I. LA VERDAD
Boone sabía ahora que de todas las precipitadas promesas hechas a medianoche en nombre del amor, ninguna era más fácil de romper que: «Nunca te abandonaré.»
Lo que el tiempo no nos roba ante nuestras narices, lo roban las circunstancias. Era inútil esperar otra cosa, inútil esperar que de algún modo, el mundo te deparase algo bueno. Cualquier cosa de valor, cualquier cosa a la que te aferrases por tu salud, se consumiría o te sería arrebatada a largo plazo, y el abismo se abriría tras de ti, como se había abierto ahora para Boone, y de pronto, con una explicación que no duraría más que un abrir y cerrar de ojos, te habrías ido. Al infierno o peor, con las declaraciones de amor y todo lo demás. Su perspectiva no había sido siempre tan pesimista. Había habido un tiempo —no hacía tanto— en que había sentido cómo el peso de su angustia mental se disipaba. Había menos episodios psicopáticos, menos días en que él sentía como si se le partieran las muñecas en vez de soportar las horas hasta su próxima medicación. Entonces parecía que existiera una posibilidad de ser feliz.
Era esa perspectiva la que había obtenido su declaración de amor, aquel «Nunca te abandonaré» susurrado al oído de Lori cuando yacían en aquel angosto lecho donde él nunca hubiera pensado que cabrían. Las palabras no habían surgido del clímax de la pasión. Su vida amorosa, como muchas otras cosas entre ellos, estaba cargada de problemas. Pero donde otras mujeres habían renunciado, sin poder perdonarle su fracaso, ella perseveró: le dijo que tenían mucho tiempo de mejorarlo, todo el tiempo del mundo. Su paciencia parecía decir: Estaré contigo mientras tú quieras que esté.
Nadie le había ofrecido un compromiso como aquél y él quería ofrecerle algo a su vez. Y fueron aquellas palabras: «Nunca te abandonaré.»
El recuerdo de ellas y del cutis de ella, casi luminoso en la oscuridad de su habitación, y el sonido de su respiración cuando al fin cayó dormida junto a él, todo aquello aún tenía e! poder de sobrecoger su corazón y estrujárselo hasta hacerle daño.
El ansiaba liberarse del recuerdo y de las palabras, ahora que las circunstancias le habían arrebatado de las manos cualquier esperanza de realización. Pero no los olvidaría. Permanecerían para atormentarle por su flaqueza. Su leve consuelo era que ella —sabiendo lo que ahora sabría de él—, se estaría esforzando por borrar su recuerdo y que con el tiempo lo lograría. Él sólo esperaba que ella comprendiera que cuando hizo su promesa él no se conocía Nunca se hubiera arriesgado a sufrir aquel dolor si hubiera dudado siquiera que la salud estaba al alcance de su mano
¡Soñar!
Decker había puesto bruscamente fin a sus ilusiones el día en que cerró la puerta de la oficina, echó las persianas sobre el sol primaveral de Alberta y dijo, en una voz apenas más alta que un susurro:
—Boone, creo que tú y yo tenemos un problema terrible
Boone vio que Decker estaba temblando, circunstancia difícil de ocultar en un cuerpo tan grande. Decker tenía el aspecto físico de un hombre que se librara de toda la angustia del día sudando en un gimnasio. Ni siquiera sus trajes sastre, siempre color carbón, podían ocultar su volumen, Al principio de trabajar juntos, a Boone le ponía nervioso, le intimidaba la autoridad física y mental del doctor. Ahora temió la falibilidad de su fuerza. Decker era una Roca; era la Razón; era Calmado. Aquella ansiedad chocó contra todo lo que sabía de aquel hombre.
—¿Qué pasa? —le preguntó Boone.
—Siéntate, ¿quieres? Siéntate y te lo explicaré.
Boone hizo lo que se le pedía. En su oficina, Decker era el que mandaba. El doctor se recostó en la butaca de cuero y respiró por la nariz, con los labios curvados hacia abajo.
—Dime... —dijo Boone.
—No sé por dónde empezar.
—Empieza por cualquier parte.
—Pensaba que estabas mejor —dijo Decker—. De verdad. Los dos lo pensábamos.
—Yo aún lo pienso —dijo Boone.
Decker movió levemente la cabeza. Era un hombre de un intelecto notable, pero sus rasgos llenos y apretados apenas lo mostraban, excepto quizá sus ojos, que ahora no miraban a su paciente sino a la mesa que había entre ambos.
—Tú empezaste a hablar en las sesiones —dijo Decker—, de crímenes que creías haber cometido. ¿Recuerdas algo de eso?
—Ya sabes que no —los trances en los que Decker le sumía eran demasiado profundos como para recordar—. Sólo me acuerdo cuando pasas la cinta otra vez.
—No voy a poner ninguna de esas cintas —dijo Decker—. Las he borrado
—¿Por qué?
—Porque tengo miedo, Boone, tengo miedo por ti —hizo una pausa—. Quizá por los dos. La grieta se había abierto en la Roca y Decker no podía hacer nada para disimularlo.
—¿Qué crímenes son? —preguntó Boone con tono vacilante.
—Asesinatos. Hablas de ellos obsesivamente. Al principio, creí que se trataba de crímenes soñados. Tú siempre sostienes una violenta lucha en tu interior.
—¿Y ahora?
—Ahora temo que los hayas cometido realmente.
Hubo un largo silencio mientras Boone observaba a Decker, más desconcertado que furioso. Las persianas no estaban del todo echadas. Un rayo de sol se filtraba y caía sobre él y sobre la mesa que les separaba. Encima de la superficie acristalada había una botella de agua inmóvil, dos vasos y un sobre grande. Decker se inclinó hacia delante y lo cogió.
—Probablemente, lo que estoy haciendo ahora también sea un delito —le dijo a Boone—. La confidencialidad del paciente es una cosa y proteger a un asesino es otra muy distinta. Pero una parte de mí aún reza y espera que no sea cierto. Quiero creer que he tenido éxito, que hemos tenido éxito. Juntos. Quiero creer, que estás bien.
—Y lo estoy.
En lugar de responder, Decker abrió el sobre.
—Me gustaría que mirases esto por mí —le dijo, metiendo la mano en el sobre y sacando a la luz un montón de fotografías.
—Te lo advierto, no son agradables.
Las dejó bajo la luz, volviéndolas para que Boone pudiera verlas. Su advertencia era cierta. La primera foto del montón mostraba un ataque físico. Al enfrentarse a ella, le invadió un miedo que no había sentido desde que estaba en manos de Decker. Temió que la imagen le poseyera. Había construido muros contra aquella superstición, ladrillo a ladrillo, pero ahora había recibido un impacto y amenazaba con derrumbarse.
—Sólo es una foto,
—Cierto —replicó Decker—. Sólo es una foto. ¿Qué ves en ella?
—Un hombre muerto.
—Un hombre asesinado.
—Sí. Un hombre asesinado.
No simplemente asesinado, descuartizado. Le habían cercenado la vida en un furia de tajadas y puñaladas y la sangre manaba sobre la hoja que le había cortado el cuello y la cara, así como sobre la pared que había tras él. Sólo llevaba unos pantalones cortos, de modo que las heridas del cuerpo podían contarse a pesar de la sangre que las cubría. Incluso ahora, Boone hizo un esfuerzo para dominar el terror que se apoderaba de él. Incluso allí, en aquella habitación donde el doctor había cincelado otro ser a partir de la situación de bloqueo de su paciente, Boone nunca había sentido tanto terror como entonces. Pudo paladear su desayuno en el fondo de la garganta, o la cena de la noche anterior, alzándose de sus entrañas contra natura. Porquería en su boca, como la suciedad de aquel acto.
Cuenta las heridas, se dijo, imagínate que son cuentas en un ábaco. Tres, cuatro, cinco en el abdomen y el pecho, una especialmente hendida, más como un desgarre que una herida, abriéndose tanto que asomaban las entrañas del hombre. Dos más sobre el hombro. Y luego la cara, cosida a cortes. Tantos que no podían contarse; ni el más frío observador hubiera podido calcular el número. La víctima había quedado irreconocible: los ojos fuera de las órbitas, los labios destrozados, la nariz hecha jirones.
—¿Suficiente? —preguntó Decker como si la pregunta necesitara respuesta.
—Sí.
—Hay muchas más.
Destapó la segunda, dejando la primera junto al montón. Ésta era de una mujer, con la parte superior e inferior del cuerpo retorcida de un modo imposible. Aunque probablemente no tenían ninguna relación con la primera víctima, el carnicero había creado un vil parecido. Allí estaba el mismo aspecto sin labios, sin ojos. Nacidos de padres distintos, se habían hermanado en la muerte, destruidos por la misma mano.
—¿Y soy yo el padre? —se encontró pensando Boone—. No —fue la respuesta de sus tripas— Yo no he hecho eso.
Pero dos cosas le prevenían para no expresar su inocencia. Primera, sabía que Decker no hubiera puesto en peligro el equilibrio de su paciente de aquel modo si no hubiera tenido una buena razón para hacerlo. Segundo, su negativa no tenía valor, pues ambos sabían con qué facilidad la mente de Boone se había engañado a sí misma en el pasado. Si era responsable de aquellas atrocidades, no había ninguna certeza de que él pudiera averiguarlo. Así que guardó silencio, sin atreverse a mirar a Decker por miedo a ver la Roca fragmentándose.
—¿Otra? —dijo Decker.
—Si es necesario.
—Lo es.
Descubrió una tercera fotografía, y una cuarta, dejándolas sobre la mesa como cartas en una lectura de Tarot, excepto que aquí cada una de ellas representaba a la Muerte. En la cocina, yaciendo frente a la puerta de la nevera abierta. En el dormitorio, junto a la lámpara y el despertador. En el rellano, sobre las escaleras. En la ventana. Las víctimas eran de todas las edades y colores, hombres, mujeres y niños. Quien fuera que fuese el loco responsable, no había hecho distinciones. Simplemente destruía la vida donde la encontraba. Y no lo hacía rápida y eficazmente. Las habitaciones donde había muerto toda aquella gente atestiguaban cómo el asesino, con su humor particular, había jugado con ellos. Los muebles habían sido derribados al tropezar las víctimas, intentando evitar el coup de gráce, y sus huellas sangrientas habían quedado impresas en las paredes y papel pintado. Uno había perdido los dedos con la cuchilla, quizás intentando agarrarla, la mayoría habían perdido los ojos. Pero ninguno había escapado, por muy valerosa que hubiera sido su resistencia. Todos habían acabado cayendo, enmarañados en su ropa interior o buscando refugio tras una cortina. Habían caído gimiendo, arqueándose.
Había once fotografías en total. Cada una era distinta de las demás; habitaciones grandes y pequeñas, víctimas desnudas y vestidas. Pero todas eran lo mismo: fotografías de la realización de la locura, tomadas cuando el actor ya había desaparecido. Dios Todopoderoso, ¿era él aquel hombre?
Como no hallaba en sí la respuesta, se lo preguntó a la Roca, hablando sin atreverse a alzar la vista de las brillantes cartas.
—¿He hecho yo eso? —preguntó.
Oyó suspirar a Decker, pero como no llegaba ninguna respuesta, así que echó un vistazo a su acusador. Cuando Decker había extendido las fotografías ante él, Boone había sentido la mirada escrutadora del otro como un pavoroso dolor en el cuero cabelludo. Pero ahora encontró una vez más aquella mirada esquiva.
—Por favor, dime. ¿He hecho yo eso?
Decker se secó las húmedas arrugas de la piel de debajo de sus ojos grises. Ya no temblaba.
—Espero que no —dijo.
La respuesta pareció ridículamente suave. No estaban hablando de una leve infracción de la ley. Era la muerte repetida once veces, ¿y cuántas otras más podía haber fuera de la vista, fuera de la conciencia?
—Dime de qué te hablé —dijo—, Dime las palabras...
—La mayor parte eran divagaciones.
—¿Entonces por qué crees que soy el responsable? Debes de tener alguna razón.
—He tardado tiempo —dijo Decker— en juntar todas las piezas —inclinó la vista hacia las macabras fotografías que había sobre la mesa y alineó con el dedo medio una foto que estaba levemente torcida—. Como sabes, tengo que hacer un informe trimestral sobre nuestros progresos. Así que pongo las cintas de nuestras sesiones previas consecutivamente, para dar sentido a lo que estamos haciendo... —hablaba despacio, pesadamente—, y me fui dando cuenta de que se repetían las mismas frases en tus respuestas, mezcladas y enterradas casi siempre, en distintos temas, pero se repetían. Era como si estuvieras confesando algo, pero algo tan horrendo para ti, incluso en trance, que no podías decirlo. En lugar de hacerlo, llegaba a través de ese... código.
Boone sabía lo que eran los códigos. Había oído códigos por todas partes en los malos tiempos. Mensajes del enemigo imaginario a través del ruido de las emisoras de radio, o en el murmullo del tráfico antes de que amaneciese. El hecho de que él mismo hubiera sido capaz de aprender la técnica no le sorprendía.
—Hice algunas averiguaciones fortuitas —continuó Decker— entre los policías que he tratado. Nada concreto. Ellos me hablaban de los asesinatos. Por supuesto, supe de los detalles por la Prensa. Parece que empezaron hace dos años y medio. Algunos aquí en Calgary, el resto en el radio de una hora de distancia. Son obra de un solo hombre.
—Yo.
—No lo sé —dijo Decker, mirando finalmente a Boone—. Si estuviera seguro, habría dado parte.
—Pero no lo estás.
—No quiero creer esto, como tampoco quieres tú. Tampoco me cubriría de gloria si resultase cierto —había irritación mal disimulada en su voz—. Por eso he esperado. Esperando que tú estarías conmigo cuando ocurriese el siguiente.
—¿Quieres decir que algunas de esas personas han muerto cuando tú ya lo sabías?
—Sí —dijo Decker categóricamente.
—¡Dios mío!
La idea empujó a Boone de la silla y la mesa le golpeó la pierna. Las escenas de asesinatos se agitaron.
—Habla en voz más baja —le pidió Decker.
—¿La gente muriendo y tú esperando?
—Corrí ese riesgo por ti, Boone. Tendrías que comprenderlo.
Boone se dio la vuelta. Un hilillo de sudor frío le recorría la columna.
—Siéntate —le dijo Decker—. Por favor, siéntate y dime lo que esas fotografías significan para ti.
Involuntariamente, Boone se había puesto la mano cubriendo la parte inferior de su rostro. Sabía, por Decker, lo que significaba aquel gesto de lenguaje corporal. Su mente estaba usando su cuerpo para ahogar alguna revelación, o para silenciarla del todo.
—Boone. Necesito respuestas.
—No significan nada —dijo Boone sin volverse.
—¿Nada en absoluto?
—Nada en absoluto.
—Míralas otra vez.
—No —dijo Boone—. No puedo.
Oyó el aliento del doctor y casi esperó la demanda de que se encarase de nuevo con todo aquel horror. Pero en lugar de eso, el tono de Decker fue conciliador.
—De acuerdo, Aaron —dijo—. De acuerdo. Las guardaré.
Boone apretó el dorso de sus manos contra los ojos cerrados. Tenía las cuencas calientes y húmedas.
—Ya no están, Aaron —dijo Decker.
—Sí que están.
Seguían todavía con él, las recordaba perfectamente. Once habitaciones y once cuerpos fijados en los ojos de su mente, más allá del exorcismo. El muro que Decker había tardado cinco años en construir había sido derrumbado en unos minutos por el mismo arquitecto. Boone estaba de nuevo a merced de su locura. La escuchaba gimotear en su cabeza. Venía de once gargantas degolladas, de once vientres agujereados. Resuello y gas intestinal, cantando las viejas locas canciones, ¿Por qué caían tan fácilmente sus defensas, después de tanto esfuerzo? Sus ojos conocían la respuesta, derramando lágrimas para admitir lo que sus labios no podían decir. Era culpable.
¿Por qué si no? Las manos que ahora reposaban limpias y secas en sus bolsillos habían torturado y masacrado. Si pretendía otra cosa sólo serviría para tentarlas a cometer más crímenes. Era mejor que confesara, aunque no recordase nada, que ofrecerles otro momento de indefensión.
Se volvió, encarándose con Decker. Las fotografías estaban recogidas y boca abajo sobre la mesa.
—¿Recuerdas algo? —le preguntó el doctor, leyendo el cambio del rostro de Boone.
—Sí —dijo él.
—¿Qué?
—Lo hice —dijo Boone simplemente—. Los maté a todos.