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Como preparación para la cita con Jonathan Singh, a la mañana siguiente Diana se apuntó a una visita guiada por la ciudad en la que pudo ver el museo y algunos templos bellísimos que inmortalizó con su cámara. Tal y como sospechaba, los manuscritos en hojas de palma del museo no eran profecías, sino narraciones y crónicas de acontecimientos históricos, o al menos eso le dijo el guía, el señor P. Suma. Aunque hablaba un inglés correcto, Diana no tardó en hacerse un lío con el sinfín de nombres tamiles que mencionó para contarle la historia de su país.

Con la intención de hacer más llevadero el viajecito en uno de esos peligrosos minibuses rojos, Diana se puso a pensar en la cita que le esperaba. Al hacerlo sintió una especie de júbilo anticipado; no solo por la esperanza de obtener información sobre la hoja de palma, sino también por ver de nuevo a Jonathan Singh.

La noche anterior, al rememorar la conversación que mantuvo con él, volvió a sorprenderse de su simpatía y de su fantástico sentido del humor. Y también tuvo un momento para recrearse en aquellos ojos tan bonitos. Dejándose llevar, intentó imaginar cómo mirarían en distintas situaciones.

De vuelta en el hotel, tras una ducha y una pequeña siesta, se sorprendió a sí misma plantada delante del espejo lamentándose por la poca ropa que había llevado. Quería causarle la mejor impresión posible al señor Singh, aunque quizá solo le interesaran las fotos de la hoja de palma.

Finalmente se decidió por una falda blanca hasta la rodilla con bastante vuelo, que tenía bordado un motivo floral, y una blusa negra de manga corta.

Gracias al señor P. Suma sabía que la camiseta estaba socialmente aceptada, pero que se consideraba una prenda infantil. Ya que iban a salir del hotel, no quería llamar la atención por su indumentaria.

Después de echarse un buen perfume y meter las fotos y una libreta en el bolso, bajó al vestíbulo, donde se topó con un grupo de turistas que acababa de llegar. No encontró a Singh. Entonces detuvo la mirada en el reloj de encima del mostrador de la recepción.

Las ocho menos cinco. Seguro que es puntual. Aunque quizá se retrase un poco. Con todo el trabajo que tiene no sería extraño.

Después de sentir sobre ella las miradas de algunos miembros masculinos del grupo se acercó a unas sillas coloniales de estilo victoriano tardío, como la mayor parte del mobiliario del hotel. Escapar del griterío era una empresa tan complicada como controlar sus nervios.

¿Qué le tendría reservado la velada?

—¿Señora Wagenbach?

Diana levantó la vista sorprendida. Jonathan Singh apareció a su lado como salido de la nada.

—¡Ah! ¡Hola! —dijo algo turbada mientras le tendía la mano—. Qué alegría verlo, señor Singh.

—El placer es todo mío. Espero no haberla hecho esperar mucho.

—Solo un par de minutos —repuso Diana con una sonrisa un tanto forzada—. Ya sabe, la puntualidad alemana.

Nada más decirlo se habría abofeteado. Bastante embarazoso era ya de por sí cumplir ese cliché como para encima recalcarlo. Por suerte, Singh le devolvió una sonrisa.

—¿Qué le parece si vamos a Pettah? Como comprobará, de noche la ciudad es muy tranquila. Sin embargo, en Pettah precisamente a estas horas se anima el bazar. Allí seguro que encontramos un restaurante donde degustar la auténtica cocina de Sri Lanka.

—Suena de maravilla —dijo Diana antes de que abandonaran el hotel y emprendieran su paseo a pie por la ciudad.

El tráfico se había tranquilizado un poco. Como el número de peatones también había disminuido se podían contemplar las calles, donde la fruta se pudría por el suelo y los perrillos merodeaban en busca de alimento. Los baches eran de tal tamaño que era un milagro que no provocaran accidentes más graves. Sin embargo, allí todo resultaba más amigable que en una mortecina calle alemana, donde las casas observaban con sus ojos vacíos el impecable asfalto una y mil veces reparado.

—¿Cómo le fue la entrevista con su editor? —preguntó Diana en cuanto dejaron atrás el hotel.

—Mejor de lo esperado —respondió Jonathan—. Está muy interesado y espera que el libro tenga repercusión, incluso en otros países. En mi opinión sería muy importante que así fuera, especialmente en el extranjero, ya que junto al té el turismo es nuestra mayor fuente de ingresos. Después del atentado en el aeropuerto mucha gente se lo piensa dos veces antes de venir a visitarnos.

—Ya imagino.

—Las advertencias han cesado, pero se sigue recomendando precaución a los turistas. Seguramente sea su caso, ¿no es así?

—Sí, aunque solo miré por encima las indicaciones. Prefiero ver las cosas y decidir por mí misma qué es peligroso y qué no.

—Pero no todo el mundo es así. Me gustaría ayudar a los turistas a comprender la situación y a sopesar los riegos.

—Seguro que se lo van a agradecer. Y su país también.

—Ya veremos —repuso humildemente Jonathan encogiéndose de hombros.

Al rato llegaron al paseo marítimo de Colombo; Jonathan lo llamó Galle Face Green. Los puestos de limonada —unas chozas crecían como setas después de un aguacero. La vista del mar y del cielo, separados por una franja dorada, era imponente.

—No veo ningún bazar —señaló Diana esbozando una sonrisa.

—No, pero es una de las mejores vistas de la ciudad. Si viene una mañana después de que haya llovido, podrá ver a la gente aparecer de pronto entre la niebla como personajes de leyenda.

Siguieron caminando hasta doblar por una calle iluminada por lámparas de petróleo que balanceaba la suave brisa de la tarde. Una parrilla callejera desprendía un aroma celestial que se mezclaba con el olor a leña.

Jonathan extendió los brazos:

—¡Estamos en Pettah!

Al poco llegaron a un pabellón que, a pesar de la hora, estaba de lo más animado.

—¿Este es el bazar?

—Sí, al menos parte de él —explicó Jonathan—. Este es el pabellón de las telas. Si tiene pensado hacerse un auténtico sari no se lo puede perder. Merece la pena.

A Diana no le costó nada dar crédito a sus palabras: los puestos estaban repletos de telas de vivos colores. Quizá volviera para hacer alguna compra; pero no sin antes resolver el enigma de su familia.

A continuación, Jonathan la guio a través de los puestos de abalorios y de especias, envueltos en embriagadores aromas, hasta llegar a un pequeño local donde no había ni rastro de turistas.

—Este lugar es el secreto mejor guardado —le dijo mientras esperaban frente al pequeño mostrador a que los sentaran—. Al menos de momento. Aquí los dueños de las teterías y los restaurantes cambian constantemente; es muy posible que en uno o dos años este local desaparezca.

—A juzgar por el número de visitantes resulta difícil de imaginar.

—Los locales están sometidos a su peculiar ley de la oferta y la demanda. El que en un momento dado está en la cima, meses después puede llevárselo el viento. Demos gracias, pues, por los alimentos que nos van a servir esta noche.

Diana aprovechó el momento que tardó el camarero en aparecer para echar un vistazo. Algunas mujeres llevaban sari, mientras que la mayoría de los hombres iban vestidos con pantalón negro y camisa de un solo color. Las paredes estaban decoradas con imágenes sagradas y máscaras, y destacaba una foto de una bailarina ataviada con ropas de vivos colores. Bajo un pequeño altar dedicado al dios Shiva se agolpaban las flores de franchipán. El aire estaba surcado de finos hilos de humo provenientes de palitos aromáticos.

Reinaba un murmullo de conversaciones mezcladas con una música que no estaba nada mal. Diana intentó absorber como una esponja todas esas sensaciones para luego tener algo a lo que aferrarse cuando volviera a la austera y monocorde Alemania.

En cuanto quedó libre una mesa apareció un joven. Mientras una chica muy diligente se encargaba de prepararla, el camarero mantuvo una breve conversación con Jonathan. Poco después estaban sentados a la mesa, limpia ya de migas y con dos mantelitos hechos de hoja de palma.

—Bien, ¿qué dice su hoja de palma? —preguntó Jonathan en cuanto la eficiente camarera trajo las cartas, de un papel rugoso que recordaba a la piel de elefante y cubiertas de extraños símbolos y cifras.

—Me temo que tendrá que ayudarme. No entiendo ni una palabra de lo que pone.

Singh rio entre dientes.

—No se preocupe. Déjelo en mis manos. ¿Ha traído las fotos?

Diana asintió y rebuscó en el bolso. Puso las fotos sobre la mesa intentando dar con el orden correcto. Las fotos de Michael eran tan nítidas que permitían distinguir hasta el más mínimo detalle. La escritura de la hoja era similar a un diseño grabado en madera con un soldador.

Antes de que Jonathan pudiera echar un vistazo a las fotos reapareció la eficaz camarera. Si las fotos que había sobre la mesa le impresionaron, supo disimularlo muy bien.

Jonathan dijo algo en tamil y la muchacha se fue volando.

—¿Qué hemos pedido? —preguntó expectante Diana.

—Ya lo verá —repuso Jonathan con una sonrisa enigmática.

—¿No va a darme ninguna pista?

—Le gustará, confíe en mí. La cocina tamil es muy sabrosa, sobre todo si tolera el picante.

—Siempre que haya un cubo de agua preparado para extinguir el incendio…

—El agua aplaca el picor solo en el momento. Pero no se preocupe, he sido prudente.

Sin dejar de sonreír, Jonathan alcanzó una foto y la observó minuciosamente. Mientras la examinaba, Diana se mordió el labio impaciente. ¿Podría leerla? Su ceño fruncido no era muy halagüeño.

—Es tamil antiguo —concluyó Singh—. Justo lo que pensaba.

—¿Y puede leerlo?

—La escritura tamil ha cambiado enormemente a lo largo de los siglos. Una ola como esta debe de tener más de mil años. —Jonathan apartó las fotos—. Me temo que va a tener que encontrar un intérprete de nadi, alguien que aún hable esa lengua.

—Y a alguien así solo lo encontraré en las bibliotecas.

—O en un pueblo a las afueras de Colombo. ¿Está segura de querer devolver esa hoja a su biblioteca?

Diana asintió.

—Sí, esa sigue siendo mi intención.

—Le recomiendo que primero le consulte a una fuente independiente. Quizá encuentre en el documento algún indicio de a qué biblioteca pertenece.

—¿Cree que puede decirlo el propio texto?

Jonathan se encogió de hombros.

—Quién sabe. No se pierde nada por intentarlo. ¿No le parece?

Diana asintió y Jonathan se la quedó mirando un rato en silencio.

—¿Qué historia se oculta tras su viaje? ¿Cuáles son sus verdaderos motivos? —preguntó al fin.

Diana sacó la foto de la montaña con la mujer vestida de blanco, la misma que Jonathan había impedido que se perdiera. Al verlo sonreír supo que se acordaba del incidente.

—Creo que esta es mi tatarabuela. Por desgracia desconozco el motivo exacto por el que mi abuela tuvo que huir durante la guerra; no conservo ninguna documentación, ni siquiera fotos. En un viejo paquete de té, bajo el nombre del fabricante, di con el nombre «Vannattuppūcci». Dudo de si es el de la plantación y el lugar donde se encuentra.

—Mariposa —dijo Jonathan sonriendo.

—¿Perdón?

—Mariposa. «Vannattuppūcci» significa «mariposa» en tamil. Sus antepasados debían de tener una vena poética.

Sin saber por qué, Diana volvió a pensar en el sueño. La mariposa que hacía resucitar al ángel. ¿Una premonición tal vez?

No, no creo…

—Apostaría a que se trata del nombre de la plantación. Los ingleses tenían la costumbre de ponerle nombre a sus tierras.

—Cuesta imaginar que mis antepasados tuvieran el buen gusto de llamar así a su plantación. El típico inglés de aquellos tiempos era más proclive a ocultar sus sentimientos que a manifestarlos.

—Sus motivos tendrían para hacerlo.

Jonathan volvió a observar la foto. Luego suspiró.

—Tiene usted por delante una dura tarea.

—Quería mucho a mi tía Emmely, era como una abuela para mí. Lo que más deseo en este mundo es ver cumplidos sus deseos, sobre todo después de…

Alto ahí, no sigas, se dijo a sí misma Diana. No tiene sentido que le cuente la historia de mi malogrado matrimonio. Al fin y al cabo, no es más que un desconocido que se ha prestado a ayudarme.

Al verla tan callada, Jonathan la miró con gesto interrogante. Diana buscaba a la desesperada un tema con el que seguir la conversación.

—Lo que necesito es saber qué se oculta tras el velo que tejió mi abuela. No sé si me entiende.

—Ya lo creo —asintió Singh. Un gesto pensativo se dibujó en su rostro; luego sacudió la cabeza—. Es curioso. Nuestros mayores a lo largo de su vida se esfuerzan por ocultar las sombras del pasado. Y luego nos piden a nosotros, sus descendientes, que las encontremos, pues en el fondo quieren librarse de esa pesada carga, pero carecen de la fuerza para decirlo a las claras.

La sabiduría que destilaban sus palabras dejó asombrada a Diana. Empezó a preguntarse si el secreto de su familia no sería una terrible sombra que avergonzaba profundamente a Emmely.

—Deberíamos considerarlo como un deber hacia nuestros descendientes, ¿no le parece? —Singh la miró con una expresión extraña; como si él mismo hubiera descubierto una sombra en su pasado—. Desvelar nuestro propio pasado antes de que nuestros hijos se vean obligados a hacerlo.

—Yo no lo veo como un deber —repuso Diana con cierta ansiedad—. Al contrario. De niña siempre estaba imaginando cómo vivirían mis antepasados. Mucho fue lo que se perdió por culpa de la Segunda Guerra Mundial. Mi abuela, que tantas cosas podía haberme contado, murió al nacer mi madre. Y la tía Emmely siempre fue muy reticente a hablar de esas cosas, quizá por no querer recordar…

—Seguro que acabó haciéndolo —adujo Jonathan algo más relajado—. De lo contrario no le habría encomendado esta misión. Debió de creer que usted lo comprendería todo mucho mejor si reconstruía el pasado en vez de limitarse a escuchar una historia.

Un silencio siguió a sus palabras. Tras pensarlo un momento, Diana concluyó que tenía razón. Antes de que pudieran reanudar la conversación apareció el camarero con unos cuencos humeantes que desprendían un olor delicioso. Diana distinguió unos pastelillos, distintos chutneys y algo parecido al curry rojo que sirven en los restaurantes tailandeses.

El camarero recitó rápidamente algo en tamil y se retiró. Admirada, Diana observó la comida e inspiró profundamente los distintos aromas.

—¡Vaya pinta tiene todo! ¿Qué es?

—Una muestra representativa de la cocina tamil. —Jonathan fue señalando los platos—. Idli y badai, que es como denominamos, respectivamente, a los pastelillos de lenteja negra y arroz, chutney, rasam, una salsa de pimienta muy sutil, y un curry rojo. Luego vendrá el yogur helado.

—Eso si me entra algo más —dijo Diana riéndose con cuidado de que no se notara demasiado que se le había hecho la boca agua.

—La manera tradicional de comer es con los dedos y usando una hoja a modo de plato —explicó Jonathan al tiempo que le enseñaba a Diana cómo sujetar esa hoja verde y tiesa—. Puede usar los cubiertos, pero así es más genuino.

Al rozarse sus manos se miraron por un instante. El ámbar se volvió más oscuro, casi marrón, y Diana tuvo la impresión de perderse en él. Pero recuperó la compostura tan rápido como le había sobrevenido ese sentimiento, y en cuanto probó el primer bocado quedó obnubilada por un placer que hasta entonces nunca había sentido en la lengua.

Cuando, recién pasada la medianoche, volvieron al hotel, Diana se sentía un tanto extraña. No era por la fantástica comida, ni tampoco por Jonathan, que durante toda la velada se había comportado como el guía perfecto. Al compartir con él su secreto tenía la sensación de ver algunas cosas mucho más claras, aunque también era consciente de no haber aprendido nada que no supiera antes.

Jonathan le prometió que en los próximos días intentaría dar con un intérprete de nadi, ante lo que Diana no pudo ocultar su impaciencia.

Después de intercambiarse los correos electrónicos la acompañó al hotel. Cada uno sumido en sus pensamientos, recorrieron la ciudad en silencio. Durante el paseo Diana se sorprendió a sí misma una y otra vez mirando de soslayo a Jonathan. Sin poderlo remediar, se le pasaban por la cabeza preguntas absurdas como: ¿irá al gimnasio? ¿Qué talla de zapatos usará? ¿Cómo será su casa? Era como si hubiera vuelto a la adolescencia, cuando todas las chicas soñaban con los chicos mayores que tenían moto y destacaban en algún deporte.

Incluso en la ducha, con el agua caliente cayéndole por el cuerpo, no podía quitárselo de la cabeza. ¿Cuándo le has dedicado tú tanto tiempo a pensar en un hombre? ¿Cuánto hacía que no se acostaba con Philipp? En los últimos meses el sexo había degenerado en una mera obligación que practicaban en los huecos que a ambos les dejaban las reuniones de trabajo y las tareas cotidianas. Hasta que descubrió que Philipp le era infiel ni siquiera había reparado en ello, y luego había estado tan absorta en su fracaso marital y en la enfermedad de Emmely que apenas había prestado atención a su propio cuerpo.

Pero allí, lejos del hogar, rodeada de aromas exóticos y de una brisa tórrida que amenazaba con derretirla en cualquier momento y arrastrarla hasta el palmeral, recuperó esa conciencia. Cada vez que pensaba en ese hombre, que en definitiva no era más que alguien con quien había coincidido por casualidad, sentía la sangre correr por sus venas al ritmo que dictaba el corazón y un punzante cosquilleo en el estómago. Esa única velada en la que no había sucedido nada del otro mundo le había dado mucha más vida que los últimos meses de convivencia con Philipp. En realidad deseaba con todas sus fuerzas volver a ver a Jonathan Singh, por más que se dijera a sí misma que solo estaba siendo amable y servicial con ella, y que probablemente no volvería a verlo tras dar por finalizado su cometido en la isla.

Cuando el sueño venció esos pensamientos ya estaba amaneciendo en Galle Face. Diana se despertó sobre las diez del día siguiente, cuando la intensa luz de la mañana le dio de lleno en el rostro. El aire era aún más caliente, el sonido grave de la sirena de un petrolero resonó en todo el puerto, mientras un rayo de sol, en el que danzaban motas de polvo como luciérnagas diminutas, entraba por la ventana. Diana se levantó con una sonrisa y con un cosquilleo de nerviosismo en la tripa. ¿Le habría escrito ya?

Tuvo que hacer un esfuerzo para no encender inmediatamente el portátil y ver el correo. Era imposible que hubiera escrito. Era un hombre muy ocupado.

Tras una ducha refrescante y un buen desayuno, decidió bajar al paseo marítimo a caminar un rato.

—¿Señora Wagenbach?

Cuando Diana se detuvo y se dio la vuelta vio a la sonriente recepcionista.

—Disculpe la intromisión, pero hace un momento hemos recibido una carta para usted. Llamé inmediatamente a su habitación, pero ya no estaba.

¿Una carta para mí?, se dijo Diana asombrada. Imposible, aquí el servicio de Correos no puede ser tan rápido.

En cuanto se acercó al mostrador la mujer le entregó un sobre grande con el logo del hotel y un cordelito para quitar el lacre. Dentro había otro más pequeño color crema lleno hasta los topes. Le llamó la atención que no tuviera el contorno rojo y azul propio del correo aéreo.

Le dio las gracias a la recepcionista, volvió a subir a la habitación con la carta y, con el corazón latiendo a mil por hora, la dejó en el escritorio. Su nombre estaba escrito en el sobre, con una letra clara y elegante; su nombre y nada más.

Tras acariciar el papel con la yema de los dedos fue por el abrecartas que había en la habitación.

El papel cedió casi aliviado dejando a la vista un taco de hojas dobladas. Por el olor, Diana supo enseguida que eran fotocopias. Delante había una sobria cuartilla escrita con una caligrafía que dejaba ver su doble origen británico y tamil.

Distinguida señora Wagenbach:

Muchas gracias por la estimulante velada que me regaló anoche; resultó tan inspiradora que en cuanto llegué a casa me puse a buscar un intérprete de nadi. Tras sacar de la cama a un conocido, que no dudó en preguntarme si me había vuelto loco, logré descubrir que hay un hombre que vive en un pueblecito llamado Ambalangoda que conoce el antiguo tamil. No pudo decirme su nombre, pero estoy seguro de que no será difícil dar con él; hombres así no abundan por la zona.

Le propongo que nos encontremos mañana por la mañana delante del hotel, a no ser que prefiera llegar hasta allí por sus propios medios. En ese caso tenga la amabilidad de mandarme un breve correo electrónico.

Envío adjunto un mapa en el que le he señalado la ubicación del pueblo. Si lo desea, a continuación podría visitar Nuwara Eliya; he averiguado que es allí donde se halla su plantación de té. Encontrará la documentación que lo acredita en esta carta.

Espero de corazón que me permita tomar parte en esta aventura, señora Holmes.

Su fiel servidor

Jonathan «Watson» Singh

Solo después de leer tres veces la carta tuvo claro que Singh estaba lo bastante loco como para pasarse la noche en vela solo por ella. A pesar de estar sentada, el corazón le latía como si acabara de hacer un sprint y tenía las manos heladas, lo que no le impidió hojear las fotocopias y echarle un vistazo al mapa. Su plan de recorrer el paseo marítimo había pasado a la historia; pasaría el día sentada frente a esos papeles absorbiendo como una esponja toda la información que contenía.

Aunque primero tenía que contestar a Jonathan.

Llevó el portátil al escritorio, lo encendió y redactó el siguiente correo:

Estimado señor Singh:

Ignoraba por completo su debilidad por Conan Doyle. Aunque a este respecto puede quedar tranquilo: tras esta impresionante demostración de sus dotes detectivescas, por la que le estoy infinitamente agradecida, he de decir que no se me ocurre mejor acompañante para el viaje a Ambalangoda que usted. Espero que logre liberarse temporalmente de sus obligaciones para poder acompañarme, pues me temo que sin sus conocimientos del idioma tamil estoy perdida.

Le saluda afectuosamente

Diana «Holmes» Wagenbach