IV. LAS CUEVAS DE PURULLENA
Muy satisfecho de Granada y de los granadinos, hice rumbo a Almería.
Antes de construirse el ferrocarril que enlaza ambas ciudades, la posta corría este camino en tres días. Los traqueteados viajeros, al llegar a la Cruz del Puerto, se despedían de Granada y se santiguaban porque habían de pasar los desfiladeros de Prado del Rey y los Dientes de la vieja, famosos apostaderos de bandidos. Por fin, tras mucho frío, porque en estas alturas hace mucho, aun en verano; tras muchos sustos y muchas congojas, dormían en Guadix la primera noche, en Venta de doña María la segunda y la tercera en Almería.
Yo, alegre y despreocupado, me puse en dos días a la vera de Guadix, parando, en la primera jornada, en la clásica Venta del Molinillo, que aún conserva este nombre y sigue siendo obligado paradero de muleteros y peatones.
El trayecto es a trechos montañoso, a trechos llano, salpicado de vigías o atalayas ruinosas. Aún hoy se distinguen las torres moras de las romanas y también los socavones de las ruinas que unos y otros allí abrieron. Los romanos hacían redondas las torres de sus fortalezas para eludir cuanto podían la fuerza del golpe de los arietes, y sus mineros, siguiendo la costumbre militar, hacían los socavones de las minas también redondos. Los moros, que tenían otro sistema de castrametación y de ataque, edificaban cuadradas sus torres y cuadrados los socavones de las minas.
Hago mención de estos detalles porque algunas de estas ruinas fueron mi reparo, y en sus agrietados muros hallé para mi consuelo viejas higueras, cuyo dulce fruto compartí con los pájaros muy golosos de él.
Entre Purullena y Guadix hay una llanada erizada de colinas de greda que sirven de albergue a gitanos y otra gente pobre. Llámanlas cuevas o covachas, y en ellas viven divinamente sin pagar al casero, como conejos en madriguera. Algunas forman barriada y se escalonan en pisos, con gradas en espiral para subir a ellos. Debido a esta superposición de viviendas, resulta que muchas veces se ven asomados a las ventanas de arriba orejudos asnos, como cualquier vecino, porque aquellas corresponden a cuadras o caballerizas.
En este plano visual estábamos mirándonos, pues, un burro desde su excelsa cuadra y yo sentado abajo en la cuneta de la carretera, cuando cruzó ante mí un hombre, que ni por la tez ni por la indumentaria, parecía labrador ni gitano.
Me miró, le miré, y como me traía cuenta, le saludé el primero, preguntándole:
—Muy buenas tardes. ¿Me hace usted el favor de decir qué tiempo tardaré en llegar a Guadix?
El viandante hizo alto y con mucha flema contestó:
—Vamos andando y se lo diré.
—No me da la gana —iba a responderle—. ¿No hay más sino arrear continuamente a los pobrecitos vagos y no dejarles descansar, como si fueran el judío errante?
Pero me contuve, y lo que le respondí fue:
—Hombre, estoy descansando. No creo que le quite tanto tiempo contestar a mi pregunta para que haya necesidad de hablar andando.
Me indignó la negativa de ese hombre a una demanda que no se niega al andante más ínfimo.
—Marqués excelentísimo, perdone que le haya entretenido —repuse con sorna.
—Sin excelentísimo —añadió campechanamente, sin darse por ofendido—. Acertó con mi nombre: me llamo Pedro Marqués, servidor de usted... Vamos a ver, buen hombre, ¿cómo quiere que le diga el tiempo que tardará en llegar a Guadix si no sé lo que anda usted? Yo de mí puedo asegurar que por este camino empleo dos horas; otro, según sea el paso, llegará antes o después. Por esto le decía que echase a andar, porque así únicamente puedo contestar cumplidamente a su pregunta. Otra cosa es que me hubiera pedido las leguas que hay de este punto a la ciudad.
¡Qué hombre tan raro! Comprendí lo razonable del discurso y me deshice en excusas. Y aun hube de decirle que supuesto él ponía dos horas hasta Guadix, yo necesitaría doble tiempo, porque andaba acansinado.
—Pues hará bien en pedir albergue en una de estas cuevas —me respondió—. El sol va de caída, la distancia es larga, y no ha de encontrar posada donde pernoctar.
—¡Pero si estos agujeros parecen nichos de cementerio! —repuse—. Vamos a estar muy estrechos todos.
—Las apariencias engañan. Yo le llevaré a uno de esos agujeros, y verá cómo ni es nicho ni siquiera le parecerá cueva: a la mía.
—¡Ah! ¿De modo que es usted de la colonia? —dije, señalando a las cuevas.
—A temporadas. Mi cueva es mi oficina, porque ha de saber usted que soy herrador con honores de albéitar, y como allí vive mucha gitanería, les hago falta para disimular algunas enfermedades de animales que pueden dar lugar a la redhibición.
—¿Disimular o curar? —repuse yo, oyendo que aquel hombre se acusaba a sí mismo.
—Se hace lo que se puede, pero, le seré franco: como estos gitanos son tan pillos, yo he de hacerme su compadre, porque si no, no me emplearían. A este tenor, soy cómplice o encubridor suyo cuando adelantan o retrasan la edad de un caballo, ya arrancando los incisivos de leche, ya burilando los de reemplazo cuando el animal ha cerrado. Y a esto llaman contramarcar. Y hago lo mismo en el caso de muermo, a favor de medicamentos o introduciendo una esponja cuando destila una sola nariz, como sucede generalmente, pues ayuda a esto el que el animal parece gozar de buena salud y aun está a veces en muy buen estado de carnes. Otras veces hay caballos cuyas articulaciones están ya fatigadas, que cojean en el trabajo por más o menos tiempo, y el reposo hace desaparecer esta claudicación para que un nuevo ejercicio la desenvuelva: a veces basta un reposo de algunas horas y otras de algunos días. El chalán que quiere deshacerse de un animal que se encuentra en este caso, espera a que desaparezca el alifafe para poner el animal en venta.
—¿Y usted va a la parte?
—Sí, porque si me llaman, como me doy por albéitar, lo declaro sano, y el trato se cierra, y si no lo hago yo, lo hace un veterinario cualquiera.
—¿Y con tan socorrido oficio vive usted en una covacha?
—No vivo en ella. La tengo únicamente para los tapujos que le dije y para que, viéndome su vecino, los gitanos no me olviden.
—Y ¿es allí donde quiere usted llevarme?
—Sí, señor; pero no se asuste, que no le cobraré el hospedaje. En cambio me hará usted un gran favor.
—Usted dirá...
—Pues es el caso que, además de albéitar, soy curandero; pero de esto no tengo yo la culpa: me hicieron serlo a la fuerza.
—Como quien dice médico a palos.
—Casi, casi, porque una bofetada fue mi consagración médica. Tuve entre mis clientes chalanes uno con la manía más rara que puede usted figurarse: la de aventarse la nariz con la mano a cada instante, como quien caza moscas, porque le parecía ver venir a un moscardón. Era un hombre con todos sus cabales, pero que se iba quedando tullido del brazo derecho a fuerza de amagar moquetes. Y se me ocurrió curarlo. A este fin, un buen día que estaba él algo bebido en rueda con algunos de sus parientes, de golpe y porrazo le asesté un puñete en la nariz que si no se la aplasté, buena sangre le hice verter; y antes que se repusiese de la sorpresa, me incliné, hice que cogía algo del suelo, y abriendo el puño le mostré un moscardón muerto que en él tenía guardado.
—¡Vaya! —exclamé—. ¡Muerto está! Juan Cigarrón cayó en la percha.
—Mi hombre miró el insecto, lo palpó y acabó por espachurrarlo con el pie. ¡Santo remedio! Tan convencido quedó que el bicho aquel era el que le atormentaba, que poco a poco se curó de la manía de aventarse la nariz.
»La noticia cundió y los demás gitanos me pusieron por las nubes.
»Como curé a uno quisieron que curara a los demás, y quieras que no, me vi convertido en curandero. Y sucedió lo que debía ser: en una de tantas se me ha ido un enfermo; se me murió. La familia está indignada conmigo porque dice que lo maté, lo cual no es verdad, pues ya ve usted mi franqueza, y como dije lo otro diría esto.
—Lo creo —contesté. Y deseando acabara pronto y me dijera el favor que quería de mí, añadí—: ¿Qué más?
—Pues, como es costumbre en estos pagos, hoy le hacen el velatorio. Ya sabe usted lo que es esto: la guardia que se hace de noche a los difuntos, para la que convida la familia a toda la vecindad. En especial, la que se celebra por un niño muerto, va acompañada de baile y beberaje, porque el cielo tiene un angelito más. Y como mi muerto fue un niño, todo esto habrá esta noche aquí.
—¿Será usted de los convidados?
—Todo lo contrario. Lo que me temo es que en esta noche peligre mi oficina, esto es, que me la quemen. Como estos gitanos son tan bárbaros, y más cuando están borrachos, capaces son de romper la puerta o una ventana e incendiar un pajar que allí tengo, y con el pajar algunos útiles de herrador.
—¿De modo que lo que usted quiere es que le acompañe a velar por sus intereses? —pregunté, adivinando a lo que iba.
—¡Ca, no, señor! Yo no voy allá, porque si me ven me abrasan vivo. Dejaré que pasen unos días y se amansen; en cambio, con usted no se meterán.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo. Además, viendo que allí entra un forastero, respetarán la cueva. El caso es salvar esta noche. Le daré la llave y dormirá muy ricamente en el pajar.
—¿Ricamente dice usted? ¿Y si a los gitanos se les ocurre dar un asalto? Pues bien: para que vea que no soy cobarde, me avengo a hacer de centinela; pero a condición que al pajar añada algo más.
—Esto ni que decir tiene; mañana, cuando nos veamos donde le diré, le gratificaré como es debido. Favor con favor se paga.
—Pues no hay más que hablar —respondí—. Deme usted la llave y dígame cuál es la cueva.
—No se ve desde aquí; pero las señas son mortales. A espalda de estas covachas hay otras, en la linde del camino. Donde vea usted una con un rótulo que dice Herrería y un número 2
pintado en la pared, en ella se mete, porque es la mía.
—Está bien; y ¿dónde nos veremos mañana?
—En Guadix, para donde voy, pues ahora me dejé caer por aquí para ver si había novedad. Me encontrará usted en una nevería que hay en el callejón que va de la Plaza Mayor al mercado, y cuando nos veamos haremos el daca y toma de la llave y el dinero. No puedo darle más de dos pesetas, porque las cosas van muy mal. ¡Ah! Ya sabe usted cómo me llamo, Pedro Marqués. Si no me viese pregunta por mí en la nevería.
Pasé por las dos pesetas y, despidiéndonos, me preparé a tomar posesión de la covacha antes que viniera la noche.
Di un rodeo a la colina del burro, el cual aún seguía olfateando desde su ventano el heno pradial, y enseguida topé con la herrería. Saludé a unas vecinas que por allí estaban cosiendo y charlando, díjelas que venía de parte del señor Marqués, abrí la puerta y me metí adentro.
Era un recinto casi cuadrado, con paredes de ladrillos hasta el techo, muy bajo y algo cóncavo, de suerte que la covachuela parecía como un santuario con bóveda. Todos los enseres se reducían a un banco de herrador, un yunque y una fragua. En la habitación inmediata estaba el pajar con un ventanillo. Lo abrí, y colgado de una escarpia toqué un saco de patatas. Ya tenía cena, porque como entre mis avíos llevaba siempre un canuto de sal, con una patatada asada tenía bastante.
Y dejé venir la noche a la tenue lumbrada del carbón de una hornilla, donde se asaban las patatas.
De vez en cuando me asomaba a la ventana y veía pasar gitanos y otra clase de gente que irían al velatorio, porque iban muy alegres. Algunos me miraban extrañados de ver una cara nueva; pero nadie me molestó.
Como en el campo no hay luz artificial que alargue el día, me había acostumbrado a acostarme temprano, y así lo hice en esa noche.
Dormido el primer sueño, oí los ruidos de la fiesta que armaban mis vecinos: guitarreo, palmadas, olés y cante jondo. A unos cantadores les daba por los cantes de sentimiento, a otros por los gachonales. En una de las veces rasgó el aire una voz de tenor que cantaba:
Si no me vengo en vida
me vengaré en muerte;
¡cómo anclaré todas las sepulturas
hasta que te encuentre!
—¡Carape! —me dije—. ¿Si lo dirán por el albéitar? ¿Si lo dirán por mí? ¡Anda, y que te den morcilla!... —y me tendí en las pajas.
Como por lo mismo que uno se acuesta temprano es madrugador, al romper el alba salí de la covacha, cerré la puerta con llave y fui a tomar la carretera camino de Guadix.