II. EL DELINCUENTE HONRADO

Satisfecho con la aparición de Manzanares, y por ser aún media tarde, senteme a un borde del camino, a pocos pasos de una casilla de peones camineros. Lié un cigarro, lo encendí y, tras breve descanso, seguí andando.

Como el calor apretaba, apenas iba nadie por la carretera. Uno que otro armatoste arrastrado por un tiro de esas mulas manchegas que exceden en pujanza y hermosura a todas las de dentro y fuera de España, y algún labriego a pie o montado a la cola de su asno, con los pies tocando casi en el suelo.

En esto me alcanzó un hombre, jinete en su rucio, y emparejó conmigo. La escarapela del chapeo y las vueltas de cuello y solapas de la chaqueta daban claras señales de que el individuo era peón caminero.

Me miró, le miré; y por aquello que el que va a pata, y más con el polvo de la carretera, es menos que quien va montado, dile yo el primero las buenas tardes.

—Muy buenas —respondió—. ¿Adónde se va, amigo?

—A la vista está —contesté—; a Manzanares.

—¿A trabajar? ¿A quedarse allí?

—No, señor; soy ave de paso.

—De modo ¿que no conoce usted a nadie en el pueblo, ni sabe dónde irá a alojarse?

—Esta es la verdad.

—Pues anímese usted, que a su llegada saldrán a recibirle, y aun le darán alojamiento gratis. Conque, hasta luego.

Y picando con los talones en la cabalgadura pasó de largo. Sus últimas palabras, y más que todo la sorna con que las pronunció, diéronme mala espina. Pero como tenía la conciencia tranquila, no me preocupé gran cosa.

A la media hora, llegué al pueblo. Como tenía por costumbre, tomé por norte el campanario de la iglesia, y llegué a la plaza, parándome ante la hermosa iglesia parroquial de Manzanares.

Contemplando estaba la gótica fachada, cuando sentí tocarme en el hombro.

—Bien venido —díjome el caminero, pues era él—. ¿No dije que saldrían a recibirle? A mí ya me conoce; en cuanto a mi compañero, es un guardia municipal. Ea, véngase con nosotros, y le daremos alojamiento.

Como no tenía noticia de que en Manzanares se recibiera tan hidalgamente a los forasteros, extrañé grandemente la recepción que se me hacía. Seguí a los dos hombres por una calle a la derecha de la plaza, y a poco andar paramos ante una casa grande y de buen aspecto.

Llamaron al conserje y este salió en mangas de camisa.

—Aquí le traemos un huésped —le dijo el municipal— con la boleta para alojarlo.

Y le entregó un papel. El portero lo leyó, me miró de pies a cabeza y dijo:

—Por la pinta no es pájaro de cuenta.

—Allá veremos —repuso el guardia—. Ya lo sabe usted, amigo —añadió encarándoseme—; ahí se queda preso.

Un rayo que cayera a mis pies con tiempo sereno no me habría producido tan tremenda sorpresa como estas palabras.

—¿Yo preso? ¿Por qué? ¿Por qué? —repetía en alta voz.

—Ya se lo dirán a usted mañana, si es que no lo sabe —respondió el peón—; ahora lo que más le conviene es descansar y no hablar.

Quedé anonadado. Aprovechando mi estupor, que en opinión de aquellos tres hombres sería confesión de mi delito, fuéronse el caminero y el municipal, dejándome con el conserje; el cual, tomando un manojo de llaves, me invitó a que le siguiera.

—Pero ¿es de veras que estoy preso? —le pregunté.

—Tan cierto como que está usted en la cárcel por orden gubernativa —me respondió blandiendo el papel alguacilesco.

—Al menos usted sabrá por qué me han traído aquí.

—No sé nada, compañero. No pregunto lo que me mandan. No hay que apurarse; por lo pronto aquí tendrá cena y posada gratis.

Me encogí de hombros y esperé resignado el desenlace de aquel error judicial, alcaldada o lo que fuere. Embocamos un corredor que salía a un patio y paramos ante una verja de hierro. En un cartelón atado por alambres, leí: Reglamento de Prisiones.

Queda prohibido a los reclusos la entrada en el establecimiento con armas y bebidas alcohólicas.

Como a la vista estaba que yo no traía unas ni otras, el celador se ahorró la requisa. Abrió la verja, pasamos un rastrillo, subimos una escalera, y allá en el fondo de un pasadizo metió llave en una puerta con cerrojo.

—¡Verá usted qué jaula tan alegre! —díjome al abrirla—. Le advierto que hay otro pájaro dentro.

Y vi una cuadra muy holgada, sin más ajuar que una ringlera de camastros en banquillos, una tinaja y un zambullo. Entraba la luz por dos ventanas grandes, reforzadas con barrotes de hierro.

—Eh, José —dijo el celador, cerrando la puerta desde adentro—: ahí te traigo un compañero.

En uno de los camastros se incorporó un hombre joven, en quien no me había fijado hasta entonces.

—¡Recontra, ya era hora! —exclamó—; cansado estoy de estar solo.

—Pues ya no lo estás —repuso el guardián, sentándose tranquilamente en el camastro de al lado sobre el que puso además el manojo de llaves—. Ea, en albricias convida a un trago.

—Está seca la botella —contestó el recluso—, pero se llenará.

Saltó del camastro y se puso en pie. Vi que era un mocetón fuerte y bien plantado. Cogió una botella, y acercándose a la ventana más próxima, dio una voz:

—¡Señor Paco, señor Paco!

El señor Paco sería el tabernero de enfrente, porque a seguida añadió el preso:

—Ahí descuelgo la botella. ¡Que esté fresco el vino!

José ató la botella en un cordel que estaba atado en uno de los barrotes y la fue bajando con tiento. Con mayor cuidado la izó después, y al término de la faena nos convidó a beber. Tocó la trompeta el primero el celador, luego yo y José el último, dejando la botella en el suelo.

—Acaba de convidar, hombre —dijo el guardián, limpiándose la boca con el revés de la mano—; echa un cigarro.

Creíme obligado a meter baza, y oferté mi petaca. El celador encendió un pitillo, tragó una bocanada de humo, volvió a dar otra chupandina a la botella y fuese, dejándonos encerrados.

Con menos angustia de lo que pudiera creerse, tratándose de uno que, por primera vez en su vida, se ve encarcelado, me senté en el camastro, junto al de mi compañero. La verdad es que aquello no parecía calabozo, ni mucho menos, y sí, más bien, una cuadra de cuartel. Los rayos del sol poniente entraban de soslayo por las abiertas ventanas y subían hasta nosotros los ruidos de la calle.

—¿Qué hazaña le ha traído a usted aquí? —me preguntó el mozo.

—Ninguna, que yo sepa —contesté—. Acabo de llegar a pie por la carretera y me han detenido en la plaza.

—Por vago no será, porque si no esto estaría lleno —replicó él, aludiendo a la estancia—. Como que este Manzanares es el punto de cita de todos los vagamundos de España que, como moscas a la miel, acuden al olor del buen morapio de la tierra, del legítimo Valdepeñas; por ser tan barato, aquí es de balde, sin peñas. Vaya, no se haga el inocente. ¿Cree usted que voy a traicionarle declarando lo que me diga?

—Repito que no lo sé.

—Recontra, pues lo siento; porque si hacen justicia le soltarán enseguida y me volveré a quedar solo. Así llevo un mes, sin más compañía que este gato (un micifuz asomado en la ventana). Las pocas visitas que me traen duran veinticuatro horas.

—Esto quiere decir que habrá hecho usted veinticuatro veces más méritos para estar aquí.

—No lo crea. La veinticuatrena que aquí me trajo fue el haber sido demasiado generoso.

Me acordé de los galeotes cervantinos que hacían ejecutoria de sus culpas, y me sonreí.

—No se ría usted; óigame y verá cómo digo la verdad.

Y me contó su historia. Se llamaba José no sé cuántos, y era manchego. Cuando cayó quinto huyó del pueblo y lo declararon prófugo. En vez de expatriarse se dedicó a merodear por los contornos, ora como cazador furtivo, ora como contrabandista de tabaco y alcohol, porque andaba bebiendo los vientos por una campesina paisana suya.

Con su escopeta y su canana bien provistas, invernaba en las quinterías de los campos de Calatrava o de Montiel, y veraneaba por los montes de Sierra Nevada o de Alcaraz.

De cuando en cuando, hacía una escapada al pueblo natal para ver a la novia y traerla algún regalo, procurando que no se enterase nadie.

Si esto es difícil en los pueblos, donde hasta el paso de una rata se advierte, más difícil era al amador furtivo, espiado tenazmente por un lince en figura de guardabosque. Un tal Crispín, que odiaba a muerte a José, porque él también cortejaba a la muchacha.

Aunque el guardabosque veía prófugo y errante a su rival, sabía a qué atenerse y no ignoraba el porqué de sus idas y venidas y cuándo eran; por lo que juró prenderle y se lo llevaran a Ceuta, para él quedarse por amo del cotarro.

Pero como le veía armado y le sabía valiente, nunca se atrevió a echarle el alto.

Hasta que una mañana de invierno, en que había una niebla meona que no dejaba ver a dos pasos de distancia, José fue sorprendido por el guardabosque, quien, arrebatándole la escopeta y haciéndole la zancadilla, con lo que dio con él en tierra, le apuntó con su arma, diciéndole:

—Al fin caíste en mis manos; boca abajo y encomienda tu alma a Dios.

Esto quería, asesinarlo, pues que podía reducirse a atarle las manos.

Comprendió José que toda súplica era inútil; se quitó el sombrero, murmuró una pequeña oración y luego dijo serenamente a su enemigo:

—Estoy dispuesto a morir. Gózate en tu crimen. Apúntame bien y dispara; pero te advierto que con la humedad que hace va a fallarte la escopeta.

El guardabosque, viendo que se jugaba la vida con aquel joven hercúleo que, en lucha cuerpo a cuerpo, le vencería, se dispuso a matarlo como un conejo.

Y ocurrió lo que dijo José: Crispín apretó en vano los dos gatillos del arma y no salió ningún tiro. Entonces el otro se incorporó bravamente, saltó sobre el guardabosque, le arrebató la escopeta, tras una brevísima lucha, y, dándole con la culata tremendo golpe en la cabeza, le dejó medio muerto. Y no lo mató porque Dios no quiso.

Esto le perdió. Crispín fue recogido por unos leñadores y, cuando pudo hablar, se despachó a su gusto, acusando a José de haberle querido asesinar. El juzgado recomendó eficazmente la captura del prófugo, sobre el que ahora pesaba la agravante de atentado a la autoridad.

Tanto y tanto revolotear alrededor de la llama, la mariposa se quemó las alas. Siguiendo la pista que dio el rencoroso guardabosque, los civiles sorprendieron al palomo con la paloma y se lo llevaron apiolado.

—Y ¿hace tiempo de esto? —pregunté al final de la narración.

—Un mes escaso. El guardabosque está entre la vida y la muerte, y hame dicho mi abogado que el proceso no se sustanciará hasta que el otro sane o espiche, pues, según el desenlace, así ha de calificar el fiscal.

—Y usted, ¿qué le desea?

—¡Recontra! Que reviente de una vez. Le perdoné la vida entonces, pero ahora le quitaría cien que tuviera, por haber mentido en su declaración.

—Pues si cura puede estar tranquilo, porque la justicia pondrá el mar entre los dos.

—Eso dicen, que me mandarán a Ceuta. Esto está en tierra de moros, ¿verdad?

—Sí, en África.

—Pues se conoce estaba escrito que yo había de dar con mis huesos en esa tierra; porque al África pensaba escapar yo, a Argel, a establecerme con algunos ahorros que tengo y llamar después a la novia.

—Esto se llama dejarle a uno compuesto y sin novia.

—Eso es lo que más siento, haber de perder la novia.

—Diga usted mejor, haberla perdido.

—Todavía no. La pobrecica me tiene más ley que nunca. Para estar más cerca de mí se vino a servir a este pueblo de Manzanares y todos los días nos vemos. Apostaría que no tarda cinco minutos en aparecer.

Se levantó José y me llevó a una de las ventanas. Aunque el sol se había puesto, quedaba aún bastante luz. El único ruido que subía de la calzada era el de una carreta cargada de heno y los gritos del boyero animando a la yunta.

Casi rozándonos hacían los murciélagos su ronda vespertina. José se entretenía en darles cañazo desde la ventana.

De pronto, vio colarse un búho por la otra, y con mucha maña lo hizo caer en el pavimento, entregándolo al gato, que lo zarandeó hasta matarlo.

—¡Qué bicho tan asqueroso! —decía José—. Caza los pájaros como a mí el guardabosque, por sorpresa y en tinieblas. Cada avechucho de estos que mato se me figura matar a mi enemigo.

En esto se oyó una voz en la acera de enfrente.

—¡Joselín, Joselín!

Me asomé a la otra y vi plantada en la acera de enfrente una moza aldeana con un cántaro a los pies.

—¿Cómo tan tarde? —le dijo José—. Ya creí no verte hoy.

—Llevome el ama a la huerta —contestó la moza— y hasta ahora no despachamos. Con el pretexto de la fuente hice esta escapada para verte y traerte tabaco. Baja con que lo ate.

El preso deslió la cuerda, la moza se acercó a atar el paquete, y a una voz preventiva de la de abajo, el de arriba izó el recado.

—Oye, Casilda —le gritó—, téngote dicho que no gastes dinero conmigo; no me hace falta nada; pero, digo mal —añadió dulcificando el tono de voz—, todo me falta, porque me faltas tú.

—Paciencia, Joselín, como yo la tengo... Ya te vi, y me voy, que es tarde, mañana será otro día.

Durante este diálogo estaba asomado a la puerta de su tienda el tabernero, testigo como yo de la entrevista de los amantes, el cual, ida la moza con el cántaro a la cabeza, llamó a José, que aún seguía en la ventana:

—Oye, José; ¿sabes en qué nos parecemos tú y yo mayormente cuando Casilda está aquí? En que los dos hemos de contentarnos con una ración de vista.

Empezaba a oscurecer y dejamos la ventana al tiempo que la campana del pueblo tocaba a oración.

Algo esperaría el gato a estas horas, cuando no se apartaba de la puerta y daba repetidos maullidos. En efecto: por la puerta apareció el celador con la pequeña marmita del rancho. La dejó en el suelo, añadió aceite al farol de la cuadra, lo encendió y fuese, no sin darnos las buenas noches.

Los dos presos y el gato atacaron con fruición la pobre menestra, y acabada que fue, a dormir...

* * *

Muy de mañana, antes de la hora en que mi compañero esperaba al celador con el café, compareció el guardián, pero sin el brebaje.

—Recoja usted lo suyo y vámonos —me dijo de sopetón—. Está usted libre.

No esperaba tan pronto desenlace; así que sin preguntar nada, salí instintivamente del encierro como pájaro que ve abierta la jaula.

—Adiós, compañero —hube de decir a José, dándole la mano—; adiós, y no desespere de su suerte.

—Sea lo que Dios quiera —me respondió con tristeza—. Vaya usted con Dios.

En la portería encontré al guardia municipal de la víspera, que a la cuenta me estaba esperando.

—Amigo: de buena se ha librado usted —me dijo—; pudo ser mucho, pero no fue nada. Por esto queda usted en libertad.

—Déjese de medias palabras —repliqué en alta voz—, ¿por qué me trajeron aquí? Estoy cansado de preguntarlo.

—Ahora lo sabrá usted —me respondió el empleado municipal—: ayer tarde, al levantarse de junto la casilla del peón caminero de fumar un cigarro, soltó usted la colilla encendida y prendió fuego a un garbanzal. Siendo el plantío del alcalde, al ver tanto humo, el peón se creyó obligado a dar parte contra usted. Como esta clase de descuidos son punibles, por primera providencia vino usted a la cárcel. Luego se averiguó que fue nada entre dos platos: el viento corrió la llama hacia el camino y el incendio se cortó. Como la pérdida se redujo a un puñado de plantas que en suma hubieran dado un celemín de garbanzos, el señor alcalde, comprendiendo además que el siniestro no fue intencionado, me envió a ponerle a usted en libertad y que le entregue esta peseta para ayuda de viaje.

Y dirá más de un lector: la inmediata sería rechazar indignado la vil moneda. Pues no, señor; la inmediata fue tomarla y guardármela bonitamente.