XII. ARRIBA Y ABAJO

1

En la autopista la asaltaron visiones producidas por los efectos retardados del shock y de la pérdida de sangre de su mano herida y vendada. Empezaron a caer como copos de nieve sobre el parabrisas, copos tan refulgentes que desafiaban el cristal y volaban hacia ella, gimoteando. Mientras su estado de ensoñación empeoraba, creyó ver rostros volando hacia ella, y embriones de vida como fetos que susurraban al caer. El espectáculo no le inquietó, al contrario. Parecía confirmar una idea creada por su mente alucinada: que ella, como Boone, estaba viviendo una vida hechizada. Nada podría hacerle daño, al menos aquella noche. Su mano cortada estaba tan agarrotada que ya no podía asir el volante y lo dejaba navegar por una carretera oscura, con una sola mano en el acelerador, pues si el destino la había dejado sobrevivir al ataque de Decker no sería simplemente para dejarla morir en la autopista.

Había una reunión en el aire. Por eso venían las visiones, corriendo con los reflectores y saltando sobre el coche para caer sobre ella en chorros de luces blancas. Le daban la bienvenida.

A Midian.

2

En una ocasión miró al retrovisor y vio un coche detrás con las luces apagadas. Pero cuando volvió a mirar ya se había ido. Quizá nunca había estado allí. Más adelante se extendía la ciudad, con las casas ocultas por sus faros. Ella condujo por la calle principal hasta las puertas del cementerio.

Los efectos mezclados de la pérdida de sangre y el agotamiento habían hecho desvanecerse todos sus temores hacia aquel lugar. Si podía sobrevivir a la maldad de los vivos, también sobreviviría a la de los muertos o a la de sus compañeros. Y Boone estaba allí, aquella esperanza se había convertido en certidumbre mientras conducía. Boone estaba allí y al fin podría cogerle en sus brazos.

Salió del coche y sintió que la invadía el desánimo.

—Adelante... —se dijo.

Las luces aún se dirigían hacia ella aunque ya no se movía, pero todos los detalles se habían desvanecido. Sólo quedaba su brillo, su ferocidad amenazando con barrer el mundo entero. Sabiendo que el colapso total estaba cerca, cruzó las puertas llamando a Boone por su nombre. Obtuvo una respuesta inmediata, aunque no era la que esperaba.

—¿Está aquí? —preguntó alguien—. ¿Está Boone aquí?

Agarrándose a la puerta, volvió la cabeza y a través de la ola de luz vio a Decker, que estaba de pie a unos metros de ella. Detrás de él estaba su coche sin luces. A pesar de su estado de confusión, comprendió cómo la había utilizado. Decker la había dejado escapar sabiendo que ella buscaría a Boone.

—¡Qué estúpida! —se dijo.

—Claro, claro. ¿Y qué ibas a hacer? Seguro que pensabas que podrías salvarle.

Ella no tenía la fuerza ni la capacidad mental para resistir a aquel hombre. Empujando el picaporte de las puertas, entró en el cementerio.

—¡Boone! —gritó—. ¡Boone!

Decker no fue tras ella en seguida, no lo necesitaba. Ella era un animal herido en busca de otro animal herido. Miró hacia atrás y le vio buscar su revólver a la luz de sus faros. Luego abrió más la puerta y empezó a perseguirla.

Ella apenas podía ver las avenidas que tenía frente a sí, cegada por la luz de su cabeza. Era como una ciega, llorando y tambaleándose, sin saber si Decker estaba detrás o delante. En cualquier momento podía eliminarla. Una bala y su hechizada vida llegaría a su fin.

3

Bajo tierra, los Engendros oyeron su llegada con los sentidos atenazados por el pánico y la desesperación. También conocían las pisadas del cazador, las habían oído tras ellos demasiado a menudo. Ahora esperaron compadeciendo a la mujer en sus últimos momentos, pero demasiado codiciosos de su refugio como para arriesgarlo. Había muy pocos lugares ocultos donde los monstruos pudieran encontrar paz. No pondrían en peligro su morada de ermitaños por una vida humana.

Pero aún así les dolía oír sus llamadas y sus súplicas. Y para uno de ellos el sonido era casi insoportable.

—Déjame ir por ella.

— No puedes. Sabes que no puedes.

— Puedo matarle. ¿Quién sabrá nunca que había venido?

— Tal vez no esté solo. Puede haber otros esperándole tras los muros. Recuerda cómo vinieron a por ti.

— No puedo dejarla morir.

—¡Boone! ¡Dios mío, por favor!

Era peor de lo que nunca había sufrido, oírla llamándole y sabiendo que la ley de Midian no le dejaría contestar.

— ¡Escúchala, por Dios! —dijo—. Escúchala.

— Cuando te acogimos hiciste unas promesas —le recordó Lylesburg.

— Lo sé. Lo comprendo.

— Lo dudo. No se pueden tomar a la ligera, Boone. Si las rompes, no pertenecerás a ningún sitio. Ni a nosotros ni a ellos. — Me estás pidiendo que escuche cómo muere. — Tápate los oídos. Pronto habrá terminado.

4

Ya no le quedaba aliento para llamarle. No importaba. Él no estaba allí. Y si estaba, estaría muerto bajo tierra, descomponiéndose. Más allá de la ayuda, de la entrega y la posesión.

Ella estaba sola y el hombre de la pistola se estaba acercando a ella.

Decker cogió la máscara del bolsillo, la máscara de botones tras la cual se sentía a salvo. Ah, cuántas veces en aquellos días agotadores con Boone, enseñándole las fechas y lugares de los asesinatos que había heredado, cuando Decker rebosaba de orgullo y casi deseaba reivindicar sus crímenes. Pero necesitaba la cabeza de turco más que la emoción fugaz de la confesión, para mantener controladas las sospechas. Si Boone hubiera admitido los crímenes todo hubiera acabado ahí. Al mismo tiempo, la máscara hubiera empezado a hablarle a su dueño otra vez, pidiéndole que la llenase de sangre, y los crímenes se hubieran reanudado. Aunque primero, Decker tenía que encontrar otro nombre y otra ciudad para abastecerse. Boone había echado por tierra sus cuidadosos planes, pero no le daría la oportunidad de contar lo que sabía. El viejo Cara de Botón acabaría con él.

Decker se puso la máscara. Olió su excitación. Tan pronto como respiraba en ella se acercaba al clímax. No al pequeño clímax del sexo, sino al de la muerte, el clímax de la muerte. La máscara olía el aire por él incluso a través del espesor de sus pantalones y de su ropa interior. Olía a la víctima que corría delante de él. A la máscara no le importaba que su presa fuera mujer, sentía la misma excitación con cualquiera. A veces, sentía una debilidad por los viejos, que se meaban en los pantalones mientras intentaban huir, a veces por las jóvenes, otras por las mujeres o por los niños. El viejo Cara de Botón miraba con los mismos ojos amenazadores a la humanidad entera.

Aquella mujer que corría ante él en la oscuridad no significaba para la máscara más que ninguno de los otros. Una vez les invadía el pánico y corrían, todos eran iguales. Él la seguía con paso firme; era una de las marcas de fábrica de Cara de Botón, el paso del ejecutor. Y ella corría ante él, y sus súplicas degeneraban en jadeo y mucosas. Aunque ya no le quedaba aliento para llamar a su héroe, sin duda aún rezaba para que acudiera a ella. Pobre perra. ¿No sabía que nunca se mostraban? Él había oído llamar, suplicar, rogar, a los sacrosantos padres y madres, a los campeones y los intermediarios, y ninguno había aparecido.

Pero su agonía acabaría pronto. Un tiro en la nuca la derribaría y entonces él cogería el cuchillo grande, el pesado cuchillo, y lo llevaría a su rostro del mismo modo en que lo había hecho con todos. Cris eras, cris eras, como los rayos de sus ojos, porque sólo debía verse carne sin rostro.

¡Ah! Ella estaba cayendo. Demasiado cansada como para seguir corriendo.

Abrió la boca de acero del viejo Cara de Botón y le habló a la joven caída:

—Estate quieta —dijo—. Así será mucho más rápido.

Ella intentó levantarse por última vez, pero sus piernas la habían abandonado completamente y la luz blanca se estaba consumiendo. Aturdida, volvió la cabeza en dirección a la voz de Decker y entre las olas blancas, vio que llevaba puesta la máscara. Su rostro era el rostro de la muerte.

Él levantó la pistola.

Ella sintió un temblor en el suelo que había bajo su cuerpo. ¿Era acaso el sonido de un disparo? Ya no podía ver la pistola, ni a Decker. Una ola final le había barrido de su vista. Pero su cuerpo sintió el impacto de la tierra y a través del gemido que había en su cabeza, oyó a alguien pronunciar el nombre del hombre al que ella esperaba encontrar allí.

— ¡Boone!

Ella no oyó la respuesta o quizá no la hubo, pero la llamada se repitió como si el eco la devolviera desde la tierra.

Antes de que pudiera reunir sus últimas fuerzas para localizar la llamada, su brazo bueno cedió y ella cayó boca abajo en el suelo.

Cara de Botón caminó hacia su presa, decepcionado de que la mujer no estuviera consciente para escuchar su bendición final. Le gustaba ofrecer unas pocas palabras inteligentes en el penúltimo instante, palabras que nunca planeaba pero que surgían como poesía de la boca de cremallera. A veces se reían de su sermón y entonces él se volvía cruel. Pero si lloraban, y solían hacerlo a menudo, él lo tomaba en cuenta y hacía que el último momento, el definitivamente último, fuese rápido y sin dolor.

Le dio una patada a la mujer en la espalda para ver si podía despertarla de su sueño. Y sí, sus ojos parpadearon abriéndose ligeramente.

—Bien —dijo, apuntando con la pistola a la cara.

Cuando sintió que la sabiduría le llegaba a los labios, oyó el gruñido. Por un instante, apartó la vista de la mujer. De alguna parte llegaba un viento silencioso que agitaba los árboles. El suelo gemía bajo sus pies.

La máscara no fue tocada. El viento erró por entre las tumbas pero no le levantó ni un pelo de la nuca. Él era la Nueva Muerte, su rostro actual: ¿Qué daño podía amenazarle?

Se echó a reír del melodrama. Echó la cabeza hacia atrás y se rió.

A sus pies, la mujer empezó a gemir. Era tiempo de acallarla. Apuntó a su boca abierta. Cuando reconoció la palabra que ella estaba pronunciando, la oscuridad que había frente a él se abrió y aquella palabra dio un paso fuera de su escondite.

—Boone —decía ella.

Y era.

Emergió de entre las sombras de los árboles trémulos, vestido tal como lo recordaba la máscara, con una camiseta y pantalones vaqueros. Pero había un brillo en sus ojos que la máscara no recordaba, y andaba —a pesar de las balas que le habían agujereado— como un hombre que nunca en su vida hubiese conocido el dolor.

Era misterio suficiente, pero había más. Incluso cuando apareció ante sus ojos, empezó a cambiar, exhalando un velo de humo que transformó su carne en una fantasía. Era su cabeza de turco. Todavía no. En absoluto.

La máscara bajó la vista hacia la mujer para comprobar que compartía su visión, pero ella había caído en la inconsciencia. Tuvo que confiar en lo que sus ojos cosidos le decían y le dijeron horrores.

Los tendones de los brazos de Boone y su cuello ondeaban entre la luz y la oscuridad, sus dedos crecían más y más, su rostro, tras el humo que exhalaba, parecía correr con confusos filamentos que describían una forma oculta en el interior de su cabeza, donde se unían músculo y huesos.

Y fuera de aquella confusión, una voz. No era la voz que recordaba la máscara. No era la voz de su cabeza de turco, impregnada de culpa. Era un grito de furia.

— ¡Eres hombre muerto, Decker! —gritó el monstruo.

La máscara odiaba aquel nombre, Decker. El hombre era sólo una vieja llama que había ardido una vez. En un ardor como aquél, con el clímax de la muerte tan alto, el viejo Cara de Botón apenas podía recordar si el doctor Decker estaba vivo o muerto. Pero el monstruo volvió a llamarle por aquel nombre.

—¿Me oyes, Decker? —dijo.

«Pedazo de bastardo —pensó la máscara—. Especie de engendro, aborto hijo de perra.»

Apuntó con la pistola hacia su corazón. Había terminado de exhalar sus transformaciones y se erguía frente a su enemigo entero, si una cosa nacida del cuchillo de un carnicero podía llamarse entera. Infantado por una loba y un payaso, era ridículo. No habría bendición para aquél, decidió la máscara. Sólo el escupitajo de aquella cabeza híbrida cuando estuviera muerto en el suelo.

Sin pensar más, disparó.

La bala abrió un agujero en el centro de la camiseta de Boone y en la cambiante carne que había debajo, pero la criatura sólo hizo una mueca.

—Ya lo intentaste otra vez, Decker —dijo Boone—. ¿No has aprendido aún?

—No soy Decker —replicó la máscara y volvió a disparar. Otro agujero se abrió bajo el primero, pero no salió sangre de ninguno de los dos.

Boone había empezado a avanzar hacia el arma. No iba de prisa, sino con paso firme que la máscara reconoció como su propio paso de ejecutor. Podía oler la suciedad de la bestia, incluso a través de la sábana que cubría su rostro. Era dulce y amarga y le enfermaba el estómago.

—Estate quieto —le dijo el monstruo.

—Así será más rápido.

El paso copiado del suyo ya era bastante insultante, pero oír la pureza de sus propias palabras en aquella garganta antinatural desazonó a la máscara. Gimió tras la tela y apuntó con la pistola a la boca de Boone. Pero antes de que pudiera disparar contra la ofensiva lengua de Boone, unas abultadas manos le alcanzaron y sujetaron el arma. Mientras se la arrancaba, la máscara apretó el gatillo disparando a la mano de Boone. Las balas le arrancaron el dedo pequeño. La expresión de su rostro se oscureció con disgusto. Separó el arma de las manos de la máscara y la arrojó lejos. Luego alcanzó a su mutilador y lo acercó a él.

Enfrentado a una destrucción inminente, la máscara se separó de quien la llevaba. El viejo Cara de Botón no creía que pudiese morir. Decker sí. Sus dientes castañeteaban contra la jaula que los encerraba mientras él empezaba a suplicar.

—Boone... no sabes lo que estás haciendo.

Sintió cómo la máscara se tensaba en su cabeza furiosa de su cobardía, pero él habló, intentando recobrar aquel tono sereno que utilizara una vez con aquel hombre.

—Estás enfermo, Boone.

«No supliques —oyó decir a la máscara—, no te atrevas a suplicar.»

—¿Y tú podrás curarme? —dijo el monstruo.

—Claro que sí —contestó Decker—. Desde luego. Sólo tienes que darme un poco de tiempo.

La mano herida de Boone agarró la máscara.

—¿Por qué te escondes detrás de esta cosa? —le preguntó.

—Me obliga a ocultarme. Yo no quiero, pero ella me obliga. La furia de la máscara no tenía límites. Chillaba en la mano de Boone, oyendo cómo él traicionaba a su maestro. Si sobrevivía a aquella noche, le exigiría la compensación más vil por sus mentiras. Él pagaría alegremente, mañana. Pero ahora tenía que vengar a la bestia para vivir más.

—Debes sentir lo mismo qué yo —dijo—. Debajo de esa piel que tienes que llevar.

—¿Lo mismo? —dijo Boone.

—Atrapado. Obligado a derramar sangre. Tú no quieres derramar sangre y yo tampoco.

—No entiendes —dijo Boone—. No estoy detrás de esta cara. Yo soy esta cara. Decker negó con la cabeza.

—No lo creo. Creo que en alguna parte, todavía eres Boone.

—Boone está muerto. Boone fue derribado a tiros frente a ti. ¿Te acuerdas? Tú mismo le disparaste.

—Pero sobreviviste.

—Vivo no.

El corpachón de Decker estaba temblando, pero ahora dejó de temblar. Todos sus músculos se tensaron, como si se aclarasen todos los misterios.

—Tú me llevaste a manos de los monstruos, Decker. Y me he convertido en uno de ellos. No monstruos de tu especie. No monstruos sin alma —se acercó mucho a Decker, con el rostro a unos pocos centímetros de la máscara—. Estoy muerto, Decker. Tus balas no me hacen daño. Llevo a Midian en mis venas. Eso significa que me curo a mí mismo una y otra vez. Pero tú...

La mano que agarraba la máscara arrugó la tela.

—Tú, Decker..., cuando mueras, morirás. Y quiero ver tu cara mientras eso ocurre.

Boone tiró de la máscara. Estaba muy bien sujeta y no cedió. Tuvo que clavar sus garras para rasgarla y abrirla descubriendo los sudorosos rasgos que había debajo. ¿Cuántas horas había pasado mirando aquel rostro, dependiendo de cada destello de aprobación suya? Tanto tiempo perdido. Aquélla era la verdadera condición del doctor: perdido, débil y sollozante.

—Tenía miedo —dijo Decker—. Entiendes eso, ¿verdad? Iban a encontrarme y castigarme. Necesitaba culpar a alguien

—Elegiste al hombre equivocado.

— ¿Hombre? —dijo una voz suave desde la oscuridad—. ¿Puedes llamarte a ti mismo hombre?

Boone corrigió:

—Monstruo.

Siguieron risas. Luego:

—¿Vas a matarle o no?

Boone apartó la vista de Decker hacia el que hablaba, acuclillado sobre una tumba. Su rostro era una masa de tejido desgarrado.

—¿Se acuerda él de mí? —le preguntó aquel hombre a Boone.

—No sé. ¿Te acuerdas? —le preguntó Boone a Decker—. Se llama Narcisse. Decker lo miró.

—Otro de la tribu de Midian —dijo Boone.

—No estaba seguro de pertenecer a ella —musitó Narcisse—. Hasta que me quité las balas de la cara. Seguía pensando que era un sueño.

—Asustado —dijo Boone.

—Lo estaba. Ya sabes lo que hacen las balas a los hombres naturales. Boone asintió.

—Mátalo —dijo Narcisse—. Cómete sus ojos o lo haré yo por ti.

—Espera a que le haga confesar.

—Confesar —dijo Decker y sus ojos se abrieron más ante la posibilidad de un aplazamiento—. Si eso es lo que quieres, dilo.

Empezó a buscar en su chaqueta, como si buscase una pluma.

—¿De qué cono sirve una confesión? —dijo Narcisse—. ¿Crees que alguien iba a perdonarte? ¡Mírate!

Saltó de la tumba.

—Oye —susurró—. Si Lylesburg se entera de que he venido aquí, me echará. Sólo dame sus ojos, por los viejos tiempos. Luego, el resto es para ti.

—No dejes que me toque... —suplicó Decker a Boone—. Haré lo que quieras..., confesaré todo..., cualquier cosa. ¡Pero aléjalo de mí!

Demasiado tarde. Narcisse ya le alcanzaba, con o sin el permiso de Boone. Boone intentó apartarle con su mano libre, pero el hombre estaba demasiado impaciente por vengarse como para ser detenido. Se puso entre Boone y su presa.

—Mira por última vez —se rió, levantando las garras de sus pulgares. Pero cuando Decker rebuscaba en su chaqueta no era sólo por el pánico. Cuando las garras se acercaron a sus ojos, sacó el cuchillo del escondite de su chaqueta y lo clavó en el vientre de su atacante. Había estudiado largamente aquella técnica. El corte que le hizo a Narcisse era una maniobra destripadora aprendida de los japoneses: profundizar en los intestinos y subir hacia el ombligo, llevando la hoja de doble filo contra el peso de la carne. Narcisse gritó, más por el recuerdo del dolor que porque lo sintiera de verdad.

Con un suave movimiento, Decker sacó el gran cuchillo sabedor, por las investigaciones en aquel campo, de que con el cuchillo iría su bien preparado contenido. No se equivocaba. Las tripas de Narcisse cayeron como un pedazo de carne a las rodillas de su dueño. La herida, que habría hecho caer inmediatamente a un hombre vivo a tierra, sólo puso en ridículo a Narcisse. Gruñendo con disgusto ante la visión de sus intestinos, se agarró a Boone.

—Ayúdame —se quejó—. Estoy descompuesto.

Decker aprovechó el momento. Mientras Boone estaba sujeto, corrió hacia las puertas. No había mucha distancia. Cuando Boone consiguió liberarse de Narcisse, su enemigo había desaparecido de aquella tierra sin consagrar. Boone salió en pos de él, pero cuando llegaba a medio camino de las puertas oyó cerrarse la puerta del coche del doctor y el motor se puso en marcha. ¡Maldito!

—¿Qué mierda puedo hacer con esto? —oyó gemir a Narcisse. Volvió al lugar. El hombre tenía sus intestinos en las manos sin saber cómo arreglarlos.

—Vé abajo —dijo rotundamente. Era inútil quejarse de la intromisión de Narcisse—. Alguien te ayudará.

—No puedo. Sabrán que he estado aquí.

—¿Te crees que no lo saben ya? —replicó Boone—. Ellos lo saben todo. Ya no estaba preocupado por Narcisse. Era el cuerpo tendido en el camino lo que reclamaba su atención. En su ansia de aterrorizar a Decker, había olvidado completamente a Lori.

—Nos echarán a los dos —decía Narcisse.

—Tal vez —dijo Boone.

—¿Qué podemos hacer?

—Vete abajo —dijo Boone cansadamente—. Dile a mister Lylesburg que yo te he descarriado.

—¿Has sido tú? —dijo Narcisse. Luego, acariciando la idea, añadió—: Sí, creo que sí. Se marchó llevándose sus intestinos.

Boone se arrodilló junto a Lori. Su aroma le aturdió, la suavidad de su piel bajo sus palmas era casi abrumadora. Todavía estaba viva y su pulso latía con fuerza, a pesar de todo lo que habría soportado de manos de Decker. Mirando su suave rostro, se le ocurrió que podía despertarse y verle en la forma que tenía tras el mordisco de Peloquin y esto le desazonó sobremanera. En presencia de Decker se había sentido orgulloso de llamarse monstruo, de exhibir su condición de Engendro de la Noche. Pero ahora, mirando a la mujer que había amado y que le había amado a su vez por su fragilidad y su condición humana, se sentía avergonzado.

Inhaló. Su voluntad hizo que la carne humease y que sus pulmones volvieran a su cuerpo. Era un proceso tan extraño en su facilidad como en su naturaleza. Cuan rápidamente se había acostumbrado a lo que una vez llamara milagroso...

Pero él no era ninguna maravilla comparado con aquella mujer. El hecho de que ella hubiera tenido tanta fe como para venir a buscarle con la muerte en los talones era más de lo que podía esperar ningún hombre natural, y para uno como él, era un auténtico milagro. La condición humana de ella le enorgulleció de lo que había sido y de lo que pretendía ser todavía.

Así, fue en su forma humana cómo la recogió y la llevó tiernamente bajo tierra.