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COLOMBO, 1887

A la mañana siguiente, Victoria obtuvo el permiso de su madre para visitar el jardín de canela. Su migraña, que, por otro lado, fue muy probablemente el motivo de su consentimiento, le impidió acompañar a sus hijas, pero envió a la señorita Giles y al señor Wilkes con ellas para que no se perdieran.

Tener dos acompañantes siguiéndolas como perros de presa no preocupó a Victoria en lo más mínimo.

—Quizá el cochero tome el camino que pasa por el manicomio —le susurró a Grace en tono conspiratorio una vez hubieron tomado asiento en el carruaje.

—¿Y qué es lo que quieres ver allí? ¿Un edificio deprimente rodeado de una valla muy alta?

—Para ti será solo eso, pero a saber la de jóvenes inocentes que están encerradas ahí dentro porque sus maridos criminales solo las quieren por su herencia.

Grace no pudo ocultar su sonrisa.

—Has estado leyendo otra de esas noveluchas baratas, ¿no es cierto?

—¿Yo? —Victoria se esforzó en vano por aparentar inocencia—. ¡Nada más lejos de la verdad! Ya sabes lo que opina papá sobre ese tipo de lecturas.

—Pues hasta ahora eso no te había impedido leerlas. ¿Las tienes escondidas en un compartimento secreto de tu maleta?

Una sonrisa pícara recorrió los labios de Victoria.

—¿Así que lo sabes?

Grace asintió.

—¿Y no le has contado nada a papá?

—Eres mi hermana, tontina. Las hermanas no se delatan.

Victoria se acurrucó cariñosamente en sus brazos.

—¡Gracias, hermanita! Cuando quieras, te prestaré alguna.

—No creo que las aventuras de Lord Ruthven sean de mi interés, pero gracias por el ofrecimiento.

Cuando la señorita Giles y el señor Wilkes se acomodaron en el carruaje, el coche se puso en marcha.

El conductor, un nativo al servicio del hotel, era muy hábil esquivando grupos de gente, rickshaws y carros de bueyes. Solo se vieron obligados a detenerse una vez, cuando una manada de elefantes se cruzó en su camino.

—¡Qué gigantes tan magníficos! —exclamó Victoria contemplando a los paquidermos, cubiertos con coloridos tapices y transportando pequeñas construcciones en forma de pagoda sobre sus espaldas.

—Elefantes van al templo —aclaró el cochero—. Son sagrados, nosotros tener que esperar.

Cuando la procesión de elefantes empezó a alargarse bajo el sol abrasador, la señorita Giles comenzó a preocuparse por su tez.

—Vamos a quemarnos si seguimos parados mucho rato. Señorita Grace, bájese el sombrero un poco más. Y usted también, señorita Victoria.

Las dos muchachas obedecieron la orden, pero Victoria dedicó a escondidas una mueca a su institutriz mientras la señorita Giles miraba con temor a un niño pequeño que le tendía una figurita tallada.

Los Cinnamon Gardens parecían más un barrio de la ciudad que un jardín. Entre las plantaciones y a su alrededor había numerosas casas. En el centro se alzaba una gran mansión rodeada de jardines de arena blanca en la que se agitaban los árboles de los que se extraía la canela.

—Si tenemos suerte, podremos hacer una visita guiada —anunció Victoria con entusiasmo—. Lo pone aquí, en la guía.

La señorita Giles lanzó una mirada de preocupación a los caminos que serpenteaban entre los árboles, como si ya sospechara que sus botines iban a sufrir grandes penurias.

—Estoy seguro de que el guía podrá montar en el carruaje con nosotros —afirmó el señor Wilkes, mientras iba en busca de alguien que conociera el lugar.

Grace notó que Victoria estaba meditabunda. Llevaba toda la mañana con la nariz hundida en la guía. Como la princesa de los cuentos de hadas, no le bastaba con lo que tenía.

—Ahí tienes el jardín de canela —dijo Grace, señalando los árboles, que guardaban muy poco parecido con la canela—. ¿Por qué tienes esa cara tan larga?

—¡No tengo la cara larga! —protestó Victoria—. Solo estoy pensando.

—¿En qué?

—En varias cosas.

—No es bueno para una jovencita dejar errar los pensamientos de aquí para allá —se sintió obligada a intervenir la señorita Giles.

Grace sabía muy bien por qué su hermana estaba disgustada. Sus esperanzas de pasar por delante del manicomio en el carruaje no se habían cumplido, y ella se alegraba, pues las historias que había oído en Londres sobre ese tipo de lugares eran de lo más espeluznante.

Al rato, el señor Wilkes consiguió encontrar a alguien dispuesto a mostrarles el jardín. El hombrecillo, algo rechoncho y de piel color avellana, les advirtió nada más subirse al coche que tendrían que andar un poco, ya que las sendas entre los árboles eran demasiado estrechas para permitir el paso de un carruaje.

Pero primero les contó en un inglés casi incomprensible la historia de la plantación de los canelos, que ya existía durante la colonización de los neerlandeses, aunque fueron los ingleses quienes supieron llevarla a su máximo esplendor. Cuando por fin se detuvieron, pues habían llegado al temido estrechamiento del camino, la señorita Giles se apeó a regañadientes. Aunque el sendero que llevaba a los canelos no era especialmente amplio prometía ser mucho más interesante que la zona cercana a la mansión.

Cuánto me gustaría estar en Londres, pensaba Grace, aburrida. No se lamentaba solo por la puesta de largo que ahora nunca tendría, sino también por los bailes de primavera que organizaban las grandes familias de su región. Echaba mucho de menos comer pastas y dulces y bailar rigodones. En lugar de eso, ahora tenía que pasearse bajo un calor de espanto para ver cómo se hacía la canela, cuya fabricación no le despertaba el más mínimo interés, por más que le gustara comerla.

Perdida en sus pensamientos contemplaba a los jornaleros arrancando la corteza de los canelos para después enrollarla y apilarla. Los montones de canela en rama se encontraban en distintas fases de secado. Mientras algunos parecían madera reseca, otros ya guardaban parecido con las ramas de canela que su cocinera guardaba en un tarro de cristal.

—Tendríamos que llevarle a papá uno de esos cigarros de canela.

—¿De verdad crees que se los fumaría?

—Siempre está fumando esos puros tan horribles que sus amigos le mandan de Sumatra —replicó Victoria—. ¿Por qué no un cigarro de canela? Seguro que huele mucho mejor.

—De acuerdo, por mí, le compramos un par —dijo Grace—. Yo quiero comprar canela en rama, no vaya a ser que en la plantación del tío Richard no haya. A saber cuándo pisaremos una tienda, una vez estemos instalados allí.

En un pequeño puesto adquirieron algunas cajas de canela y unos cigarros, pero en lugar de regresar al coche con Grace, Victoria se alejó unos pasos y se detuvo.

—¡Victoria! —la llamó Grace, pero no le quedó más remedio que seguirla.

—¡Mira, ahí! —Victoria señalaba unas casas más allá de los árboles que demarcaban el límite de la plantación. Un murmullo de voces procedente de aquel lugar llegaba a sus oídos. Un pequeño sendero se abría entre los matorrales de franchipán—. ¿Te apetece correr una aventura?

—¿Quieres ir allí? —Grace miró por encima del hombro al señor Wilkes y la señorita Giles, que aún estaban en el puesto de canela hablando con el vendedor.

—¿Por qué no? Me equivocaba al pensar que el jardín de canela sería un lugar emocionante. Al final ha sido bastante aburrido. Pero allí —señaló los tejados de donde provenía el bullicio— late la vida. Desde que hemos subido al coche tengo ganas de mezclarme con la gente. Puede que incluso encontremos el templo al que se dirigían los elefantes.

—Pero la señorita Giles y el señor Wilkes han recibido órdenes de no dejarnos solas.

—No se darán cuenta de nuestra ausencia.

Sin volverse hacia sus vigilantes, enfiló el caminito.

—Pero… —Grace titubeaba. No tenía más que gritar para alertar al mayordomo y a la institutriz de los planes de su hermana. Arrastrarían a Victoria al carruaje, y ella estaría de morros el resto del día, pero ya se le pasaría.

Sin embargo, no fue capaz de delatar a su hermana. Como Victoria ya había desaparecido entre la vegetación, se recogió la falda y la siguió todo lo rápido que fue capaz.

—Tú también vienes —comprobó Victoria con alegría, mientras apartaban las ramas y raíces que les cerraban el camino.

—Solo para vigilar que no hagas tonterías.

Victoria rio para su fuero interno. Le costaba mucho convencer a su hermana para que se librara de las ataduras de los adultos. Cuando eran niñas, Grace participaba en todas sus aventuras, y se preocupaba por otras cosas, además de los vestidos y los bailes. Se escondían bajo los rosales o entre los matorrales e inventaban toda clase de historias. Pero entonces su madre empezó a preparar a Grace para la vida adulta. De un día para otro, ya solo había bailes, horas del té y pruebas de vestidos. Más que nada, Victoria temía que todo aquello también la aguardara a ella cuando cumpliera los dieciséis. Y por eso quería aprovechar su infancia todo lo posible, y recordarle a Grace cómo solían ser las cosas.

Que la hubiera seguido por la maleza arriesgándose a recibir una regañina le parecía de lo más prometedor.

—Pero solo nos quedaremos un par de minutos, y regresaremos rápidamente —le siseó Grace al oído.

Apenas un instante después, se arrepintió de haberla seguido. A su espalda, la corriente humana se había cerrado, y ahora las arrastraba por la calle como la corriente de un río. Volver parecía del todo imposible.

Cuando por fin consiguieron refugiarse en una callejuela, la plantación de canela había quedado atrás. Grace comprendió entonces que no habían llegado allí por casualidad. ¡Su intrigante hermanita lo había planeado todo hasta el último detalle!

—¡Vamos! —exclamó Victoria agarrándola de la mano—. ¡Tenía que estar por aquí!

—¿El templo, quieres decir?

—No, algo mucho más emocionante.

—¿Lo has leído en la guía? —preguntó Grace con preocupación.

—No, en un folleto que estaba en el antepecho de la ventana del comedor.

—¿Y qué decía?

Grace recordó el panfleto gastado, y ahora se arrepentía de no haberse dignado a leerlo. Así no podría disuadir a Victoria de su propósito.

—Te lo contaré después. Ahora no te quedes ahí parada como una mula testaruda.

Entre los nativos, envueltos en saris y sarongs, Grace se sentía fuera de lugar. El sudor le recorría la espalda por debajo del corsé, y la piel le ardía, no solo por el sol. Las miradas de la gente del lugar, su sorpresa ante la visión de las dos inglesas la pinchaba como si fueran agujas, y nada le hubiera gustado más que agarrar a Victoria y dar media vuelta.

Pero su hermana ya se había detenido frente a un edificio de aspecto algo decadente. El estucado estaba descascarillado en muchos lugares, uno de los postigos de madera colgaba, torcido, de sus goznes. En lugar de visillos, telas de vivos colores colgaban de las ventanas, y Grace descubrió junto a la entrada una estatua humana con muchos brazos pintada de colores. Bajo un toldo de hojas de palma trenzadas estaba sentado un hombre joven vestido con ropa alegre y con dos rayas rojas reluciendo en su frente como las que Grace ya había visto en algunos hombres del puerto. Contemplaba a las dos jóvenes de manera penetrante, casi demoníaca.

—Inglesas —dijo finalmente—. ¿Querer saber futuro?

—¡Por supuesto! —exclamó Victoria entusiasmada—. Grace, ¡esto es una biblioteca de hojas de palma! Aquí tienen cientos de hojas en las que está escrito el futuro de las personas. ¡Eso decía el folleto!

¡Por eso Victoria no me dijo nada! ¡Sabía que le diría que no! Grace le tiró de la mano.

—Eso no son más que patrañas, Victoria. ¡Vámonos!

—Si no son más que patrañas, no tenemos nada que temer. —Victoria puso su carita de niña suplicante, a la que sabía que su hermana no podría resistirse—. ¡Por favor, Grace, vamos a que nos lean el futuro!

—¡Pero seguro que intentarán estafarnos! —replicó Grace, aunque sabía que sus palabras no tendrían ningún efecto en su curiosa hermana.

—Eso ya lo ha intentado mucha otra gente, ¿verdad? ¡Ni siquiera los vendedores ambulantes de joyas en el puerto nos hicieron nada!

Grace suspiró. Si no cedía, Victoria pasaría el camino de vuelta reprochándole su mojigatería.

—Está bien, ¿cuánto cuesta? —preguntó Grace, mientras el hombre la miraba con sus ojos oscuros de una manera tan penetrante que parecía que quisiera contemplar los recovecos más profundos de su alma. Debe de formar parte del espectáculo, se dijo ella, pero al poco se vio obligada a apartar la vista.

—¡Cinco rupias! —Para recalcar sus palabras, extendió los dedos de su mano derecha y los sostuvo en alto. Victoria le dio un codazo:

—Venga, no seas miedica. Hace un par de años, hubieras sido tú la que me arrastrara hasta aquí.

¿Era eso cierto? Grace ya no estaba segura de si alguna vez había sido tan salvaje como su hermana. Las clases de buenas maneras y las obligaciones de la vida adulta habían borrado los rastros del pasado.

Grace le tendió el dinero al hombre, y este lo hizo desaparecer bajo su túnica. Entonces se levantó y las condujo a una pequeña habitación cuya pintura azul estaba desconchada. El espacio, que debía de ser una sala de espera, se encontraba completamente vacío. Tras una cortina de tela colorida se oía un murmullo.

Grace sintió que se le ponían los pelos de punta. ¿Y si ahí detrás aguardaba una banda de salteadores?

—Tú venir. —El hombre señalaba a Grace. Ella, asustada, se llevó la mano al pecho.

—¿Juntas no?

El hombre negó con la cabeza.

—Siempre una hoja por persona. Tú venir primero, luego otra señorita.

Grace miró a Victoria muerta de miedo. Esta parecía algo decepcionada de no ser la primera en cruzar la cortina y, quizá a causa de su consumo de noveluchas de suspense no compartía los temores de su hermana.

—¡Tú venir! —insistió el hombre, ahora con autoridad, mientras apartaba la cortina. En el escueto pasillo que se abría tras él brillaba la luz del sol.

Con una sensación tensa en el estómago, Grace lo siguió hasta la habitación trasera. Escuchaba atentamente a su alrededor, esperando angustiada oír gritos de Victoria porque un tratante de mujeres se había abalanzado sobre ella. En Londres hubiera podido suceder algo así en una zona como aquella.

No puedo creerme que me haya metido aquí, pensó de nuevo. Si mamá lo supiera, le diría a la señorita Giles que nos diera lecciones sobre buen comportamiento durante una semana entera. Lecciones sobre no salirse del camino y no frecuentar barrios pobres como aquel, llenos de ladrones y asesinos. En su camino hacia allí, cada mirada, cada palabra incomprensible, se le había antojado hostil. Hubiera sido preferible permanecer en zonas más respetables de Colombo.

Su mudo soliloquio llegó a su fin cuando se encontró frente a un anciano de piel tostada y pelo blanco envuelto en una túnica también blanca. A pesar de su edad avanzada, estaba sentado sobre una hoja de palma en una postura muy curiosa, y tenía al lado un pequeño recipiente del que emergía un olor especiado.

Mientras su acompañante le susurraba algo al anciano en su idioma, Grace se avergonzó de sus sospechas. Aquel hombre podría ser su abuelo, y era evidente que no tenía la menor intención de forzar a ninguna señorita. A su alrededor, en el suelo, había unas figuras alargadas que hicieron pensar a Grace en abanicos chinos, solo que eran más grandes y estaban decorados con símbolos peculiares.

—Yo hacer preguntas, tú responder —le explicó el joven, mientras agarraba una pluma y una hoja de papel. Asustada, Grace alzó la vista y comprobó que el anciano la observaba. Y entonces se dio cuenta de que no le había saludado al entrar. ¡Qué poca educación! Pero ¿qué iba a decirle a ese hombre? Le hizo un breve gesto de asentimiento, y entonces el joven ayudante empezó a hacerle preguntas.

Cómo se llamaba, quiénes eran sus padres, de dónde venía, cuándo había nacido, etcétera.

Grace respondió a regañadientes, pues seguía sospechando que había un engaño detrás de todo aquello. Sin embargo, desechó la idea de mentir, puesto que si aquello era realmente una predicción de su futuro, tal vez tendría un efecto negativo sobre el veredicto del anciano. No es que creyera que hubiera nada de verdad, pero se conocía lo suficiente a sí misma como para saber que una predicción negativa le robaría el sueño durante días, porque no podría dejar de pensar si habría algo de cierto.

Después de anotar todas sus respuestas, el ayudante desapareció en otra habitación y cerró la puerta con extremo cuidado, como si temiera que algo fuera a escaparse. Grace miró a su alrededor sin saber qué hacer. El anciano, que aún no había dicho una palabra, seguía mirándola intensamente. Para rehuir su mirada penetrante, Grace se volvió hacia la cortina tras la cual Victoria seguía sentada en la sala de espera. Todo estaba en silencio. Quizá se estaría aburriendo, o preguntándose dónde se habría metido su hermana…

Un crujido la hizo volverse de nuevo hacia la otra puerta, por la que apareció el joven ayudante sosteniendo una estrecha hoja marrón que parecía una regla.

—Yo encontrar hoja para señorita —anunció con una sonrisa—. Yo doy a lector Brahma.

Al parecer, ese era el nombre del anciano, que ahora tomaba la hoja con una grácil inclinación. Por fin Brahma apartó los ojos de Grace y deslizó un dedo por la hoja de palma reseca. Al cabo de un rato, las primeras palabras empezaron a salir de su boca, y el ayudante fue traduciendo a la vez que el anciano hablaba.

Grace apenas podía seguir sus palabras, matizadas por su fuerte acento:

—Padre hombre rico… Gran viaje… Decisión… Tormenta que cambia todo… Boda…

Al cabo de un rato, Grace se dio por vencida de intentar seguir la letanía. Dejó que la información, que, de todas formas, no quería conocer, le resbalara como si fuera agua, hasta que el joven dijo finalmente:

—Tú ir en año sesenta y tres a próxima vida. Tú aún tres vidas hasta Nirvana.

¿Estaba prediciendo su muerte? No tenía ni idea de lo que significaba la última palabra, pero sonaba a más allá.

De repente, el corsé le robaba aún más aire que antes, el calor de la habitación se le hacía insoportable, y los brazos y las piernas empezaron a temblarle. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para no levantarse de un salto y salir corriendo.

Cuando el anciano enmudeció y su ayudante terminó su traducción, este último alcanzó una hoja de papel sobre la que copió a toda prisa los símbolos de la extraña hoja.

—Esto para usted, señorita, para recuerdo y por si más preguntas.

Grace estaba segura de que jamás regresaría a aquel lugar. Ya casi había olvidado el murmullo del ayudante. Y seguro que su profecía no eran más que tonterías.

Aun así, dio las gracias cortésmente y salió de la habitación a toda prisa. Al salir, Victoria casi se chocó contra ella.

—¿Qué? ¿Qué es lo que te ha predicho?

—Que nos va a caer una buena regañina y que todo son bobadas y símbolos que nadie puede entender.

Con los ojos relucientes, Victoria le arrancó la hoja de la mano.

—¿Qué significa esto? ¿Qué te ha dicho?

—Nada importante. Y ahora tenemos que irnos.

—¡Pero ahora me toca a mí! —protestó Victoria, tirando de la falda de su hermana—. Además, ¡las cinco rupias eran para las dos!

Apareció el ayudante, en busca de la segunda señorita.

Victoria casi echó a correr tras él. Grace la vio marchar con un suspiro, y entonces se dejó caer en el banco y contempló el papel que tenía en la mano. ¿Sería cierto que aquellos símbolos significaban lo que le habían dicho? ¿Habría oído correctamente lo que le decían? ¿Debería dejar que otra persona los leyera? Probablemente. En la plantación habría gente dispuesta a ello.

Pero ¿de qué me estoy preocupando? Seguro que le dicen las mismas predicciones a cualquier inglesa que llegue a Ceilán. El anciano y su ayudante, que tal vez fuera incluso su hijo, vivían de aquello. Quién sabe, era incluso posible que fueran ellos mismos quienes habían escrito en las hojas de palma, y montaban todo ese espectáculo para rodearse de un aura de misticismo. Tal vez detrás de la puerta, que el joven se había apresurado a cerrar, no hubiera una biblioteca llena de aquellas hojas, sino solamente una que se enseñaba a los clientes una y otra vez mientras el anciano inventaba historias. ¿Quién podría demostrar lo que había realmente escrito en la hoja?

Lo averiguaré, pensó Grace, decidida de repente a poner fin a aquella estafa.

Después de lo que pareció una eternidad, Victoria regresó. No llevaba ningún papel consigo, y tenía la cara larga.

—No tenían ninguna para mí —anunció, decepcionada.

—¿Cómo? —Grace enarcó las cejas, sorprendida. Entonces fue presa de la ira. Por supuesto que todo aquello era un engaño. ¡Ella ya lo sabía! Si realmente había más de una de aquellas hojas, no había ninguna necesidad de desilusionar a Victoria. Era evidente que temían levantar sospechas si hacían dos veces la misma predicción.

—¡Voy a hablar con ese hombre!

—No, déjalo… —Pero las manos de Victoria llegaron tarde. Un instante después, Grace irrumpía en la habitación a través de la cortina.

—¿Podría explicarme por qué no quieren darle a mi hermana una de estas ridículas hojas de palma? —Grace se enderezó para parecer más alta, y puso los brazos en jarras.

El anciano alzó la cabeza y la miró con calma. Incluso sonreía, como si acabara de oír un chiste.

—Algunas personas no hoja, porque alma nueva en el mundo. Aún no karma, aún no vida anterior.

¿Hablaba inglés? ¿Y correctamente, además? Entonces, ¿por qué fingía no entender nada? ¿Formaba parte de su montaje?

Tras un momento de sorpresa, Grace se recompuso. Aquella explicación le parecía bastante dudosa.

—¡Quiero ver esta supuesta biblioteca! —exigió.

—No puede ser —respondió el anciano, en un tono de lo más pacífico.

Grace se cruzó de brazos con hostilidad.

—¿Y por qué no? Porque solo tienen una de esas hojas, ¿no es así? ¡Me quejaré personalmente al gobernador porque permite este tipo de estafas bajo su dominio!

Aunque el anciano volvía a contemplarla de una forma extraña y penetrante, Grace siguió mirándolo con belicosidad.

Finalmente, el anciano se volvió hacia su ayudante.

—Muéstraselas.

—¡Pero son sagradas! —protestó él.

—Nos denunciará a autoridades. Muéstraselas.

El joven la miró hoscamente, se acercó a la puerta y la abrió.

—Venir, señorita.

Grace se acercó con desconfianza. ¿Iban a hacerle daño? Su corazón latía desbocado, pero ahora su orgullo le impedía marcharse. Al franquear la puerta, se quedó sin respiración. En una habitación del mismo tamaño que el despacho de su padre se apilaban en estanterías torcidas libros y libros de esas hojas de palma, tantos que eran imposibles de contar a simple vista. Cada uno de ellos contenía docenas de hojas de palma secas, amarillentas por el paso del tiempo.

Impresionada, Grace dio un paso atrás. Ahora se avergonzaba terriblemente de su arrebato.

—He notado que usted dudaba —decía el anciano a su espalda—. Pero a destino dar igual. Yo leer para usted lo que sucederá. Si necesita consejo o quiere volver a oír predicción, vuelva cuando quiera.

—Perdóneme, yo… —Grace enmudeció, avergonzada.

—Es usted inglesa. No conocer nuestras costumbres. Aún no.

Para su asombro, su voz no sonaba furiosa ni ofendida.

—Escucha siempre a tu corazón y síguelo —añadió—. Si no lo haces, traerás la desgracia sobre ti y aquellos a quienes ames.

Grace lo miró, confusa, y después se despidió y salió.

—No tienen ninguna hoja para mí, ¿verdad? —preguntó Victoria después de acercarse corriendo.

Grace negó con la cabeza.

—¡Vamos, Victoria, tenemos que volver! —Le lanzó una última mirada al joven, que la había seguido a la sala de espera, tomó a su hermana de la mano y la arrastró fuera.

Por la noche, de regreso en el hotel y tras un buen sermón de su madre y una lección magistral sobre buen comportamiento por parte de la señorita Giles, Grace volvió a sentarse en el antepecho de la ventana.

La luna teñía de plata el puerto y el mar, y el resplandor dorado de la lámpara reflejaba su rostro en el cristal. Los faros de los barcos relucían en la oscuridad y, en la distancia, el faro iluminaba con su luz la oscuridad de la noche.

Por algún motivo, no lograba sacarse de la cabeza su visita a la biblioteca de hojas de palma. ¿Quizá porque me he comportado de una forma muy desagradable?

Cuanto más tiempo pasaba, más detalles recordaba que sus prejuicios le habían impedido percibir en un primer momento, como si fuera presa de un encantamiento que empezaba a hacer efecto.

La forma en que el anciano deslizaba las puntas de los dedos sobre las letras y las recitaba como una canción, que su aprendiz se apresuraba en traducir. La hoja, que debía de tener cientos de años. El aroma a incienso, pachulí y otros olores que no podía identificar. ¡Y la mirada de aquel hombre!

Aunque no dejaba de repetirse que el horóscopo era una patraña, agarró el papel, un bloc de notas y un lápiz. Entonces intentó poner por escrito el galimatías del ayudante.

—¿Qué haces? —preguntó Victoria mientras levantaba la vista de su querida guía de viaje.

—Escribo.

—¿El qué?

—Un par de cosas. Nada en particular.

—¿Cosas sobre tu hoja de palma?

A sus ojos atentos no se les había escapado que Grace tenía la hoja de la biblioteca junto a ella.

—Cosas sobre cómo nunca más me dejaré convencer para acompañarte a rincones de mala muerte de la ciudad —replicó Grace, venenosa, para ocultar su timidez. Después del escándalo que había causado no podía admitir que se proponía reconstruir el contenido de la predicción.

—¡Si no ha sido para tanto! —replicó Victoria mientras pasaba una página de la guía—. Y aún no hemos ido al barrio de los comerciantes de gemas. ¡Quiero ir mañana!

—¡Solo si vamos en un coche que no pase por los barrios pobres! Además, seguro que mamá y la señorita Giles querrán acompañarnos, ya has oído lo que han dicho durante la cena.

—Sí, sí, que nunca más nos juntemos con los nativos, no vayan a comernos.

El tono de voz de Victoria hizo reír a Grace.

—¿Lo ves? ¡Tú tampoco eres tan seria! —añadió Victoria, pues se había dado cuenta de que su hermana estaba aguantando la risa a duras penas.

—No dejes que te oigan mamá o la señorita Giles, ¡o nos van a encerrar!

—No te preocupes, mañana seré un ángel.

Mientras Victoria volvía a sumergirse en su guía, Grace intentó poner por escrito las palabras del ayudante.

¿Qué le había dicho? ¿Que antes de cumplir los veinte encontraría su gran amor? ¿Que se casaría y tendría un hijo? Tampoco hacía falta ser clarividente para predecir eso. Su madre ya se encargaría de que se casara y tuviera hijos. Era lo más normal en casi todas las mujeres. Y era poco probable que se marchara de allí. En el mejor de los casos, viviría en Colombo, junto al mar.

Un pasaje en particular le pareció especialmente preocupante. El mismo año en que nacería el bebé, una gran tormenta se abatiría sobre ella, poniendo fin a su vida tal y como la conocía. ¿Significaba aquello que moriría en una borrasca? ¿O se refería, simplemente a un gran cambio?

Lo último era más probable, pues entre los murmullos cada vez más incomprensibles le había parecido entender que le estaba destinado un buen final, y que llegaría a su próxima vida a los sesenta y tres años. Ah, sí, y que pasaría el resto de su vida junto al mar.

Grace escribió todo aquello y, después de leerlo, sacudió la cabeza.

Por lo que le habían dicho, su familia se quedaría mucho tiempo en Ceilán; casarse y tener hijos no eran nada del otro mundo, y si realmente iba a llegar a los sesenta y tres años, tampoco era mucho, pero aún le quedaba lejos. Aparte de la fecha de su muerte, cosa que le parecía bastante macabra, aquello podría habérselo predicho cualquiera.

Pero entonces recordó algo que el anciano le había aconsejado: «Escucha siempre a tu corazón y síguelo. Si no lo haces, traerás la desgracia sobre ti y aquellos a quienes ames».

Era algo así. Escuchar a mi corazón, pensó Grace mientras apoyaba la frente en el cristal de la ventana. ¿Pero qué es lo que quiere mi corazón? ¿Y por qué iban mis deseos a marcar el destino de nuestra familia? Los Tremayne estaban acostumbrados a obedecer a su razón, a cumplir con sus obligaciones.

Ese pensamiento seguía en su mente cuando finalmente se fue a la cama y se quedó mirando al techo, incapaz de dormirse.