II. LORD STANHOPE

Así estaba echado desnudo en la playa, escarbando la arena, haciendo pozos o cogiendo conchillas y caracolillos, que vi a pocas varas de donde yo estaba otro hombre con baticola —que así llamaré, para más decencia, a los taparrabos—, haciendo cabriolas y zapatetas al aire.

—¡Vaya! —pensé—, Dios los cría y ellos se juntan. ¡Algún cofrade de la Santa Hermandad de la vagancia! —Y no le hice caso. El sí

hizo caso de mí, porque tal como estaba vínose a mi lado. En cuanto se llegó me apresuré a tapar mis vergüenzas.

—Buenas tardes —me dijo.

—Muy buenas —le contesté.

—Le vi nadar y estoy encantado de lo bien que lo hace usted. Lo que más le envidio es la plancha horizontal, que yo nunca he podido hacer.

Todo esto me lo decía en un tono que a la legua transcendía a extranjero. Se podía apostar doble contra sencillo a que era un inglés; pero por el tipo no lo parecía, y sí más bien un moro del Rif, por la delgadez del cuerpo y por el color y lo avellanado de su cara. Como quiera que fuese, hablaba muy bien el castellano.

La plancha horizontal a que se refería consiste en tenderse boca arriba, sin hacer ningún movimiento ni esfuerzo, quedando completamente estirado en el agua. El cuerpo queda entonces sumergido, dejando ver únicamente los pies y parte de los brazos, manos y cara. En tal posición muchos están horas enteras en el agua, fumando y hasta leyendo [5].

—¿Es usted inglés? —le pregunté para salir de dudas.

—Sí, señor; marca London —repuso jovial—. Y ¿usted?

—Madrileño de Madrid, como dicen allá en los barrios bajos.

—¿Madrileño? ¿Y sabe usted nadar tan bien? Allí, según tengo entendido, la gente no recibe en toda su vida más agua que la del Bautismo.

Se refería, como es natural, a tantos conciudadanos nuestros hidrófobos, que se contentan buenamente con lavarse cara y manos, dejando el resto del cuerpo con una capa de mugre que buen año para el ladrillo con que Job se rascaba en el muladar. Sepulcros blanqueados, aparatosos por fuera y hediondos por dentro. Pero yo hube de salir en defensa de mis paisanos: 5

—Estas son exageraciones; en Madrid hay gente limpia y gente sucia, como en todas partes.

—¡Oh, no!; entre nosotros, entre los ingleses, la purificación por el agua está en el rango de una virtud: la virtud de la limpieza.

—Será como usted dice; pero aquí estamos un español de tierra adentro que sabe hacer la plancha en el agua, y un inglés que no sabe hacerla.

—A eso venía, a que me la enseñara usted.

Sí; para eso estaba, para dar lecciones de natación. Cabalmente por no tener fuerzas para nadar más hube de recurrir a la plancha, y ahora salía el inglés con que se la enseñara. Y ¿qué

inglés sería? Algún pelagatos, un minero, un descargador del muelle o cosa así.

—Es que se lo pagaré bien —añadió, comprendiendo que yo no quería ser maestro de balde—. Veo que no me conoce usted. Toda Almería sabe de mí; pero yo le diré quién soy.

En aquel instante vi cielos y mar de color de rosa. Comprendí que había topado con un inglés extravagante y que su chifladura haría provechoso mi paso por Almería. Hubo un momento que, olvidando que era un mortal como yo, se me antojó un dios marino. Neptuno, Pan, ¡qué sé yo!, surgido de las ondas para salvarme.

Púseme en pie para oírle mejor, y por poco no doy una zapateta de alegría. Pero entonces se sentó él, y al compás que jugaba con la arena fue diciéndome:

—Ante todo la presentación. Me llamo Jorge de Stanhope. Excuso el título, es decir, si soy lord o mister, porque así, en pelota, alardear de par del Reino Unido sería caricaturesco. Me limitaré, por consiguiente, con poner a la cabeza de mi genealogía a Adán de Stanhope y a Eva de Stanhope, y a decirle que soy hombre rico.

—¡Dichoso y bienaventurado! —exclamé sin poderlo remediar.

—Lo sería, si a la riqueza añadiera lo demás, esto es, buen rostro y buena salud, que con la mucha hacienda y bien ganada son las tres cosas que hacen feliz a un hombre, según la balada escocesa. Pero a mí me falta la segunda de aquellas.

—¡Cómo, sir! —repuse, dándole tratamiento, pues entendí que era realmente un milord por su apellido y por su elocución—. ¿Usted enfermo y desafía en piruetas a estas horas el sol andaluz?

—Como que este sol es mi médico —repuso muy formal—. Padezco de una afección edematosa. Harto de apurar todos los recursos de la medicina, me trasladé a este litoral, y aquí, tumbado en la playa horas y horas, me empapo de los ardientes rayos del sol. No solamente voy curando de mi enfermedad, sino que también mis órganos adquieren suma tonicidad. Casi estoy sano. ¿Tengo o no tengo razón en decir que este sol de Almería es mi médico?

—Pues no se confíe mucho en él, sir, porque a lo mejor lo mata de un tabardillo.

—Para eso asocio la acción tónica del aire y del sol con la medicatriz de las aguas del mar; es decir, que combino los tres agentes de la medicación marítima: el clima donde se toman los baños, el agua del mar, que por esto llamamos salado, y amarga la onda; y las brisas marinas a cuya acción me expongo sin cesar en la playa. Pero para entrar en el mar hay que saber nadar, y yo sé muy poco. De todos modos, nadando se cansa uno mucho, y como lo que yo quiero es estar más tiempo en el agua, de ahí mis deseos de aprender a hacer la plancha.

—Sir, estoy a sus órdenes. ¿Cuándo quiere usted que empecemos?

—Pues ahora mismo, si le es a usted igual.

El inglés se acercó al mar, tanteó el agua mojándose primero las rodillas, luego la cintura y después la espalda, y acabó por arrojarse con súbita inmersión, para no dar tiempo al cuerpo de notar el cambio brusco de temperatura. Y yo con él. ¡Al agua, patos!; y como los patos nadamos, chapoteamos y nos zambullimos para acelerar la circulación de la sangre. Después, en el seno tibio y mimoso de las ondas, enseñé a mi discípulo a tender el cuerpo boca arriba e inmóvil. Es cosa tan fácil, en perdiendo el miedo, que a la primera lección se aprende; pero como además milord me veía remar adelante y atrás, ora sólo con las piernas, ora con los brazos, quiso aprender esto también, con lo que hubo de aplazarse para otra sesión o sesiones, porque sentíamos los primeros escalofríos.

Milord se corrió a un cañizo donde tenía su ropa y su maletín de baño. Vile ensabanarse, secarse con una toalla y en un santiamén vestirse. Yo no pude hacerlo tan aprisa, porque toda mi sábana eran los rayos del sol, y así, a medio vestir, me encontró el inglés y me dijo:

—Estoy muy satisfecho de sus lecciones y de lo discreto de su conducta.

—¡Sir...! —repuse, inclinándome, esperando el maná.

—Mientras ellas duren le pagaré a usted a duro por sesión. Me es indiferente por la mañana o por la tarde, porque, estando bueno el día, aquí estoy desde que empieza a calentar el sol hasta que va apagándose. Usted escoja la hora que le convenga. Por lo que pudiera ocurrir, vivo en la Fonda del Vapor. ¡Ah!, tome usted sus honorarios de esta tarde.

Y me largó un duro.

—Y, además, un trago de brandy para quitar el gusto del agua del mar.

—Muchas gracias, sir.

Y lord Stanhope, con su maletín, echó a andar, hollando la arena, y cuando pisó tierra firme, erguido y a paso largo, se internó en la población.

En dos días más aprendió milord lo que quería, pagándome a toca teja los honorarios, como él los llamaba. La tarde última me di tal maña en servirle un embuchado de historia y de literatura inglesas, que el hombre, encantado, en vez del duro, diome un billete de cinco.

—Milord, no tengo suelto —repuse, dándome tono; porque, a la verdad, nada le conté de mis aventuras.

—No importa —respondió—; íntegro para usted.

No solamente no le enteré de mi vagabundez, sino que me guardé de ir a su alojamiento, cuyas señas me diera el primer día, no fuese que al verme de tan mala facha se avergonzara de su maestro. Otra cosa era en la playa, donde nos veíamos en traje de baño y éramos pariguales. Lo que sí hice en estos dos días fue pedir al cielo por la noche que amaneciera un sol de fuego para que no me faltara el maná.

Con tantas pesetas lo pasé hidalgamente en Almería; renové el calzado y la ropa interior, y ni que decir tiene, aún me sobró dinero para el camino.