuelto, y el Bentley estaba en el garaje, que tenía la puerta abierta por si había que salir de urgencia.
Tras una breve pausa para recuperar el aliento, e ignorando el flato, Diana se precipitó como un rayo a la cocina y le pegó un susto tal al señor Green que a este casi se le cae la tetera de las manos.
—Señorita Diana, ¿pasa algo?
Diana no lo escuchaba. Abrió las puertecitas de la alacena. ¡Ahí estaba! Con un ¡ja! triunfal, sacó un paquetito. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el señor Green la miraba como si hubiera perdido la razón.
—Por favor, discúlpeme, señor Green —se disculpó Diana con timidez, mientras acunaba el paquete contra su pecho como si fuera algo de valor incalculable—. No pretendía asustarle. Solo quería comprobar algo.
El mayordomo enarcó las cejas.
—¿Comprobar algo? ¿Que aún nos queda suficiente té?
Diana rio.
—No, señor Green. Lo que ocurre es que la tía Emmely se permitió una pequeña extravagancia en la tumba de mi abuela.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el mayordomo con el ceño fruncido.
Diana le contó su conversación con el doctor Sayers, que había provocado en ella el deseo de visitar la tumba de su abuela.
—Seguramente ha sido porque hacía mucho tiempo que no la veía, y nunca me había fijado en los detalles —añadió, para después dar la vuelta al paquete que había sacado del armario y sostenerlo en alto como si fuera el hallazgo del año—. La corona que el ángel sostiene sobre la tumba, y cuya sombra enmarca la fecha de nacimiento y muerte de mi abuela, está hecha de hojas de té.
—Una corona de hojas de té —murmuró el señor Green pensativamente poco después, cuando los dos se sentaban a la mesa de la cocina frente a un pastel y una taza de té—. ¿Está usted segura?
—Completamente —insistió Diana, después de tragar un trozo de pastel con un sorbo de té—. Las hojas son idénticas a las de este paquete. Algo más artísticas, pero estoy segura de que la corona del ángel no es de laurel.
El señor Green contempló la bandeja del pastel, con marcas de muchos cuchillos.
—¿Por qué iba la señora a hacer eso?
—A mí no me lo pregunte —replicó Diana—. En cualquier caso, es muy extraño.
—¿Tal vez su abuela tenía una preferencia especial por el té? ¿O será algo místico? Después de todo, en las hojas de té se puede leer el porvenir.
Diana negó con la cabeza. Esas explicaciones no la satisfacían. Emmely no era supersticiosa. Se hubiera reído si alguien quisiera leerle el futuro en las hojas de té. Que a la abuela de Diana le gustara el té era más plausible, después de todo, venía de una familia de marinos y se había criado en la costa. ¿Pero era esa preferencia motivo suficiente para decorar su tumba de aquella manera?
—¿Me permite llevarme este paquete y guardarlo junto a mis otros hallazgos? —preguntó, para sorpresa del señor Green.
—Por supuesto que no, tenemos de sobra. Además, ahora es usted la señora de la casa, al menos hasta que su tía regrese.
A Diana la conmovió que el mayordomo aún no hubiera renunciado a su señora, y sintió casi vergüenza porque el corazón le decía que los días de Emmely estaban contados.
Después del té regresó al salón, donde colocó el paquete, que desprendía un aroma especiado, junto al chal y el telegrama.
Tendré que conseguir una caja, si sigo así.
Se puso a trabajar hasta que cayó la noche, respondiendo correos del bufete e ignorando uno de Philipp. ¿Qué otra cosa iba a querer, aparte de justificarse? ¿Y de qué quería hablar? Su corazón colérico no estaba interesado en saberlo.
Cansada, se echó en el sofá y pensó que la reconstrucción de la historia familiar se parecía a un juego al que jugaba con Emmely cuando era niña. La búsqueda del tesoro, lo llamaban; su tía era toda una maestra escondiendo pistas. Qué lástima que estuviera en el hospital y no pudiera darle ninguna.