XI. EL TERRENO ACECHANTE
1
Conduciendo de vuelta a Shere Neck, puso la radio a un volumen ensordecedor, para confirmar su existencia y para no perderse. Cada vez veía más claro que ciertas promesas no pueden mantenerse y que no podría resistir sin contarle su experiencia a Sheryl. ¿Cómo podía ser que no se le notara en la cara y en la voz? Estos miedos demostraron ser infundados. O bien ella era más cumplidora de lo que pensaba, o Sheryl era más insensible. En cualquier caso, Sheryl sólo le preguntó las cuestiones más superficiales de su segunda visita a Midian, antes de desviar el tema hacia Curtís.
—Quiero que lo conozcas —le dijo—. Sólo para asegurarme de que no estoy soñando.
—Me voy a casa, Sheryl —dijo Lori.
—Esta noche no te irás. Ya es demasiado tarde.
Tenía razón, el día estaba demasiado avanzado para que Lori se plantease un viaje de vuelta a casa. Y tampoco pudo inventarse ninguna razón para negarse a la petición de Sheryl sin ofenderla.
—No te sentirás como una carabina, te lo prometo —le dijo Sheryl—. Él me ha dicho que quería conocerte. Le he hablado de ti. Bueno... no le he contado todo. Pero ya sabes, lo suficiente sobre cómo nos conocimos —puso una cara afligida—. Dime que vendrás —dijo.
—Iré.
—¡Fabuloso! Ahora mismo le voy a llamar.
Mientras Sheryl iba a hacer su llamada, Lori aprovechó para ducharse. Al cabo de dos minutos había noticias sobre su cita de aquella noche.
—Nos encontraremos con él en un restaurante que él conoce, hacia las ocho —vociferó
Sheryl—. Incluso traerá un amigo para ti...
—No, Sheryl...
—Creo que lo ha dicho en broma —fue la respuesta. Sheryl apareció en el cuarto de baño—. Tiene mucho sentido del humor —dijo—. Nunca sabes si está hablando en serio o en broma. Él es así.
Muy bien, pensó Lori, un cómico fallido. Pero había algo innegablemente reconfortante en volver con Sheryl y su pasión juvenil. Su interminable charla sobre Curtís sólo le dio a Lori un retrato del hombre como los que hacen los artistas callejeros: todo superficie sin contenido. Pero era la distracción perfecta para olvidar sus pensamientos sobre Midian y sus revelaciones. El atardecer estuvo tan lleno de buen humor y de los rituales de preparación para una noche en la ciudad, que de vez en cuando, Lori se sorprendió preguntándose si todo lo que había pasado en la necrópolis no había sido una alucinación. Pero tenía una prueba que confirmaba su recuerdo: el corte junto a su boca que le había inflingido la rama díscola. Era una señal pequeña, pero el agudo escozor que le seguía produciendo le impedía dudar de su mente. Ella había ido a Midian. Había sostenido a la cambiante criatura en sus brazos y se había quedado parada en las escaleras de la cripta mirando un miasma tan profundo que podía haber quebrantado la fe de un santo.
Aunque el profano mundo que había bajo el cementerio estuviera tan lejos de Sheryl y sus romances como la noche del día, no por ello era menos real. A la vez, le hubiera gustado orientar aquella realidad, encontrarle un lugar aunque desafiase toda lógica y todo sentido común. De momento, la guardaría en su mente con el corte como vigilante y disfrutaría de los placeres de la velada que venía.
2
—Es una broma —dijo Sheryl mientras estaban fuera del Hudson Bay Sunset—. ¿No te he dicho que tiene un extraño sentido del humor?
El restaurante que él había nombrado había sido completamente devorado por el fuego hacía unas pocas semanas, a juzgar por el estado de la madera.
—¿Estás segura de que tienes bien la dirección? —preguntó Lori.
Sheryl se echó a reír.
—Te digo que es una de sus bromas —le dijo.
—Entonces habrá que reírse —dijo Lori—. ¿Cuándo iremos a cenar?
—Probablemente nos está observando —dijo Sheryl, con un humor levemente forzado. Lori miró a su alrededor buscando algún signo del voyeur. Aunque no había nada que temer en las calles de una ciudad como aquélla, ni siquiera en un sábado por la noche, el vecindario estaba lejos de ser acogedor. Todas las tiendas del edificio estaban cerradas, algunas permanentemente, y las aceras desiertas en ambas direcciones. No había ningún sitio donde esperar.
—No le veo —dijo.
—Yo tampoco.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Lori, haciendo lo posible por disimular su irritación. Si aquélla era la idea que Curtís tenía de pasar un buen rato, había que cuestionar el buen gusto de Sheryl, ¿pero cómo iba a juzgarla ella, que había amado y perdido a un psicópata?
—Debe de estar en alguna parte —dijo Sheryl esperanzada—. ¡Curtís! —le llamó, empujando la destrozada puerta.
—¿Por qué no le esperamos fuera de aquí, Sheryl?
—Probablemente estará dentro.
—Este sitio puede ser peligroso.
Su observación fue ignorada.
— Sheryl.
—Ya te he oído. Estoy bien —se había sumergido en la oscuridad del interior. El olor a madera y tapicería quemadas irritó la nariz de Lori.
—¡Curtis! —oyó decir a Sheryl.
Pasó un coche con el motor mal ajustado. Su ocupante, un joven prematuramente calvo se asomó por la ventanilla.
—¿Necesitan ayuda?
—No, gracias —contestó Lori, sin saber con certeza si la pregunta era por cortesía o era un pretexto. Más bien lo último, concluyó mientras el coche tomaba velocidad y desaparecía; la gente era igual en todas partes. Su ánimo, que había mejorado a pasos agigantados al volver con Sheryl, se estaba agriando. No le gustaba aquella calle vacía, a la luz agonizante del día. La noche, que siempre había sido un tiempo de promesas, pertenecía demasiado a los Engendros, que se habían apropiado de su nombre. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, toda la oscuridad era una. Del corazón de los cielos, una oscuridad. Incluso ahora, en Midian, se abrirían las puertas de los mausoleos, sabiendo que la luz del sol no les heriría. Se estremeció al pensarlo.
Más allá, en una de las calles, se oyó el motor del coche rugiendo y luego el chillido de los frenos. ¿Volvían los Buenos Samaritanos a echar una segunda ojeada?
—¡Sheryl! —gritó—. ¿Dónde estás?
La broma, si es que había sido una broma y no un error de Sheryl, había acabado con su humor hacía rato. Quería volver al coche y marcharse, de vuelta al hotel si hacía falta.
—¡Sheryl! ¿Estás ahí?
Hubo una risa en el interior del edificio, la risa gorgoteante de Sheryl. Sospechando su implicación en el fiasco, Lori atravesó la puerta en busca de los bromistas. De nuevo oyó la risa, que se interrumpió cuando Sheryl dijo:
— ¡Curtís! —en un tono de burlona indignación que acabó en nuevas risas. Así que su gran amor estaba allí. Lori consideró la posibilidad de volver a la calle, dirigiéndose al coche y dejando atrás aquellos estúpidos jueguecitos. Pero la idea de pasar la velada sola en la habitación del hotel, escuchando otras fiestas, la movió a dirigirse hacia los muebles quemados.
Si no hubiera sido por el brillo de las baldosas del suelo que proyectaban su luz hacia las vigas del techo, no se habría atrevido a avanzar. Pero más adelante apenas veía oscuramente los corredores donde había flotado antes la risa de Sheryl. Se abrió camino hacia allí. Habían cesado los ruidos. Debían de estar observando cada uno de sus pasos. Ella sentía sus miradas.
—Venga, chicos —dijo—. Se acabó la broma. Tengo hambre.
No hubo respuesta. Tras ella, en la calle, oyó gritar a los samaritanos. La retirada no era aconsejable. Avanzó a través del corredor.
Su primer pensamiento fue: sólo les había mentido en parte, aquello era efectivamente un restaurante. La exploración la había llevado a la cocina, donde seguramente se habría iniciado el fuego. También estaba embaldosada de blanco, con la superficie llena de humo pero aún lo bastante brillante como para reflejar el interior, que era amplio y con una extraña luminiscencia. Se quedó en el umbral y examinó la habitación. La cocina más grande estaba en el centro e hileras de utensilios pendían sobre ella, cortando la visión. Los bromistas debían de haberse escondido al otro lado de aquella hilera, era el único refugio que ofrecía la habitación. A pesar de su ansiedad, sintió el eco de sus recuerdos de juegos de escondite. El primer juego, el más simple. Cómo le gustaba ser asustada por su padre, perseguida y finalmente atrapada. Si hubiera sido él el escondido ahora, se sorprendió pensando, esperando para abrazarla... Pero el cáncer se lo había llevado hacía mucho tiempo, un cáncer de garganta.
—¡Sheryl! —dijo—. ¿Dónde estás?
Mientras hablaba, siguió avanzando y pudo ver a uno de los jugadores, de forma que el juego se terminó.
Sheryl no estaba escondida, a menos que la muerte fuese una forma de escondite. Estaba en el suelo, apoyada en la cocina y la rodeaba una oscuridad demasiado apagada como para ocultarla, con la cabeza hacia atrás y su rostro abierto a cuchillazos.
— ¡Dios mío!
Detrás de Lori hubo un ruido. Alguien venía a su encuentro. Era demasiado tarde para esconderse. La cogerían. Y no unos brazos afectuosos, no sería su padre jugando al monstruo. Sería el monstruo mismo.
Se volvió para verle el rostro antes de que la alcanzase, pero lo que corría hacia ella era una mueca de trapo con boca de cremallera, dos botones en vez de ojos y todo cosido sobre sábana blanca y atado a la cabeza del monstruo tan tirante que su saliva humedecía un trozo alrededor de la boca. No veía su rostro pero sí sus dientes. Colgaban en lo alto de la cabeza, cuchillos brillantes con hojas finas como briznas de hierba que parecían a punto de cortarle los ojos. Ella se alejó de su alcance, pero en seguida volvió a tenerlo tras de sí, mientras aquella boca que había bajo la cremallera voceaba su nombre.
—Es mejor que abandones, Lori.
Las hojas se acercaban a ella, pero ella era más rápida. La máscara no parecía tener prisa, se acercaba a ella con paso firme, con una confianza obscena.
—Sheryl lo ha hecho mejor —dijo—. Se ha quedado quieta y me ha dejado hacer.
—Jódete.
—Quizás un poco más tarde.
Pasó una de las hojas a lo largo de la hilera de cazos colgantes, dando alaridos y produciendo chispazos.
—Más tarde, cuando estés un poco más fría.
Él se rió, abriendo la cremallera.
—Hay que esperar una cosa.
Ella le dejó hablar mientras intentaba calcular qué posibles salidas tenía. Las perspectivas no eran buenas. La salida de incendios estaba bloqueada por maderas quemadas, su única salida era el pasillo abovedado por donde había entrado y la máscara se interponía entre ella y dicho pasillo, afilando sus dientes uno con otro.
Él empezó a acercarse otra vez. Esta vez no hizo ningún comentario, el tiempo de hablar se había terminado. Mientras se aproximaba, ella pensó en Midian. Seguramente no había sobrevivido a aquellos horrores para ser asesinada por un psicópata solitario. ¡Que se jodiera él mismo!
Cuando los cuchillos se acercaron a ella, Lori arrancó un cazo de la hilera y lo dirigió con fuerza hacia su rostro. Apenas dio en el blanco. Se sorprendió de su propia fuerza. La máscara se tambaleó y dejó caer uno de sus cuchillos. Pero no hubo ningún ruido detrás de la sábana. Simplemente, cambió el cuchillo de la mano derecha a la izquierda, movió la cabeza como para que dejase de zumbar y se precipitó rápidamente hacia ella. Ella apenas tuvo tiempo de alzar la cazuela como un escudo. La hoja cayó sobre su mano. Por un instante no hubo sangre ni dolor. Luego ambos llegaron profusamente y el cazo cayó a sus pies. Entonces él hizo un ruido, un ruido de arrullo y la inclinación de su cabeza sugería que estaba mirando la sangre, como si corriese hacia la herida que él había originado.
Ella miró hacia la puerta, calculando el tiempo que tardaría en llegar y la velocidad de su persecutor. Pero antes de que pudiera actuar, la máscara empezó su último avance. No había alzado el cuchillo, ni tampoco alzó la voz al hablar:
—Lori, tú y yo tenemos que hablar.
—Aparta ese maldito cuchillo.
Para su sorpresa, él obedeció su orden. Ella consideró el poco tiempo que tenía para recoger el otro cuchillo del suelo. Su mano herida la hacía menos eficaz, pero él ofrecía un gran blanco. Podía hacerle daño, preferiblemente en el corazón.
—Con él he matado a Sheryl —dijo—. Lo hubiera dejado si hubieras estado tú. Tenía el filo pegado a la palma.
—Sí, esto ha rajado a la pequeña Sheryl. De oreja a oreja —continuó—. Y ahora tiene tus huellas por todas partes. Tendrías que llevar guantes, como yo.
El pensamiento de lo que había hecho aquella hoja la llenó de consternación, pero no podía cogerlo y siguió desarmada.
—Desde luego, podrías seguir inculpando a Boone —estaba diciendo la máscara—. Dile a la Policía que fue él.
—¿Qué sabes de Boone? —dijo ella. ¿Acaso no le había jurado Sheryl que no le había contado nada de su amante?
—¿Sabes dónde está? —preguntó la máscara.
—Está muerto —contestó ella.
La cara cosida negó con un temblor.
—No, me temo que no. Se levantó y se fue. ¿Te lo imaginas? El hombre estaba lleno de agujeros de balas. Tú viste la sangre que derramó...
Nos estaba vigilando todo el tiempo, pensó. Nos siguió hasta Midian el primer día. ¿Pero por qué? Aquello era lo que tenía que descifrar. ¿Por qué?
—... Toda aquella sangre, todas aquellas balas y todavía no se ha muerto.
—Alguien robó el cuerpo —dijo ella.
—No —fue la respuesta—. No fue así.
—¿Quién demonios es usted?
—Buena pregunta. No hay razón para que no tengas una respuesta.
Su mano fue a su rostro y apartó la máscara. Tras ella estaba Decker, sudoroso y sonriente.
—Me gustaría haberme traído la cámara —dijo—. La cara que has puesto. Ella no podía abofetearle, aunque odiaba divertirle. El shock le hizo abrir la boca como un pez. Decker era Curtís, el Mister Magnífico de Sheryl.
—¿Por qué? —le preguntó.
—¿Por que qué?
—¿Por qué ha matado a Sheryl?
—Por la misma razón que maté a todos los demás —dijo ligeramente, como si la pregunta le hubiera molestado mucho. Luego añadió muy serio—: Por divertirme, naturalmente. Por placer. Boone y yo solíamos hablar mucho del por qué. Escarbando muy hondo, ya sabes, intentando comprender. Pero la realidad es que yo lo hice porque me gusta.
—Boone era inocente.
— Es inocente, se esconda donde se esconda. Lo cual es un problema porque él conoce los hechos reales y uno de estos días puede encontrar a alguien y convencerle de la verdad.
—¿Entonces usted quiere detenerle?
—¿Y quién no querría? Con lo que me costó dar con él para que muriera como culpable a ojos de todos. Incluso le disparé yo mismo una bala y todavía pudo levantarse y marcharse.
—Ellos me dijeron que se había muerto. Estaban totalmente seguros.
—El depósito fue abierto desde dentro. ¿Te contaron eso? Sus huellas dactilares estaban en el picaporte, las huellas de sus zapatos en el suelo, ¿te contaron eso? No, claro que no. Pero yo te lo digo. Yo lo sé. Boone está vivo. Y tu muerte le hará salir de su escondite. Me apuesto lo que quieras. Tendrá que salir a la luz.
Lentamente, mientras hablaba, iba levantando el cuchillo.
—Es lamentable.
Súbitamente estaba frente a ella. Ella se puso la hoja que había matado a Sheryl entre ella y su perseguidor. Eso le hizo ir más despacio, pero no evitó que se acercase.
—¿De verdad puedes hacerlo? —le dijo—. No lo creo. Y te hablo por experiencia. La gente es escrupulosa incluso cuando su vida está en peligro. Y ese cuchillo, desde luego, ya se ha hundido en la pobre Sheryl. Tendrías que clavármelo muy hondo para causarme alguna impresión.
Hablaba casi en broma y seguía avanzando.
—Aunque me gustaría ver cómo lo intentas —dijo—. De verdad. Me gustaría verte intentarlo.
Por el rabillo del ojo, ella había visto que había pilas de platos apenas a unos centímetros de su codo. ¿Le daría eso tiempo suficiente' como para llegar a la puerta? No había duda de que si luchaba en un combate a cuchillo con aquel maníaco, ella perdería. Pero todavía podía escapar de él.
—Venga. Inténtalo. Mátame si puedes. Por Boone. Por el pobre y loco Boone. Mientras las palabras se confundían con las risas, ella alargó su mano herida hacia los platos, los cogió y los empujó al suelo frente a Decker. Siguió una segunda pila y una tercera, y los fragmentos de porcelana volaban en todas direcciones. Él dio un paso atrás y se llevó las manos a la cara para protegerse. Ella aprovechó la oportunidad corriendo hacia el pasillo. Lo atravesó y cruzó al restaurante antes de oír a su perseguidor. Pero ya había llegado a la puerta exterior y salió a la calle. Una vez en la acera se volvió a la puerta por donde él tenía que salir. Pero él no tenía intención de seguirla a plena luz.
—Zorra lista —dijo él desde la oscuridad—. Te atraparé. Cuando tenga a Boone volveré a por ti en un abrir y cerrar de ojos.
Con los ojos todavía fijos en la puerta, ella retrocedió por la acera hasta el coche. Sólo entonces se dio cuenta de que aún llevaba el arma mortal y lo agarraba tan fuerte que casi se le había pegado. Lo único que podía hacer era llevárselo consigo y entregarlo como prueba a la Policía. De vuelta al coche, abrió la puerta y entró y sólo se volvió a mirar el edificio incendiado cuando hubo cerrado las puertas. Entonces dejó el cuchillo en el asiento de al lado, puso el motor en marcha y se alejó.
3
Se planteó el siguiente dilema: ir a la Policía o a Midian. Una noche de interrogatorio o regresar a la necrópolis. Si elegía lo primero, no podría avisar a Boone de que Decker iba tras él. Pero, ¿y si Decker había mentido y Boone no había sobrevivido a las balas? Entonces no sólo se estaría alejando del lugar del crimen sino que además se pondría al alcance de los Engendros, y sería en vano.
El día anterior habría elegido acudir a las autoridades. Hubiera confiado en sus procedimientos para aclarar los misterios, ellos hubieran creído su historia y Decker hubiera sido entregado a la justicia. Pero el día anterior ella creía que las bestias eran bestias y los niños, niños. Pensaba que sólo los vivos habitaban la tierra y que existía la paz. Pensaba que los médicos curaban y cuando el loco se hubiera quitado la máscara habría dicho: «es el rostro de un loco».
Todo aquello era un error. El viento se había llevado las creencias de ayer. Cualquier cosa era posible.
Boone podía estar vivo.
Condujo hacia Midian.