III. HABLANDO CON LAS MONJAS

Más allá de Lebrilla, pasado el Sangonera, empieza una dilatada llanura, viéndose a lo lejos la alta torre de la catedral de Murcia.

La ciudad está rodeada por su famosa huerta, rival de las vegas de Granada y de Valencia; un magnífico vergel de vegetación espléndida, regado por el Segura y miles de acequias y canales. La complicada red, así como las ordenanzas del riego, no menos que el traje de los huertanos y los ojos negros de las huertanas, son legados y trasunto vivo de los árabes.

Cabe añadir que estos murcianos son más moros que los andaluces, en cuerpo y en alma. El andaluz viene a ser el castellano aclimatado en la tierra del sol, con las características de la raza y del medio ambiente. De ahí la noble actitud, rayana en fachendoso énfasis; el limpio decir, que llega a los límites de la hipérbole. Algo así como pasó con aquellas vides alemanas que, al ser trasplantadas a España, con la bondad del clima y calidad del terreno, perdió el vino toda la aspereza de su país natal y mejoró mucho sus calidades en delicadeza y gusto.

El murciano es el moro arraigado en España; es moreno de tez, serio, casi taciturno, de pasiones reconcentradas, que estallan tardías, pero fulminantes. El vengador de su honra, verbigracia, es tipo tan castellano como andaluz; pero trasplantado a Murcia, es Otelo.

Ni los murcianos pueden negar ese abolengo; pues consultando la historia, se ve que Murcia no fue nada hasta que los moros la amaron como suya. Después de la invasión agarena, Murcia, antes oscurecida, crece como por encanto y llega a ser capital de un reino. Calles y callejas que van desapareciendo, aunque lentamente; los cimientos de las murallas y aun algunos trozos de ellas que quedan en pie dan la razón, unido a lo demás, a aquello que escribe el cronista Martínez Tornel: que Murcia es árabe por esencia, por presencia y por potencia.

Mi paso por las calles de la ciudad se señaló por un gracioso sucedido.

Junto al convento de Santa Clara hay un solar cercado, adyacente al huerto de la finca, donde las monjas tienen, en alegre promiscuidad, rico plantel de conejos y gallinas. Una mujer y dos chicos entraron en el solar y agarraron cuatro hermosas gallinas y un magnífico gallo.

Salieron tranquilamente a la calle con la preciada carga; pero alguien que advirtió la maniobra la emprendió a gritos de «¡A esos!», y los chicos y la del gallo pusieron pies en polvorosa. Los chicos lograron desaparecer con sus respectivas gallinas; pero la mujer, falta de fuerzas, soltó el gallo con la buena idea de invitar al publiquito que se aglomeró a un linchamiento del ave.

El público se dividió en dos bandos: uno persiguió a la mujer y la capturó fácilmente; el otro, calle arriba y después calle abajo, corría tras el gallo, que, cansado de tantas carreras se erguía y de vez en cuando embestía, dando algún que otro picotazo. En esto topó conmigo, que allí estaba de espectador. Fui a cogerlo, y el animalito, en vez de correr, aleteó bravamente y en dos vuelos se plantó primero en mi brazo y luego en mi cabeza. A riesgo de que me clavara uno de los espolones, alcé las manos y lo cogí por las patas.

—¡Es del convento! ¡Es del convento! —me gritaron algunos, creyendo que el gallo sería conmigo.

—Pues al convento voy a entregarlo —contesté con aplomo.

Y con el gallo estirado llegué a la portería de Santa Clara, a pocos pasos de donde fue la captura. Siguiome un grupo de curiosos para ver si era verdad lo que decía, y en cuanto vieron que tocaba la campanilla, que se abrió la puerta y que yo solté el gallo, se retiraron convencidos de mi probidad. Y me acordé de la máxima de Sebastopol: «Aquí estoy y aquí me quedo». Es decir, me senté en el banco del locutorio a descansar, porque había trotado mucho las calles y el sol picaba más de lo regular.

Al poco rato la campana del convento, lenta y pausadamente, tocó el Ángelus del mediodía, y yo, como buen cristiano, y, sobre todo, por respeto al lugar donde estaba, me santigüé.

Pongo a Dios por testigo que no lo hice para congraciarme con las monjas, porque las celosías estaban cerradas con las maderas, y bien sabía yo que tras ellas no me miraba nadie.

Poco a poco fueron entrando donde yo estaba hasta media docena, entre niños y mujeres, con sendas ollas y pucheretes, señal inequívoca de que venían a las sobras de la comida monjil. Su espera no fue larga.

A eso de media hora la tornera dio una palmada, y los pobres se acercaron al torno.

El torno lo constituyen dos círculos planos con listones verticales de madera, que giran sobre un mismo eje, y sirve para recibir los recados del convento. Así, pues, un pobre ponía su olla en el primer hueco, y conforme el aparato iba girando, los demás hacían lo mismo con las suyas. Adentro se las llenaban, y luego, por el mismo procedimiento, se las devolvían.

Los socorridos serían abonados al rancho conventual, porque oí que la tornera, que al través de una rejilla podía ver sin ser vista, los llamaba por sus nombres y les hacía tal cual pregunta. Fuéronse todos y volví a quedar solo.

El reparto de la comida dejó en la estancia un olorcillo tan agradable, que el apetito se me despertó.

—¡Qué bien te sentaría —pensaba yo—, aquí en la paz del locutorio, la sopa boba de las clarisas, servida por manos blancas de mujer!

Y como respondiendo a mi deseo, oí una voz, la de la tornera, que me decía:

—Hermano, ¿quería usted algo?

—Hermanita —contesté—, yo bien quisiera, pero no tengo con qué.

—No hace falta —repuso ella—; espérese. ¡Ah! ¿No fue usted quien trajo el gallo?

—Sí, hermana.

—Bien; lo tendré en cuenta.

Con estas últimas palabras se me afilaron los dientes, pues supuse que la tornera me regalaría con un buen plato. Y no me equivoqué, porque muy en breve giró el torno y se puso al alcance de mi mano un plato colmado de arroz hecho a la paella, con su correspondiente tenedor.

En un momento lo despaché, quedando agradecido al gallo, que tan buena me la deparó.

Solo faltaba para completar el festín un trago de buen vino, porque el arroz es muy pegajoso al paladar y excita la sed. Pero esto era pedir lo excusado, porque las clarisas son señoras pobres y no habían de tener bodega.

No sé por qué se me vino a las mientes lo que en el reino de Galicia llaman los perdones de Rivadeneyra. Y es que dicen que un caballero de este apellido, viendo que los gallegos eran descuidados y remisos en dar gracias a Dios después de comer, alcanzó del Sumo Pontífice que, cualquiera que eso hiciere, diérasele de beber y ganase cien días de perdón.

Y como con probar nada se pierde, al llamar al torno para devolver el plato, lo hice soltando una a una, con religiosa pausa, a manera de acción de gracias:

Sante Francisce, pater amabilis;

Sante Francisce, pater admirabilis;

Sante Francisce, pater venerabilis.

Como las clarisas son franciscanas y siguen la regla del patriarca de Asís, esa letanía, que es la de san Francisco, estaba en su lugar. Tanto es así, que a la tercera invocación la tornera contestó:

Ora pro nobis! ... Que me place, hermanito; veo que es usted un devoto de nuestro santo padre.

Sin duda, al eco de su voz, otras monjas que adentro estarían, abrieron los postigos de las celosías para ver quién era yo. Advertí su presencia por cierto bisbiseo y por las manchas blancas de los petos, únicas cosas que yo veía.

Entre ellas estaría una monja de respeto, porque al volver la cara para saludarlas, una voz grave, meliflua y reposada, me dijo:

—Hermano, ¿es usted terciario de la orden?

—Todavía no, madre; pero espero en Dios que algún día diré

con el Dante: Io aveva una corda intorno cinta. Soy, sí, un admirador de san Francisco de Asís, del Patriarcha pauperum, como se reza en la letanía.

—¡Entonces lo será usted también de nuestra madre santa Clara!

—¡Ya lo creo! ¡Santa Clara, la estrella matutina del firmamento franciscano; la primera tórtola que acudió al reclamo del Serafín de Asís!

—Pero, hermano; qué bien enterado está de nuestras cosas.

¿Quién es usted?

—Madre —respondí con la mayor compunción—; soy un fraticelo.

—¿Qué es esto?

—Un hermanito de la vida pobre que, como los apóstoles, calza sandalias, y como Cristo, duerme en establos.

—¡Vaya por Dios, hermano! ¿Y está usted contento con su estado?

—Madre, dígalo por mí el poeta lego Jacopone : Povertade poverina,

ma del cielo citadina.

—Sí, hermano; la pobreza es hija del cielo. Llévela usted con paciencia, y ofrézcasela a Dios.

—En Él confío, madre:

Al ver povero professo

l’alto regno ven promesso,

questo dice Cristo stesso.

—Sí, hermano; así lo dice Cristo, Nuestro Señor, y lo que Él dice lo cumple... ¿Diéronle de comer?

—Sí, madre; un arroz muy bueno, que por cierto me dio mucha sed.

—Se proveerá, hermano. Mucho nos ha placido su santa conversación. Por ello, y por su religiosidad, prepárese a recibir por el torno una distinción que a nadie de fuera se hace... ¡Que Dios sea con usted, hermano!

—Y usted, madre, a Él me encomiende.

Y tras las celosías volvieron a plegarse, lenta y silenciosamente, los dos postigos, como alas desplegadas de gigantesco vampiro.

No se hizo esperar la distinción con que quiso honrarme la que supuse sería madre abadesa, o siquier clavera: un platillo con una copa de vino ajerezado entre un montón de acaramelados bizcochos; obsequio digno del señor obispo cada cuando visitare el monasterio.

Devolví los cacharros a la tornera, le di las gracias y salí del santo lugar.