VIl. CAMINOS DIFÍCILES
1
Saber que Boone la había dejado fue bastante duro, pero lo que pasó después fue mucho peor. Primero fue la llamada telefónica. Había visto a Philip Decker una sola vez y no reconoció su voz hasta que él no se identificó.
—Me temo que tengo malas noticias.
—Ha encontrado a Boone.
—Sí.
—¿Está herido?
Hubo una pausa. Antes de que se rompiera el silencio, ella supo lo que vendría después.
—Me temo que está muerto, Lori.
Ahí estaban las noticias que medio había imaginado. Porque había sido demasiado feliz y no podía durar. Boone había cambiado su vida totalmente. Su muerte haría otro tanto.
Le agradeció al doctor su amabilidad por habérselo dicho él en vez de dejar que lo hiciese la Policía. Luego colgó y esperó hasta poder asumirlo.
Algunos compañeros suyos decían que un hombre como Boone nunca la hubiera cortejado si hubiese estado en sus cabales, no queriendo decir que su enfermedad le hubiera hecho escoger ciegamente, sino que una cara así, que inspiraba tales elogios en la gente sensible al encanto de una cara, se habría acompañado de una belleza similar si su mente no hubiera estado desequilibrada. Estas observaciones le hacían mucho daño porque en el fondo de su corazón ella las consideraba ciertas. Boone no poseía gran cosa, pero su rostro era su mayor gloria y provocaba tal devoción en las miradas que llegaba a inquietarle y a hacerle desconfiar. No le gustaba nada que le mirasen. Más de una vez, Lori había temido que se hiciese daño con la esperanza de destruir lo que tanto llamaba la atención, un impulso reiterado de total desinterés por su apariencia. Ella sabía que Boone se había pasado días sin ducharse, semanas sin afeitarse, casi medio año sin cortarse el pelo. Pero eso apenas le servía para disuadir a sus devotas. Le acechaban precisamente porque él a su vez se sentía acechado; era tan simple como eso.
Ella no perdió tiempo intentando persuadir a sus amigos del hecho. En vez de eso, hablaba lo menos posible de él, especialmente cuando la conversación giraba hacia el tema del sexo. Sólo había dormido tres veces con Boone y cada vez había sido un desastre Sabía lo que los cotillees podían hacer con este dato. Pero su ternura y su deseo hacia ella sugerían que sus proposiciones eran algo más que la voluntad de cumplir. Simplemente, no podía realizarlas, lo que le producía rabia, y le hacía caer en tales depresiones que ella tenía que retroceder, enfriando sus encuentros para no llevarlos a nuevos fracasos.
Pero soñaba con él a menudo, con escenas inequívocamente sexuales. Ahí no había simbolismo. Sólo Boone y ella en habitaciones desnudas, follando A veces había gente llamando a la puerta para entrar a ver, pero nunca llegaban a entrar. Él le pertenecía completamente, con toda su belleza y toda su desdicha.
Pero sólo en sueños. Ahora más que nunca, sólo en sueños.
Su historia juntos se había terminado. No habría más días oscuros, en que su conversación era un círculo de derrota, no habría momentos de repentina luz porque ella había acertado con alguna frase que le hacía recobrar la esperanza. Ella no se había preparado para un final tan brusco, para algo como aquello. Como Boone desenmascarado como asesino v muerto a tiros en una ciudad cuyo nombre nunca había oído. Era un final equivocado.
Pero por malo que fuese, lo peor era la continuación.
Después de la llamada de teléfono vino la inevitable cruz del interrogatorio de la Policía: ¿Había sospechado ella de sus actividades criminales? ¿Había sido violento en sus relaciones con ella? Ella les dijo docenas de veces que sólo la había tocado para amarla, y sólo convenciéndole. Ellos creían encontrar una confirmación tácita en su relato de sus vanas tentativas, intercambiando miradas significativas mientras ella hacía un ruborizante relato de su forma de hacer el amor. Cuando acabaron con sus preguntas le preguntaron si quería identificar el cuerpo. Ella aceptó la responsabilidad. Aunque le habían advertido que no sería agradable, quería despedirse.
Fue entonces cuando las cosas, que ya se habían vuelto extrañas, se volvieron aún más extrañas.
El cuerpo de Boone había desaparecido.
Al principio, nadie le dijo por qué se había aplazado el proceso de identificación, la esquivaban con excusas que no sonaban creíbles. Pero al fin no tuvieron más remedio que decirle la verdad. El cuerpo, que había dejado en el depósito de la Policía la noche anterior, se había esfumado. Nadie sabía cómo lo habían robado —el depósito estaba cerrado y no había señales de que hubiesen forzado la puerta— ni del porqué Se había iniciado la investigación, pero a juzgar por la expresión molesta de los que le dieron la noticia, no tenían mucha esperanza de encontrar a los ladrones del cadáver. La encuesta sobre Aaron Boone tendría que llevarse a cabo sin el cadáver.
2
La atormentaba pensar que él nunca pudiera descansar en paz. La idea de su cuerpo utilizado para algún juego perverso o algo peor, como terrible icono, la acosaba día y noche. Le sorprendió su capacidad para imaginar los usos que podían dar a la pobre carne de Boone. Su mente había entrado en una espiral morbosa que la hacía temer, por primera vez en su vida, por su propia salud mental.
Boone había sido un misterio en su vida y su afecto, un milagro que le daba una sensación de sí misma hasta entonces desconocida. Ahora, con la muerte, el misterio se había hecho más profundo. Parecía como si ella nunca le hubiese conocido, ni incluso en aquellos momentos de traumática lucidez juntos, cuando él estaba dispuesto a romperse el cráneo hasta que ella lograba mitigar su desazón, incluso entonces, él había estado ocultándole una vida secreta de asesinatos.
Parecía casi imposible. Ahora, cuando ella se lo imaginaba haciéndole muecas o sollozando en su regazo, la idea de que nunca le había conocido de verdad le dolía como una herida física. Tenía que curar aquella herida de alguna forma, o bien prepararse para sufrir la herida de la traición definitiva de Boone. Tenía que averiguar por qué su otra vida le había llevado lejos de todo. Quizá la mejor solución fuese ir a investigar donde le habían encontrado: ir a Midian. Tal vez allí encontraría la respuesta al misterio.
La Policía le había advertido que no abandonase Calgary hasta que acabase la investigación, pero ella era, como su madre, una criatura impulsiva. Se despertó a las tres de la madrugada con la idea de ir a Midian. A las cinco estaba haciendo el equipaje y una hora después del alba se dirigía al norte por la autopista número 2.
3
Al principio todo iba bien. Era agradable estar lejos de su oficina —la echarían de menos, ¿pero qué demonios?— y de su apartamento, lleno de recuerdos de su época con Boone. No conducía a ciegas, pero casi; en ninguno de los mapas que había conseguido aparecía ninguna ciudad llamada Midian. Sin embargo, había oído mencionar otros lugares en sus conversaciones con la Policía. Uno era Shere Neck, lo recordaba, y aquél sí que aparecía en los mapas. Así que lo convirtió en su meta.
Conocía poco o nada del territorio que ahora atravesaba. Su familia era oriunda de Toronto, el civilizado Este, como solía llamarlo su madre hasta el día en que murió, reprochándole a su marido el haberles llevado al interior. Aquel prejuicio se había desvanecido. La visión de los campos de trigo extendiéndose hasta perderse de vista nunca le había sugerido nada a la imaginación de Lori y nada de lo que vio mientras conducía la hizo cambiar de opinión. El grano había crecido libremente; al parecer, quienes lo plantaban y segaban se habían dedicado a otra cosa. La clara monotonía de todo aquello la fatigó más de lo que había previsto. Interrumpió su viaje en McLennan, a una hora de automóvil de río Peace, y durmió toda la noche de un tirón en la cama de un motel, para levantarse temprano y fresca a la mañana siguiente y proseguir. Calculaba que llegaría a Shere Neck a mediodía.
Pero las cosas no salieron como esperaba. En algún lugar al este de río Peace, perdió el rumbo y tuvo que conducir durante sesenta y pico de kilómetros en una dirección equivocada hasta que encontró una gasolinera y alguien que podía orientarla.
Había dos niños gemelos jugando con soldaditos de plástico en medio de la suciedad de los escalones de la oficina. Su padre, cuyo pelo rubio era igual que el de los niños, alejó con el pie una colilla de entre los batallones de soldados y se dirigió hacia el coche.
—¿Qué desea?
—Gasolina, por favor. Y que me informe.
—Eso vale dinero —dijo sin sonreír.
—Estoy buscando una población llamada Shere Neck. ¿La conoce?
Los juegos de guerra se habían intensificado detrás suyo. Él se volvió hacia los niños.
—¿Queréis cerrar la boca de una vez? —les dijo.
Los chicos intercambiaron miradas de soslayo y se quedaron silenciosos hasta que él se volvió hacia Lori. Muchos años trabajando a la intemperie bajo el sol del verano le habían envejecido prematuramente.
—¿Qué quiere de Shere Neck? —le dijo.
—Estoy intentando... seguir la pista de alguien.
—¿Sí? —repuso, claramente intrigado. Le dedicó una son risa diseñada para mejores dientes—. ¿Alguien que yo conozco quizá? —dijo—. No tenemos muchos forasteros aquí. Ella pensó que no pasaba nada por preguntar. Se volvió al asiento posterior y cogió una fotografía de su bolso.
—¿Ha visto alguna vez a este hombre?
Armageddon estaba mirando a las escaleras. Antes de fijarse en la fotografía se dirigió a los niños:
—¡Os he dicho que cerrarais el pico! —dijo y luego se volvió a examinar la foto. Su respuesta fue inmediata—. ¿Usted sabe quién es este tipo?
Lori dudó. La ruda cara que tenía enfrente estaba ceñuda. Pero era demasiado tarde para aparentar ignorancia.
—Sí —dijo, intentando no parecer ofensiva—. Sé quién es.
—¿Y sabe lo que ha hecho? —los labios del hombre se curvaron mientras hablaba—. Había fotografías. Yo las vi —y otra vez se volvió a los niños—: ¿Queréis cerrar el pico?
—Yo no he sido —protestó uno de los dos.
—¡Me importa un huevo quién ha sido! —fue la respuesta.
Se movió hacia ellos con el brazo alzado. Ellos se alejaron en unos segundos, poniendo sus soldados a salvo de él Su rabia hacia los niños y su disgusto por la fotografía se convirtieron en una súbita aversión.
—¡Un jodido animal! —exclamó, volviéndose hacia Lori— . Eso es lo que era Un jodido animal
Le devolvió la fotografía manchada.
—Estuvo condenadamente bien lo que hicieron con él. ¿Qué quiere? ¿Ir a bendecir el sitio?
Ella recuperó la fotografía de sus grasientos dedos sin replicar, pero él vio perfectamente la expresión de su rostro. Sin amilanarse, continuó su andanada.
—A los hombres como ésos habría que matarles como a perros. Como jodidos perros. Ella se retiró ante tanta vehemencia, las manos le temblaban de tal modo que casi no podía abrir la puerta del coche.
—¿No quiere gasolina? —preguntó él de pronto
—Váyase al infierno —contestó ella.
Él pareció perplejo
—¿Cuál es su problema? —espetó.
Ella puso el contacto, rezando entre dientes para que el coche se pusiera en marcha. Estaba de suerte. Alejándose a toda velocidad echó un vistazo al retrovisor para ver al hombre gritando tras ella a través de la polvareda que había levantado el coche. Ella no sabía por qué estaba tan furioso pero se lo podía imaginar: por los niños. Era absurdo preocuparse por eso. El mundo estaba lleno de padres brutales y madres tiránicas y esto daba lugar a niños crueles y desamparados. Así era la vida. Ella no podía mejorar la especie humana.
Aliviada por no haber tenido que seguir contestando allí, donde se había sentido acorralada durante diez minutos, se alejó de prisa, pero le invadió un temblor tan violento que tuvo que detenerse al ver el primer signo de civilización y encontrar un lugar donde recobrar la calma. Había un pequeño comedor entre una docena de tiendas, y ella pidió café y un trozo de pastel y entró en los lavabos para echarse un poco de agua fresca en las ardientes mejillas. Soledad, aunque fuese un momento, era todo lo que necesitaba para poder llorar. Contemplando sus facciones agitadas y llenas de ronchas en el espejo roto empezó a sollozar con tal insistencia que nada —ni incluso la entrada de otra persona— pudo detenerla.
La recién llegada no hizo lo que hubiese hecho Lori en circunstancias similares: retirarse. En vez de eso, mirando a Lori, a los ojos en el espejo le preguntó:
—¿Qué le pasa? ¿Hombres o dinero?
Lori se secó las lágrimas con los dedos.
—Lo siento —dijo.
—Yo, si lloro —dijo la chica, pasándose un peine por su pelo teñido de henna—, es sólo por hombres o por dinero.
—Oh —la curiosidad impertérrita de la chica hizo cesar las lágrimas de Lori—. Un hombre
—dijo.
—¿Te ha dejado, ha muerto?
—No exactamente.
—¡Jesús! —dijo la chica—. ¿Volvió? Eso es casi peor.
La observación arrancó una leve sonrisa al rostro de Lori.
—Siempre pasa lo mismo con los que no quieres, ¿verdad? —continuó la chica—. Mándales a hacer púnelas, siempre vuelven como perros.
La mención a los perros le recordó a Lori la escena del garaje y sintió que otra vez le afluían las lágrimas.
—Cierra la boca, Sheryl —se dijo a sí misma la recién llegada—. Aún lo estás poniendo peor.
—No —dijo Lori—. De verdad que no. Necesito hablar.
Sheryl sonrió.
—¿Tanto como yo el café?
Sheryl Margaret Clark era su nombre y hubiera logrado hacer chismorrear hasta a los ángeles. Al cabo de dos horas de conversación y con el quinto café, Lori le había contado su triste historia, desde el primer encuentro con Boone hasta el momento en que ella y Sheryl habían intercambiado sus miradas en el espejo. Sheryl también tenía una historia que contar, más cómica que trágica, sobre la pasión de su amante por las noches y la suya por el hermano de él, que había terminado con palabras duras y ruptura. Ahora estaba en la carretera para aclarar la mente.
—No lo había hecho desde que era una cría —dijo—. Ir donde se me antoje. Había olvidado lo bien que sienta. Quizá podríamos ir juntas. A Shere Neck. Siempre he querido ver ese lugar.
—¿De verdad?
Sheryl se rió.
—No. Pero es un destino tan bueno como otro cualquiera. Cualquier dirección es igual para el despreocupado.