III. UN ENCUENTRO CON «NOSTRAMO»

Dejando el jardín de las Hespérides, que esto es en puridad la preciosa huerta alicantina, se va volviendo más áspero el camino, merced a la complicación de los trazos o ramales de la cordillera ibérica que surcan y envuelven el norte de la provincia.

Así es como se ve Jijona en la falda de la Peña de su nombre, con calles muy pinas, en escalinata buen caserío y muchos colmenares, de cuya miel se fabrica el famoso turrón de la tierra. De esta golosina gustan tanto los españoles como los extranjeros; como que muchos turroneros hacen la pacotilla yéndose a venderlo a los antípodas, donde es Australia.

En Jijona se bifurca el camino a Alcoy. La carretera, que corren las diligencias subiendo y bajando las pendientes del Agullent y del Benicadell, hasta ganar el puerto de Albaida; y la senda muletera, muy escarpada pero muy vistosa, y entre sus vistosidades el pantano de Tibi, hermoso lago artificial orillado por almendros, higuerales y colinas de vidueños.

Cerca de este fresco lugar hallé entre la floresta un cobertizo, donde estaban puestos a secar en tendederos de caña abundantes higos sueltos. Parecían decirme: «¡Cómenos!», con su aspecto melifluo y jugoso, en tanto que las aguas de los despeñaderos que van a aumentar el Tibi me gritaban con voces cristalinas: «¡Y nosotras saciaremos tu sed!».

No pude resistir la tentación, y mordí un higo y enseguida otro y otros, pues muy bien dicen que el comer y el rascar todo es empezar. A este tiempo se nubló la tarde y empezaron a caer goterones de agua, accidente meteorológico que me venía de perlas, porque con la tormenta no vendría nadie a molestarme.

Como así fue; pues cerca de un cuarto de hora estuve a mi talante comiendo higos, este quiero y este no quiero, con la doble satisfacción de quien se ceba en fruto del cercado ajeno y en fruto tan sabroso como es el higo. Dígalo, si no, Jerjes, que, al olor de las brevas de Grecia, hubo de pasar el Ponto, y así empezaron las guerras médicas.

Estaba, pues, en tan dulce entretenimiento, cuando oí el chocar de los cascos de una caballería en las piedras del camino, y, de golpe y porrazo, pararse a la puerta de mi escondite, sorprendiéndome la aparición de un jinete y su criado.

Bajó el primero de la cabalgadura, y al amparo de un enorme paraguas rojo que el segundo llevaba abierto, entró en el cobertizo.

Era nada menos que un señor cura, con hábito talar y ancho roquete. Iba descubierto, y por la unción con que apretaba algo contra el pecho, supuse sería portador del viático a algún moribundo. El sacerdote apenas me miró, sino que, con religioso silencio, se mantenía de pie en el umbral mientras el criado ataba el animal al resguardo de la enramada.

Tras este menester se metieron dentro del cobertizo, y en cuanto el criado reparó en mí, tocó la campanilla como dándome a entender que allí estaba Nostramo [7]. A esta señal, me hinqué de rodillas y adoré al Santísimo.

El cura, que venía mojado por la tormenta, colgó el porta–viático de una escarpia, muy delicadamente, cubriéndole con la banda, y dio el capote al espolique, sacristán o lo que fuese, para que le escurriera el agua.

Yo estaba arrodillado y a punto de cantar el Pange lingua, mas el sacristán no me dio tiempo, porque, llamándome aparte, díjome en voz baja:

—Ayúdeme a desensillar la mula.

Cosa que entre los dos hicimos prestamente, llevando adentro el arnés.

En un pronto cesó de llover y apareció el sol. El cura y su acólito esperaron a que acabara de escampar, y entre tanto, para resarcirse de la mojadura, daban repetidos manoseos a los apetitosos higos.

A los pocos minutos, volvimos a ensillar la bestia y el cura se dispuso a cabalgar. El espolique sujetó el animal por la brida y yo ayudé al jinete a poner el pie en el estribo. Después, a toda prisa, cargué la mochila, tercié la manta, y con el sombrero y el palo en una mano, corrí a alcanzarles; y cogiendo del ronzal de la mula fui conduciéndola por los pedregosos senderos con la reverencia debida al Sacramento del altar.

¡Con qué mística delectación lo hice! ¿Tú —me decía—, tú, pobre errante; tú, miserable, a quien hasta los perros desprecian, convertido en escudero del Rey de Reyes? A haber tenido salterio, de fijo que, como David acompañando el arca de la Alianza, voy por delante tañendo, cantando y haciendo cabriolas; pero como no lo tenía y ello, además, me hubiera dado patente de chiflado ante el cura y el sacristán, me contenté con musitar aquellos versículos del salmo 63, que hacían a mi situación, pues los dijo el Rey Profeta, errante también por los desiertos:

In terra deserta, et invia, et inaquosa, sic in santo apparui tibi utviderem virtutem tuam et gloriam tuam [….] Et in velamento alarumtuarum exultabo... [8]