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BERLÍN, 2008

A Diana el regreso a Berlín le resultó impostado. Como si ya no perteneciera a aquella ciudad. Durante el vuelo empezó a echar tanto de menos Tremayne House que le escribió un correo electrónico al señor Green. Seguro que le sorprenderá, pensó Diana, mientras tecleaba rápidamente. Pero quizá le dé la seguridad de que no volveré a dejar que pasen los años hasta regresar.

Ahora era la dueña de Tremayne House. Durante la lectura del testamento se había revelado que Emmely había dejado a Diana la casa así como los terrenos. Según el notario, el doctor Burton, nadie más podía reclamar la herencia.

Prefería no pensar, de momento, en cómo mantendría la casa. Emmely también le había dejado una suma considerable de dinero y unas cuantas acciones, pero no bastarían para conservar una propiedad como aquella.

Además, estaba el cofrecillo del compartimento secreto. Pasó todo el vuelo haciéndose preguntas. En la vieja carta de Victoria que encontró debajo del ataúd de Deidre, se hablaba de «algo» que el hombre misterioso había dejado atrás hasta que pudiera reunirse con Grace. El único elemento realmente fuera de lo común de la cajita era la hoja de palmera.

¿Tendría algo que ver con la mala conciencia de la que había hablado Emmely?

En cualquier caso, debía averiguar lo que estaba escrito en la hoja de palmera. Tal vez fuera una carta de amor en clave. Conocía a alguien en Berlín que sabía de alfabetos asiáticos.

Pero primero tenía otras cosas de que ocuparse. Debía resolver el secreto familiar y enfrentarse a Philipp. Había conseguido no responderle ni una sola vez, y eso no hacía nada fácil encontrarse con él en persona.

Al enfilar su calle, sintió la curiosa premonición de que su marido la estaría esperando. Su coche estaba en el camino de entrada, confirmando su sospecha. Al parecer, ese día no tenía ninguna comida de negocios con su amiguita. ¿Acaso la huida de Diana le había hecho reflexionar?

Detuvo el Mini detrás del coche de Philipp, y al bajar empezó a blindarse contra sus reproches por no haberlo llamado. Aunque su infidelidad no le daba derecho a quejarse de nada, a Diana le latía el corazón como si fuera una niña que llega tarde a casa y debe justificarse delante de su padre.

Al girar la llave en la cerradura, se le pasó algo por la cabeza que hizo que su pulso se acelerara aún más, aunque no de miedo.

¿Qué harás si te los encuentras a los dos en la cama? Tal vez haya sabido aprovechar tu ausencia…

Atenta a cualquier risa o ruido delator, cerró la puerta a su espalda tan silenciosamente como pudo, y entonces cruzó el pasillo de puntillas.

La luz del salón se colaba por la puerta entreabierta. La televisión estaba en marcha. No se oían otros sonidos. Diana dejó de esforzarse en ser sigilosa al empujar la puerta corredera del salón. Ahí estaba Philipp, tranquilo como si fuera una noche cualquiera. La estancia estaba en orden, solo el cristal que le faltaba a la mesa recordaba su ataque de ira. Su amante no estaba allí, pero tampoco había dado muestras de querer encontrar a su mujer. De lo contrario, la Policía habría dado con ella hacía días.

Cuando Diana dejó su bolsa en el suelo, él por fin se volvió hacia ella.

—¡Diana! —Se levantó de un salto y se acercó—. Por el amor de Dios, ¿dónde has estado?

—En Inglaterra —contestó ella fríamente mientras evitaba su mirada. Su rostro anguloso con el hoyuelo en la barbilla, los ojos castaños y el pelo rizado que llevaba muy corto, aquellas cosas que habían hecho que se enamorara de él ahora la hacían sentirse mal por lo que había hecho. Pero no, ¡no era ella quien tenía algo de lo que arrepentirse!

—¿Con tu tía? —Philipp puso los brazos en jarras—. ¿Y por qué no me lo dijiste? ¡Ni siquiera me has enviado un mensaje!

—Lo sabes muy bien. —A pesar de su intención de mantener la calma, de tomar ejemplo de la compostura del señor Green, Diana se dio cuenta de que hablaba como una niña ofendida.

—Fue una cosa sin importancia.

—¿Y qué? ¿Cuánto ha durado esa cosa sin importancia?

—Diana…

—¡Si al menos fueras sincero por una vez! —le reprochó ella.

Philipp apretó los labios. No porque no tuviera nada que decir, sino porque estaba furioso.

—¿Cómo se encuentra tu tía? —preguntó pausadamente, como si no la hubiera oído.

Diana apretó los párpados, pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. No se lo digas, intentó convencerse. Nunca se preocupó por ella.

—Está muerta —acabó diciendo.

Philipp se quedó pasmado, y entonces hizo ademán de ir a abrazarla. Diana le apartó las manos bruscamente.

—¡No me toques! ¡Esto no cambia nada de lo que ha pasado!

Philipp resopló y sacudió la cabeza.

—¿Y qué pasa ahora con nosotros?

—¿Con nosotros? —Diana rio, dolida—. Nosotros vamos a dejarnos en paz un tiempo. Voy a dormir en el cuarto de invitados.

Sin añadir nada, recogió su bolsa y subió la escalera con paso decidido.

Jadeando por la furia contenida, se sentó en el escritorio. Mi intuición era correcta, pensaba mientras sacaba el portátil. Tendría que haberme quedado en Tremayne House unos días más.

Pero debía ocuparse del bufete. Ya había hecho esperar demasiado a sus clientes. Por supuesto que serían comprensivos cuando les explicara que acababa de perder a un pariente, pero no podía abandonar el trabajo. Además, tenía que contactar con su conocido para el asunto de la hoja de palmera. Si había alguien que pudiera leerla, era él.

Próxima parada, Dahlem-Dorf —anunció la voz robótica por los altavoces del metro. Diana guardó la guía de viaje en su bolso con cuidado, y se aseguró una vez más de que el sobre que contenía la hoja de palmera no se había arrugado. Entonces se levantó.

Como siempre, le asombraba la indiferencia que mostraba la gente de su alrededor. Daba igual que uno llevara un libro raro, tuviera el pelo verde o fuera vestido como un zarrapastroso, en Berlín nadie se fijaba. Y mucho menos en el metro, donde todo el mundo se esforzaba en no mirar a ninguna parte para que no los miraran a ellos.

Unos instantes después, el tren amarillo salió del túnel y se detuvo frente a la fila de viajeros que esperaban, estudiantes en su mayoría, pero también un par de personas mayores. Una oleada de impaciencia la invadió al apearse. Por suerte, nadie se bajó con ella por esa puerta, de modo que los jóvenes se apresuraron a subir al tren de inmediato. Cuando oyó el pitido que anunciaba el cierre de las puertas, ya estaba en el ascensor, que acababa de descargar otra carga de pasajeros. Ascendió junto con un hombre de mediana edad que llevaba un maletín, probablemente un profesor de camino a clase.

Meditabunda, Diana sonrió para sí. Las cosas no habían cambiado mucho desde sus tiempos de estudiante en la Universidad Libre de Berlín. La moda era un poco distinta, los planes de estudio algo más modernos y actualizados, pero los enjambres de estudiantes sedientos de saber y de aquellos que habían decidido hacía años no abandonar jamás la universidad seguían pululando por el lugar.

Al contrario de lo que solía hacer cuando era estudiante, dio la vuelta al edificio principal y se acercó a la construcción gris de cristal y hormigón que alojaba el museo de arte de Asia oriental.

Afortunadamente, dio con su contacto de sus días de estudiante antes del mediodía, y este la citó para esa misma mañana. Algo insólito, destacó, puesto que estaba muy ocupado.

Las voces desmesuradamente altas que la recibieron al entrar pertenecían a un grupo de estudiantes en visita guiada a quien la mujer tras el mostrador de recepción miraba con desaprobación.

Diana se presentó ante ella.

—Buenos días, tengo cita con el doctor Fellner. Me llamo Diana Wagenbach.

Con una mirada suspicaz, como si creyera que estaba mintiendo, la recepcionista descolgó el teléfono y anunció su llegada. Al recibir la confirmación de la cita, sus rasgos se suavizaron un poco.

—Un momento, por favor, enseguida baja.

Diana le dio las gracias y tomó asiento en un banco. No tuvo mucho tiempo de contemplar al grupo de estudiantes aburridos, puesto que menos de cinco minutos después, su conocido salió a su encuentro. Michael Fellner era alto y delgado, tal y como lo recordaba, pero había dejado atrás la torpeza de sus días de estudiante. Llevaba una americana gris con vaqueros, y el cuello de su camisa azul cielo abierto. Que el punki que había sido ahora se paseara vestido así era algo que nadie hubiera creído hacía años, y Diana menos que nadie.

Abrió los brazos con una sonrisa.

—¡Diana, cómo me alegro de verte! Hace años que trabajamos en la misma ciudad, pero nunca coincidimos.

—¿Y ahora, qué? —replicó Diana dándole un abrazo como siempre había hecho cuando sus respectivos grupos de amigos se cruzaban.

—¡Estás guapísima! No has cambiado nada.

—Soy yo quien quiere algo de ti, así que tendrás que dejar que te haga un poco la pelota —rio Diana.

Michael se frotó la barbilla.

—Siguen dándoseme fatal los juegos de pelota. Además, no necesito que nadie me diga que he echado barriga y que empiezo a tener canas, ya lo veo yo en el espejo todas las mañanas.

Diana agitó la cabeza con desdén. Ni tenía barriga ni canas. Su pelo era algo más ralo, pero en su rostro aún reconocía al muchacho que años atrás se paseaba con unas gafas enormes y una cresta e intentaba darle lecciones de arte asiático. Las gafas ya no las llevaba, ahora su pelo tenía un corte homogéneo y Diana estaba muy interesada en cualquier lección que pudiera darle.

—Vamos a mi despacho y podrás enseñarme tu tesoro.

Después de subir una escalera y cruzar algunos pasillos, se encontraron frente al sanctasanctórum de Michael. El despacho era un templo del desorden académico y tenía buenas vistas sobre los jardines de la universidad, en los que los edificios se alzaban como pedruscos abandonados.

—Diana Bornemann —dijo él, dejándose caer en su sillón de escritorio.

¿Cuánto hacía que nadie la llamaba por su apellido de soltera? De repente, se sintió como si hubiera viajado en el tiempo. Aún no se había casado, estaba a punto de hacer sus exámenes de final de carrera y tenía grandes ideas y proyectos. Ante ella estaba el joven estudiante de Asia oriental, cuyo chino y japonés aún eran algo rudimentarios y que estaba aprendiendo hindi por su cuenta en su tiempo libre.

—Estás casada —comprobó él con un vistazo a su dedo anular—. Cuando llamaste, me pregunté quién sería Diana Wagenbach, pero entonces reconocí tu voz. ¿Sabías que casi todos en nuestro grupo soñaban con llevarte a la cama?

Diana se hizo la sorprendida. Por supuesto que había sido consciente de los avances amorosos de los chicos, y de sus peleas estúpidas para demostrar quién era el más fuerte. Michael nunca había participado en ellas, pero sus miradas eran de lo más elocuentes.

—Y yo que creía que solo os interesaba discutir sobre las desigualdades sociales. Pero no creo que debamos malgastar nuestra cita hablando del pasado.

—Tienes razón —admitió Michael, mientras se recostaba en su sillón y la miraba atentamente—. ¿Qué te trae aquí? Sonaba muy misterioso.

Diana sacó el sobre del bolso y puso la extraña hoja sobre la mesa.

—¡No puede ser! —exclamó Michael sorprendido.

Diana se retorcía las manos heladas. Así debía de sentirse alguien que muestra los trastos del desván a un experto en arte que identifica entre ellos un Da Vinci inédito.

—¿Qué es lo que no puede ser? —preguntó con curiosidad mientras Michael sostenía la hoja con reverencia y se recolocaba las gafas para poder ver mejor por encima de los cristales.

Abstraído por la curiosidad científica, Michael pasó un rato en silencio. Entonces inspiró profundamente, como si necesitara mucho aire para lo que iba a revelar.

—Dime, ¿has oído hablar alguna vez de las bibliotecas de hojas de palma en la India o Sri Lanka?

Diana negó con la cabeza.

—A riesgo de parecer inculta, es la primera noticia que tengo de ellas.

El temblor que recorrió el cuerpo de su amigo indicaba que habían dado con algo extraordinario. Pero ¿qué tendría que ver con la historia de su familia?

—Desde hace siglos, en la India y Sri Lanka se escribe sobre hojas de palma que después se encuadernan en libros, decorados con mucho detalle.

Tecleó algo en su ordenador y giró la pantalla para mostrárselo a Diana.

Los libros de hojas de palma de los que hablaba Michael parecían a primera vista grandes archivadores. Los grabados sobre las tapas eran como las letras alambicadas que había sobre la hoja, enmarcadas con detalladas cenefas. Algunas de aquellas «cubiertas» solo estaban grabadas con esas cenefas.

—¿Y crees que esta hoja es una página de uno de esos libros?

Michael negó con la cabeza, y se recolocó las gafas.

—No, querida, esto es algo muy distinto. En circunstancias normales, esta hoja no debería estar en tu poder.

—¿Por qué? ¿Está prohibida su posesión? En mi defensa, debo decir que esto tiene probablemente más de cien años.

Michael se apoyó sobre la mesa. Los pensamientos parecían agolparse en su mente. Después de sacudir la cabeza, como si no pudiera creer lo que veía.

—Lo que tienes aquí, estoy convencido, es una hoja de la legendaria biblioteca de palma, un antiquísimo oráculo indio —explicó—. La mayoría están escritas en tamil antiguo, una lengua que hoy en día casi nadie puede leer. Una de las leyendas de esta colección cuenta cómo Bringhu, el hijo de un sabio que tenía el privilegio de poder comunicarse con los dioses, cometió un día el sacrilegio de abofetear a Vishnu. Como castigo, Lakshmi, la esposa de Vishnu, lo maldijo con la infelicidad. Aunque Bringhu mostró un profundo arrepentimiento, la diosa fue incapaz de levantar la maldición. A cambio, le dejó leer un legendario pergamino cósmico que le permitió conocer el destino de la humanidad. La diosa le ordenó escribir el destino de todos los brahmanes en hojas de palma.

—Suena interesante —dijo Diana, aunque la información le parecía que tenía poca relación con su familia—. Es posible que fuera un colono quien sustrajo la hoja. Aunque no lo sé con seguridad. —Decidió guardarse para sí la sospecha que la hoja de palma formara parte de la dote de Grace.

—Es posible —replicó Michael—. Estoy seguro de que los colonos no sospechaban que el hurto de una de estas hojas podía traer consigo una gran desgracia. Normalmente, las hojas de palma nunca se hacían públicas. Eran leídas e interpretadas por los nadi, a quienes la gente acudía para conocer su suerte a través del pasado, el presente y el futuro. A veces contenían información sobre vidas anteriores; como ya sabrás, los hindúes, igual que los budistas, creen en la reencarnación y en el Nirvana.

—Que se alcanza cuando una persona se ha librado de todos sus pecados a través de la penitencia.

La época hippy ya era algo caduco en sus tiempos de estudiante, pero, aun así, muchos de sus compañeros de clase sintieron la llamada del budismo.

—Es una forma de decirlo. Si uno no logra influenciar su karma positivamente, se reencarna una y otra vez hasta que comprende lo que debe y lo que no debe hacer. Por explicarlo de forma simplificada.

A Diana se le puso la piel de gallina. ¿Era posible que Henry Tremayne hubiera atraído esa maldición sobre su familia? ¿O el desafortunado Richard? ¿Por robar la hoja de palma de una biblioteca?

—¿Hay algo de cierto en esta maldición?

—Eso es algo que debe decidir cada uno. Algunos relatos cuentan que aquellos que, por ejemplo, roben un objeto sagrado a los maoríes, serán perseguidos por la mala suerte, o perecerán en circunstancias extrañas. Desde el punto de vista de la ciencia moderna, yo no puedo más que celebrar que algo que no nos pertenece regrese a su hogar, siempre que se haya registrado apropiadamente y se hayan hecho copias. Y es por eso por lo que me gustaría pedirte que me dejes fotografiar este tesoro.

—Por supuesto —replicó Diana algo insegura, pues sus pensamientos seguían dándole vueltas al asunto de las maldiciones y a lo que Emmely le había dicho en su lecho de muerte.

—Es realmente fascinante. —Michael la miraba de forma penetrante—. Me interesaría mucho saber de dónde la has sacado.

—La encontré en un compartimento secreto.

—¿Y dónde está ese compartimento?

—En una vieja casa solariega en Inglaterra. Mi tía murió, y me dejó el encargo de abrirlo. Estaba dentro.

—Lo siento —replicó Michael—. Lo de tu tía. El hallazgo es, simplemente, sensacional.

¿Le cuento el resto de cosas que he encontrado? Diana decidió no hacerlo, y preguntó:

—¿Es posible averiguar de qué biblioteca en concreto procede esta hoja? Para poder devolverla, quiero decir.

—Bueno, eso sería muy difícil. Aunque acudas a todas las bibliotecas, nadie será capaz de decirte si la hoja les pertenece. Como ves, no ha sido catalogada.

—Pero en algún lugar se habrán dado cuenta de que falta una hoja.

—Contándolas, nadie echará de menos una. Lo único que podría suceder es que alguien que quiera averiguar su destino no pueda hacerlo porque la hoja correspondiente lleva años atrapando polvo en un escondrijo de Inglaterra.

—¿Es que hay una hoja para cada persona?

—No, pero hay muchas. Yo lo explico diciendo que llegan muchas nuevas almas al mundo sin karma alguno. La mayoría de personas que encuentran su destino en las hojas tienen, en opinión de los brahmanes, muchas vidas y reencarnaciones a sus espaldas.

Diana contempló la hoja. La curiosidad la corroía por dentro. ¿Cuál era su mensaje? ¿El futuro de quién profetizaba? ¿El de Grace, o su amante secreto? ¿Tal vez otro pariente? De repente, sintió un inmenso deseo de hablar con Emmely. ¿Por qué nunca le había hablado del tiempo que su abuela pasó en Sri Lanka? ¿Por qué no le contó nada de los hermanos Henry y Richard? Igual que las hijas de Henry, se habían convertido en números y datos en su árbol genealógico, rostros en fotografías que se iban desvaneciendo con el paso del tiempo.

Aquello que le había causado tan mala conciencia a Victoria, ¿había sido tan horrible en realidad?

—¿Y qué hago ahora? —preguntó finalmente.

—Lo mejor sería que, primero, encuentres a alguien que pueda leer la hoja —respondió Michael, que tampoco le quitaba ojo. Tal vez perteneciera a algún familiar. Cuando encuentres al lector, quizá podrás averiguar a qué biblioteca pertenece. Pero no prometo nada, como te he dicho, hay una cantidad tremenda de hojas como esta.

—Eso significaría que tendría que ir a la India.

—Eso parece. No creo que haya lectores nadi fuera de la India.

—O Sri Lanka. —De repente, se acordó de la guía de viajes—. ¿Existe alguna biblioteca de estas en Colombo?

—¿Por qué precisamente en Colombo? —se sorprendió Michael.

—En el compartimento secreto también había una guía de viaje antigua. Por eso sospecho que esta hoja procede de finales del siglo diecinueve.

—Lo más probable es que sea mucho más antigua. Si me la dejas unos días, podría incluso decirte con exactitud cuándo la escribieron.

—Te la dejaré para que la inspecciones. Yo tardaré un tiempo en averiguar hacia dónde tengo que dirigirme.

Michael le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—La fotografiaré y le haré pruebas para determinar su antigüedad. Eso requiere algún tiempo.

—¡Pero quiero que me la devuelvas! —advirtió Diana.

—No te preocupes, claro que te la devolveré. Te llamaré tan pronto como haya podido fotografiarla y hacerle las pruebas necesarias. Será cuestión de un par de días.