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La previsión climática del señor Green cuando le dijo que no quería dejarla plantada en medio de la lluvia parecía cumplirse al pie de la letra, pues cuando el avión procedente de Berlín aterrizó en Heathrow, Londres estaba completamente encapotado por unos nubarrones que convertían el día en noche. La llovizna dio paso a un chaparrón; grandes gotas de agua azotaban el aeropuerto y las ventanas del autobús que llevaba a los pasajeros hasta la terminal.

Después de recoger su maleta de la cinta transportadora, Diana se apresuró a la sala de espera, donde debía encontrarse con el señor Green. Aunque este había recibido a tiempo su correo, el intenso tráfico de las horas punta podía gastarle una mala jugada incluso al más concienzudo de los mayordomos.

Era tal la muchedumbre, que al principio no logró verlo, pero finalmente lo localizó junto a la puerta. En ese mismo momento se cruzaron sus miradas, y él alzó la mano para saludarla.

Diana aceleró el paso, se disculpó al tropezar con el carrito de un hombre y se abrió paso a través de un grupo de japoneses que alegremente enfocaban sus cámaras hacia un tablón de anuncios.

Cuanto más se acercaba, más le parecía que el señor Green apenas había cambiado desde la última vez que lo vio hacía cinco años. Ahora ya tenía cincuenta y muchos, pero su pelo perfectamente peinado tan solo presentaba unos hilillos de plata, y además no le sobraba un gramo de grasa en el cuerpo. El abrigo loden que llevaba encima del traje tenía un corte tan impecable, que se le podría confundir perfectamente con un adinerado hombre de negocios.

Así es tía Emmely, pensó Diana apesadumbrada. La perfección en todo. En el señor Green, que llevaba ya casi treinta años a su servicio, había encontrado al mayordomo perfecto.

—Bienvenida a Londres, señora Wagenbach. Me alegro de volver a verla.

Su apretón de manos era tan cálido y efusivo como su sonrisa. Sin querer, Diana se preguntó si tendría novia de nuevo, después de que la última se largara hacía unos años con un marinero.

—Yo también me alegro de verlo, señor Green —respondió Diana con sinceridad, pues el mayordomo irradiaba algo que la tranquilizaba. Ella aún sigue viva, le susurraba una voz. Todavía llegamos a tiempo—. ¿Ha conseguido sortear el tráfico?

—Estupendamente, señora —contestó él con cortesía, mientras se colgaba del brazo un paraguas de enormes dimensiones—. He tenido la fortuna de hallar aparcamiento un poco más adelante, de modo que se nos brinde la posibilidad de llegar hasta allí, en cierto modo, secos.

Una sonrisa iluminó el rostro de Diana. Era inútil intentar entablar una conversación cercana con el señor Green. Tendrían que pasar unos cuantos días hasta poder arrancar del mayordomo, tan consciente de su deber, algunas palabras personales.

Fuera, los recibió un fuerte aguacero que impulsaba a algunos pasajeros, pese al equipaje, a correr como si les fuera la vida en ello. Imperturbable, el señor Green abrió el paraguas y tapó a Diana.

—¿Vamos, señora?

A Diana le costaba trabajo andar al mismo paso que el hombre, cuyas piernas medirían unos veinte centímetros más que las suyas, y evitar a la vez los charcos que se formaban en el suelo a la velocidad del viento.

Por fin se detuvieron ante una limusina negra, un Bentley Brooklands del 98. A pesar de tener ya diez años a sus espaldas, el coche parecía muy cuidado. Seguramente Emmely lo habría usado solo de tarde en tarde. Y Diana dudaba que el señor Green lo utilizara para sus viajes privados. Era demasiado correcto como para hacer una cosa así.

Con una sonrisa, el mayordomo le sostuvo la maleta y abrió la puerta. Mientras ella subía, él metió su equipaje en el maletero.

—Supongo que querrá ir directamente al hospital —dijo, después de sentarse con elegancia en el asiento del conductor del Bentley, y volviéndose hacia ella con unas cuantas gotas de lluvia en un hombro y en el pelo.

—Sí, me gustaría —respondió Diana—. ¿Ha podido usted enterarse de alguna cosa más?

—Lamentablemente no, puesto que no soy un familiar. De todos modos, el médico de urgencias, que me tomó por el hijo de la señora, me dijo que sospecha que se trata de un ataque de apoplejía que no solo le ha paralizado definitivamente los dos brazos, sino también las piernas. De no haber sido porque noté que no podía levantarse del sillón, probablemente hubiera muerto anoche mismo.

—Usted siempre tan atento y cuidadoso —dijo Diana sin saber qué añadir.

Después de que Diana se abrochara el cinturón, el señor Green arrancó el motor y puso en marcha el limpiaparabrisas. Poco después se adentraron en el intenso tráfico urbano londinense.

El Hospital Saint James desprendía esa frialdad estéril que inevitablemente pellizca el estómago del visitante en cuanto cruza la puerta. Diana siempre se había preguntado por qué un sitio en el que comenzaban las vidas humanas, se salvaban o terminaban, tenía que ser tan inhóspito y desagradable.

Tampoco cambió mucho las cosas que la enfermera de la recepción le pidiera amablemente que anunciara su visita ante la unidad de cuidados intensivos. El olor a desinfectante que inundaba el edificio parecía destinado a dejar exhausto a todo el que estuviera allí ingresado.

Le habría encantado pedirle al señor Green que la acompañara, pero el mayordomo se despidió de ella hasta dentro de media hora porque se disponía a hacer un recado. Al fin y al cabo, ahora tenía una invitada y debía cumplir una promesa, le explicó a Diana.

—Cuando regrese, la espero abajo, en el vestíbulo.

Diana lo dejó marchar y se abrió paso entre el ajetreado personal médico, diferenciado por el color de la vestimenta, hacia la gran puerta batiente de cristal con el letrero de «Emergency Room». Antes de que Diana hubiera llegado, la puerta se abrió ante la cama de un paciente, que empujaban dos enfermeros desde el pasillo. Al hombre de pelo blanco apenas se le veía entre los almohadones y las mantas; a sus pies llevaba un respirador artificial portátil. Aunque Diana saludó a los enfermeros, estos no se dieron cuenta y siguieron hablando del partido de fútbol del fin de semana.

Al ver la puerta abierta y el pasillo vacío, le entraron ganas de colarse, pero algo la retuvo. Tras una de esas puertas estará ella, pensó con el corazón palpitante y el estómago encogido, mientras paseaba la mirada por las paredes de azulejos, interrumpidas a intervalos regulares por las puertas y por los mostradores de las enfermeras. ¿Me reconocerá?

—¿Puedo ayudarle?

Diana se volvió asustada. Mientras miraba las puertas, no se había dado cuenta de que a su espalda había aparecido un médico. Tendría unos cuarenta años y parecía paquistaní, aunque hablaba sin acento. De su bata llevaba prendido un letrero en el que ponía «Doctor Hunter».

—Sí, perdone. Me llamo Diana Wagenbach. Quisiera ver a Emmely Woodhouse, a la que ingresaron ayer.

—¿Es usted pariente suya? —preguntó el médico, a lo que Diana contestó afirmativamente—. Venga conmigo.

El médico la condujo al mostrador de las enfermeras y dio instrucciones a una mujer vestida de rosa para que acompañara a Diana a la habitación número nueve.

La enfermera asintió con la cabeza, dejó el sujetapapeles y luego se acercó a ella mientras el médico se apresuraba pasillo arriba.

—¿Es usted la nieta? —preguntó.

Para abreviar, Diana dijo que sí. Además, no sabía si se la podía considerar un familiar ni si la enfermera entendería los complicados enredos de la historia de su familia.

—Bien; pues sígame.

Pasaron al lado de puertas tras las cuales se oían los pitidos de los monitores y se dirigieron hacia el fondo del pasillo por el que había desaparecido el médico. Se detuvieron ante una puerta cerrada. La enfermera abrió un armarito que había junto al archivo del historial clínico del paciente. Antes de que Diana pudiera echarle un vistazo, la enfermera le entregó una bata de color azul claro.

—Póngasela por encima, por favor. Su abuela ha de estar a salvo de posibles gérmenes. Además del ataque de apoplejía, ha contraído también una pulmonía.

—¿Tan pronto? —respondió Diana, a la que enseguida se le pasaron por la cabeza terroríficas historias sobre bacterias hospitalarias.

—Probablemente arrastrara una gripe. Cuando la ingresaron tenía claros síntomas gripales. Si no llega a ser por el ataque de apoplejía, seguramente no se le habría descubierto la pulmonía.

La enfermera parecía contrariada. Tú también lo estarías si te reprocharan disimuladamente que no haces bien tu trabajo, pensó Diana.

—Cuando termine de vestirse, desinféctese las manos. Y si sale un rato de la habitación, al volver ha de repetir todo el proceso.

Diana no tenía intención de hacerlo.

—Puede permanecer media hora, nada más —le siguió explicando la enfermera, mientras ella intentaba cerrar por detrás la fina bata azul, lo que no resultaba tan fácil—. Y, por favor, hable en voz baja y procure no ponerla nerviosa.

¡A lo mejor se cree que voy a irrumpir en la habitación tocando el timbal y la trompeta! Reprimiendo el enfado, Diana le dio las gracias por la pequeña cofia que le entregó y le aseguró que se atendría a las normas. Una vez con la cofia en la cabeza, se protegió la boca con una mascarilla y, al fin, pudo entrar.

Aunque ya estaba mentalizada, y además tenía experiencia en el aspecto que ofrece una persona gravemente enferma —su madre había muerto de cáncer hacía nueve años—, al ver a Emmely se asustó mucho.

Su pelo rubio rojizo había empalidecido como la lana que se deja demasiado tiempo al sol. Tenía la cara arrugada y flaca, con unas ojeras muy oscuras. De la boca entreabierta le salía una especie de estertor. Los brazos, ya completamente paralizados, se los habían atado para que no se colaran entre los barrotes de la cama. Diana comprobó asustada lo mucho que había adelgazado. Se notaba claramente que, además del ataque de apoplejía, había padecido otras dolencias.

Luchando por contener las lágrimas y con un nudo en la garganta, se acercó silenciosamente a la cama, rodeada de al menos media docena de aparatos que emitían regularmente diferentes pitidos.

—¿Tía Emmely? —preguntó Diana en voz baja, mientras se inclinaba sobre el rostro de la enferma.

Ninguna reacción. ¿Estaría en condiciones de oírla? Como para entonces la enfermera ya se había ido, no podía preguntárselo.

—¿Tía Emmely? —repitió Diana, esta vez un poco más alto y dominándose para no echarse a llorar.

—¿Diana?

Aunque Emmely hablaba muy bajito, se la entendía bien. Con una lentitud pasmosa, giró la cabeza hacia el lado desde el que había oído su nombre y, luego, abrió los ojos.

—Sí, estoy aquí, tía.

Diana iba a tomar sus manos entre las suyas, pero al caer en la cuenta de que no tenía sensibilidad en ellas, le acarició suavemente el pelo y comprobó que le ardía la frente.

—Menos mal que puedo volver a verte —susurró Emmely, mirándola fijamente—. Estos últimos años aún te has puesto más guapa, casi tanto como tu abuela Beatrice. Ella también era preciosa cuando se recuperó un poco de las calamidades padecidas.

Diana reprimió un sollozo, pero no pudo evitar que una lágrima se le deslizara por la mejilla y goteara sobre la colcha de la cama.

—Tú también eres guapísima, tía.

—Por una vez, te creo —respondió Emmely en un estallido de su habitual humor, tan popular entre los que la conocían—. Pero entonces ¿por qué lloras? ¿Tan mala pinta tengo?

Diana negó con la cabeza.

—No, es solo que…

—¿Porque ha llegado el fin para mí? —Una sonrisa iluminó fugazmente su cara—. Ay, mi niña; tarde o temprano todos tenemos que despedirnos. Yo ya he vivido mucho tiempo, y aunque no siempre he sido feliz, como sabrás, sí me ha dado tiempo de redimir parte de la culpa que pesa sobre nuestra familia.

¿Culpa? Diana arqueó extrañada las cejas. ¿Con qué culpa habría tenido que cargar esta mujer tan amable y cariñosa, o su familia?

—En el más allá quizá conozca por fin a Grace, la mujer que en cierto modo determinó mi vida, aunque yo no la conociera personalmente —continuó Emmely, mientras la frente se le perlaba de sudor.

A Diana le habría gustado decirle que descansara y ahorrara fuerzas, pero desde muy joven Emmely se caracterizaba por no dejar que la interrumpieran. Seguro que en eso no había cambiado.

—Le contaré que su amor aún sigue trayendo frutos y que he hecho todo lo posible para conseguir el perdón para Victoria. Los muertos saben con qué culpa han cargado los vivos…

Un ataque de tos hizo que saltaran las alarmas de los aparatos. Diana retrocedió asustada, y cuando se disponía a llamar a la enfermera, todo se normalizó por sí solo.

Emmely se recostó con un gemido en los almohadones.

—Un secreto ensombrece a nuestra familia. Uno que Grace no conocía. —Cuando abrió de nuevo los ojos, parecía ensimismada, como si todavía pudiera ver a lo lejos a los fallecidos antes de la guerra—. A mi abuela ese secreto le provocaba muy mala conciencia.

Tenía la respiración entrecortada, como si le costara muchísimo pronunciar las palabras.

A Diana le dieron ganas de aconsejarle que primero descansara, que ya se lo contaría más tarde. Pero Emmely no permitiría que nadie le dijera lo que tenía que hacer.

—Por desgracia, no puedo decirte de qué se trata exactamente. Siempre he sospechado que mi madre sabía algo más concreto, pero a mí no me inició en el secreto. Lo único que me reveló en el lecho de muerte fue que el secreto de la abuela Victoria solo debía desvelarse cuando únicamente quedara una de nosotras. Tú eres el último vástago de nuestra familia, porque desgraciadamente yo no tuve hijos. Ahora ha llegado ese momento.

A Diana se le encogió el estómago. Cierto; ella era la última. La descendencia de los Tremayne había sido limitada y, sin excepción, femenina, de modo que el apellido originario había desaparecido hacía tiempo de los anales.

—En el viejo despacho, en la estantería del medio, hay un cajón secreto. La llave desapareció ya en época de mi madre, pero no costará ningún trabajo mandar que te hagan una. Quédate con lo que hay dentro y sácale el mejor partido posible. Une los hilos de la historia hasta formar un todo.

Unos pasos se acercaban a la habitación. Al parecer, se había terminado el tiempo, y la enfermera venía a recordárselo.

Emmely la miró con los ojos abiertos de par en par. Por el rabillo del ojo izquierdo le cayó una lágrima. Una lágrima del corazón, como decía siempre su madre.

—Prométeme que lo averiguarás todo y atarás todos los cabos sueltos. Grace y Victoria…

—¿Señorita Wagenbach?

Junto a la puerta, la enfermera se mostró tan implacable como el guardián de un preso.

—Falta poco para que se cumpla la media hora. Despídase, por favor, que vamos a trasladar a su abuela.

Diana hizo un gesto de asentimiento y esperó a que se marchara. Luego se inclinó otra vez sobre Emmely y le dio un beso en la frente.

—Te prometo que ataré todos los cabos.

Ahora la tía le sonrió más tranquila.

—Eres una chica realmente buena y te mereces toda la suerte del mundo. Cuando resuelvas nuestro secreto, tú misma hallarás la paz; de eso estoy segura.

Somnolienta, se volvió a hundir en los almohadones.

—Volveré mañana —le prometió Diana, acariciándole otra vez el pelo.

No sabía si su tía habría oído estas últimas palabras porque cuando se alejó de la cama, Emmely ya se había dormido.

Cumpliendo con lo prometido, el señor Green la esperaba en el vestíbulo. Diana se enjugó rápidamente las lágrimas a las que había dado rienda suelta por el camino. Aunque las mejillas le ardían delatoramente, más valía eso que llorar en presencia de otro como una niña pequeña.

—¡Ah, señora Wagenbach! —El señor Green dobló el periódico con el que había entretenido la espera y se levantó—. ¿Puedo preguntarle qué tal se encuentra la señora?

—He hablado con ella —le informó Diana con valentía—. Pero está muy mal. La enfermera opina que además tiene una pulmonía que llevaba arrastrando desde hace días.

—Cómo lo siento. Si su tía estaba ya enferma, a mí desde luego no me lo dijo.

El señor Green parecía compungido. Como mayordomo, su tarea era la de administrar la casa, pero lo relativo al estado de salud de su señora no le incumbía, a no ser que esta le dijera o comentara que se sentía mal. Y Emmely había sido siempre una maestra en el arte del disimulo.

—Sí, ella es así —dijo Diana, soltando una breve risa que más bien parecía un sollozo.

—Como puede comprobar, hoy Inglaterra muestra su mejor cara en lo que se refiere a la humedad del aire —observó irónicamente el señor Green, mientras alcanzaba con un gesto elegante el paraguas del paragüero. Aunque ya llovía menos, el sol brillaba por su ausencia—. ¿Desea comer algo por el camino, señora?

—No, gracias; prefiero ir directamente a casa.

A casa. Cuando cruzó la puerta del hospital, se dio cuenta de lo natural que le resultaba esa expresión referida a Tremayne House. Era como si nunca hubiera vivido en Berlín.