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COLOMBO, 1887

—¡M ira lo que tengo! —Victoria le tendió a su hermana un librito encuadernado en azul y verde sobre el cual se leía en letras de color azul: «Guía de viajeros a Colombo». Sus ojos azules brillaban como el cielo despejado del puerto, sobre el cual tenían una buena vista desde su habitación en el Grand Oriental.

—¿Una guía de viaje? —preguntó Grace, la hija mayor de Henry Tremayne, mientras inspeccionaba el libro. Una cenefa de flores estilizadas rodeaba la modesta tapa del volumen, que mostraba la misma inscripción en la cubierta y en la contraportada.

—¡Por una rupia! —anunció Victoria con orgullo, mientras apretaba la guía contra su pecho como si fuera una valiosa joya.

—Papá te deja sola en la ciudad con Wilkes, ¡y tú vas y compras una guía! —Grace sacudió la cabeza en señal de reproche y se recostó en el amplio antepecho de la ventana del hotel, desde el cual se veía todo el puerto.

—¡Nos va a hacer falta! —se defendía Victoria con un mohín—. Estamos en un país extranjero. ¿Cómo vamos a saber adónde ir sin ayuda?

Prefiero no ir a ningún sitio, casi se le escapa a Grace, pero se tragó sus palabras en el último momento. Aunque no compartía el entusiasmo de su hermana, no quería estropearle la diversión. ¡Ya era bastante malo que las hubieran dejado aparcadas en el hotel como si fueran maletas!

Mientras su hermana pequeña se sumergía en la lectura, Grace paseó la mirada con un suspiro por el mar de un azul profundo que había más allá de la ventana, sobre el cual se mecían barcazas típicas de Oriente y sampanes, que parecían de una época pasada y olvidada, junto a modernos barcos de vapor.

A esa hora, los embarcaderos bullían de actividad. Entre marineros de todas las naciones circulaban los nativos, vestidos con simples pantalones blancos o envueltos en suntuosos trajes amarillos y rojos. Muchos hombres se tocaban los turbantes que les cubrían la cabeza, y algunos llevaban un punto rojo pintado en medio de la frente.

Grace se fijó en dos mujeres que cruzaban la calle. Sus saris, de color turquesa y fucsia, ejercían un fuerte contraste sobre sus pieles doradas y sus cabellos negros. Atraían la atención de muchos hombres de todas las nacionalidades.

Grace tuvo que admitir que la estampa que ofrecía el puerto era mucho más atractiva que cualquier cosa que hubiera podido ver en el gris y triste Londres. Pero por monótono que fuera y por muy cubierto de niebla que estuviera, allí había dejado a todas sus amigas. Seguro que Eliza y Alyson estaban enfrascadas en la elección de sus vestidos para el baile de puesta de largo, pensó con tristeza. La fecha que llevaba meses esperando se acercaba, pero en lugar de estar preparándose para el baile y la temporada a la que daría comienzo, se encontraba en el otro confín del mundo, bajo un calor abrasador y un hedor a pescado. El debut frente a la reina Victoria había sido postergado «hasta que papá ponga la plantación en orden», en palabras de su madre.

Pero Grace sabía la verdad. Aunque, oficialmente, pesaba sobre el asunto un manto de silencio, no era ningún secreto que la familia tenía problemas que solo se resolverían gracias a la plantación. La antigua propiedad familiar en Escocia era un agujero sin fondo en las finanzas de los Tremayne, y mantener la casa de Londres también costaba dinero.

Hacía tiempo que su padre no hablaba del difunto tío Richard —así como no se hablaba del estado de las finanzas de la familia, tampoco se hablaba de él—, incluso se negaba que Richard fuera el más próspero de los dos hermanos. La plantación no necesitaba que la pusieran en marcha, ya funcionaba perfectamente, o eso había leído Grace en un escrito que encontró en el despacho de su padre y leyó sin permiso. Y las circunstancias de la muerte de su tío…

—¡Mira! —exclamó Victoria dando palmas como si tuviera tres años en lugar de trece—. ¡Hay un mapa! Y está señalado el manicomio.

—¿Manicomio? —repitió Grace con sorpresa.

—Uno de los monumentos de los que habla la guía. Dice que es un edificio muy nuevo y que merece la pena visitarlo. —Victoria dobló el mapa de nuevo y hojeó el librito hasta encontrar la página correspondiente, de la que leyó—: «El nuevo manicomio, una institución benéfica mantenida por el Gobierno, fue una fuente continua de problemas para la colonia durante muchos años. El presupuesto de seiscientas mil rupias para su construcción parecía excesivo e innecesario, por lo que los planos originales tuvieron que modificarse. El edificio puede alojar a cuatrocientos enfermos y es uno de los más grandes del lugar. Todo esto gracias al gobernador sir James R. Longden».

—Manicomios también pueden verse en Inglaterra —dijo Grace, lacónica—. Hace un par de meses no tenías tanto interés por las «instituciones benéficas».

—Porque si le hubiera propuesto a mamá ir a visitar uno le habría dado un ataque —replicó su hermana sin inmutarse.

—También le va a dar ahora.

—¡Pues por eso te lo cuento a ti, y no a ella! —exclamó su hermana indignada.

—Tal vez sería mejor que fueras a visitar una iglesia o un templo. Ahí seguro que mamá te deja ir.

—Las iglesias son aburridas, pero seguro que aquí los templos son muy bonitos. —Victoria volvió a hojear la guía. Al poco encontró algo.

—¡Mira, esto también te interesará a ti! —Le puso a su hermana el libro bajo la nariz, no dejándole otra alternativa que leerlo.

—«El jardín de canela» —leyó Grace—. Dice que justo al lado hay un museo, así que mamá no tendrá que preocuparse por nuestra formación espiritual.

Grace iba a desdeñar también esa propuesta, pero tenía que admitir que el jardín de canela había despertado su interés. Adoraba esa especia, que su cocinera, la señora Haynes, añadía a menudo a los pasteles y tartas.

Victoria pareció percibir que su resistencia se quebraba, porque continuó:

—En el jardín de canela se puede ver cómo cortan y secan las cortezas de canela de los árboles. Si vamos, puede que incluso podamos llevarnos un poco. Seguro que en el barco echabas de menos tu leche con canela.

—¡Y cómo! —Grace cerró los ojos con nostalgia mientras se perdía en el recuerdo del sabor. Por desgracia, la señora Haynes se había quedado en Inglaterra, y allí tendrían que acostumbrarse a la cocinera de su tío. Pero tal vez también supiera utilizar la canela y se dejara convencer para endulzarle la añoranza con ella.

De niña le chiflaba, y había querido averiguar todo lo que pudiera saberse sobre la canela. Su padre había evitado sus preguntas con amabilidad, pero también con decisión, y su madre se había defendido excusándose por su ignorancia. Solo la cocinera, a quien Grace visitaba a menudo de forma clandestina, le transmitió parte de sus conocimientos:

«La canela proviene de la India y de Indonesia», le contó. «La gente que la recoge es tan negra como los negros del señor Plummer», dijo refiriéndose a los criados africanos del conde de Waxford provenientes de América.

A partir de entonces, Grace había pasado muchas noches en vela imaginando el país en el que aquellas personas negras recolectaban la deliciosa canela. Cuando supo que iban a mudarse a Ceilán, hacía tiempo que había olvidado aquellas historias, pero ahora, gracias a la guía de su hermana, habían vuelto a la vida, y parecían suavizar un poco el calor y el aburrimiento.

—¿Entonces vamos a ir al jardín de canela? —insistía Victoria.

—Ni siquiera sabemos cuánto tiempo nos quedaremos en Colombo —contestó Grace devolviéndole la guía a su hermana—. La plantación del tío Richard está cerca del Pico de Adán. Eso está lejos de aquí.

—¡Pero si por lo visto vamos a echar raíces aquí! —replicó Victoria, señalando, furiosa, el edificio del director del puerto—. Parece que papá quiere quedarse a vivir. Si hubiéramos parado un rickshaw, ya estaríamos en el jardín de canela. No, ya habríamos vuelto de visitar el museo.

—No seas tonta —le riñó Grace negando con la cabeza—. Si mañana aún estamos aquí, yo misma le pediré permiso a mamá. No tendrá nada en contra del jardín de canela, creo.

—¡Por Dios, cuánto va a durar esto! —le preguntaba mientras tanto Claudia Tremayne a Wilkes, su mayordomo, mientras, por la ventana, miraba llena de indignación el edificio en el que su esposo había desaparecido dos horas antes. Ya que el director del puerto tenía que inspeccionar sus papeles, Henry había querido aprovechar la oportunidad de encontrarse con el señor Cahill, el abogado de su hermano.

—Seguro que volverá enseguida, señora —replicó Martin Wilkes, quien, a sus cincuenta años, seguía soltero y prácticamente formaba parte del inventario como las maletas.

—¡Eso lo dice usted, Wilkes! Pero ya conoce al señor Tremayne. —Claudia, que en sus accesos de ira siempre sacaba su acento escocés, lanzó una mirada a la puerta que unía la habitación con la de sus hijas. Las dos estaban inclinadas sobre un libro que Victoria había comprado cuando acompañó a Wilkes a la oficina portuaria.

Con melancolía, comprobó que Grace era una versión rejuvenecida de su madre, a quien recordaba bien a pesar de que murió cuando era pequeña. Claudia siempre había admirado a Bella Avery por su cabello rojizo dorado, su tez pálida y sus ojos verdes.

Ella había salido más a su padre, morena, de complexión fuerte y terquedad en el carácter. A veces se preguntaba cómo Henry Tremayne, el muy bien parecido hijo de un influyente diputado había ido a fijarse precisamente en ella. Por aquel entonces, cuando Claudia debutó ante la reina Victoria, a Henry lo rodeaban tantas chicas guapas que ella, con su pelo moreno, apenas destacaba. Y aun así, él se presentó un buen día delante de su padre a pedirle permiso para cortejarla.

Sus padres hubieran preferido al primogénito, pero Richard empezaba ya a dar muestras de rebeldía contra el legado que le correspondía. Cuando se mudó a Ceilán para lanzarse a la aventura del negocio del té, los padres de Claudia quedaron por fin satisfechos, puesto que Henry, con quien ya se había casado, se convirtió en el heredero de la familia y en el propietario de Tremayne House. Una casa que, cada vez más, a ella se le antojaba una maldición. Ello se debía, en parte, a la inquina que Henry aún albergaba hacia Richard porque le había dejado la casa y todas las obligaciones que conllevaba, cuando él nunca había tenido la ambición de heredar el legado familiar.

Y ahora Henry se veía obligado a hacerse cargo de la herencia de su hermano en Ceilán, puesto que Richard había perdido la vida unos meses atrás en circunstancias muy poco claras.

Con un suspiro, Claudia se alisó unas arrugas de la falda verde de tafetán, que en aquel calor tropical sentía como un invernadero que almacenaba toda la humedad.

Al mirar de nuevo por la ventana, le pareció ver a su marido. ¿Cuándo terminaría por fin sus reuniones?

Parecía que no, puesto que, cuando el desconocido se dio la vuelta, vio que no se trataba de Henry, sino de uno de sus interlocutores.

Pronto, espero, pensó, mientras se daba aire con un abanico chino de papel que había encontrado en el bolso de Victoria.

La plantación abarca trescientos acres en la zona del Pico de Adán —explicaba John Cahill mientras se aflojaba los anteojos, que ya empezaban a darle dolor de cabeza. Junto con Henry Tremayne, el nuevo propietario de la plantación de té Tremayne, repasó todos los documentos después de aclarar el asunto de los permisos de entrada—. Es una de las plantaciones más grandes, después de la de los Stockton y la de los Walbury, cuyas propiedades, en cualquier caso, se extienden en el lado opuesto de la montaña.

Henry parecía tenso. No era de extrañar, tras el largo viaje y la agotadora conversación en una de las oficinas del director del puerto. El despacho era un espacio sofocante, lleno de todos los olores del puerto que el viento arrastraba hasta allí. Cuando soplaba viento sur, hubiera podido jurar que olía a canela, pero ahora apestaba a pescado, salitre, agua estancada y una mezcla de frutas y especias procedente de un mercado cercano.

Si por lo menos pudiéramos tener esta conversación en una habitación más fresca, pensaba Tremayne mientras resistía la tentación de abanicarse con los papeles que tenía en la mano.

—Da buenos beneficios, como puede ver en estos números, y es de esperar que las ganancias se doblarán a lo largo de este año. Lo único que necesita la plantación es un buen terrateniente, eso resolverá todos los problemas.

Desconfiado, Henry inspeccionó el libro que Cahill le puso en el regazo. A pesar de las palabras optimistas del abogado, no tenía ganas de ponerse a hacer números. El luto por su hermano se alternaba con los ataques de cólera y odio. En ese momento, el primero de ambos estados de ánimo estaba a punto de dar paso al segundo.

La muerte de Richard Tremayne, el hermano cinco años mayor de Henry, había dejado un gran desorden. Libros de contabilidad mal llevados, pagos pendientes y unos caóticos documentos personales. Al parecer, su hermano se había acabado convirtiendo en un campesino, con buena tierra pero incapaz de administrarla.

Sin embargo, las cifras alegraron un poco a Henry. Si Cahill estaba en lo cierto, no tendría que vender las propiedades familiares, e incluso podría mantener el castillo de Escocia.

—¿Se sabe ya cómo cayó mi hermano? —preguntó Henry cerrando el libro. Sus palabras desconcentraron a Cahill, que parecía dispuesto a enseñarle aún más números.

—No, señor, por desgracia la investigación sigue adelante. Y aunque son los ingleses quienes se ocupan del caso, avanzan a trompicones. Aun así, estoy bastante seguro de que fue un accidente. El Pico de Adán no es una montaña peligrosa, pero tiene sus riesgos. Lo que no sé es qué pintaba su hermano allí con ese explorador.

—¿Estaba él presente?

Cahill negó con la cabeza:

—No, esa tarde no. Su hermano iba solo, curiosamente. Sus empleados afirman que estaba furioso por algo. Supusieron que quería calmarse subiendo a la montaña.

—¿Sin que nadie lo acompañara?

—Sí, por lo que sabemos. Pero…

Algo turbado, Henry se miró los zapatos.

—¿Insinúa usted que fue… intencionado?

—No, por supuesto que no. Yo conocía bien a su hermano. Aunque su administración fuera algo azarosa, no era el tipo de hombre que deja asuntos sin resolver. Si planeaba quitarse la vida, antes hubiera intentado poner un poco de orden. O dejar una carta de despedida. Pero no hizo nada por el estilo.

—¿Y podría tratarse de un asesinato?

Cahill palideció.

—Esperemos que no. Si surgiera esa sospecha, no se libraría usted de las autoridades durante muchos meses.

—¿Sabe usted si mi hermano tenía enemigos?

—No, señor, se llevaba bien prácticamente con todo el mundo. Si tenía alguna discusión, siempre la zanjaba de forma pacífica. El negocio del té es un trabajo de caballeros, aquí nadie arregla las cosas a tiros como los vaqueros norteamericanos.

Henry se quedó pensativo. ¿Fue su hermano realmente la víctima de un trágico accidente? Quizá fuera mejor que no le diera más vueltas. Quería evitar a toda costa cualquier problema con las autoridades, las cosas ya eran lo bastante difíciles.

—¿Cuándo cree que podremos trasladarnos a la plantación? —preguntó, cambiando de tema.

—Por el momento, los trabajadores aún están poniendo la casa a punto. Durante los últimos meses, su hermano la tuvo algo descuidada. Pero haré que se apresuren, y estoy seguro de que es cuestión de un par de días. Verá usted que no le defraudará, Vannattuppūcci es un lugar muy especial, un paraíso, a decir verdad. ¡Ya lo verá!

Durante la cena, en un rincón silencioso del comedor del hotel, Henry Tremayne le comunicó a su familia lo que John Cahill le había contado; mejor dicho, compartió con su mujer y sus hijas la información que no las escandalizaría ni las preocuparía. Claudia, sin embargo, no quedó satisfecha.

—Dios mío, ¿pero cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí? —Lanzó una mirada desdeñosa al resto de huéspedes del comedor, que no se dieron por aludidos—. Ya sabes cómo son los trabajadores: siempre alargan el trabajo para cobrar más.

—El señor Cahill me ha prometido meterles prisa.

—Si trabajan con prisas no harán más que chapuzas.

—Claudia, querida… —Henry se dirigió a su esposa con una mirada suplicante. ¿Acaso quejarse arreglaba algo?

Ella pareció comprenderlo, al fin, y agachó la cabeza avergonzada mientras su marido la tomaba de la mano.

—Tal vez te gustaría visitar los mercados de gemas de la ciudad. Dicen que pueden comprarse piedras impresionantes a mitad del precio al que se venden en Inglaterra.

—¿Y para qué necesito joyas en este desierto? —preguntó Claudia, aún malhumorada, pues ya se veía atrapada entre palmeras y árboles de té.

—El señor Cahill me ha contado que hay una vida social muy activa en Nuwara Eliya. Hay hoteles, muchas residencias de vacaciones de familias inglesas de alta alcurnia y, además, están los dueños de otras plantaciones, que gozan de muy buena reputación. Estoy segura de que con tus habilidades sociales pronto harás amigos y darás fiestas de las que se hablará en todo Ceilán.

Por fin apareció una sonrisa en los labios de Claudia. Por su parte, Grace, aunque sabía que aquello era solo un pequeño consuelo por perderse el baile de debutantes, se alegró de tener futuras ocasiones para bailar.