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VANNATTUPPŪCCI, 1887
La habitación que compartirían Grace y Victoria mientras se iban reformando las demás tenía en su conjunto un aspecto tan oriental que no habría desentonado en un hogar árabe o turco. La ornamentación de los arcos ojivales de las vidrieras recordaba a la de un harén. Las cortinas de seda naranja con abundantes bordados se abolsaban por la cálida brisa que entraba por la ventana entreabierta. En alguna parte un colgante de viento tintineaba de cuando en cuando. Por lo demás, la estancia era bastante sobria, y daba la sensación de estar pidiendo a gritos que la habitaran.
Sobre las baldosas de color almagre que cubrían el suelo había un escritorio, un armario de lujosa marquetería y una cómoda, y en la pared de enfrente, dos camas con una alfombra alargada a los pies. En mitad del suelo se amontonaban las maletas y las bolsas que contenían las pertenencias de las dos hermanas.
—¡Quién sabe, puede que nuestro tío tuviera aquí un harén! —soltó Victoria en cuanto se fue la señorita Giles. La sola idea de que su estrambótico tío se hubiera dado a la poligamia hizo que los ojos le brillaran como gemas bañadas por un rayo de luz.
—No creo que el tío Richard abrazara otra fe —repuso Grace—. Para tener un harén hay que ser musulmán.
—¡Quién sabe! ¡Puede que se convirtiera! —insistió Victoria ávida de nuevas sensaciones—. Oí a nuestro padre que dejó dicho que quemaran su cuerpo, como los hindúes. Te aseguro que no vamos a ver su tumba.
—Sin embargo, no creo que cambiara de religión. Probablemente su última voluntad obedeciera a fines prácticos. Con este calor un cadáver debe de descomponerse muy rápido.
Victoria no se dejó impresionar por sus palabras.
—¡Tú que sabrás de lo que le rondaba por la cabeza a nuestro misterioso tío! ¡Pero si ni siquiera lo viste en persona! Desde que abandonó Tremayne House nunca se dejó ver por Inglaterra.
En eso tenía razón. Su tío Richard no era más que un cuadro colgado en uno de los solitarios pasillos de Tremayne House. Un hombre de pelo oscuro y atractivos ojos grises que miraba al frente, como si el alto cuello de su camisa le estuviera asfixiando. En realidad, ateniéndose a las conversaciones de su padre, era como si nadie lo conociera. Ni siquiera él o el abuelo. La decisión que tomó veinticinco años atrás de ir a probar suerte a Ceilán había horrorizado a todos, y también provocado que hablaran de él lo menos posible con tal de no inducir a ningún Tremayne más a recorrer mundo en contra de los deseos del patriarca.
Presa de un impulso, Victoria dio un salto, extendió los brazos y giró sobre sí misma.
—¡Qué emocionante sería vivir en un harén!
—Más bien aburrido —repuso Grace reprimiendo las ganas de sumarse al baile. Victoria podía contagiar su estado de ánimo en ocasiones como esa. ¿Pero era apropiado que ella la siguiera? Había cumplido los dieciocho, así que ya era una persona adulta—. Te pasas el día tumbada entre cojines de seda escuchando toda suerte de historias sin la menor posibilidad de vivirlas, y como única compañía tienes a orondos eunucos que no paran de preguntarte con su voz de pito qué deseas. Por no hablar de las intrigas urdidas por las otras mujeres…
Grace comprobó horrorizada que su visión de la vida en un harén bien podía haber salido de una de las novelas baratas de Victoria.
—¡Pero mi marido sería un rico sultán que me colmaría de regalos y de atenciones, y yo sería su preferida!
Victoria seguía girando sobre sí misma. Lejos de marearse parecía cada vez más entregada a su danza.
—¿Y puede saberse de dónde has sacado eso? —inquirió Grace justo antes de saltar junto a ella.
—Todas las mañanas me miro al espejito, y es él quien me dice que soy lo bastante guapa como para ser la predilecta de un jeque.
—¿No crees que estás siendo un poco engreída?
—Sin duda, pero hay otras que también lo son. ¡Vamos, Grace, da vueltas conmigo, es como volar!
Grace dudó un instante. Qué más daba ser adulta o no. Con su hermana esas barreras no existían. Por un momento, jugó a tener catorce años como ella y empezó a girar sobre sí misma, cada vez más rápido, y su risa se mezcló con la de su hermana. Un suave mareo hizo que se le fuera la cabeza; al rato, le parecía estar volando.
—¡Señoritas!
El tono de reproche empleado por la señorita Giles hizo que se detuvieran en el acto. Pero les costaba quedarse en el sitio, así que entre tambaleos se abrazaron y cayeron juntas al suelo.
La gobernanta meneó la cabeza en un gesto de desaprobación.
—¡Deberían estar haciendo algo de provecho en lugar de semejantes tonterías! Su madre quiere saber si están listas para tomar el té.
Entre jadeos y risitas las dos hermanas se pusieron en pie.
—Por supuesto, señorita Giles —repuso Grace, que por un instante se había sentido libre de responsabilidades tras mucho tiempo—. ¿Tendría la bondad de sacarnos un par de vestidos de las maletas? A nuestra madre no le va a hacer ninguna gracia que tomemos el té con la ropa del viaje.
Sin dejar de sacudir la cabeza la gobernanta se acercó a un baúl y empezó a hurgar en él.
Los ruidos que entraban por las ventanas mantuvieron a Grace en vela toda la noche. El calor hacía imposible cerrarlas del todo. Al menos la brisa nocturna daba algo de tregua. Así que oyó el trinar de las aves nocturnas, los lejanos chillidos de los monos y el crujir de la maleza y la hierba. Harta ya de dar vueltas, se tumbó de espaldas y con los ojos abiertos como platos clavó la mirada en las cortinas, que bañadas por la luna habían adquirido una extraña palidez. El viento las mecía, como a los olvidados velos de la reina de las hadas. De cuando en cuando brillaba alguno de los bordados, tejidos en parte con hilo de oro. Cuando Grace lo descubrió y se lo dijo a Victoria, su hermana menor comentó: «Probablemente solo la reina tenga unas cortinas como estas».
De pronto Grace sintió el deseo de salir de la cama y asomarse a la ventana. Quizá hubiera animales exóticos recorriendo el jardín al abrigo de la noche. O serpientes. De camino no habían visto ninguna, pero en la ciudad sí, en la cesta de un joven encantador de serpientes. Se le encogieron los hombros al recordar cómo el muchacho había apaciguado y después hecho bailar a la cobra que, previamente, silbaba enfurecida. A lo mejor no era una mala idea llevar siempre a mano una flauta por si una cobra se cruzaba en su camino.
Llevó hasta la ventana un cojín y lo colocó sobre el alféizar. Este era muy bajo y pudo sentarse y contemplar gran parte del jardín.
Aunque nadie podía verla, Grace se tapó recatadamente las piernas flexionadas con el camisón y se quedó ensimismada mirando la luna, que parecía una enorme luciérnaga posada sobre la copa de los árboles.
En Inglaterra nunca había visto una luna así. Normalmente estaba rodeada de una neblina que anunciaba lluvia. En cambio, allí la luna era de un amarillo saturado, como un queso holandés y, a pesar de lo mucho que brillaba, la noche no perdía su tono violáceo.
De pronto algo oscuro salió de los árboles y remontó el vuelo. En un primer momento Grace pensó que era un pájaro, pero sus movimientos eran demasiado crispados.
Entonces cayó en la cuenta: ¡tenía que ser un murciélago! También en Tremayne House podían verse murciélagos en el crepúsculo, pero no eran ni la mitad de grandes. En aquel momento el estimulante escalofrío que solo sentía al leer historias de terror le recorrió la espalda. ¿Eran esos enormes murciélagos vampiros chupasangre? ¿O se trataba más bien de los zorros voladores que en la India cuelgan de los árboles en manada?
Grace se apuntó mentalmente contárselo a Victoria a la mañana siguiente. Le entusiasmaría la idea de capturar un zorro volador con tal de horrorizar a su madre.
Al bajar la mirada distinguió algo blanco que brillaba entre los lóbregos setos.
En un primer momento pensó que era una ilusión óptica, pero luego lo vio moverse. Victoria habría afirmado sin dudarlo que se trataba de un fantasma, aunque el sentido común de Grace reconoció enseguida que era una persona vestida con unos pantalones bombachos de color blanco.
Cuando la luna iluminó esa figura Grace abrió los ojos como platos. ¡Era un hombre! ¡Un hombre con el torso desnudo! Sin querer, contuvo el aliento. Nunca había visto a un hombre de esa guisa. Aunque las mejillas se le pusieron coloradas y la temible voz de la señorita Giles resonó en su mente, no pudo apartar la mirada.
El hombre, sin saberse observado, llevaba bajo el brazo un bulto alargado envuelto en un trapo blanco. Parecía evidente que regresaba de algún lugar ignoto.
Cuando Grace pudo volver a respirar, un rayo de luz iluminó el rostro del desconocido. El negro bigotillo y la perilla destacaban sobre una piel demasiado blanca para ser de tamil y demasiado oscura para ser de inglés. Estaba claro como el agua: ¡se trataba del joven señor Vikrama!
Tras ese instante en que se hizo reconocible, la sombra recuperó el anonimato, pero Grace, como electrizada y con los carrillos ardiendo, siguió con la vista clavada en él.
¿De dónde vendría? ¿Por qué llevaba esos ropajes que le daban aquel aire tan oriental? ¿Dónde estaban su camisa y sus zapatos? ¿Qué contendría el paquete que portaba?
De pronto tuvo la sensación de que iba a mirar hacia arriba y se ocultó rápidamente tras las cortinas. El corazón le palpitaba a tal velocidad que parecía que fuera a salírsele del pecho; su latido retumbaba en sus oídos a un volumen insoportable. En vano intentó escuchar el sonido de sus pasos. Aunque su cuerpo no hubiera reaccionado de aquella manera probablemente no los habría oído, pues la hierba amortiguaba las pisadas de aquellos pies descalzos.
Cuando al fin se atrevió a asomarse de nuevo por detrás de la cortina, Vikrama ya había desaparecido.
La inquietud se apoderó de ella. El impulso de atravesar la casa para comprobar si iba a cruzar el patio así vestido fue tan irrefrenable que, sin pensarlo, cruzó la habitación de puntillas.
La casa estaba sumida en el silencio salvo por el leve murmullo que se colaba por las muchas ventanas abiertas y por las puertas entornadas. Grace recorrió a toda velocidad el pasillo, pasó por delante de la habitación de la señorita Giles, que roncaba plácidamente, y al fin llegó al pie de la escalera. Sin cejar en su empeño, clavó la mirada en el patio. ¿Estaría allí la mancha blanca?
No, solo se veía la fuente bañada por la luz de la luna. Detrás se erigía como una masa oscura el establo, y más allá el edificio de la administración. ¿Habría pasado ya Vikrama o se habría ido por otro camino?
Grace permaneció un rato asomada a la ventana del recibidor. El corazón le seguía latiendo a un ritmo desaforado. Su padre tenía un empleado que hacía cosas raras por las noches. ¿Debía contárselo?
No, mejor será no decir nada, pensó. No hasta que averigüe qué está pasando.
Al volverse reparó en las dos divinidades danzantes. Por primera vez se fijó en que ambas portaban en la mano derecha una pequeña espada o un puñal y flores en la izquierda. Sus pantalones eran parecidos a los de Vikrama. Entonces recordó las palabras del señor Cahill. ¿Era Vikrama hinduísta? ¿Vendría de celebrar alguna ceremonia sagrada? ¿Algún tipo de rito prohibido? ¿Por qué si no había desaparecido con tal celeridad?
Ardía en deseos de averiguarlo. Quizá deba empezar por observar un poco a Vikrama durante el día, pensó. Con esas cavilaciones regresó a su habitación. Antes de meterse en la cama no pudo evitar volver a asomarse a la ventana, pero esta vez no vio a ningún noctámbulo.
Tras conseguir dormirse en algún momento, llegada ya el alba a Grace le despertaron los gritos de los loros. Como no quería seguir acostada se deslizó hasta la palangana y se quitó el camisón. El agua se había mantenido agradablemente tibia durante toda la noche. Justo cuando hundió las manos dentro una mariposa se posó en el borde de porcelana como si no hubiera otro lugar el mundo donde estar. Grace se quedó quieta por miedo a mojar al animal sin querer. El señor Morris solía decir que el agua daña sus alas, y que por eso las cierran en cuanto se pone a llover.
Sin embargo, al animal no parecía asustarle el agua. De vez en cuando abría y cerraba las alas azules y negras. Se trataba de un hermoso ejemplar que habría hecho las delicias de cualquier entomólogo, y también de Victoria. Pero Grace no quiso condenar a la mariposa a una muerte segura, lo que ocurriría si despertaba a su hermana. Mientras el agua le acariciaba los antebrazos, observó a la mariposa hasta que finalmente el animal decidió levantar el vuelo. Grace la vio marcharse fascinada, presa de un extraño hechizo que jamás habría esperado vivir en ese lugar.
Tras su aseo matutino, Grace se sentó en la ventana y contempló la niebla que cubría la plantación como una manta. La luz de la mañana la dotaba de un tono azul pastel imposible de ver en Inglaterra. Ningún baile londinense ni ninguno de sus preciosos vestidos podía brindarle la sensación que la embargaba ante aquella vista. Sentía paz, sosiego y cierta seguridad; cosas que rara vez había experimentado en casa de sus padres y a las que tampoco había dado demasiada importancia.
Solo cuando la niebla cedió ante la luz del sol y Victoria empezó a moverse, Grace se apartó de la ventana. Estaba firmemente decidida a dejar de añorar el esplendor perdido y a buscar las nuevas maravillas que ese lugar podía ofrecerle, empezando por disfrutar las deliciosas horas de la mañana.
—¡Después del desayuno podemos ir al jardín y mirar por la ventana del despacho de papá! —propuso Grace a su aún adormilada hermana mientras le cepillaba el pelo.
—¿Y para qué? —repuso Victoria con desgana—. Preferiría ir a atrapar loros.
—Para eso necesitas una red.
—Seguro que por ahí habrá alguien que pueda hacernos una —afirmó Victoria frotándose los ojos.
—Aún en el caso de que consigas una, necesitas saber dónde encontrar los mejores ejemplares.
—Me conformo con atrapar uno de esos azules tan bonitos.
Grace miró el reflejo de su hermana en el espejo y arqueó una ceja, igual que hacía su padre cuando quería hacerle dudar de algo.
—¿De veras? ¡Eso lo dices porque no sabes si hay otros loros! ¿Y si los hay de color violeta?
—No me gusta el violeta —refunfuñó Victoria—. Si así fuera, me habría comprado una amatista en Chatham Street —añadió, señalando el supuesto zafiro que había colocado delante del retrato enmarcado de Oscar, su perrito muerto.
—Pero el rojo y el naranja sí que te gustan —dijo Grace mientras acababa de hacerle la trenza—. Puede que hasta los haya de los colores del arcoíris.
—¿Tú crees? —dijo Victoria con un brillo de curiosidad en los ojos.
—¡Pues claro! ¡Ya verás lo que va a lucir junto a tu loro azul en la pajarera!
—¿Pajarera? ¿Pero los loros no se tienen en jaulas?
—Sí, pero en una pajarera puedes tener más de uno. Y además así no podrán deslizarse entre los barrotes. —De pronto Grace recordó algo que casi había olvidado—. Por cierto, aquí también hay zorros voladores. El señor Norris te ha hablado de ellos, ¿verdad?
Los ojos de Victoria volvieron a brillar.
—¡Zorros voladores! ¡Claro que me habló de ellos! ¡Un montón! Viven en los árboles, a la espera de caer sobre sus víctimas desprevenidas…
—¡Pero si por el día duermen!
—¡Ya lo sé! Pero por la noche caen sobre sus víctimas. —Ante los gestos teatrales con los que Victoria subrayaba sus palabras, Grace tuvo que reprimir una carcajada.
—De acuerdo, demos un paseo. Y luego podrás fisgar en el despacho de papá cuanto quieras.
—¡Gracias, hermanita! ¡No te arrepentirás!
Satisfecha y sonriente, Grace empezó a recogerle la trenza en la nuca a su hermana. En realidad podía haber prescindido de la compañía de Victoria, pero la necesitaba como coartada. En el caso de que alguien la descubriera, podría alegar que estaba paseando por el jardín con su hermana y que sin querer habían ido a parar al lugar donde su padre se reunía con el joven.
Al recordar su imagen sintió un extraño cosquilleo en la tripa. Desde que se había levantado había recapitulado la escena una y otra vez, recordando nuevos detalles. La turgencia de sus músculos, esas pantorrillas tan fuertes, el cabello negro y alborotado coronando su cabeza…
—¿Por qué te has puesto colorada tan de repente? —preguntó Victoria arrancándola de su ensoñación—. ¿Has tenido algún pensamiento impuro?
A veces Grace se asustaba de lo bien que la conocía su hermana; era como un libro abierto para ella.
—¡Por supuesto que no! —negó Grace bajando la mirada para que Victoria no le preguntara si se trataba de algún hombre—. Y ahora haz el favor de estarte quieta para que pueda recogerte la trenza.
El desayuno se celebró según la tradición familiar en el comedor que las hermanas habían visto la tarde anterior. Solo en caso de enfermedad y de que la velada se hubiera alargado hasta altas horas se servía en las habitaciones. Henry Tremayne le daba mucha importancia a pasar un rato con los suyos por la mañana, pues normalmente el trabajo y las obligaciones le ocupaban el resto del día y en el mejor de los casos volvía para la cena.
La estancia había abandonado el aire impersonal que tenía el día anterior. Ahora la mesa estaba decorada con flores blancas y naranjas, y la vajilla brillaba impoluta.
—Salta a la vista que mamá ha empezado a instalarse —señaló jovial Victoria.
—Y también que le ha ordenado al señor Wilkes que meta en cintura a las doncellas —añadió Grace. Como si hubiera oído su nombre a lo lejos, el mayordomo apareció de pronto tras ellas.
—Buenos días, señorita Grace. Buenos días, señorita Victoria. Se han levantado muy pronto. Espero que hayan pasado una buena noche.
—Ha sido un tanto agitada —dijo Grace mientras se acercaba a su sitio. El señor Wilkes la siguió y apartó la butaca para que pudiera sentarse—. Aunque supongo que es lo normal con estas temperaturas, ¿verdad?
—Tiene usted toda la razón, señorita —corroboró Wilkes antes de volverse hacia Victoria para ayudarle a sentarse.
—¿Qué tal ha dormido usted, señor Wilkes? —preguntó Victoria haciéndose la ingenua, aunque Grace sabía perfectamente que le encantaba descolocar al correcto mayordomo, pues no era ni mucho menos habitual que los señores se interesaran por el estado del servicio.
—Estupendamente, señorita Victoria —repuso el mayordomo tras una breve pausa. Luego se giró hacia Grace.
—¿Qué desean que les traiga?
—Un chocolate no estaría mal. ¿Tú qué dices, Victoria? Puede que así pasen mejor los cereales y la tostada.
—Oh, sí, chocolate, señor Wilkes —se sumó Victoria dando palmas.
Visiblemente contento por no tener que seguir contestando preguntas personales, el mayordomo abandonó el comedor.
Esa mañana Henry Tremayne se sentó a la mesa con aire de tener una dura jornada por delante. Claudia parecía agotada; mientras Victoria se tomaba a cucharadas el chocolate y Grace miraba la taza fijamente abstraída en sus asuntos, aprovechó para quejarse del calor que hacía en su dormitorio y de ese aire denso que podía cortarse con un cuchillo. De seguir así unos cuantos días acabaría teniendo migraña.
El desayuno que había preparado la rápida cocinera estaba compuesto de abundante fruta exótica, unos pastelillos y yogur.
En vano, Grace y Victoria buscaron los cereales por toda la mesa. Lo mismo le pasó a Henry mientras hojeaba un periódico que Wilkes le había proporcionado la tarde anterior.
—Extrañas costumbres ha implantado Richard en esta casa. Habrá que decirle a la cocinera que a partir de ahora se atenga a nuestros hábitos alimenticios.
—Pues a mí me parece que los mangos no están tan mal —dijo Victoria sin dejar de sorber, lo que provocó que su madre la taladrara con la mirada.
—Puede que esto sea un buen almuerzo para la gente de aquí, pero nuestros estómagos no están preparados para tanta novedad. Quién sabe qué clase de fruta es esta.
Grace miró a Victoria justo para verla entornar los ojos y decir:
—¡Mamá, haz el favor de probarlos, pero si son muy dulces! Además, ¡cómo iba a querer el servicio matar a sus señores!
Claudia resopló como si opinara lo contrario, pero luego se dejó llevar y probó uno de esos extraños pasteles.
Después del desayuno Grace y Victoria se retiraron antes de que apareciera por allí la señorita Giles; probablemente estaría soñando con el señor Norris. Como su padre aún no estaba en el despacho y todavía faltaba tiempo para que volviera, las hermanas desaparecieron por un pasillo hasta ese momento inexplorado.
—¿De veras crees que no nos encontrará aquí? —susurró Victoria sin dejar de mirar por encima del hombro, como si fueran un par de espías a la fuga.
—Segurísimo que no. Aún no hemos visto esta parte de la casa, y ya sabes lo miedosa que es.
—Ya, pero pensé que fingía serlo solo para que el señor Norris la protegiera…
—Créeme, aquí no nos encontrará.
Y en media hora el señor Vikrama vendrá a ver a papá, pensó para sus adentros.
Mientras avanzaba, Grace tuvo que admitir que incluso ella sentía algo de miedo. Las habitaciones que utilizaban estaban remozadas y tenían un aspecto diáfano, pero había otras que estaban igual que el día en que su misterioso tío Richard sufrió el trágico percance.
—Quizá nos encontremos con el fantasma de nuestro tío —susurró oportunamente Victoria.
—¡Qué disparate! ¡Los fantasmas no existen! —replicó Grace, a pesar de que el murmullo del viento parecía decir lo contrario.
Después de pasar por delante de dos puertas sin intentar abrirlas, la curiosidad acabó venciendo.
Con mucho cuidado empujaron una puerta alta de madera oscura decorada con marquetería. Ante sus atónitos ojos se extendió lo que tenía aspecto de ser el cuarto de estar del señor de la casa. Los sillones y el sofá de debajo de la ventana estaban cubiertos con sábanas blancas, al igual que las dos enormes vitrinas y el escritorio. También había una mesa de billar, un piano y un globo terráqueo que curiosamente era el único objeto que no estaba cubierto, como si aún se precisaran sus servicios.
—¿No te parece extraño que esta casa no tuviera una señora? —preguntó Victoria mientras deslizaba la mano por el piano, cuya tapa estaba un poco descolgada—. Que yo sepa el tío Richard nunca se casó, ¿no?
—Ayer le atribuías un harén y ahora me vienes con estas —replicó Grace sarcástica.
—Era una broma. A pesar de ser la oveja negra de la familia, no creo que cayera tan bajo… ¿Verdad?
Grace negó con la cabeza mientras observaba el espléndido globo terráqueo. Debía de ser bastante antiguo, pues Ceilán figuraba como una colonia holandesa.
—Puede que no encontrara una mujer que le gustara. Ya conoces las historias de papá. Su hermano era bastante caprichoso.
—Quizá tuvo una amante que no era de su posición social.
Grace se incorporó bruscamente.
—¡De dónde te has sacado eso! —exclamó.
—¿Y por qué no? Muchos hombres acaudalados se enamoran de mujeres de baja estofa.
—Pero el tío Richard no. Solo pensaba en el trabajo, ni siquiera tenía tiempo para su familia.
—Pues no parece que fuera reacio a los placeres —dijo Victoria en un alarde de precocidad señalando al armatoste con pinta de mesa, o de sarcófago, que se escondía bajo la sábana—. ¡Por qué si no iba a tener una mesa de billar!
Antes de que a Grace le diera tiempo a detenerla ya la había destapado. Un objeto como aquel era imposible de encontrar en Tremayne House, ya que el señor Tremayne consideraba que semejantes entretenimientos eran más propios de pubs y de burdeles. Cuando en su club veía a alguien jugar al billar no tenía más remedio que hacer la vista gorda.
Con una exclamación de asombro, Victoria pasó la mano por el tapete verde que cubría la mesa. La cantidad de arañazos dejaban claro que había tenido mucho uso. De las pesadas bolas y de los tacos no había ni rastro.
—¡Deberíamos jugar una partida! ¡Quién sabe, puede que sea lo nuestro! —propuso Victoria.
—¿Y con qué se supone que vamos jugar? —dijo Grace señalando la mesa vacía.
—Seguro que las bolas están en algún armario. Voy a echar un vistazo.
—¡Victoria! —la reprendió Grace, pero Victoria empezó a abrir una puerta tras otra como si nada. Sabiendo que si intentaba detenerla peligraba su paseo juntas, Grace optó por dejarla hacer y se acercó a una pequeña cómoda que había junto a la ventana. Daba la impresión de que aquel no era su sitio, como si hubiera ocupado otro lugar y luego la hubieran desplazado allí. Que no estuviera tapada también era un indicio de que esa cómoda había estado en otro lugar.
Con el rabillo del ojo Grace vio movimiento y se volvió hacia la ventana. La espalda del señor Vikrama se estaba alejando. La investigación en torno a la cómoda tendría que esperar.
—Tenemos que irnos —dijo Grace mientras un ardor le recorría por dentro y la impaciencia se apoderaba de ella.
—Pero… ¿por qué? —Victoria alargó esas palabras como un niño que no tiene ganas de abandonar el cuarto de juegos.
—Porque la visita de papá ya está aquí. El joven de ayer, el capataz.
—¿Por eso quieres husmear por la ventana?
Acorralada, Grace tomó aire y afortunadamente recordó los argumentos que había estado rumiando durante la noche.
—Por él y por lo que vaya a decir. ¿No oíste cuando le dijo a papá algo sobre cómo llevar el cultivo de té? Creo que debemos escuchar lo que digan. Para mí, que nos vamos a tirar aquí una buena temporada.
Sin decir palabra, Victoria esbozó una amplia sonrisa cuando abandonaron el cuarto y se dirigieron hacia la entrada principal.
—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo Grace, a quien los dientes de conejo de su hermana le sentaron como si le hubieran clavado un alfiler en el brazo.
—Nada —repuso Victoria con fingida inocencia.