XXI. AQUEL DESEO

1

Habían dejado dos hombres en la comisaría al cuidado del prisionero de la celda quinta. Eigerman les había dado instrucciones explícitas. En ningún caso debían abrir la puerta de la celda, oyeran los ruidos que oyeran dentro. Tampoco se le permitiría acceder hasta el preso a ningún agente del exterior ni juez, ni médico ni Dios mismo si se presentara. Y para reforzar dichos edictos, por si era necesario, los agentes Cormack y Koestenbaum tenían llaves del arsenal y carta blanca para usarlo si la seguridad de la comisaría estuviera en juego. No podían sorprenderles. Shere Neck no vería jamás a otro preso tan proclive a figurar en los anales de atrocidades como Boone. Si Boone era mantenido bajo custodia, el buen nombre de Eigerman se extendería de costa a costa.

Pero había algo más que todo aquello y ellos lo sabían. Aunque el jefe no había sido explícito sobre la condición del prisionero, habían corrido rumores. El hombre era de alguna forma uno de esos freaks, poseído por poderes que le hacían peligroso, incluso detrás de una puerta cerrada a cal y canto.

Cormack se sentía agradecido de que le hubiera tocado vigilar el frente de la comisaría mientras Koestenbaum vigilaba la propia celda. El lugar era una fortaleza. Cada ventana y cada puerta cerraban herméticamente. Ahora era simplemente cuestión de sentarse fuera, con el rifle a punto, hasta que la caballería volviese de Midian.

No sería muy largo. El tipo de basura humana que iban a encontrar en Midian —adictos, pervertidos y radicales— sería rodeada en pocas horas y el convoy de vuelta relevaría a los centinelas. Y mañana vendrían fuerzas de Calgary para tomar posesión del prisionero, de modo que las cosas volverían a su cauce. Cormack no se había metido a policía para sentarse y sudar como estaba haciendo ahora, se había metido por la sensación fácil que daba en una noche de verano cuando podía conducir por la esquina de South y Emmett y obligar a las profesionales a poner la cara en su regazo durante media hora. Para eso le gustaba la ley. No aquella fortaleza sitiada.

—Ayúdeme —dijo alguien.

Oyó las palabras muy claramente. El que había hablado —una mujer— estaba justo frente a la puerta de fuera

—Ayúdeme, por favor.

La súplica era tan lastimera que no podía ignorarla. Fue hacia la ventana armado de su rifle. No había cristal, ni siquiera una mirilla, así que no podía ver a la mujer que hablaba. Pero volvió a oírla. Primero un sollozo, luego un golpe suave que se debilitaba al llegar.

—Tendrá que ir a otro sitio —dijo él—. Yo no puedo ayudarla ahora.

—Estoy herida —le pareció que decía, pero no estaba muy seguro. Apoyó el oído en la puerta.

—¿Me oye? —preguntó él—. No puedo ayudarla. Vaya a la tienda más cercana.

Ni siquiera llegó un sollozo a modo de respuesta. Sólo el más débil de los jadeos.

A Cormack le gustaban las mujeres, le gustaba al hombre dominante y vencedor. Incluso al héroe, siempre que no tuviera que sudar mucho para lograrlo. Si se saltaba la norma no era para abrirle la puerta a una mujer pidiendo ayuda. La voz sonaba joven y desesperada. No era su corazón que se le endurecía pensando en su vulnerabilidad. Mirando primero si Koestenbaum estaba fuera de la vista para atestiguar su desafío a las órdenes de Eigerman, susurró:

—Pasa.

Y descerrojó la puerta.

Sólo la abrió unos centímetros y entró una mano cuyo pulgar le desgarró la cara. La herida erró el ojo por un centímetro, pero la sangre volvió el mundo rojo. Semicegado, fue empujado hacia atrás con fuerza desde el otro lado de la puerta, que se abrió. Pero él no soltó el rifle. Disparó, primero a la mujer (erró el tiro) y luego a su compañero, que corrió hacia él medio saltando para esquivar las balas. El segundo tiro, aunque falló como el primero, trajo sangre. Pero no la de su objetivo. Era su propia bota, y la carne y el hueso que había dentro, los que se desparramaron por el suelo.

— ¡Jodido Jesucristo!

En su horror, dejó caer el rifle de los dedos. Sabiendo que no sería capaz de inclinarse a recogerlo sin perder el equilibrio, se volvió a mirar sobre la mesa, donde yacía su pistola.

Pero Pulgares de Plata ya estaba allí, devorando las balas como si fuesen vitaminas.

Sin defensas, y sabiendo que no podría mantenerse en pie más de unos segundos, empezó

a aullar.

2

Fuera de la celda quinta, Koestenbaum se mantenía en su puesto. Había recibido órdenes. Pasara lo que pasase más allá de la puerta y en la propia comisaría, él tenía que seguir guardando la celda, defendiéndola de cualquier ataque. Y eso estaba decidido a hacer, por mucho que gritase Cormack.

Aplastando su cigarrillo, quitó la placa de la cerradura de la celda de al lado y puso los ojos en el agujero. En los últimos minutos, el asesino se había movido unos grados al borde de la esquina, como si se sintiera acosado por un débil fragmento de rayo de sol que caía por el ventanuco situado sobre su cabeza. Ya no podía moverse más. Estaba agazapado en la esquina, replegado sobre sí mismo. Aparte de aquel movimiento, tenía el mismo aspecto que había tenido durante todo el tiempo: parecía una ruina humana. No podía ser peligroso para nadie.

Desde luego, las apariencias engañan, y Koestenbaum llevaba demasiado tiempo con aquel uniforme para ser tan ingenuo en una cosa así. Pero él sabía reconocer a un hombre vencido en cuanto lo veía. Boone ni siquiera miró al oír otro aullido de Cormack. Se limitaba a vigilar la luz con el rabillo del ojo y se estremecía.

Koestenbaum cerró el agujero de un golpe y volvió a vigilar la puerta a través de la cual vendrían los atacantes de Cormack, fueran quienes fuesen. Le encontrarían dispuesto y esperando, disparando su arma.

No tuvo que esperar mucho rato en esta posición, pues una explosión hizo saltar la cerradura y derribó media puerta, y las astillas y el humo llenaron el aire. Disparó en plena confusión al ver que alguien se acercaba a él. El hombre llevaba el rifle que había utilizado para romper la puerta e iba levantando las manos, que destellaron mientras corrían hacia los ojos de Koestenbaum. El agente dudó todavía un momento para disparar y le dio tiempo de ver el rostro de su asaltante; parecía algo que hubiera estado cubierto de vendajes y sepultado a un metro bajo tierra. Luego disparó. La bala dio en el blanco, pero ni siquiera detuvo la marcha del hombre, y antes de que pudiera dispararle por segunda vez ya le había puesto contra la pared y tenía su rostro brutal a unos centímetros de sí. Ahora veía con claridad lo que brillaba en las manos del hombre. Una garra se clavó a unos centímetros de su ojo izquierdo. Y tenía otra en la ingle.

—¿De qué quieres prescindir para seguir viviendo? —le dijo el hombre.

—No hay necesidad de eso —dijo una voz de mujer, antes de que Koestenbaum tuviera la posibilidad de escoger entre la vista y el sexo.

—Déjame —dijo Narcisse.

—No le dejes —murmuró Koestenbaum—. Por favor... no le dejes.

Entonces la mujer apareció ante sus ojos. Lo que veía de ella parecía normal, pero él hubiera apostado que a lo mejor estaba debajo de su blusa. Más tetas que una perra, probablemente. Estaba en manos de unos freaks.

—¿Dónde está Boone? —le dijo ella.

Era absurdo arriesgar sus pelotas, sus ojos o lo que fuese. Encontrarían al preso con o sin su ayuda.

—Aquí —dijo él mirando hacia la celda quinta.

—¿Y las llaves?

—En mi cinturón.

La mujer lo alcanzó y sacó las llaves.

—¿Cuál? —preguntó.

—La azul.

—Gracias.

Ella se movió hacia la puerta.

—Espere —dijo Koestenbaum.

—¿Qué?

—Haga que él me deje en paz.

—Narcisse —dijo ella.

La garra se retiró de su ojo, pero la de la ingle siguió allí, pinchándole.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Narcisse.

—Lo sé —contestó la mujer.

Koestenbaum oyó abrirse la puerta. Miró para verla entrar en la celda. Cuando volvió la vista, el puño llegó a su rostro y él cavó al suelo con la mandíbula rota por tres partes

3

Cormack había sufrido por la misma y breve explosión, pero cuando se produjo, él ya se tambaleaba y en vez de sumirle automáticamente en la inconsciencia, le dejó en un estado de confusión que se sacudió de encima rápidamente. Se arrastró hasta la puerta y luego logró levantarse poco a poco. Tambaleándose salió a la calle. La agitación del tráfico de la vuelta a casa ya se había acabado, pero aún había vehículos pasando en ambas direcciones, y la visión de un policía sin dedos en el pie y cojeando en medio de la calle, con los brazos en alto, fue suficiente como para detener el flujo de coches con un chirrido de frenos.

Pero cuando los conductores y pasajeros salieron de coches y camiones para ayudarle, Cormarck sintió el shock retardado de la herida que él mismo se había inflingido y afectando a su sistema nervioso. Las palabras que le dirigían quienes le ayudaban llegaban a su confusa mente sin ningún sentido.

Él pensó (deseó) que alguien había dicho:

— Cogeré una pistola.

Pero no estaba seguro.

Esperó (y rezó para que así fuera) que su trabada lengua les hubiera dicho dónde encontrar a los criminales, pero aún estaba menos seguro de esto.

Pero cuando el coro de caras se borraba en torno a él, se dio cuenta de que su chorreante pie habría dejado un reguero que orientaría a aquella gente hacia los transgresores. Reconfortado, se desmayó.

4

—Boone —había dicho ella.

Su pálido cuerpo, desnudo hasta la cintura —lleno de cicatrices y sin un pezón— se estremeció cuando ella pronunció su nombre. Pero no la miró.

—Nos vamos, ¿quieres?

Narcisse estaba en la puerta, mirando al prisionero.

—No sirve de nada gritar así —le dijo ella—. Déjame a solas con él un momento.

—No hay tiempo de folletines.

— Lárgate.

—Vale —alzó los brazos en una burlona rendición—. Me voy.

Cerró la puerta. Ahora sólo estaban ella y Boone. La viva y el muerto.

—Levántate —le dijo ella.

Él sólo se estremeció.

—¿Quieres levantarte? No tenemos mucho tiempo.

—Pues déjame —dijo él.

Ella ignoró el sentimiento, pero no el hecho de que él hubiera roto su silencio.

—Háblame —le dijo.

—Debes irte —le dijo él, vencido en cada una de sus palabras—. Te arriesgas para nada. Ella no se esperaba aquello. Quizá que estuviese enfadado por dejar que le atrapasen en el Sweetgrass Inn. Sospecha, de que hubiera venido con alguien de Midian. Pero no aquella forma de mascullar de una criatura rota, agazapada en un rincón como un boxeador tras luchar en demasiados combates. ¿Dónde estaba el hombre que había visto en el motel, transformando el orden de su carne ante ella? ¿Dónde estaba la fuerza que ella había visto?

¿Y su apetito? Apenas parecía capaz de levantar su propia cabeza, le hubiera sido imposible llevarse un trozo de carne a la boca.

—Aquélla era la salida —pensó súbitamente—. Aquella carne prohibida.

—Todavía noto su sabor —dijo él.

Había tanta vergüenza en su voz, el ser humano que sentía repulsión por la bestia en que se había convertido.

—No tenías conciencia —le dijo ella—, No tenías control de ti mismo.

—Ahora sí lo tengo —replicó él. Sus uñas se clavaban en el músculo de sus antebrazos, ella lo vio, como si se estuviera sujetando. No voy a irme. Voy a esperar aquí hasta que me cuelguen.

—Eso no servirá de nada, Boone —le recordó ella.

— ¡Dios! —la palabra acabó en lágrimas—. ¿Lo sabes todo?

—Sí. Narcisse me lo ha dicho. Estás muerto. ¿Para qué quieres que te cuelguen? Ellos no pueden matarte.

—Encontraré una forma —dijo él—. Cortarme la cabeza. Hacer estallar mi cerebro.

—¡No hables así!

—Tienen que acabar conmigo, Lori. Sacarme de mi estado miserable.

—No quiero que salgas de tu estado miserable —dijo ella.

—¡Pero yo sí! —replicó él mirándola por primera vez. Al ver su cara recordó cuánto había significado para él y comprendió el por qué. El dolor no podía encontrar pretextos más persuasivos que sus huesos, sus ojos.

—Quiero salir —dijo él—. Salir de este cuerpo. De esta vida.

—No puedes. Midian te necesita. Lo están destruyendo, Boone.

—¡Déjalo! ¡Da igual! Midian es sólo un agujero en el suelo, lleno de cosas que debían yacer muertas. Ellos lo saben, todos. Simplemente no han tenido valor para hacer lo justo.

—Nada es justo —se sorprendió a sí misma diciendo (cuan lejos había llegado en su desolada relatividad)—, excepto lo que sientes y conoces.

Su ira fugaz se aplacó. La tristeza que la remplazó era más profunda que nunca.

—Me siento muerto —dijo—. Y no conozco nada.

—Eso no es verdad —replicó ella, dando los primeros pasos hacia él desde que entrara en la celda. Él se encogió como si pensara que ella iba a pegarle.

—Me conoces a mí —le dijo—. Me sientes a mí.

Le cogió el brazo y lo acercó a ella. Él no tuvo tiempo de cerrar el puño y ella se puso la palma en su estómago.

—¿Crees que me disgustas, Boone? ¿Crees que me horrorizas? No es así. Ella se llevó la mano a sus pechos.

—Todavía te quiero, Boone. Midian te quiere también, pero yo te quiero más. Te quiero frío, si así es como eres. Te quiero muerto, si así es como eres. Y yo vendré a ti si tú no vienes a mí. Dejaré que me disparen.

— No —dijo él.

Ahora ella ya no le apretaba la mano y él podía haberse soltado. Pero decidió mantener su contacto, con sólo la liviana tela de su blusa entre la mano y el pecho. Ella deseó disolver la tela y tener su mano contra su piel, entre sus pechos.

—Van a venir a buscarnos tarde o temprano —dijo ella.

No era ninguna mentira. Se oían voces afuera. Un griterío como de linchamiento. Quizá los monstruos fueran para siempre. Pero también sus perseguidores.

—Nos destruirán, Boone. A ti lo que eres y a mí por quererte. Y nunca más podré abrazarte. Yo no quiero eso, Boone

No quiero que seamos polvo en el mismo viento, quiero que seamos de carne. Su lengua había desnudado su intención. Ella no pensaba decirlo tan claro, pero ya estada dicho y era verdad. No se avergonzaba de ello.

—No dejaré que me niegues, Boone —le dijo. Las palabras eran su motor. Llevaron su mano al frío cráneo de Boone. Ella le arrancó un puñado de su espeso cabello. Él no se resistió. En lugar de ello, su mano se pegó más a la blusa mientras se arrodillaba apretando su rostro contra la entrepierna de ella, lamiéndola como queriendo limpiar la ropa, entrar en ella con la lengua y el espíritu.

Ella estaba húmeda bajo la tela. Boone olió su ardor hacia él. Sabía que ella no le había mentido. Besó su cono, o la tela que lo ocultaba, una y otra vez.

—Perdónate a ti mismo, Boone —le dijo ella.

Él asintió.

Ella le tiró más del pelo y le alejó de la dicha de su aroma.

—Dilo —le dijo—. Di que te perdonas.

Él la miró desde su placer y antes de que hablase, ella pudo ver que el peso de su vergüenza había desaparecido de su rostro. Tras su súbita sonrisa ella encontró los ojos del monstruo, oscuros y oscureciéndose más mientras él la sondeaba.

La mirada le hizo daño.

—Por favor —murmuró ella— ... Ámame.

Él subió hacia su blusa. Su mano seguía en su hendidura con un suave movimiento y tras su sostén buscando su pecho. Aquello era una locura. La muchedumbre estaría allí a por ellos si no se daban prisa. Pero su locura la había arrastrado a ella a su círculo de polvo y moscas ya una vez. No era pues extraño que su viaje la hubiera llevado a aquella nueva locura. Mejor era aquello que su vida sin él. Mejor aquello que cualquier cosa.

Él se estaba alzando y sacándose el pene de su escondite, poniendo su fría boca en el caliente pezón de ella, lamiéndolo, mordiéndolo, en un juego perfecto de lengua y dientes. La muerte le había convertido en un amante. Le había hecho conocer la carne y cómo estimularla, le había descubierto los misterios del cuerpo. Estaba por todo el cuerpo de ella, uniendo sus caderas a las suyas en pequeños círculos, arrastrando su lengua por los pechos de ella hacia su clavícula y subiendo por su garganta hasta su barbilla, y de allí hasta su boca.

Sólo una vez en su vida había sentido aquel arrebato de hambre en ella. Años antes, en Nueva York, había conocido y hecho el amor con un hombre cuyo nombre no supo nunca, pero cuyas manos y labios parecían conocerla mejor que ella misma.

—¿Quieres que vayamos a tomar algo juntos? —le dijo ella cuando se despegaron.

Él le dijo que no casi compasivamente, como si alguien tan ignorante de las normas fuera digno de lástima. Así que ella le observó mientras se vestía y se marchaba, furiosa consigo misma por habérselo preguntado y con él por aquella práctica de desapego. Pero soñó con él una docena de veces durante las semanas que siguieron, reviviendo aquellos escasos momentos juntos, ávida de ellos otra vez.

Ahora estaba en ellos. Boone era el amante de aquel oscuro rincón, perfeccionado. Frío y febril, apremiante y premeditado. Esta vez, ella sabía su nombre, pero aún era un extraño para ella. Y en el fervor de su posesión y en su ardor por ella, ella sentía a aquel otro amante y a todos los amantes que habían venido y se habían ido antes que él, y que ya se habían quemado. En ella sólo quedaban sus cenizas, donde antes estuvieran sus lenguas y sus pollas, y el poder de ella sobre ellos era completo.

Boone se estaba bajando la cremallera. Ella le cogió el pene con la mano. Ahora le tocaba a él suspirar, mientras los dedos de ella le recorrían el miembro erecto desde los huevos hasta donde el anillo de la cicatriz de su circuncisión mostraba un pedacito de carne tierna. Ella se pegó a él allí, con pequeños movimientos que seguían el ritmo de su lengua arriba y abajo entre sus labios. Luego, en el mismo impulso repentino, llegó el momento de follar. Él le levantó

la falda, le desabrochó la ropa interior y sus dedos llegaban a lugares que sólo los dedos de ella habían visitado durante mucho tiempo. Ella le apoyó contra la pared y le bajó los vaqueros hasta medio muslo. Luego, con una mano agarrada a su espalda y la otra disfrutando de la seda de su pene antes de que desapareciera de la vista, ella le metió dentro. El resistió su velocidad, en una guerra deliciosa que hizo gritar a Lori en pocos segundos. Nunca había estado tan abierta y nunca lo había necesitado tanto. Él la llenó para inundarla.

Y así ocurrió. Tras las promesas llegó la prueba. Asegurando los hombros contra la pared, él se curvó para acometerla, de modo que el peso de ella recayera sobre él. Ella le lamió la cara. Él sonrió. Ella le escupió. Él se rió y le escupió a su vez.

—Sí —decía ella—. Sí. Sigue. Sí.

Ella sólo podía pronunciar afirmativos. Sí a su saliva, sí a su pene, sí a su vida en la muerte, y al placer en la vida y en la muerte para siempre.

La respuesta de él fue a través de sus amorosas caderas, un trabajo sin palabras, de dientes apretados y cejas surcadas. La expresión de su rostro provocó el espasmo de ella. Verle cerrar los ojos a su placer, saber que la visión de su placer le llegaba demasiado a él como para poder contenerse. Tenían tanto poder uno sobre el otro... Ella demandaba su movimiento moviéndose, con una mano agarrada a los ladrillos que había junto a la cabeza de él para alzarse sobre el pene y luego volverlo a empujar hacia dentro por sí misma. No existía una herida tan agradable. Ella deseaba que no se detuviese nunca.

Pero había una voz en la puerta, Ella la oía a través de su gimiente cabeza.

— De prisa.

Era Narcisse.

—De prisa. —Boone también le oyó y de fondo, el alboroto de los linchadores congregados. Él se adaptó a su ritmo para ir al encuentro de su declive.

—Abre los ojos —le dijo ella.

Él obedeció, sonriendo a su orden. Era demasiado para él encontrarse con sus ojos. Demasiado para ella encontrar los de él. Sellado su pacto, se fueron hasta que el cono de ella humedeció la cabeza de su polla, tan mojada que podía resbalar y salirse, y luego se cerraron uno sobre el otro para la unión final.

El goce la hizo gritar, pero él ahogó el chillido con su lengua, sellando aquella erupción dentro de sus bocas. No tan abajo. Después de tantos meses de abstinencia, su eyaculación se derramó y corrió por las piernas de ella, con un curso más frío que su entrepierna o los besos.

Fue Narcisse quien les devolvió de su mundo al de los demás. La puerta se había abierto y él los miraba sin sentirse incómodo.

—¿Habéis terminado? —quiso saber.

Boone enjugó sus labios en el rostro de Lori, humedeciéndola con su saliva de mejilla a mejilla.

—Por ahora —contestó, mirándola sólo a ella.

—¿Entonces podemos irnos? —dijo Narcisse.

—Cuando sea. Donde sea.

—A Midian —fue la respuesta inmediata.

—Entonces a Midian.

Los amantes se separaron. Lori se puso su ropa interior. Boone intentó meterse la polla, aún dura, dentro de la bragueta.

—Hay una muchedumbre ahí fuera —exclamó Narcisse—. ¿Cómo demonios vamos a hacer para salir?

—Todos son iguales —dijo Boone—. Tienen miedo.

Lori, de espaldas a Boone, sintió un cambio en el aire a su alrededor. Una sombra ascendía por las paredes a izquierda y derecha, extendiéndose por su espalda, besando su nuca, su columna, sus nalgas y lo que había entre ellas. Era la oscuridad de Boone. Estaba en su pene y en su aliento.

Incluso Narcisse estaba intrigado.

—Santa mierda —musitó, y luego abrió la puerta de par en par para dejar pasar la noche.

5

La muchedumbre estaba ansiosa de divertirse. Los que tenían pistolas y rifles los habían traído en sus coches, los que tenían la suerte de haber viajado con cuerdas en sus maleteros estaban preparando nudos y los que no tenían cuerdas ni pistolas habían cogido piedras. Como justificación, no necesitaban buscar más, pues ya tenían los restos diseminados del pie de Cormack, extendido por el suelo de la comisaría. Los cabecillas del grupo —establecidos por sí mismos mediante una selección natural (hablaban en voz más alta y tenían armas más poderosas)— estaban hollando aquel suelo manchado de rojo cuando un ruido en la vecindad de las celdas atrajo su atención.

Alguien desde el fondo de la multitud empezó a gritar:

¡Disparemos contra los bastardos!

No fue la sombra de Boone el blanco que los ávidos ojos de los cabecillas encontraron. Era Narcisse. Su arruinado rostro provocó un gesto de disgusto de algunos de los concurrentes v gritos de muerte de muchos otros.

— ¡Derribad al cabrón!

— ¡Al corazón!

Los cabecillas no titubearon. Tres de ellos dispararon. Uno de ellos le dio. La bala alcanzó a Narcisse en el hombro atravesándolo. Hubo vítores de la multitud. Animados por su primera herida surgieron de la comisaría en gran número. Los de la retaguardia estaban ansiosos de sangre y los de delante cegados al ver que su blanco no derramaba ni una sola gota. Tampoco había caído, eso lo habían visto. Y ahora, uno o dos de ellos intentaban enmendar el asunto, disparándole una ráfaga a Narcisse. Muchos de los tiros erraron, pero no todos.

Pero cuando la tercera bala acertó en el blanco, un rugido de furia estremeció la habitación, haciendo explotar la lámpara del escritorio y acarreando polvo del tejado.

Al oír aquello, uno o dos de aquellos que cruzaban el umbral cambiaron de idea. Súbitamente dejó de importarles la opinión del resto de vecinos, y empezaron a abrirse camino hacia fuera. Todavía había luz en las calles y calor para mitigar el escalofrío de miedo que recorría cada columna vertebral al oír aquel grito. Pero para los que iban en cabeza de la multitud no había retirada posible. La puerta fue derribada. Sólo podían permanecer en el suelo y apuntar sus armas, mientras el rugido emergía de la oscuridad al fondo de la comisaría.

Uno de los hombres había sido testigo aquella mañana en el Sweetgrass Inn, y reconoció al hombre que aparecía entonces como el asesino que había visto arrestar. También sabía su nombre.

El hombre que había disparado el primer tiro contra Narcisse apuntó su rifle.

— ¡Derríbale! —exclamó alguien.

El hombre disparó

Boone había sido tiroteado antes, una y mil veces. Aquella pequeña bala, que entró en su pecho y fue a dar en su silencioso corazón, no era nada para él. Se echó a reír y sintió el cambio en él mientras exhalaba. Su sustancia era fluida. Se rompió en fragmentos y se convirtió en algo nuevo: parte de la bestia heredada de Peloquin, parte de cuerpo de guerrero, como Lylesburg, y parte de Boone el loco, contento de sus visiones al fin. Y ¡oh! el placer de ello, de sentir esa posibilidad liberada y perdonada, el placer de asustar a aquel rebaño humano y de verlo romperse ante él.

Olió su calor y sintió hambre de él. Vio su terror y le dio fuerzas. Aquella gente se arrogaba una autoridad excesiva. Se erigían en árbitros de lo bueno y lo malo, lo natural y lo antinatural, justificando su crueldad con leyes espúreas. Ahora sólo verían funcionar una ley muy simple, mientras sus tripas recordaban el antiguo miedo: el de ser la presa.

Corrieron ante él, extendiéndose el pánico a través de sus filas desordenadas. Los rifles y las piedras fueron olvidados en el caos y los gritos pidiendo sangre se convirtieron en gritos de huida. Tropezando unos con otros con las prisas, lucharon por abrirse camino hacia la calle.

Uno de los hombres armados se quedó en su sitio, o al menos, se quedó allí clavado a causa del shock Pero su arma le fue arrancada por la mano hinchada de Boone, y el hombre se arrojó a la multitud que huía para escapar a cualquier otro enfrentamiento.

La luz del día aún reinaba en la calle y Boone era reacio a salir, pero Narcisse era indiferente a esas nimiedades. Una vez despejado el camino salió afuera, a la luz, moviéndose a través de la ajena multitud que huía, hasta que alcanzó el coche.

Boone vio que había gente reagrupándose. En la acera de enfrente, un grupo de gente reconfortado por la luz del sol y por la distancia de la bestia, hablaban acaloradamente de volver a organizarse. Las armas caídas eran recogidas del suelo. Podía ser sólo una cuestión de tiempo en cuanto se desvaneciera el shock causado por la transformación de Boone y reanudaran el ataque.

Pero Narcisse era rápido. Ya estaba en el coche y lo había puesto en marcha cuando Lori llegaba a la puerta. Boone iba tras ella, y el goce de su sombra —que arrastraba como si fuera humo— era más que suficiente para acabar con cualquier miedo que le quedara sobre su carne transformada. En cambio, se sorprendió imaginando que le gustaría follar con él dotado de aquella nueva forma, desparramarse por su sombra hacia el corazón de la bestia.

El coche ya estaba en la puerta rompiendo la nube con sus propios humos.

— ¡Vamos! —dijo Boone empujándolo a través de la puerta y cubriendo con su sombra la acera para confundir la visión del enemigo. Con razón. Un disparo atravesó la ventanilla trasera cuando ella entraba en el coche, y a esto siguió una lluvia de piedras.

Boone ya estaba a su lado, cerrando la puerta.

—¡Nos persiguen! —dijo Narcisse.

—Déjales —fue la respuesta de Boone.

—¿A Midian?

—Ya no es ningún secreto.

—Es verdad.

Narcisse pisó el acelerador y el coche se puso en marcha.

—Les conduciremos al infierno •—dijo Boone mientras cuatro vehículos se aprestaban a perseguirles—. Si es allí donde quieren ir...

Su voz gutural procedía de la garganta de la criatura en que se había convertido, pero la risa que siguió era la risa de Boone, como si siempre hubiera pertenecido a aquella bestia, un humor más extático de lo que su condición humana le permitía y que finalmente había encontrado su rostro y su objetivo.