VIII. DONDE ÉL CAYO
Así que continuaron el viaje juntas, tras ser orientadas por el propietario del restaurante que, según dijo, tenía una idea bastante aproximada de las cercanías de Midian. Las instrucciones resultaron ser correctas. Su ruta las llevó a través de Shere Neck, que era más grande de lo que Lori esperaba, y luego a una carretera sin señalizar que teóricamente conducía a Midian.
—¿Por qué quieren ir allí? —había querido saber el propietario del restaurante—. Ya no va nadie. Está vacío.
—Estoy escribiendo un artículo sobre la fiebre del oro —respondió Sheryl, una mentirosa entusiasta—. Ella es turista.
—Ha venido a admirar las vistas —fue la respuesta del hombre.
La observación era irónica, pero era más verdad de lo que suponía quien la había pronunciado. Era última hora de la tarde, con la luz dorada iluminando el camino de grava. Cuando la ciudad apareció a la vista y hasta que no llegaron a las propias calles, estaban seguras de haberse confundido de sitio porque no había ninguna ciudad fantasma tan acogedora como aquélla. Pero al ponerse el sol, aquella impresión cambió. Había algo desesperadamente romántico en las casas desiertas, pero la vista era desalentadora y bastante pavorosa. Al ver el lugar, el primer pensamiento de Lori fue:
—¿Por qué vendría aquí Boone?
Y el segundo:
—No vino por propia voluntad. Le perseguían. Fue un accidente que viniese a parar aquí. Aparcaron en medio de la calle Mayor que, aparte de algún que otro callejón, era la única.
—No hace falta cerrar el coche —dijo Sheryl—. Nadie va a venir a robarlo. Ahora que estaban allí, Lori estaba más contenta que nunca de la compañía de Sheryl. Su verborrea y su buen humor eran un desafío a aquel lúgubre sitio y mantenían a raya a todo lo que allí acechaba.
Los espectros podían vencerse con la risa, la desgracia estaba hecha de un tejido más inflexible. Por primera vez desde la llamada telefónica de Boone, sintió algo parecido al dolor del duelo. Era fácil imaginarse a Boone allí, solo y confuso, sabiendo que sus perseguidores se estaban acercando a él. Y todavía era más fácil encontrar el lugar donde le habían derribado a tiros. Los agujeros que habían hecho las balas perdidas estaban rodeados de marcas de tiza; las manchas y salpicaduras de sangre habían empapado los listones de madera del porche. Ella se quedó allí, fuera del lugar durante varios mi ñutos, incapaz de acercarse pero igualmente incapaz de alejarse. Sheryl se la llevó con mucho tacto a explorar: no había nadie que rompiera la hipnótica huella que la visión del lecho de muerte de Boone había dejado en ella
Le había perdido para siempre. Y sin embargo no había lágrimas. Quizá las había expulsado ya en el lavabo del restan rante. Lo que ahora sentía alimentando su sentimiento de pérfida era el misterio de que un hombre al que había conocido y amado —o amado y creído conocer— hubiera muerto allí por crímenes que ella nunca hubiese sospechado de él. Quizás era la rabia que sentía hacia él lo que le impedía llorar, sabiendo que pese a sus promesas de amor, él se había ocultado tanto de ella, y ahora estaba fuera del alcance de su demanda de explicación. ¿No podía haber dejado al menos una señal? Se encontró mirando las manchas de sangre y preguntándose si unos ojos más penetrantes que los suyos podrían encontrar les algún significado. Si se podían leer profecías en los posos del café, seguramente, la última marca que Boone había dejado en el mundo tendría algún significado. Pero ella no era intérprete. Los signos eran sólo uno de los misterios sin resolver, y el principal de éstos era el sentimiento que ella expresó en voz alta mientras miraba las escaleras:
—Todavía te quiero, Boone.
Se sentía confusa pues, a pesar de su rabia y su enfado, hubiera dado la vida que le quedaba para que él cruzara aquella puerta y la abrazase.
Pero no hubo réplica a su declaración, ni siquiera indirectamente. Ningún aliento espectral contra su mejilla, ningún suspiro en su oído. Si Boone estaba aún allí en cualquier forma fantasmal, estaba mudo y sin aliento, no liberado por la muerte, sino prisionero de ella. Alguien pronunció su nombre. Levantó la vista.
—¿...no crees? —estaba diciendo Sheryl.
—Perdona, ¿cómo decías?
—Es hora de irse —repitió Sheryl—. ¿No crees?
—Oh.
—No me hagas caso, ven.
—Gracias.
Lori tendió la mano, necesitaba apoyo. Sheryl la cogió.
—Has visto todo lo que tenías que ver, cariño —le dijo.
—Sí.
—Vámonos.
—¿Sabes? Aún no me parece real —dijo Lori—. Ni siquiera estando aquí de pie, ni viendo el sitio. No puedo creerlo. ¿Cómo puede ser tan... irrecuperable? Debe de haber alguna forma de que podamos alcanzarlo, ¿no crees?, alcanzarlo y tocarlo.
—¿A quién?
—Me refiero a la muerte. Si no, todo es tan absurdo, ¿no? Todo es de un sadismo absurdo
—se deshizo del brazo de Sheryl, se puso la mano en la ceja y se la frotó con las puntas de los dedos—. Lo siento —dijo—. Estoy desvariando, ¿verdad?
—¿Sinceramente? No.
Lori le dedicó una mirada de disculpa.
—Oye —dijo Sheryl—, la vieja ciudad ya no es lo que era. Creo .que deberíamos irnos y dejar todo esto. ¿Qué dices?
—De acuerdo
—Sigo pensando... —Sheryl se detuvo—. No me gusta mucho esta compañía —dijo—. No os necesito —añadió rápidamente.
—¿A quién?
—A toda esa gente muerta —dijo.
—Encima de la colina hay un maldito cementerio.
—¿De verdad?
—No es una visión idónea para tu estado de ánimo —dijo Sheryl rápidamente. Pero por la expresión de Lori se dio cuenta de que no tenía que haberle suministrado la información.
—No quieres verlo —le dijo—. De verdad, no quieres.
—Sólo un par de minutos —dijo Lori.
—Si nos quedamos más rato tendremos que conducir en la oscuridad.
—Nunca más volveré aquí.
—Seguro que vuelves. A admirar las vistas. Magníficas vistas de casas de muertos. Lori esbozó una leve sonrisa.
—Acabaré en seguida —dijo ella, empezando a bajar la calle en dirección al cementerio. Sheryl dudó. Se había dejado el jersey en el coche y empezaba a refrescar. Pero durante todo el tiempo que llevaban allí, no había podido evitar la sensación de que estaban siendo vigiladas. Estaba a punto de oscurecer y no quería quedarse sola en la calle.
—Espérame —dijo y alcanzó a Lori, que ya estaba mirando el muro del cementerio.
—¿Por qué es tan grande? —preguntó Lori en voz alta.
—Dios sabrá. Quizá murieron todos a la vez.
—¿Tantos? Es un pueblo pequeño.
—Es verdad.
—Y mira el tamaño de las tumbas.
—¿Debería impresionarme?
—¿Has entrado?
—No. Y no me gustaría entrar.
—Sólo un poco.
—¿Dónde he oído eso antes?
No hubo respuesta de Lori. Ya estaba ante las puertas del cementerio, metiendo la mano a través de la reja de hierro para abrir el picaporte. Lo consiguió. Empujando una de las puertas justo lo suficiente para poder deslizarse, entró. Sheryl la siguió de mala gana.
—¿Por qué tantas? —volvió a decir Lori. No era sólo curiosidad lo que reflejaba su voz. Aquel extraño espectáculo la movía a preguntarse de nuevo si Boone había aterrizado allí
simplemente de un modo accidental o si Midian había sido su destino. ¿Había alguien enterrado allí a quien esperaba encontrar vivo? ¿O alguien ante cuya tumba quería confesar sus crímenes? Aunque todo eran conjeturas, las avenidas de tumbas parecían ofrecer una débil esperanza de comprensión de que la sangre que él había derramado no se perdería si ella se quedaba a observar hasta que anocheciera.
—Es tarde —le recordó Sheryl.
—Sí.
—Y yo tengo frío.
—¿Sí?
—Me gustaría irme, Lori.
—Ah... Lo siento. Sí. Desde luego. Está oscureciendo demasiado como para ver nada.
—Veo que te has dado cuenta.
Empezaron a alejarse de la colina hacia la ciudad. Sheryl abría el paso. La poca luz que quedaba se había extinguido cuando llegaron a las afueras de la ciudad. Dejando que Sheryl se dirigiera hacia el coche, Lori se detuvo para echar una última mirada al cementerio. Desde su elevada perspectiva parecía una fortaleza. Quizá los altos muros impedían la entrada a los animales, pero parecía una precaución innecesaria. Los muertos estaban seguros bajo sus lápidas. Era más probable que los muros fueran la forma en que los vivos impedían que los muertos ejercieran poder sobre ellos. Dentro de aquel recinto, el suelo era sagrado para los que se habían ido, vigilado por sus nombres. Fuera, el mundo pertenecía a los vivos, que no habían dejado ninguna pista sobre aquellos a quienes habían perdido. Ella no era tan soberbia. Aquella noche tenía mucho que decirles a los muertos y mucho que escuchar. Era una lástima.
Se volvió hacia el coche extrañamente vivificada. Sólo cuando las puertas estuvieron cerradas y el coche se puso en marcha, Sheryl dijo:
—Había alguien vigilándonos.
—¿Estás segura?
—Te lo juro. Lo he visto cuando iba hacia el coche. —Se estaba frotando los pechos vigorosamente— ¡Jesús, cuando tengo frío se me entumecen los pezones!
—¿Cómo era? —dijo Lori.
Sheryl se encogió de hombros.
—Estaba muy oscuro —dijo—. Ahora ya da igual. Como has dicho tú, no vamos a volver aquí nunca.
Era verdad, pensó Lori. Se alejarían conduciendo por una recta carretera y nunca mirarían atrás. Quizá los difuntos ciudadanos de Midian las envidiasen, tras sus muros fortificados.