IV. SIGUIENDO EL GUADALQUIVIR

Aquí empieza la tragedia, me dije, cuando, pasada la Carrahola, eché a andar por la carretera de Sevilla. ¿Qué será de ti solo, errante y sin un cuarto para pan?

Pensé acortar camino y salir al reino de Murcia, pero al fin me encaré con la suerte. ¡Qué caracas! Como vi Córdoba veré Sevilla, veré Granada; tres nombres sonoros que despiertan en la imaginación tropel de visiones luminosas y alegres. El español que no ha visto la mezquita, la Giralda y la Alhambra es un español a medias.

¡Adelante y buen ánimo! Y emprendí la conquista de Sevilla, no precisamente a paso de vencedor, pero sí al lento y filósofo de peregrino; casi, casi, con el fervor del creyente que por primera vez va a La Meca.

Las chumberas de unas bardas me obsequiaron con sus higos, y con esto me reanimé.

El paisaje es genuinamente andaluz. A la derecha mano, una larga línea de cercas que separan suertes o cuarteles de dehesas, pero no tan altas aquellas que no dejen ver las manadas de potros galopando con la crin al viento, y tal cual vaquero con amarillos zajones y pica muy larga, cuidando el ganado circense. En el fondo, casi siempre en una altura, la casa del cortijo, siempre blanca por el revoque que le dan todos los años. Es la región de la pradera con pocos árboles, pero con peste de pastores, de perros y de langosta.

La dehesa señorial lo invade todo. Redujo a pasto alguna labor de pobres colonos cortijeros y hace del trayecto una carrera de obstáculos, con setos y vallas, cotos y vedados.

Cuando más descuidado anda uno, tropieza con guardas del verde, así llamados, porque guardan las dehesas en la época de los pastos. Los tales son los reyezuelos del campo. Mientras dura la temporada del verde, sacan lo que quieren de colonos y aparceros, amenazándoles con multas y denuncias, y molestan a todo bicho viviente.

Para librarme de ellos no tuve más remedio que dejar el campo y tomar la carretera, alimentándome de pan y de higos chumbos.

A las seis leguas llegué a Posadas, en una llanura estrecha, pero agradable, entre las faldas meridionales de la sierra y la derecha orilla del Guadalquivir.

Lo que más sorprende en esta ruta es las pocas casas que se ven; tal cual cortijo, y gracias. ¡Quién diría que en estos parajes pusieron los poetas los Campos Elíseos, y que si el Betis fue bautizado con este nombre, fue a causa de los muchos caseríos que a un lado y otro de él resplandecían! [3]

Otro día crucé las soledades de Hornachuelos; pasé la junta del Genil con el Guadalquivir en Palma del Río, y a la caída de la tarde di vista a Peñaflor, población sita en un llano cuajado de palmiches y olivares.

Derrengado y hambriento, torcí a un lado del camino a descansar en un monte de olivos, lugar que, por la disposición de ánimo con que a él llegué, tengo apuntado en mi itinerario con el nombre de monte Olivete. Sentí triste mi alma y, como Jesús, pedí al Padre apartara el cáliz de amargura.

Entonces se apareció un ángel a consolarme; claro está que no de veras, sino un arcángel patudo, con rojo ceñidor, cuchillo al cinto y escopeta en bandolera. Yo me asusté creyendo habérmelas con un guardia del verde u otro sayón de esa ralea de los que no dejan en paz a los pobrecitos vagos.

—Es usted el hombre que buscaba —díjome sin más preámbulos—. Véngase conmigo, que no le pesará.

Me parecieron tan bien la llaneza y el buen humor de aquel hombre, que me incorporé dispuesto a obedecerle. Sin embargo, por un resto de escama, hube de preguntarle:

—¿Puedo saber adónde me lleva usted?

—Cualquiera diría que yo soy el secuestrador y usted el príncipe secuestrado, que pregunta adónde le llevan. ¿Que adónde? Pues, a trabajar.

—Hombre, no sé si podré, porque estoy desfallecido y cansado de tantos días de camino.

—Pues sí podrá usted, porque es faena de niños y mujeres. En estos olivares están cogiendo la aceituna y hacen falta braceros. Trabajando de sol a sol le pagarán seis reales, o si no, a 3 realitos por hora. Pero en poniéndose el sol, la olla se sale de madre; dos platos fuertes, una ensalada y vino y música al final con guitarras y panderetas.

Tan alegre programa me animó. No pensé en el trabajo preliminar de la bucólica, sino en las sabrosas ollas. Lo de menos eran los seis reales. En esto salimos a una plana sembrada de olivos. Una docena de personas, gente moza toda ella, estaban vareando los árboles, mientras unas pocas mujeres, con pantalones a lo hombruno, recogían las aceitunas en mantas. No se veía una cara triste; el que no cantaba, reía o se divertía a costa del prójimo.

La presencia de un extraño alborotó el cotarro, y todos la tomaron conmigo, como se verá.

—A la buena de Dios —dijo el guarda saliendo al ruedo y presentándome—, señó Manuel, aquí le traigo un forastero que quiere trabajar.

—¡Jesús, Dios mío! —exclamó a esta sazón una de las mujeres embragadas—. Valiente ayuda nos trae usted. Pero si este hombre parece talmente un Cristo desclavado.

Rieron todos, y yo también tan donosa comparación. Tan donosa como gráfica; porque, vamos a ver, ¿a quién había de parecerme yo, roto, mustio y alicaído más que a un Cristo desclavado?

—Pues no, señor —añadió otra—; a quien se parece es a un maestro de escuela.

Otro mote muy oportuno, ya que mis greñas y los lentes ahumados que tenía puestos para defenderme del sol y del polvo harían de mí el trasunto vivo del dómine Cabra.

—Ea, urracas, cállense y al avío —repuso en alta voz el señor Manuel, que sería el capataz—. Buen hombre —siguió diciendo—, venga, que le daré trabajo.

Trabajo fácil y poco penoso: ir recogiendo la aceituna de las mantas y apilarla en montones; tarea que preferí a la otra, de apalear los árboles sin compasión, haciendo saltar hojas y fruto. Es una perezosa rutina que mata muchos olivares, pero me guardé bien de decirlo al capataz, no fuese que me hiciera encaramar a las ramas y ordeñar las olivas, como así se llama el cogerlas en el árbol.

En un par de horas me gané dos reales, e hice méritos para meter cuchara en las sabrosas ollas. Los jornaleros después de cenar armaron un baile al son de las guitarras. Como la alegría es contagiosa, yo jaleé un tantico a los bailadores, y aun faltó poco para que saliera por peteneras. Pero sentí sueño y me retiré a dormir a un cobertizo.

Al otro día tuve una ocupación más apropiada a mi gusto. El capataz hubo de ir con los carros al molino y me encomendó la apuntación de cargas y jornales, pues por lo visto ninguno de mis compañeros sabía de números.

Pasé la jornada sentado como un patriarca del Betis, pesando y apuntando arrobas y oyendo los decires de los cargadores, que ya no se metían conmigo, o porque se acostumbraran a mi pinta o porque me veían ascendido en categoría. Ni faltaron de noche las regaladas ollas y el lora de la tierra, un vinillo endeble que alegra la pajarilla sin alborotarla.

A los dos días de un régimen así me sentí otro hombre. Cobré fuerzas, y más que todo, gran exaltación de ánimo, con ese goce de la vida que se respira en los pagos andaluces.

El tercer día fue el último. Se acabó la recolección y el capataz me ajustó la cuenta. Doce reales me correspondían por dos días de jornal y una parte por dos horas sueltas en la primera tarde; pero él me dio un duro en una pieza, que a mí me pareció un sol, ¡tanto era el tiempo que hacía que no veía ninguno!

* * *

Con este duro me lancé al asalto de Sevilla. Bien poco dinero era para tan gran ciudad, mas el cielo, que estaba en vena de ayudarme, lo arregló mejor. El lance fue en Mairena, pueblo pequeño, pero que suena mucho en Andalucía por su gran feria de ganados que en su tablada se celebra, allá en el mes de abril.

El mismo día que arribé a la población había hecho su entrada, en visita pastoral, el señor arzobispo de Sevilla. Las calles estaban enarenadas y los balcones con percalinas y banderas. A cosa de media tarde vi las madres llevando sus críos a la iglesia, a que el prelado les diera la cachetina de la Confirmación, y yo me fui con ellas. Hallé al arzobispo de mitra y báculo en un sillón del presbiterio, y tres o cuatro acólitos que hacían desfilar los niños en orden. Como algunos de los infantes eran muy tiernos todavía, las madres cargaban con ellos y se los presentaban al arzobispo. El buen señor, complaciente, administraba el sacramento al uno y bendecía a la otra.

La ceremonia fue breve, por ser pocos los confirmados. El arzobispo se desvistió al pie del altar, y a lo que comprendí por la gente que esperaba en la plaza, se disponía a ir a la casa del cura, donde había recepción de despedida.

Tuve una inspiración y fui derecho al estanco. Pedí un pliego de papel y un sobre, y haciendo memoria de aquellas palabras de Cicerón que «En ninguna cosa se parecen más los hombres a los dioses, que en hacer bien a sus semejantes», escribí en letra grande que llenaba media página, y poniendo todos los pelos y señales: Homines ad Deos nulla re propiis accedunt, quam salutem hominibus dando. Firmé: Pauper viator, y puse en la nema: Venerabili Archiepiscopo Hispalensi. Y feché VIII idus Augusti, porque estábamos a 6 de agosto.

Como no había tiempo que perder, me eché afuera a tiempo que la comitiva cruzaba la plaza en dirección a la rectoral. Ni corto ni perezoso me acerqué al más joven de los familiares y le entregué mi misiva.

Esperando la contestación hice tiempo en una taberna vecina. A la hora u hora y media, oí repique de campanas y una música precedida de un colegio de niños que iba a acompañar al arzobispo a la estación. Eché otro trago para cobrar valor y fui en derechura a la rectoral. Subí la escalera, y a la entrada vi entre otras personas de poco fuste a mi curita, el familiar.

—Buenas tardes —le dije sombrero en mano—: ¿hubo novedad?

—Y muy agradable —me contestó sonriendo—. Entre tantos memoriales que aquí llovieron, el único que mi señor se dignó abrir y proveer por sí mismo fue el de usted. A los demás recurrirá el cura con las limosnas que deja monseñor, pero al pauper viator quiso el archiepiscopus hispalensis distinguirle con este donativo que ahí le entrego.

Y me devolvió mi sobre, pero doblado y con más peso, como que al tacto conocí iban dentro dos monedas de cinco pesetas. No me pareció bien abrirlo allí; di las gracias al familiar y me retiré.

Ya en la puerta curioseé la entrega, y vi, efectivamente, dos relucientes duros envueltos en el mismo papel que escribí, manera muy delicada de contestar un memorial, y acompañando la dádiva este autógrafo del señor arzobispo al pie de mis renglones: Non mores, sed hominem, conmiseratus sum, † Marcellus.

A fuer de hombre de ingenio y de buen latino, el señor arzobispo me devolvía mi cita ciceroniana con otra de Laercio, que en buen romance viene a decir: «Haz bien y no mires a quién».

Haciendo votos por la salud del buen arzobispo, dejé Mairena, pueblo del que bien puedo decir que, si no vi la feria, lo tengo apuntado en la feria de mis aventuras.