I. EN LA ALHAMBRA
PASADOS los infiernos de Loja, hondos desfiladeros por donde se precipitan cien arroyos y riachos, se entra en el paraíso de la vega granadina que fecundiza el Genil y aquí comienza. Es un vergel delicioso de ocho leguas de largo y cerca de quince de circunferencia, lleno de caseríos, quintas y casas de campo. Una campiña verde y fresca, un vasto parque en el regazo de una concha inmensa entre un marco de colinas exuberantes de vegetación; en lontananza un anfiteatro de montañas bañadas de una divina luz celeste, y por encima de todo, las nieves eternas de Sierra Nevada en el azul intenso del cielo. Casan allí admirablemente las dos bellezas más opuestas de la naturaleza: la nieve inmaculada del Norte y el sol de fuego del Mediodía.
En este cuadro, idealmente hermoso, la ciudad levanta sus rojos cubos y colorines torreones, escalonados en los declives de tres colinas abiertas como los cascos de una granada, nombre de una sabrosa fruta y de una encendida flor oriental, que sienta como anillo al dedo a la señora de la Alhambra y a su paisaje, el más riente de España.
Ante el encanto de esta ciudad magnífica, el viajero comprende muy bien el dolor que sintieron los moros al dejarla; dolor que será eterno y que diariamente se renovará en sus almas cuando en sentida plegaria pidan todavía al Profeta que se la devuelva, con igual fe que el más ferviente cristiano puede pedir a Dios el goce de la Jerusalén eterna.
Dispuesto a saborear sus encantos, me propuse parar en ella algunos días, y como no había que pensar en fondas ni hoteles, me di a husmear la manera de vivir.
Entré por la famosa puerta Elvira, y dando vueltas, tropecé con el mercado y la plaza Vivarrambla.
Aquí es la plaza tan mentada por los pasatiempos de otrora; galas, justas y torneos, juegos de sortija, músicas adornadas y zambras. Aquí donde lucieron las vistosas libreas de los Abencerrajes, las delicadas invenciones de los Gazules, las altas pruebas y ligerezas de los Alabeces, los costosos trajes de los Zegríes, Muzas y Gomeles.
Y acordándome de todo esto, sentado en un poyo, recité con los ojos entornados:
Afuera, afuera, afuera,
aparta, aparta, aparta,
que entra el valeroso Muza,
cuadrillero de unas cañas.
Treinta lleva en su cuadrilla
abencerrajes de fama,
conformes en las libreas
de azul y tela de plata.
De listones y de cifras
travesadas las adargas:
yegua de color de cisne
con las colas encintadas.
Atraviesan cual el viento
la plaza de vivarrambla,
dejando en cada balcón
mil damas amarteladas.
Los caballeros zegríes
también entran en la plaza;
sus libreas eran verdes
y las medias encarnadas.
Al son de los añafiles
traban el juego de cañas,
el cual anda muy revuelto,
parece una gran batalla.
—¡Agua helada de la Alhambra! —oí gritarme casi a las orejas, sin duda para que despertara de mi ensueño.
Y vi un aguador como en Antequera, sólo que el granadino cargaba a la espalda una garrafa envuelta en corcho, de la que vertía el delicioso líquido sin más que ladear el recipiente por el hombro.
—¡Heladita de la Alhambra! —volvió a cantar.
Sugestionado por este nombre le pedí un vaso. Quise pagarle y no quiso.
—¿Tan pobre me crees —hube de decirle— que te duele cobrarme una perra de agua?
—Pero tampoco será usted un marqués —me contestó, descargando la garrafa, como quien se dispone a descansar. Enseguida sacó la petaca, me convidó a hacer un cigarro y acabó diciendo—: ¿Es que no me quiere agradecer una sed de agua?
¿Si habré tropezado con otro Juan de Dios?, pensé yo; pero me limité a responder:
—Bien, hombre, eres un barbián; te doy las gracias.
—Las gracias se dan después de comer —me respondió con gravedad.
—Esto pienso hacer yo, dar las gracias a Dios después que coma.
—Dios está más lejos y más alto que el «Picacho». ¿No le sería a usted igual dárselas a otro que esté más cerca?
—Acertaste —me dije—. Este hombre te va a resultar san Juan de Dios resucitado para servirte en Granada. Lo menos que va a hacer es convidarte a comer. Pero no fue así, porque a seguida añadió:
—Vea, hermano; aquí en Granada los forasteros están muy bien servidos.
—Será como en todas partes: pagando.
—Quia, no señor; esto no tendría ninguna gracia; oiga usted, falta una hora para las doce (el reloj vecino de la catedral daba las once); en esta hora del mediodía le esperan con la mesa puesta los canónigos del Sacro Monte y los jesuitas de la Cartuja.
—Pero estos señores estarán muy lejos de aquí.
—Sí y no; yo le enseñaré las vueltas para dar pronto con ellos. De todos modos, están más a mano que Dios, que está en el cielo, y hasta allí hay que gritar pidiéndole el pan nuestro de cada día.
Pero yo me sentía con pocas ganas de echar un trote hasta aquellos lugares. Además, no quería entrar en Granada como mendicante, sino como un hidalgo: con la hidalguía de las pesetas antequeranas ganadas al herbolario.
—Agradezco tus indicaciones —dije al aguador—; pero acabo de llegar por la carretera, y dejo el bollo por el coscorrón. Ya sé dónde se come gratis. Ahora dime dónde sirven más barato.
—¿Piensa usted estar muchos días en Granada? —me preguntó, en vez de responder a mi interrogación.
—Dos o tres, ¡qué sé yo! Lo que me dure el dinero, que no es mucho; cinco pesetas, sobre poco más o menos.
—Pues entonces vamos a hacer un trato —díjome muy formal—. Yo me gano la vida vendiendo agua, pero soy guarda de un solar en el que tengo una casuca. A estas horas, que no se vende el agua, porque como no sea algún inglés chiflado no anda nadie por las calles, voy a hacerme la comida. Si le conviene, comeremos juntos. Por dos reales le daré de comer al mediodía y a la noche sitio donde recogerse, porque vivo solo y me sobra local.
¡Adiós, caridad! ¡Adiós, san Juan de Dios! Este hombre iba a su negocio y lo que hizo fue tantearme por si podía hacerme su huésped. ¡El buen aguador se fijó en mí, caballero de la triste figura, como un gancho del Washington Irving sonsaca y atrae para su hotel a un príncipe ruso!
Pero el trato me pareció de perlas. ¿Bazofia y dormida por dos realitos diarios? ¡Ya lo creo! Aseguraba unos días y durante ellos me daría verde en Granada, estudiándola a mis anchas. Sin embargo, dábame mala espina lo del solar, acordándome del de marras sevillano, estercolero de miserias humanas.
Pero no fue así. El aguador me llevó a él y descubrí un hueco sin edificar en una manzana de la calle de la Gran Vía, que por aquella parte forma el ensanche de la población, calle que debiera llamarse de la Gran Herejía, por la grande que la han hecho los granadinos, destruyendo y arrasando el barrio árabe que allí estaba.
Así se perdieron la casa de la Inquisición, el colegio de Canónigos y gran cantidad de patios moros. Sin ir más lejos, en el solar a que hago referencia, vi un montón de materiales de derribo que hubieran hecho las delicias de un arqueólogo: columnas y capiteles árabes, pilas de azulejos, zapatas mudéjares y otras filigranas de los alarifes moros.
Y junto a los preciados escombros, un barracón, la vivienda del guarda, si que también aguador. El cual dio principio a mi hospedaje, aderezando un guiso con más patatas que carne.
Parecióme bonísimo albergue, y me apresuré a pagar por adelantado los dos realitos correspondientes a mi primer día de pupilaje.
Acabado de comer, mi huésped se echó a la calle con su garrafa, y yo, con las manos en el bolsillo, a ver la población.
Y, ante todo, la Alhambra...
Por la ciudad de Granada
el rey moro se pasea;
por la calle el Zacatín
llegaba a la Plaza Nueva;
Es decir, el aguador me guió a ella.
Aquí está la Chancillería y en frente se divisa un cerro verde y frondoso que sirve de pedestal a la acrópolis abandonada de los reyes moros.
Entonces, a lo poético, hice a mi acompañante aquella pregunta que el rey don Juan I hiciera al moro Abenamar estando en el río Genil, y que cantan las niñas en el corro:
—Yo te agradezco Abenamar,
aquesta tu cortesía,
¿qué castillos son aquellos?
Altos son y relucían.
A lo que mi aguador, a fuer de buen granadino, contestó, envidando el resto del romance:
—El Alhambra es, gran señor,
y la otra la Mezquita,
los otros los Alijares
labrados a maravilla.
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día;
el día que no labraba
otras tantas se perdía.
El otro es Generalife,
huerta que par no tenía;
el otro Torres Bermejas,
castillo de gran valía.
Tras esto echamos a andar. Pasada la Cuesta de los Gomeles, convertida en cuesta de pintores, por ser aquello una exposición al aire libre de acuarela, y fotografías de Granada, el aguador tomó por un camino para ir a llenar su garrafa en los aljibes, y yo por otro: una alameda por la que se tamiza el sol a través del claro follaje de las hayas.
Cuando mayor es la obsesión que a uno le embarga ansiando ver cuanto antes la maravilla mora, sorprende desagradablemente a mitad del camino la aparición de dos pegotes arquitectónicos: Washington Irving y Los Siete Suelos; dos hoteles donde anidan las cucarachas que infestan la Alhambra.
Eso me parecieron los señores turistas que allí vi entrando y saliendo a paso lento y correctamente vestidos de negro.
Gran hispanófilo y admirador de las glorias de Granada fue Washington Irving; pero es un nombre que en andaluz es una guasa, aparte que, colgárselo además a un hotel en plena Alhambra, es una nota discordante. Cualquier otro nombre le hubiera estado mejor, así fuese el del Moro Muza. Y por añadidura Los Siete Suelos, es decir, gato por liebre, porque Los Siete Suelos auténticos, por cierto reducidos a cuatro, es la famosa torre por la que salió Boabdil cuando dejó la Alhambra y que más arriba se ve.
Los granadinos debían derribar a cañonazo limpio estas verrugas de piedra que afean las alamedas moras y ceder el sitio aunque fuera a un aduar marroquí; todo menos convertir aquello en viveros de levitas y levitones.
Bien es verdad que para visitar la Alhambra habría que ponerse el alquicel y el turbante.
La moderna indumentaria de la burguesía cosmopolita en aquella mansión de hadas es una blasfemia estética; es algo así como si en el coro de la catedral de Toledo viéramos sentado un capítulo de mercaderes y maestros de taller. Si algún día expulsan a los frailes de España, habían de tolerarse los indispensables para vestir los monumentos arquitectónicos que ellos dejen, a la manera que El Escorial hubo de cederse a los escolapios y luego a los agustinos.
No vestido de moro y con babuchas, porque no podía ser, sino descalzo, colgando del brazo las alpargatas, me preparé a ascender al Alcázar, pareciéndome que con ellas profanaría las marmóreas losas de sus salas; y quien dice alpargatas dice charoladas botas.
Estas reflexiones hacía, tendido sultanamente en un parterre frente de Los Siete Suelos, cuando reparé en un can que, por lo visto, pensaba como yo. Señorito que por allí asomaba, de tiros largos y lustrosas botas, había de tropezar necesariamente con el animalillo, el cual, levantando la patita, le pintaba las botas.
Indignábase el caballerango, y aun amagaba un puntapié o varapalo, pero ya el animal se había zafado y, meneando la cola, saltaba y ladraba alborozado. A esta sazón acudía su amo, un limpiabotas, diciendo, gorra en mano:
—Caballero, ¿limpio?
De cada tres manchados, dos decían amén. El limpiabotas se arrodillaba a sus pies, sacaba el lustre, y a cada servicio regalaba a su acólito con un terrón de azúcar. Tan bien enseñado estaba el animal, que en los descansos alzaba la patita, meaba, y así hacía su provisión de barro. No pude menos de reír su destreza y regalarle con un trozo de caña dulce, que no desdeñó, pues sería tan goloso como hábil.
Di, por fin, con la Alhambra. Embalsamados jardines llenan todos sus rincones, y hiedras y arrayanes trepan por los rojizos muros. Es la vida de las plantas siempre joven y triunfal al través de las mutaciones del tiempo, sólo que aquí hay que olvidar la naturaleza y convertir la admiración al arte de los moros, que hicieron del alcázar una mansión de hadas; y así lo piensa el viajero cuando entra en el recinto y, por una especie de sortilegio, se ve encerrado entre las fantásticas decoraciones de patios, salas y galerías.
Desde el mirador de la Torre de la Vela parece tocarse Sierra Nevada; tan diáfano y sutil es el ambiente. A vista de pájaro vense el blanco caserío de la ciudad y los verdes macizos del Generalife y de la Alhambra; al fondo, la verde alfombra de la anchurosa vega, y arriba, en el cielo, una cúpula de purísimo azul: la parte de Paraíso que corresponde a la tierra, en opinión de los moros de Granada.
Allí habló el rey don Juan,
bien oiréis lo que decía:
Si tú quisieres, Granada,
contigo me casaría...
Mas como tardara la contestación, el rey don Juan dejó el alcázar árabe, bordeó el suntuoso palacio, no terminado aún, de Carlos V, y llegó a una alameda, a espaldas de la iglesia de Santa María. Bajó una rápida pendiente, hacia la izquierda, y vino a dar con el admirable palacete de Las Damas y con la mezquita. Después, con la soberbia Torre de los Picos, y bajando un cobertizo sobre el que descansa la torre, miró la cuesta del Rey Chico, hoy llamada de Los Muertos, que conduce al Darro.
Enfrente están la colina del Sacro Monte y el Albaicín.