III. BAJO EL PUENTE DE CÓRDOBA

En Andújar había saludado el sagrado Betis, el Guadalquivir, que volví a cruzar en Alcolea por otro magnífico puente de mármol negro.

Desde Alcolea hasta Córdoba es toda una llanada entre el río y las últimas estribaciones de Sierra Morena, y en ella casan admirablemente el rubio de los trigales con el verde tierno de las vides, y el verde sombrío de los olivos con el ocre de la tierra labrantía.

A los flancos se despliegan en apretujadas haces pitas y chumberas; aquellas guardando las lindes con las puntas de sus rudas bayonetas, y las higueras de tierra sirviendo de bardas de huertos y viñedos por la defensa que hacen sus hojas espinosas, en forma de pala, por lo que los antiguos las llamaron escudos macedónicos (según nota Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana).

De vez en cuando el aire trae una tufarada de fragante azahar de los naranjos y limoneros que se ven tras los tapiales.

De pronto, casi sin perspectiva, aparece un tablero de casas bajas, muy apiñadas, y señoreando el tendal de tejados y azoteas, un edificio inmenso, sin elevación, sobre el que se destaca la torre cuadrada de la catedral.

Son Córdoba y su mezquita; la antigua sultana de la España árabe y la gran aljama de Occidente.

Un sol de fuego dora la vieja ciudad, remozando perennemente su vetustez, y tal contraste entre la historia y la naturaleza es el mayor atractivo de Córdoba, por el encanto profundo y melancólico que inspira.

Atravesé la ciudad, y al otro extremo di con la mezquita–catedral. La visité a mi sabor, y torciendo a la izquierda salí derecho al puente que allí está, a cuatro pasos, obra romana reedificada por los moros.

Es un puente venerable de 16 arcos voleados sobre robustos pilares, roído por los siglos, dorado por el sol, con matas de hierbas entre grietas, por las que se asoman los lagartos, y en el extremo, un torreón con almenas que llaman la Carrahola. Por abajo, la corriente mansa del río que hierve en espumas al tropezar con las represas de unos molinos viejos y destartalados.

De codos en el puente miré a Córdoba. Algún resentimiento tendría el conde de Villamediana contra esta ciudad, cuando en su Itinerario la describe así:

Gran plaza, angostas calles, muchos callos;

obispo rico, pobres mercaderes;

buenos caballos para ser mujeres,

buenas mujeres para ser caballos.

En esto ni quito ni pongo rey, porque derrotado como iba no entré en averiguaciones. La única visita que hice en Córdoba fue a un alpargatero, que por seis reales me calzó, pues las botas que traía desde Madrid dijeron que había bastante con las sesenta y pico de leguas andadas, y que no me acompañaban más. Pero por lo que vi al paso de la ciudad y por lo que estaba viendo desde mi observatorio, entendí que en Córdoba hermanaban muy bien el arte y la naturaleza.

Aquellas sus callejas curvas y tortuosas, desiertas plazuelas, viejos caserones de amplias portaladas, calados ajimeces y frescos patios, cuyo ambiente embalsaman jazmines y azahares, tienen su natural complemento en los fértiles campos del sur y sudeste, y en las fragosas estribaciones del norte y noroeste que coronan las blancas casitas de las huertas y del Desierto de Belén, más conocido por «Las Ermitas».

Me acordé también haber visto en las calles mujeres de moreno rostro, de negros ojos, fina nariz y rojos y frescos labios; y ahora veía pasar otras por el puente con andar garboso. No dijo tan mal Villamediana. Hay, en efecto, cierta analogía plástica entre el andar acompasado de un caballo árabe y el trapío de una mujer andaluza.

Precisamente tengo otro término de comparación a la vista, pues baja a la ribera una manada de potros que llevan a abrevar. Los animales, de cabeza bien puesta, altos de brema o de copete, anchos parietales, cara plana de martillo, cuello de ciervo y estrecha nariz, capaz de beber en un vaso; de vientre de galgo, grupa cortante y cañilavados. Andan a buena vela, segando bien, picoteando a cada paso y con la cola en trompa.

Es clásica la descripción del caballo que hace el cordobés Céspedes, como son clásicos los corceles de Velázquez, sólo que ya no parecen españoles, por más que el maestro los tomara del natural.

Es indudable que hombres y caballos hemos degenerado desde entonces. Así como no hay hombre en nuestros días capaz de manejar los espadones del siglo XVI; tampoco hay caballos que, como dice Juan de Herrera en la Agricultura, aguantaban doce y catorce arrobas encima, que era lo que pesaba un jinete con armas de hierro y con la silla acerada. Y esos son los corceles que pintó don Diego.

En este soliloquio bajé al río a lavarme los pies.

En las inmediaciones del puente hay o había dos molinos ruinosos a disposición de todo el mundo, y fui a verlos para preparar allí mi albergue nocturno. Iba a entrar en el primero que topé cuando una mujer me gritó:

—Buen hombre, ¿qué se le ha perdido a usted? Esta casa está alquilada.

Volví la cabeza, y en uno de los rebalses del molino vi una vieja lavando en el río, y era la que me hablaba.

—¡Ah! ¿Dice usted que está alquilada? ¿Es usted la inquilina?

—A mucha honra; sí, señor —me contestó.

—¿Y la de enfrente? —repuse, señalando al molino de al lado.

—Esta no; puede usted disponer de ella.

—Está bien —repliqué—; sepa usted que por esta noche seré su vecino.

—Ni que se lo hubieran dicho —contestó ella levantándose, y entonces vi que era una gitana—, porque esta noche hasta el puente va a bailar. Se casó hoy mi sobrina y aquí será la fiesta de la boda.

—¿Pero esto será muy tarde?

—Casi, casi a la medianoche, porque la familia está en la ciudad divirtiéndose, y hasta esa hora no vendrán los novios con los amigos. Conque ya lo sabe usted, si quiere acompañarnos, se le convida.

Ya me guardaré bien de esto —pensé—, y menos meterme entre gitanos pobres y borrachos; pero, por cumplimiento, hube de decir:

—Muchas gracias, señora.

No hablamos más. La gitana vieja volvió a su faena y yo me fui a inspeccionar el nuevo domicilio. Pareciome bien, y elegí el rincón de un pesebre para pasar la noche. Como aún era temprano, salí afuera, y con mucha calma, a la sombra del puente, me descalcé, me arremangué los pantalones e hice mi lavatorio.

Acabado que fue volví a subir al puente y oí un campaneo de la vecina catedral y me acordé de los versos de Heine a la mezquita de Córdoba:

Desde el alminar donde los muezines

cantaban la oración,

las campanas de Cristo ahora envían

melancólico son [2].

Con esto pisé por segunda vez la mezquita, gasté luego mi última peseta en una taberna, y, finalmente, me retiré al molino.

Dormí mejor de lo que creí. Nadie me molestó, ni siquiera el ruido de la zambra gitana. Tengo, sí, una vaga idea de haber oído sonidos de panderetas, de guitarras y de voces; pero como el murmullo del río, al quebrar la corriente en el malecón, apagaba todos los ecos, pasé la noche a placer.

Muy temprano dejé el escondrijo y salí a lavarme al río. Junto al molino de los gitanos había algunos de estos, quiénes tendidos en el suelo, liados en mantas, durmiendo la borrachera, y quiénes de pie, sirviéndoles de trípode la vara y hablando alto y pasándose una botella.

Viéronme y me llamaron.

—Venga osté, chavó —dijo uno de ellos—, y eche un trago a la salud de los novios. Le convida el padrino.

Y me alargó la botella de aguardiente, a la que apliqué los labios; pero al devolvérsela, siguió diciéndome:

—Este fue por los novios, ahora otro traguito a la salud de la creatura.

—¿Tan pronto? —contesté inocentemente.

—Es un decir, camará; lo que ellos jisieron en esta noche. Toítos, toos estamos aquí esperando la notisia.

No entendí lo que quería decir, pero a fuer de discreto libé otro trago infernal.

En esto vino la noticia que esperaban los gitanos.

Se abrió un ventanuco del molino y la tía de la víspera colgó de ella una camisa de mujer, la de la desposada, con las pruebas de virginidad de la doncellez perdida.

Los gitanos de afuera prorrumpieron en olés y palmadas. Entonces apareció el novio en la puerta y todos le recibieron con los brazos abiertos, y el primero su padrino. El mozo tomó un trago de aguardiente en la misma botella que yo antes, avanzó unos pasos y de cara a la ventana cantó con mucho sentimiento, señalando la prenda nupcial:

En un prado verde

tendí mi pañuelo;

¡cómo salieron, madre, tres rositas

como tres luceros!