I. MIGNON

ESTE pueblo de Huércal–Overa confina con la provincia de Murcia, cuya localidad más importante hacia este lado es la ciudad de Lorca, con una fértil y hermosa huerta regada con las aguas del Sangonera, que cruza la ciudad.

Equidistante de Lorca y Murcia está Totana, partida por gala en dos barrios, el de Sevilla y el de Triana, y situada al norte de una sierra cubierta de nieve la mayor parte del año, de cuyo artículo provee a la capital, distante unas ocho leguas. El vecindario de Triana está compuesto casi por mitad de labradores y gitanos, a juzgar por la clase de gentío que, por ser domingo, vi en el mercado. Y entre la concurrencia un cirineo con el palo de un anuncio en el que estaba escrito con almazarrón: Compañía cómico–lírica–acróbata nacional. Función, a las seis de la tarde, enla Posada del Laurel.

Como por estos días iba boyante, habíame dado a la buena vida, y entre mis tentaciones fue una la de albergarme en la posada. Por dos pesetas ajusté comida, cena y cuchitril. Como era ya más de la una, hallé el comedor casi desierto. Los únicos que allí estaban eran un hombre y una mujer, padre e hija, como se verá, que hablaban en esta guisa:

—¿Te encuentras con ánimo para trabajar, Antonina?

—Haré un esfuerzo, papá.

—Ya ves, hija, hoy es domingo y convendrá aprovecharlo, porque si no, otra semana de espera.

—Yo bien quisiera —respondió ella, una joven pálida y ojerosa, de ojos muy negros y cutis de camelia—, pero no sé si podré. El ataque de esta mañana me dejó aniquilada.

—¿Quién se acuerda de eso? Ya pasó, Antonina. Además, no se debe hablar de cosas tristes en la mesa —añadió con tierno reproche—. Vamos a indigestarle la comida al vecino.

Referíase a mí, que por estar en la mesa del lado era su vecino en verdad.

—Nada de eso —repuse aprovechando la alusión—. Pueden ustedes hablar con la mayor libertad. Estoy hecho a todo. Lo que siento es que la señorita esté enferma. ¿Son ustedes forasteros?

—Somos comediantes —respondió el padre—, cómicos de la legua o faranduleros, como se quiera llamarnos. Llegamos a Totana y aquí posamos para dar unas representaciones al partido; pero nos vemos partidos.

—No le entiendo a usted.

—Eso quiere decir que trabajamos por nuestra cuenta y riesgo, sin empresarios de por medio, a pérdidas o ganancias, y que las primeras superan a las segundas.

—El resultado era de prever —contesté—. ¿Quién les mete a ustedes en estos andurriales? Labradores y gitanos no están por el arte escénico, sino por espectáculos de feria.

—Pues este es nuestro repertorio.

—¿Y tampoco les gusta?

—¡Ya lo creo que les gusta! Sólo que no podemos servírselo, porque nos ha faltado lo mejor de la compañía; esta hija mía, que desde que vinimos a Totana no tiene día bueno.

La joven estaba tomando un menjurje negro, el café posaderil, y parecía tenerla sin cuidado lo que hablábamos.

—Y el resto de la compañía, ¿dónde está? —pregunté—, porque habló usted de una compañía.

—Los demás están en el coche–cama, un barracón con dos ruedas, en el que viajamos como cíngaros trashumantes y que nos sirve de casa y guardarropía.

—Según esto, el personal será poco numeroso.

—Pues esta, mi hija Antonina; su hermano; otro asalariado, que así hace de gracioso de sainete como de payaso de pantomima, un perro sabio y un servidor de usted, que asume el triple cargo de director de la farándula, de barba y de nigromántico, según se tercia.

—Lo que equivale a decir que el repertorio es muy variado.

—¡Figúrese usted! Con la enumeración basta.

—Entonces no será lisonja decir que la señorita Antonina es un estuche de habilidades.

La joven pálida me miró y se sonrió.

—Acertó usted —repuso el cómico viejo—. Antonina tanto sirve para dama joven como para cupletista, funámbula y demás habilidades de circo, no siendo la menor entre estas la exhibición de Sultán, el perro sabio de que hablé.

—Y ¿dónde son las representaciones?

—En el corral de las posadas, en patios o salas de casas desalquiladas, donde buenamente quepa la gente y se pueda armar el tablado. Hoy, verbigracia, tenemos anunciada la función en el patio de esta posada. El posadero, que nos conoce de Alhama, nos ofrece diez duros porque trabajemos esta tarde en su casa, y él se gane el doble o el triple con la concurrencia. Y aquí de lo que le decía a usted: la pobre de mi hija se ha puesto mala y habrá que suspender la función. Llevo una semana mortal, porque me encuentro clavado con los gastos de este hospedaje, a que hube de recurrir para atender mejor a Antonina. Con los diez duros me salvaba y estiraba otra semana.

—No te apures, papá —dijo la joven—; habrá función, porque ahora me acostaré y haré fuerzas para trabajar.

Y como anticipada prueba, daba pasos por el comedor, como si pisara las tablas de un teatro.

En esto, hicieron su presentación dos nuevos personajes, muy limpios de cara y con cabellos a la romana, que a la legua trascendían a comiquillos. Los dos eran muy jóvenes; uno, de tipo arrogante, casi atlético; otro, un bizco, de cabeza gorda y patas largas. De su peso se caía, eran el hermano de Antonina y el payaso. Quienes, por toda ceremonia, se dirigieron a la joven, preguntándole a dúo:

—¿Cómo estás, Nina?

—Algo mejor, muchachos —contestó ella.

—¿Es que nosotros no somos gente? —dijo risueño el cómico viejo.

—Primero las damas, después los caballeros —contestó el bizco—. ¡Buenas tardes, señores! —añadió contoneándose bufamente, sombrero en mano.

—Muy buenas —repliqué—. ¿Quieren ustedes acompañarme?

Los recién entrados fueron tan comedidos que se contentaron con darme las gracias; pero yo me sentí espléndido y dije a la criada, al tiempo de traerme el café, que nos sirviera una copita de anís a todos.

—Di, Nina —oí que preguntaba el hermano a la hermana—, ¿habrá bolo?

—De esto hablábamos papá y yo cuando llegasteis —contestó la joven volviéndose a sentar.

—No te sientes, hija —repuso el padre—, acuéstate cuanto antes, que yo te llamaré con tiempo. La siesta te sentará bien.

Obediente, la joven se retiró, no sin saludar a todos con una reverencia algo teatral, pero graciosa.

—Me parece que las fuerzas le engañan —añadió el cómico viejo—. ¡Pobre hija mía! Muchachos, me dice el corazón que pasaremos el domingo en blanco.

—Pues hay que hacer algo don Rafael —repuso el bizco—, porque los caballos del carro comen, nosotros comemos y ustedes han de pagar la posada.

—Basta de gori gori —interrumpió don Rafael mal humorado— que me lo sé de memoria. Pero por si acaso ganemos tiempo, porque son las dos y hasta las seis, que será la función, van cuatro horas que se van en un suspiro. Entre ustedes dos se reparten la tarea. Pepe (su hijo) llevará a Sultán los mendrugos sobrantes en la cocina; usted (el bizco) llevará al alcalde el parte de la función y luego reúnase con Pepe y traigan los trajes, que en la posada nos vestiremos todos.

A seguida don Rafael pidió recado de escribir y a grandes rasgos escribió:

Programa de la función que, a las seis en punto de la tarde, dará comienzo en la Posada del Laurel. Primera parte: El prestidigitador Doctor Raf. Segunda parte: Exhibición de la bella Nini con su perro amaestrado y de Toni, el rey de los payasos. —Rafael Encina, Director de laCompañía cómico–lírico–acróbata nacional.

Y tras dirigir el sobre a nombre del alcalde mayor, dio la misiva al bizco y este se fue.

El cómico viejo y yo quedamos solos, porque el otro mancebo se había ido antes de todo esto.

Como don Rafael tuvo la atención de leerme el parte antes de entregarlo, no pude menos decirle:

—Muchos títulos lleva la Compañía; apenas caben en una línea.

—¿Y a mí que me parecen pocos? Aún caben: músicofantástico bailable; y en vez de nacional internacional.

—¿Y si los espectadores se llaman a engaño?

—El caso es que entren, que una vez adentro apencan con todo. Además, ¿le parece a usted poco ver por un real: una mujer en traje de mallas, las habilidades de un perro sabio y las payasadas de un tonto? A lo que hay que añadir que como estos pueblanos acostumbran a exprimir el jugo al dinero, pedirán repetición y más repetición, y Nina se verá obligada a darse un jaleíto o cantar unas seguidillas.

—Mucho trabajo es este para su hija de usted, y más estando delicada. ¿Qué es lo que tiene?

—Esto es lo que todos nos preguntamos y nadie lo sabe. Estaba sana y fuerte, y en menos de dos meses se ha quedado consumida.

—La anemia; ¿la tisis quizá?

—Vaya usted a saber. Mi opinión es que está enferma de mal de ojo, y que hasta tanto no se conjure la influencia, la pobre irá de mal en peor.

—¿Cree usted en esas antiguallas?

—No lo son y se lo demostraré. Muchos han dudado si hay este achaque, por otro nombre fascinación; y no son pocos también quienes, como usted, tienen esto del aojar por cosa ridícula. Pero con licencia de los doctos que así opinan, digo que no sé cómo pueden negar lo que se ve tan palpablemente y se experimenta en personas y animales.

—¿También en animales?

—Sí, señor. Es opinión de la gente del campo que hasta los pájaros conocen serles nocivo el mal de ojo y se previenen poniendo en los nidos ciertas hierbas y hojas de árbol que resistan y defiendan este daño. Tal hacen las torcazas, cogujadas y abubillas contra los cuervos y halcones. Comúnmente se atribuye este maleficio en las personas a aquellos que tienen dos niñas en cada ojo o en uno solo[6], y yo certifico esa verdad. ¿No se fijó usted en el compañero de mi hijo?

—Sólo noté que era bizco.

—Pues en el ojo derecho tiene las dos niñas del maleficio, aunque no siempre las muestra, porque, como los gatos, tiene una retina muy variable.

—¿Entonces este es quien dio mal de ojo a Nina?

—Así parece, porque la enfermedad de Nina fue a raíz del día en que él se vino a vivir con nosotros.

—Si tal cree usted, ¿cómo no pone pronto remedio? ¿Por qué no despide al bizco fascinador?

—Primero, porque me hace mucha falta. A decir verdad, no encontraré otro como él, ni como actor ni como gracioso; porque dice muy bien el verso y es, además, un bufón como hay pocos. Segundo, porque no estoy seguro que sea el causante de la enfermedad de mi hija, y si le despido pudiera arrepentirme. A bien, que ya estoy harto de pruebas, y aquí, en Totana, le daré el pasaporte.

—¿A qué pruebas se refiere usted?

—Desde las más sencillas a las más costosas. Entre las primeras, clavar una cabeza de lobo en la puerta del coche ambulante y colgar del cuello de Nina un cuernecito de coral, cosas ambas muy eficaces para defensa del aojado, porque en ellas parece quebrarse la virtud del maleficio. Entre las segundas, andar a tumbos de terma en terma para que Nina tome aguas minerales.

—Le compadezco, don Rafael, porque eso le saldrá por un ojo de la cara.

—No tanto como parece a primera vista, porque yo me doy buena maña en bailar la chacona al son del miserere, quiero decir en acampar a inmediaciones de los balnearios, y con la farándula sacar para los gastos. A esto se debe mi paso por Totana, pues vengo de Alhama, que está a cuatro pasos de aquí.

—¿Tiene usted fe en las aguas, don Rafael?

—Mucha; sepa usted que soy catalán, hijo de Barcelona. En esta provincia hay unas aguas, las de Argentona, tan famosas por su virtud fecundante que antiguamente los menestrales acostumbraban estipular antes de la boda que sus mujeres no irían sino una vez en toda su vida a estas aguas, para no cargarse de hijos. Tenían razón, porque al cabo de los años que mi mujer era estéril, fuimos a Argentona y allí concibió su primer hijo, que fue Nina.

—Perfectamente, don Rafael; pero las aguas, como todos los remedios, son armas de dos filos, que lo mismo pueden matar una enfermedad como la vida. Y, si no, lo que dice la copla de Archena:

Hay a orillas del Segura

un manantial que es de plata;

a pocos son los que cura,

a muchos son los que mata.

—A lo que contestaré con el orgulloso lema de los antiguos baños de Fitero: Esta agua todo lo cura

menos gálico y locura.

Y es que los médicos no se entienden. En tanto unos opinan que cada estación, según la composición química de sus aguas, sirve para determinada enfermedad, dicen otros que todas las aguas termales, salvo contadas excepciones, obran de una misma manera; o sea, que sirven igualmente para cada una y todas las enfermedades crónicas.

—Y de Alhama, ¿dónde piensa usted llevar a Nina?

—A la provincia de Almería, tan rica de aguas como la de Murcia, y después a Málaga a unos baños cuyo solo nombre da ganas de bailar.

—¿Cuáles?

—Los de Carratraca. Los descubrió un perro enfermo, que se metió en uno de los estanques y quedó sano. De aquí empezaron los pastores a bañarse y a tomar crédito las aguas. Con este motivo acudió un contrabandista que logró salud en ellas; vistiose de ermitaño, y con las limosnas que recogía hizo una ermita. Acudieron más bañistas, y como los andaluces son tan alegres, se armaron tantos bailes y tal era el ruido de las castañuelas, que suenan carratrá, carratrá, que de ahí vino llamarse el sitio Carratraca. Hasta allí pienso llegar con mi farándula, a ver si Nina se alegra y sana de una vez.

—Pero librándola antes de la fascinación del bizco...

—Se sobreentiende.

—Bien, don Rafael, es usted un hombre de recursos. Ya tendremos ocasión de hablar más, porque yo también paro en esta posada.

—¿Qué número es el de su cuarto?

—El número dos.

—¡Qué casualidad! Yo tengo el tres y Nina el cuatro. Somos vecinos en toda regla.

—Pues, mándenme ustedes —acabé diciendo.

Y fuime a dormir la siesta.