XVII. DELIRIUM

Lori se quedó de pie al otro lado de la calle frente al restaurante incendiado, y lo observó durante cinco minutos para ver si había algún signo de actividad. No había ninguno. Sólo ahora, a plena luz del día, se daba cuenta de cuan abandonado estaba aquel vecindario. Decker había elegido bien. La posibilidad de que alguien le hubiera visto entrar o salir del lugar era casi inexistente. Incluso a media tarde, ningún paseante cruzó aquella calle en ninguna dirección, y los pocos vehículos que pasaban por allí aceleraban para dirigirse a algún lugar más prometedor.

Algo de aquella escena, quizás el calor del sol contrastando con la lápida invisible de Sheryl, le recordó a su solitaria aventura en Midian, o más especialmente, a su encuentro con Babette. No eran los ojos de su mente los que la niña había conjurado. Le parecía que su cuerpo entero estaba reviviendo su primer encuentro. Podía sentir el peso de la bestezuela cuando la recogió de bajo el árbol y la sostuvo contra su pecho. Su esforzado jadeo estaba en sus oídos y su amarga dulzura le llegaba a la nariz.

Las sensaciones le llegaban con tal fuerza que era casi una unión: el peligro pasado señalando al presente. Le parecía ver a la niña mirándola desde sus brazos, aunque nunca había llevado a Babette en forma humana. La boca de la niña se abría y cerraba, formulando una llamada que Lori no podía leer de sus labios.

Luego, como una pantalla de cine que se volviese blanca a mitad de película, las imágenes desaparecieron y ella se quedó sólo con un tipo de sensaciones: la calle, el sol y el edificio quemado enfrente.

No servia para nada posponer el mal momento por más tiempo. Ella cruzó la calle, subió a la acera y sin dejarse aminorar el paso ni un ápice, atravesó el marco de la carbonizada puerta hacia el vestíbulo. ¡Qué de prisa se hizo oscuro! ¡Qué de prisa sintió frío! A un solo paso de la luz del sol y estaba ya en otro mundo. Ahora ralentizó un poco la marcha, mientras atravesaba el montón de escombros que yacía entre la puerta frontal y la cocina. En su mente estaba fijada una sola intención : encontrar alguna pista que pudiera implicar a Decker. Tenía que controlar todos los demás pensamientos y emociones: repulsión, pesar y miedo. Tenía que mantenerse fría y serena. Jugar el juego de Decker.

Apresurándose, cruzó el pasillo abovedado.

Pero no hacia la cocina, sino hacia Midian.

Supo dónde estaba en el mismo momento en que ocurrió: el frío y la oscuridad de las tumbas eran inconfundibles. La cocina había desaparecido con todas sus vigas.

Al otro lado de la habitación estaba Rachel, mirando hacia el techo con expresión desazonada. Miró a Lori un momento, sin sorprenderse de su presencia. Luego volvió a mirar y escuchar.

—¿Qué ocurre? —dijo Lori.

—Calma —dijo Rachel vivamente. Luego pareció arrepentirse de su dureza y abrió los brazos—. Ven conmigo, hija —dijo.

Hija. Así que era eso. No estaba en Midian, estaba en Babette, viendo con los ojos de la niña. Los recuerdos que había sentido tan intensamente en la calle no eran sino un preludio de la unión de sus mentes.

—¿Es esto real? —dijo ella.

—¿Real? —susurró Rachel—. Desde luego que es real. .

Sus palabras se quebraron y miró a su hija interrogativamente.

—Babette... —dijo.

—No... —contestó Lori.

—Babette, ¿qué has hecho?

Se movió hacia la niña, que retrocedió. Su visión a través de aquellos ojos robados tenía un regusto a su pasado. Rachel parecía increíblemente alta y su acercamiento desmañado.

—¿Qué has hecho? —le preguntó por segunda vez.

—La he traído —dijo la niña—. Para que vea.

El rostro de Rachel se llenó de furia. Intentó agarrar a su hija del brazo. Pero la niña era mucho más rápida. Antes de que pudiera cogerla, se escapó fuera de su alcance. Los ojos mentales de Lori fueron con ella, confusos con la carrera.

—Vuelve aquí —susurró Rachel.

Babette ignoró sus instrucciones y se fue hacia los túneles, doblando esquina tras esquina con la facilidad de alguien que conocía el laberinto como la palma de su mano. La ruta le llevó rápidamente a atravesar las principales vías y la condujo hacia pasajes más oscuros y estrechos, hasta que Babette se aseguró de que no era perseguida. Habían llegado a una abertura en la pared, demasiado pequeña como para permitir el paso de un adulto. Babette se metió por ella y entró a un espacio no mayor que una nevera e igualmente helado, que era el escondite de la niña. Allí se sentó a tomar aliento y sus sensitivos ojos veían perfectamente en la oscuridad total. La rodeaban sus escasos tesoros. Una muñeca hecha con hierbajos y coronada de flores de primavera, dos cráneos de pájaros y una pequeña colección de piedras. Pese a todo lo que la distinguía, Babette era en esto como cualquier otra niña: sensitiva y ritualista. Allí estaba su mundo. Dejárselo ver a Lori no era un cumplido insignificante.

Pero no había llevado a Lori allí simplemente para enseñarle su guarida. Había voces por encima de su cabeza, lo bastante cerca como para oírlas claramente.

—¡Eeeehh! ¿Habéis visto esta mierda? Aquí se podría esconder un ejército entero.

—No digas eso, Cas.

—¿Estás cagado en los pantalones, Tommy?

—No.

—Huele como si te hubieras cagado.

—Vete a la mierda.

—Cerrad la boca los dos. Hay que currar.

—¿Por dónde empezamos?

—Busquemos señales de desorden.

—Aquí hay gente. Lo siento. Decker tenía razón.

—Pues vamos a sacar a esos cabrones a donde podamos verlos.

—¿Quieres decir... bajar ahí? Yo no bajo.

—No hace falta.

—¿Pues cómo cono quieres que lo subamos, pedazo de animal?

La respuesta no fue una palabra sino un tiro que levantó las piedras.

—Será corno pescar peces en un barril —dijo alguien—. Si no quieren subir, se quedarán abajo para siempre.

—¡Nos ahorraremos tener que enterrarles!

¿Quién es esa gente? pensó Lori. Tan pronto como se planteó la pregunta, Babette se levantó y se dirigió a un estrecho canal que llevaba a su sala de juegos. Era apenas lo bastante amplia como para acomodar su pequeño cuerpo. A Lori le invadió una ráfaga de claustrofobia. Pero había una compensación. La luz del día enfrente y la fragancia del aire libre que al calentar la piel de Lori calentaba la de Babette.

El pasaje era al parecer una especie de sistema de drenaje. La niña esquivó una montaña de escombros, deteniéndose sólo para darle la vuelta al cadáver de una musaraña que había muerto en el canal. Las voces de arriba sonaban inquietantemente cerca.

—Digo que empecemos por aquí y abramos cada maldita tumba hasta encontrar a alguien que llevarnos a casa.

—Aquí no hay nada que llevarse a casa.

—¡Mierda, Pettine, quiero prisioneros! La máxima cantidad de cabrones que podamos atrapar.

—¿No deberíamos llamar primero? —preguntó entonces un cuarto. Aquella voz disidente se había oído hacía poco—. Quizás el jefe tenga instrucciones frescas que darnos.

—Que le den al jefe —dijo Pettine.

—Sólo si lo pide por favor —fue la respuesta de Cas.

En medio de las risas que siguieron hubo muchos otros comentarios, la mayoría obscenos. Fue Pettine el que hizo callar las risas.

—Vale ya. Dejad esas guarradas para otro momento y empecemos.

—Cuanto antes mejor —dijo Cas—. ¿Listo, Tommy?

—Yo siempre estoy listo.

Entonces se hizo visible la fuente de la luz hacia la que se arrastraba Babette: era una rejilla metálica que había al fondo del túnel.

— Aléjate del sol —se encontró pensando Lori.

— Está bien —contestaron los pensamientos de Babette. Estaba claro que no era la primera vez que utilizaba el agujero para espiar. Como un prisionero sin esperanza de liberación, aprovechaba cualquier entretenimiento para soportar el paso del tiempo. Contemplar el mundo desde allí era una distracción y ella había elegido bien su punto de mira. La rejilla ofrecía una vista de las avenidas pero estaba situada en la pared del mausoleo con tal orientación que la luz del sol no le llegaba directamente. Babette puso la cara junto a la rejilla para obtener una visión más clara de la escena que se producía en el exterior.

Lori pudo ver a tres de los cuatro interlocutores. Todos llevaban uniforme, y todos —a pesar de su charla bravucona— tenían el aire de quien piensa en una docena de lugares mejores que aquél para pasar el tiempo. Incluso a plena luz del día, armados hasta los dientes y protegidos por el sol, se sentían mal. No era difícil comprender el porqué. Si hubieran ido a hacer prisioneros a un bloque de pisos, no hubiera habido aquellas miradas fugaces y tics nerviosos que se producían allí. Aquél era el territorio de la Muerte y ellos se sentían como transgresores.

En cualquier otra circunstancia ella hubiera disfrutado al ver su sufrimiento. Pero allí y en aquel momento no podía. Sabía lo que temían aquellos hombres y temía lo que su miedo les haría hacer.

— Nos encontrarán —oyó pensar a Babette.

— Ojalá que no —replicaron sus pensamientos. "— Nos encontrarán —dijo la niña—. Lo dice el profeta.

— ¿Quién?

La respuesta de Babette fue una imagen, la imagen de una criatura que Lori había entrevisto cuando perseguía a Boone por los túneles: la bestia de las heridas larvadas que yacía en un colchón de una celda vacía. Ahora lo vio en circunstancias distintas, levantado por dos Engendros por encima de las cabezas de una congregación. Su ardiente sangre chorreaba por los brazos de los que le sostenían. Hablaba, pero ella no podía oír sus palabras. Pensó que se trataba de profecías, y entre ellas, aquella misma escena.

— Nos encontrarán e intentarán matarnos a todos —pensó la niña.

— ¿Y lo conseguirán?

La niña se quedó en silencio.

— ¿Lo harán, Babette?

— El profeta no puede verlo porque él es uno de los que matarán. Quizá yo muera también. El pensamiento no tenía voz, le llegaba como un puro sentimiento, una oleada de tristeza que Lori no podía resistir ni aliviar.

Entonces Lori advirtió que uno de los hombres se acercaba a uno de sus colegas y señalaba supersticiosamente hacia una tumba que había a su derecha. Su puerta estaba ligeramente abierta. En su interior había movimiento. Lori veía lo que iba a venir, igual que la niña. Sintió un estremecimiento en la columna de Babette, sintió cómo sus dedos se agarraban a la rejilla anticipándose al horror que vendría. Repentinamente, los dos hombres se dirigieron a la puerta de la tumba y la tumbaron a patadas. Se oyó un grito de dentro y alguien cayó. El jefe estuvo dentro en unos segundos, seguido de su pareja, y el estrépito alertó al tercero y al cuarto, que fueron hacia la puerta del mausoleo.

—¡Apártate! —gritó el agente desde dentro. El otro retrocedió y con una mueca de satisfacción en el rostro, el oficial arrastró a su prisionero fuera del escondite mientras su colega pateaba desde dentro.

Lori sólo pudo ver fugazmente a su víctima, pero rápidamente, Babette la nombró con el pensamiento.

— Ohnaka.

—Arrodíllate, cerdo —le ordenó el policía que cubría la retaguardia, y le dio una patada en las piernas al prisionero. El hombre cayó, agachando la cabeza para protegerse del sol con su sombrero de ala ancha.

—Buen trabajo, Gibbs —dijo Pettine con una mueca.

—¿Y dónde está el resto de ellos? —preguntó el más joven de los cuatro, un chico tapado, con un compañero fanfarrón.

—Bajo tierra, Tommy —anunció el cuarto hombre—. Eso ha dicho Eigerman. Gibbs se encaró con Ohnaka.

—Queremos ver vuestras jodidas caras —le dijo. Miró al compañero de Tommy, un hombre bajo y grueso—. Tú eres bueno interrogando, Cas.

—Nadie me ha dicho nunca que no —replicó el hombre—. ¿Es verdad o no?

—Es verdad —dijo Gibbs.

—¿Quieres que este hombre se ocupe de tu caso? —le preguntó Pettine a Ohnaka. El prisionero no dijo nada.

—No creo que te haya oído —dijo Gibbs—. Pregúntale, Cas.

—Claro.

—Pregúntaselo fuerte.

Cas se acercó a Ohnaka alcanzando y arrancándole el sombrero de la cabeza. Instantáneamente, Ohnaka empezó a gritar.

—¡Calla, joder! —le gritó Cas pateándole la barriga.

Ohnaka continuó gritando, con los brazos cruzados sobre su cabeza desnuda para protegerse del sol mientras se incorporaba. Desesperado, buscó el auxilio de la oscuridad volviendo hacia la puerta abierta, pero el joven Tommy ya estaba allí para cerrarle el paso.

—¡Buen chico, Tommy! —exclamó Pettine—. ¡Cógele, Cas!

Forzado a volver al sol. Ohnaka se había echado a temblar como si fuera presa de un ataque.

—¿Qué mierda le pasa? —dijo Gibbs.

Los brazos del prisionero ya no tenían fuerza para protegerle la cabeza. Cayeron a ambos lados, humeantes, dejando así a Tommy mirarle fijo a la cara. El joven policía no habló. Se limitó a retroceder dos pasos, tambaleándose y dejando caer el rifle.

—¿Qué haces, cabeza de chorlito? —le gritó Pettine. Se acercó y sujetó el brazo de Ohnaka para evitar que se apoderase del arma caída. En la confusión del momento, a Lori le costó ver lo que ocurría después, pero al parecer, la carne de Ohnaka se estaba descomponiendo. Hubo un grito de disgusto de Cas y uno de furia de Pettine, que había soltado el brazo encontrándose con un pedazo de tela y de polvo en la mano.

— ¿Qué coño pasa? —exclamó Tommy—. ¿Qué coño pasa? ¿Qué coño pasa?

—¡Cierra el pico! —le dijo Gibbs, pero el chico había perdido el control. No dejaba de repetir la misma frase:

— ¿Qué coño pasa?

Sin dejarse conmover por el pánico de Tommy, Cas se acercó a pegarle a Ohnaka en las rodillas. El golpe produjo mayor efecto de lo que pretendía. Rompió el brazo de Ohnaka por el codo y el miembro cayó a los pies de Tommy. Sus exclamaciones dieron paso al vómito. Incluso Cas retrocedió, moviendo la cabeza sin dar crédito a sus ojos.

Ohnaka había sobrepasado sus límites. Las piernas se le habían doblado y su cuerpo se volvía más y más débil bajo el ataque del sol. Pero era su rostro —todavía vuelto hacia Pettine— el que provocaba las exclamaciones más horrorizadas, pues la carne se le descomponía y el humo se elevaba desde las cuencas de sus ojos mientras su cerebro se incendiaba.

Ya no gritaba. No le quedaban fuerzas para tal esfuerzo, iba cayéndose al suelo simplemente, con la cabeza expuesta como para acelerar su agonía bajo los rayos del sol. Antes de completar su caída contra el pavimento, su cuerpo pareció explotar con el sonido de un disparo y sus miembros cayeron en un amasijo de sangre y huesos.

Lori quería que Babette dejase de mirar, tanto por ella misma como por el bien de la niña. Pero ella se negaba a apartar los ojos. Incluso cuando acabó aquel horror y el cuerpo de Ohnaka quedó diseminado en fragmentos a lo largo de la avenida, ella seguía apretando el rostro contra la rejilla, como si quisiera conocer aquella muerte con todos sus detalles. Tampoco Lori podía dejar de mirar mientras la chiquilla mirase. Compartía cada uno de los estremecimientos de los miembros de Babette, sentía el sabor de las lágrimas que la pequeña derramaba, pero éstas no bastaban como para impedirle la visión. Ohnaka estaba muerto, pero sus ejecutores no habían acabado aún su trabajo. Mientras hubiera algo que mirar, la niña seguiría observando.

Tommy intentaba limpiarse el vómito de la parte delantera de su uniforme. Pettine seguía dando patadas a un fragmento del cuerpo de Ohnaka. Cas cogió un cigarrillo del bolsillo delantero de Gibbs.

—Dame fuego, ¿quieres? —dijo. Gibbs se llevó la trémula mano al bolsillo del pantalón buscando cerillas, con los ojos fijos en los humeantes restos.

—Nunca había visto una cosa así —dijo Pettine, casi en tono normal.

—¿Te has cagado, Tommy? —dijo Gibbs.

—Que te den —fue la respuesta—. La pálida piel de Tommy se había vuelto roja—. Cas decía que teníamos que haber llamado al jefe. Tenía razón.

—¿Qué coño tiene que saber Eigerman? —comentó Pettine, y escupió en el polvo rojo que había a sus pies.

—¿Le has visto la cara a ese desgraciado? —dijo Tommy—. ¿Has visto cómo me miraba?

Yo estaba medio muerto, te lo digo. Casi me mata.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó Cas.

Gibbs sabía casi la respuesta correcta.

—La luz del sol —replicó—. He oído hablar de enfermedades como ésa. El sol ha acabado con él.

—Qué dices, tío —dijo Cas—. Nunca he visto ni oído nada así.

—Bueno, lo hemos visto y oído ahora —dijo Pettine bastante satisfecho—. No ha sido una alucinación.

—¿Y qué vamos a hacer? —quiso saber Gibbs. Tenía serias dificultades para llevarse el cigarrillo a los labios con sus trémulas manos.

—Vamos a buscar más —dijo Pettine—. Seguiremos buscando.

—Yo no —dijo Tommy—. Voy a llamar al maldito jefe. No sabemos cuántos de esos locos habrá aquí. Pueden ser centenares. Tú lo has dicho. Aquí se puede esconder un jodido ejército, tú lo has dicho.

—¿De qué tienes miedo? —replicó Gibbs—. Ya has visto lo que les hace el sol.

—Ya. ¿Y qué pasará cuando se ponga el sol, cabrón? —fue la réplica de Tommy. Gibbs se quemó los dedos con la cerilla. La tiró al suelo.

—Lo he visto en las películas —dijo Tommy—. Las cosas pasan por la noche. A juzgar por la expresión de Gibbs, él había visto las mismas películas.

—Quizá deberías pedir ayuda —dijo—. Por si acaso.

Los pensamientos de Lori le hablaron precipitadamente a la niña.

— Tienes que avisar a Rachel. Dile lo que hemos visto.

— Ellos ya lo saben —fue la respuesta de la niña.

— Díselo de todas formas. ¡Olvídate de mí! Díselo, Babette, antes de que sea demasiado tarde.

— No quiero dejarte.

— Yo no puedo ayudarte, Babette. Yo no soy de los vuestros. Yo...

Intentó apartar el pensamiento antes de llegar a formularlo, pero era demasiado tarde.

— Yo soy normal. El sol no me matará como a vosotros. Estoy viva. Soy humana. No soy de los vuestros.

No tuvo oportunidad de considerar aquella réplica precipitada. El contacto se rompió instantáneamente, desapareció la visión de los ojos de Babette y Lori se encontró en el umbral de la cocina.

El sonido de las moscas sonaba muy alto en su cabeza. Su zumbido no era un eco de Midian, sino algo real. Se apiñaban en la habitación que había frente a ella. Ella sabía demasiado bien cuál era el olor que las atraía allí, ávidas y hambrientas, y con la misma certeza que después de todo lo que había visto en Midian, no podría soportar dar otro paso hacia el cadáver que había en el suelo. Había demasiada muerte en su mundo, en su mente y fuera de ella. Si no escapaba enloquecería. Tenía que volver al aire libre, donde pudiera respirar libremente. Quizás encontrar alguna vulgar dependienta de tienda para hablar del tiempo, del precio de las compresas higiénicas, algo banal y previsible.

Pero las moscas querían zumbar en sus oídos. Intentó apartarlas. Volvían a ella una y otra vez, desplegando las alas manchadas de muerte y con las patas rojas de sangre.

—Dejadme sola —sollozó. Pero su excitación las multiplicaba mucho más, y el sonido de su voz las levantaba de la mesa de comedor y las llevaba detrás de los hornos. Su mente luchaba por volver a la realidad para poder darse la vuelta físicamente y salir de la cocina.

Le fallaban ambos, mente y cuerpo. La nube de moscas la rodeaba y eran tantas que formaban una masa oscura. Oscuramente se dio cuenta de que aquello era imposible de que su mente creaba aquel horror en su confusión. Pero el pensamiento era demasiado lejano como para mantener a raya a la locura, su razón intentaba atraparlo una y otra vez, pero la nube volvía a posarse en ella. Sentía sus patas sobre sus brazos y rostro, dejando regueros de lo que las había impregnado: la sangre de Sheryl, la bilis de Sheryl, el sudor y las lágrimas de Sheryl. Había tantas que no encontraban superficie en su cuerpo para posarse y empezaban a abrirse camino por sus labios, arrastrándose por los agujeros de su nariz y entrándole en los ojos.

¿Acaso no había ocurrido una vez, en su sueño sobre Midian, que los muertos venían en el polvo hacia ella desde todas las direcciones del mundo? ¿Y no se había quedado ella allí de pie, en medio de la tormenta, acariciada y erosionada, contenta de sentir que los muertos estaban en el viento? Ahora sintió horror de aquel sueño, al conocer la segunda parte: un mundo de moscas acompañaba a aquel mundo de polvo, de incomprensión y ceguera, de muertos sin enterrar, y sin un viento que pudiera llevárselos. Sólo las moscas celebrando su festín con ellos, posándose en ellos y multiplicándose.

Y al unir el polvo a las moscas, supo lo que provocaría Supo, mientras la consciencia la abandonaba completamente, que si Midian moría —y ella lo permitía—, si Pettine, Gibbs y sus amigos desenterraban el refugio de los Engendros de la Noche, entonces ella, que se había convertido en polvo una vez, y que había sido tocada por la condición de Midian, no tendría ningún lugar a donde arrastrarse, y pertenecería a las moscas en cuerpo y alma. Luego cayó sobre las baldosas.