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VANNATTUPPŪCCI, 1887

Inspirada por la visión del loro, Victoria se pasaba el día con un bloc en la mano presta a plasmar en el papel todas las impresiones que el entorno pudiera brindarle. Y a eso se unió que los animales parecían conspirar para que la niña no tuviera que pasar mucho tiempo fuera para verlos, pues aparecían ante ella a menudo, de modo que Victoria no tardó en hacerse con una bonita colección de dibujos de loros, mariposas y otros insectos. Solo el zorro volador se resistía a ser inmortalizado.

—¿No puedes preguntarle al señor Vikrama dónde encontrar un zorro volador? —preguntó Victoria tras intentar por enésima vez dar con el esquivo animal.

Grace asintió, no sin notar que la sola mención de su nombre hacía que la sangre se le subiera a las mejillas. No sabía por qué, pero siempre que veía al capataz se apoderaba de ella una inquietud que no alcanzaba a explicarse. Él siempre se mostraba amable y complaciente con ella, y no caía en la babosería de Dean Stockton. En cambio, cuando se lo encontraba, ella tenía la sensación de ir mal vestida, mal peinada o de comportarse como una mocosa. ¿Qué diantres le pasaba?

Cuando el señor Norris llegó, los paseos matutinos tocaron a su fin. Victoria empezó a recibir clases diariamente, mientras que Grace fue condenada a echar una mano a la señorita Giles con la ropa, que con el trasiego del viaje necesitaba un buen repaso.

Cuando se hartaba de tanta tarea doméstica solía colarse en la habitación donde Victoria recibía las clases de botánica del señor Norris; una materia en la que no era especialmente ducho, pero que probablemente se veía obligado a impartir por el empeño de su padre en que la menor de sus hijas se familiarizara con la fauna y la flora locales.

Lo cierto era que Grace envidiaba un poco a su hermana por estar aún en edad de ir a la escuela y no tener que ocuparse de la casa. Especialmente, una mañana en la que el profesor particular de los Tremayne hablaba de las flores autóctonas.

—El arbusto que tiene a la entrada aquí se llama frangipani, en latín plumeria. Los hay de distintos colores y formas, aunque predominan los de flor amarilla y roja. Este arbusto, de la familia de las apocináceas, crece en toda la península del Indostán.

—¿Lo hay también de flor azul? —preguntó Victoria tras apuntarlo todo en su cuaderno.

—He de confesarle que no lo sé, pero quién sabe, puede que Dios también haya querido darle a esta planta ese color. —El señor Norris se quitó sus gafitas redondas y las dejó sobre la mesa—. Puede que usted o su hermana encuentren algún ejemplar azul en uno de sus paseos.

Al volverse, Victoria pilló in fraganti a Grace. Un gesto de incredulidad se dibujó en el rostro de la menor al ver a su hermana en clase pudiendo hacer cualquier otra cosa.

—Solo quería escuchar un ratito —dijo Grace algo apurada. Aunque hacía tres años que ya no recibía clases, de pronto adoptó las formas de una alumna respetuosa con su profesor—. Disculpe la intromisión.

El señor Norris sonrió de oreja a oreja.

—Mis alumnos no dejan de sorprenderme —musitó Norris como si hablara solo—. Cuando le daba clases quería huir a toda costa de mis garras. Y ahora que ha abandonado el pupitre para siempre, vuelve por su propio pie a mi humilde rincón.

—Es que antes no solía hablar de plantas y animales exóticos —repuso Grace.

—Eso es cierto. Y he de admitir que aunque me inclino más por lo mineral, la naturaleza de este lugar me tiene subyugado. —Tras una breve pausa volvió a ponerse las gafas—. Si usted lo desea y se lo permiten sus obligaciones, por mí no hay inconveniente en que asista a mis clases. Queda exenta del gravoso dictado, por supuesto.

—Doy por hecho que yo no me libro del dictado, ¿verdad, señor Norris? —dijo Victoria con cara de circunstancias.

—Por supuesto que no —aseveró Norris con gesto serio—. La señorita Grace ya acabó la escuela, y seguramente no podrá venir siempre. Un día de estos se casará y tendrá que fundar su propio hogar. Para que usted también lleve a buen puerto semejante empresa cuando tenga edad para ello, señorita Victoria, hemos de seguir avanzando en nuestras clases. La semana que viene sin ir más lejos tendrá que escribirme una redacción.

Victoria soltó un largo suspiro y clavó la mirada en su cuaderno.

Mientras el señor Norris exponía las bondades del cocotero, Grace se distrajo mirando un poco por la ventana. Justo en ese momento vio pasar al señor Vikrama, que probablemente iba a los galpones de secado a comprobar que todo estuviera en orden. Grace recordó lo que le había contado acerca de las cosechas del té. ¿Sabría esas cosas el señor Norris?

Al contrario que la pasada noche, Vikrama vestía como un inglés: pantalones marrones metidos en unas botas de caña alta, chaleco y camisa beis de manga corta. La caja que llevaba bajo el brazo parecía importante.

Siempre está yendo a alguna parte, pero ¿adónde?, se preguntaba. De buena gana habría salido corriendo tras él para preguntárselo. Reprimió el impulso y observó las palmeras lejanas, mientras la voz del profesor caía sobre ella como una lluvia de verano.

La época del monzón trajo consigo días grises, lluvia constante y un poco de frío que propiamente no podía llamarse así, pues las temperaturas, a pesar de bajar algunos grados, se mantenían por encima de las del verano inglés.

Como no podían salir de casa, a Grace y a Victoria se les hacían los días eternos, en especial a esta última. No es que las clases le parecieran una pérdida de tiempo, pero echaba terriblemente en falta la distracción de los paseos vespertinos.

La mayor parte del tiempo libre lo pasaban ambas hermanas en el jardín de invierno, donde habían instalado sus caballetes. En apenas unos segundos el aire fresco de la lluvia quedaba solapado por el olor a óleo, trementina e imprimación.

—¿Te acuerdas de aquella vez en el lago? —dijo Victoria mientras pasaba el pincel por el ala azul de un loro.

—¿Te refieres al día en que nos pintaron? —preguntó Grace mientras empezaba a pintar de rosa pálido la rama de un franchipán.

—Sí —respondió Victoria entusiasmada—. ¡Qué época tan bonita! Volvíamos loco al pobre pintor mientras él intentaba plasmarnos en el lienzo.

—No sé cómo puedes acordarte —repuso Grace asombrada. Incluso para ella aquella tarde en el lago era un recuerdo borroso. Entonces tenía nueve años, y le costó horrores quedarse quietecita como pedía el pintor. Al final, y a pesar de las reprimendas de su madre, no tuvo más remedio que levantarse y caminar un rato porque se le habían quedado dormidas las piernas de tanto estar sentada en aquella orilla plagada de moscas.

—¡Pero si ya tenía cinco años! —protestó Victoria—. Recuerdo incluso cosas que hice a los cuatro.

—¿Como por ejemplo? —preguntó Grace ocultándose tras el caballete para que su hermana no la viera sonreír. Aunque no era propio de sus dieciocho años, le encantaba hacer rabiar a Victoria.

—¡Como cuando papá me levantó en brazos para que pusiera el ángel en la punta del árbol de Navidad! ¡Y qué me dices de cuando nos perdimos en el bosque en pleno invierno porque no recordabas el camino de vuelta!

Grace resopló por el tono de reproche de su hermana.

—Tuvieron que venir a rescatarnos. ¿Cuánto tiempo vas a estar recordándome esa historia, hermanita?

—¡Hasta que dejes de dudar de mis recuerdos de infancia!

De pronto Victoria abrió los ojos como platos y dejó el pincel sobre su paleta repleta de distintos tonos de azul.

—¿Puede saberse qué sucede ahora? —dijo Grace preparándose para una de las bromas de Victoria.

—Parece que al señor Vikrama le interesa el arte moderno.

Cuando Grace se volvió, él dio un paso atrás. Era evidente que llevaba un rato observándolas. Victoria lo saludó con la mano. Él le devolvió el saludo, hizo lo propio con Grace bajando levemente la cabeza y se fue. Grace se quedó tiesa como un palo. ¿Por qué no podía girarse y volver a concentrarse en el cuadro? ¿Por qué no podía dejar de mirar el trozo de jardín donde la huella de sus botas desaparecía lentamente?

Esa noche Vikrama no hizo acto de presencia. Con el aguacero que estaba cayendo, que sonaba como si un fantasma tamborileara con la punta de los dedos sobre el tejado y las copas de los árboles, lo que fuera que hiciese por las noches se antojaba irrealizable. Grace se lamentó por ello; se había acostumbrado a verlo pasar a esas horas intempestivas, y su curiosidad iba en aumento cada vez que lo veía meterse entre los arbustos y reaparecer al cabo de un rato.

Después de una semana pasada por agua, la lluvia dio una tregua y el patio se secó lo suficiente como para no hundirse en el barro hasta las rodillas. Grace se atrevió a cruzarlo e ir a los galpones del té. Aunque las parrillas de secado estaban vacías, encontró a Vikrama comprobando la estabilidad de las construcciones. Tras la temporada de lluvias enseguida llegaba la cosecha, así que el capataz no tenía demasiado tiempo para reparar los daños y organizarlo todo.

—¡Señorita Grace! —exclamó sorprendido al verla—. Si necesitaba mis servicios podía haber mandado a una sirvienta.

—Estoy aquí porque quiero hacerle una pregunta. Además, la casa se me estaba cayendo encima. En Inglaterra ni en sueños habría pensado que un día me moriría por salir un rato fuera.

Vikrama sonrió, pero no dejó de trabajar.

—Su patria debe de ser fría y húmeda. Aquí también tenemos humedad para dar y tomar, pero la temperatura es mucho más agradable. Hágame caso y levántese antes los próximos días. Así podrá ver cómo la montaña y los campos de té sueltan vapor por el calor del sol. A la luz del alba es un espectáculo incomparable.

—Ya he tenido el placer de contemplarlo —repuso Grace para, acto seguido, enmudecer. ¿Se atrevería? ¿Cuándo volvería a tener una oportunidad para preguntárselo?—. Le he visto vagar por el jardín de noche —dijo al fin con el corazón a cien—. Al menos me pareció que era usted.

Vikrama se puso tenso. Todos los músculos de su cuerpo se contrajeron, y sus rasgos se endurecieron.

—¿Adónde va a esas horas con ese extraño atuendo?

—No sé a qué se refiere, señorita.

Entonces Grace intuyó que habría sido mejor callarse. Lo que Vikrama hiciera por las noches no era asunto suyo. Sabía que su empleado era hinduista. Tenía que haber supuesto que, tratándose posiblemente de algún ritual sacro, sería un tema delicado. Lo que tengo que hacer antes de nada es informarme bien sobre las creencias de los nativos. Grace retrocedió carraspeando. No quería empeorar aún más las cosas.

—Creo que lo mejor es que me vaya.

—Señorita Grace, yo…

Pero Grace ya había emprendido el camino de vuelta a casa como alma que lleva el diablo.

La explicación que ella misma se había dado le parecía plausible, pero aun así Grace no paraba de dar vueltas en la cama. En cuanto cerraba los ojos aparecía ante ella el rostro de Vikrama. Parecía furioso, aunque también un poco asustado, como si temiera ser descubierto. Como hija del dueño podía haberle exigido que desvelara su secreto. Si hubiera sido preciso, incluso podía haberlo amenazado con denunciar sus oscuras prácticas. Pero no quiso llegar tan lejos, y ahora se alegraba de no haberlo hecho. Si no, no se atrevería a volver a mirar a Vikrama a la cara, y además el incidente podía costarle el puesto. Había visto las condiciones en que vivía el común de los mortales en esas tierras, y no iba a ser ella quien pusiera en apuros a ese hombre.

En cualquier caso la curiosidad por saber en qué consistía esa supuesta ceremonia sagrada había estado aguijoneándola durante todo el día, así que, con el mayor de los sigilos para no despertar a Victoria, Grace se levantó y se deslizó hasta el alféizar de la ventana.

No me va a quedar más remedio que seguirlo a escondidas.

Grace calculaba las posibilidades de perseguir a su capataz sin ser vista mientras observaba como hipnotizada el trozo de hierba frente a los arbustos donde tenía lugar el misterioso ritual nocturno. Pero esa noche Vikrama no apareció. La sombra de un loro fue la única presencia en la pradera iluminada por la luna.

Pasado un rato, cejó en su empeño de mirar por la ventana. Volvió a la cama y echó a un lado la sábana, que le pesaba como una manta. Sintió un peso enorme en el corazón. Ahora que sabe que lo he visto, seguro que ha encontrado otro camino para llegar a su lugar secreto…