XIV. SANTUARIO

Aquél era el verdadero Midian. No la ciudad vacía sobre la colina, ni tampoco la necrópolis que había sobre ella, sino aquella red de túneles y cámaras que presumiblemente se extendían bajo todo el cementerio. Algunas de las tumbas estaban ocupadas sólo por muertos que descansaban en paz, sus ataúdes yacían en repisas vaciadas. ¿Eran aquéllos los primeros ocupantes del cementerio, que yacían allí antes de que los Engendros de la Noche tornasen posesión del lugar? ¿O eran Engendros los que habían muerto de su media vida, tal vez sorprendidos por el sol, o que se habían marchitado por la melancolía? En cualquier caso, eran minoría. Muchas de sus cámaras eran ocupadas por espíritus más vitales, y sus cuartos iluminados por velas o lamparillas y en algún caso, por el propio ocupante: un ser que ardía con su propia luz.

Una sola vez vio algo así, indolente sobre un colchón en el rincón de su boudoir. Estaba desnudo, era corpulento y sin sexo definido, y su cuerpo solemne tenía una piel aceitosa y oscuramente moteada, con erupciones larvadas que parecían fosforescentes empapando su sencillo lecho. Parecía que todas las demás puertas conducían a lugares igualmente misteriosos, con un significado tan complejo como los cuadros que lo inspiraban. ¿Era el mero disgusto lo que le agitaba su estómago al ver al estigmatizado derramándose, con adherencias afiladas como dientes chupándole ruidosamente las heridas? ¿O era la excitación de ver la representación de la leyenda del vampiro en carne y hueso? ¿Y qué sensación le produjo ver a aquel hombre cuyo cuerpo se rompió en pájaros cuando vio que ella le miraba? ¿Y el pintor con cabeza de perro que se volvió, apartando la mirada de su fresco, y le hizo señas para que se uniera a su aprendiz mezclando pinturas? ¿O las bestias-máquinas que recorrían las paredes sobre piernas calibradoras? Después de recorrer doce pasillos, ya no podía separar el horror de la fascinación. Quizá nunca los hubiera distinguido.

Podía haber pasado días perdidos contemplando aquellas «vistas», pero el azar o el instinto la llevaron cerca de Boone, de modo que se interrumpió su vagar. Fue la sombra de Lylesburg la que apareció ante ella, como si hubiera atravesado un sólido muro.

—No puede seguir más adelante.

—Estoy intentando encontrar a Boone —le dijo ella.

—No la culpo por eso —dijo Lylesburg—. Es perfectamente comprensible. Pero usted también debe comprender que Boone nos ha puesto en peligro a todos...

—Entonces déjeme hablarle. Nos iremos de aquí.

—Eso habría sido posible no hace mucho —dijo Lylesburg, y su voz emergía de su abrigo de sombras tan mesurada y autoritaria como siempre.

—¿Y ahora?

—No está en mis manos. Ni en las suyas. Hay que apelar a otra fuerza totalmente distinta. Mientras él hablaba se oía ruido más allá, en las catacumbas, un estrépito que Lori ya había oído antes. Por un momento, estuvo segura de que se trataba de un terremoto. El sonido parecía provenir de la tierra que les rodeaba. Pero cuando empezó la segunda ola, percibió

algo animal en él, quizás un gemido de dolor o de éxtasis... Seguramente aquello era Baphomet. El que fundó Midian, había dicho Rachel. ¿Qué otra voz hubiera podido sacudir la propia estructura de aquel lugar?

Lylesburg confirmó su idea.

—Es el ser con quien Boone ha oído hablar —dijo—. O al menos, eso pensaba él.

—Déjeme ir con él.

—Ya le ha devorado —dijo Lylesburg—. Le ha sumido en su llama.

—Quiero verlo por mí misma —pidió Lori.

Sin querer esperar ni un momento más, ella se abrió paso empujando a Lylesburg, esperando que opondría resistencia. Pero sus manos atravesaron la oscuridad que le rodeaba y tocaron la pared que había tras él. No tenía sustancia. No podía impedirle que fuera a donde quisiera.

—Eso la matará a usted también —le oyó advertir mientras corría en pos del sonido. Aunque el sonido la rodeaba, sentía de dónde venía. A cada paso que daba lo oía más alto y más complejo y sus ondas la alcanzaban en distintas partes de su cuerpo: cabeza, corazón, ingle...

Una rápida mirada hacia atrás le confirmó lo que ya sospechaba. Lylesburg no tenía ninguna intención de seguirla. Dobló una esquina, luego otra, y las corrientes de la voz seguían multiplicándose hasta que se encontró andando como en un fuerte viento, con la cabeza baja y los hombros encorvados. A lo largo de aquel corredor no había cámaras y por tanto, tampoco luces. Había un resplandor frente a ella, frío e intermitente, pero lo bastante brillante como para iluminar el suelo que ella pisaba, que era de tierra desnuda, y la escarcha plateada de las paredes.

—¡Boone! —exclamó—. ¿Estás ahí? ¡Boone!

Después de lo que Lylesburg le había dicho, ya no esperaba obtener una respuesta, pero sí

la tuvo. La voz de él vino a su encuentro desde el corazón de la luz y el sonido que tenia frente a sí. Pero lo único que oyó entre aquel estruendo fue:

—¡No!

—¿No qué? —preguntó ella.

—¿No avances más? ¿No me dejes aquí?

Ella avanzó más despacio y volvió a llamar, pero el ruido que hacía el Bautista ahogaba virtualmente el sonido de su voz y de cualquier posible respuesta. Habiendo llegado ya tan lejos ella tenía que seguir, ignorando si aquella respuesta había sido una advertencia o no. Más adelante, el pasillo se convirtió en una pendiente escarpada. Ella se detuvo en la cima y escudriñó la oscuridad. Aquél era el agujero de Baphomet, sin ninguna duda. El estruendo que hacía erosionaba los muros de la pendiente y le llenaba la cara de polvo. Las lágrimas empezaron a afluir a sus ojos para lavarlos de aquella arena, pero ésta seguía inundándolos. Ensordecida por la voz y cegada por el polvo, se tambaleó en la cima de la pendiente, sin poder avanzar ni retroceder.

Súbitamente, el Bautista se quedó silencioso y las oleadas de sonido bajaron de pronto para acallarse definitivamente.

La calma que sobrevino era aún más alarmante que el estruendo que la había precedido.

¿Se había callado porque sabía que había un intruso en su centro? Ella contuvo el aliento, temerosa de hacer ruido.

La cumbre de la pendiente era un lugar sagrado, ella no tenía la más mínima duda. Años atrás, cuando visitara las grandes catedrales de Europa con su madre, mirando los ventanales y los altares, no había sentido aquel reconocimiento que ahora sentía. Nunca, en toda su vida despierta o en sueños, había sentido en su interior impulsos tan contradictorios. Deseaba apasionadamente irse de aquel lugar, ponerse a salvo y olvidarlo, y al mismo tiempo le atraía. No era la presencia de Boone lo que la llamaba, sino lo sagrado, lo profano, los dos en uno, y no podía resistirse.

Sus lágrimas acabaron de aclarar el polvo de sus ojos. Ya no tenía más excusa que la cobardía para quedarse allí. Empezó a descender por la pendiente. Era un descenso que no llegaría a los treinta metros, pero cuando había recorrido la mitad del camino vio aparecer ante sus ojos a una figura familiar al fondo.

La última vez que había visto a Boone había sido arriba, cuando él apareció para enfrentarse con Decker. En aquellos segundos antes de desvanecerse, le había visto como nunca, como un hombre que había olvidado y vencido totalmente el dolor. Ahora no era así. Apenas podía mantenerse en pie.

Ella susurró su nombre y la palabra fue cobrando peso al dirigirse a él. Él la oyó y levantó la cabeza hacia ella. Ni siquiera en los peores tiempos, cuando ella le convencía y ayudaba a controlar sus terrores, nunca había visto tanto pesar en su rostro como ahora. Las lágrimas fluían a borbotones y sus rasgos estaban tan contraídos de pena que parecían los de un bebé.

Ella reanudó su descenso y cada ruido que hacían sus pies, cada leve respiración suya, eran multiplicadas por la acústica de la pendiente.

Viéndola acercarse, él intentó ahuyentarla, pero al hacerlo perdió sus medios de apoyo y cayó pesadamente. Ella apretó el paso, sin importarle el ruido que hacía. Sabía que fuera cual fuese el poder que ocupaba el hoyo del fondo, era consciente de la presencia de ella. Conocía su historia. De alguna forma, ella esperaba que así fuese. No temía su juicio. Ella tenía una razón de amor para su incursión, había venido sola e inerme. Si Baphomet era además el arquitecto de Midian, entonces comprendería la vulnerabilidad y no querría actuar contra ella. Ya estaba a menos de cinco metros de Boone. Él intentaba rodar sobre su espalda.

—¡Espera! —le dijo ella, angustiada de ver su desesperación.

Pero él no miró hacia ella. Era Baphomet quien miró por sus ojos cuando él se volvió hacia ella, ya vuelto sobre la espalda. Su mirada fue con él a una habitación con paredes de tierra helada y un suelo igual, con una hendidura que iba de una esquina a otra y en medio, una fisura abierta en la que se elevaba una columna de fuego de una altura cuatro o cinco veces superior a la de un hombre. Despedía un frío punzante en vez de calor y en su corazón no se veía la reconfortante oscilación del fuego. Sus entrañas se reabsorbían, dando vueltas constantes a una carga de material que al principio no pudo reconocer, pero que finalmente distinguió.

Había un cuerpo en el fuego, con los miembros cortados pero lo suficientemente humano como para que ella simplemente reconociera carne pero nada más. Probablemente, Baphomet le había inflingido aquel tormento a un trasgresor.

Boone pronunció el nombre del Bautista y ella se dispuso a obtener una visión de su rostro. Lo vio, pero en el interior de la llama, y la criatura que allí había estaba viva y no muerta. El creador de Midian hacía rodar su cabeza en el torbellino de llamas y miraba en dirección a ella.

Aquél era Baphomet. Aquella cosa cortada y dividida. Al ver su rostro, ella gritó. Ninguna película, ninguna desolación, ninguna dicha la había preparado para ver al hacedor de Midian. Debía de ser sagrado, como cualquier cosa extrema debe serlo. Una cosa más allá de las cosas. Más allá del amor o el odio y de la suma de ambos. Y finalmente, más allá de la capacidad de su mente para comprender o catalogar. En el instante en que apartó la vista de aquello, había borrado toda fracción de la visión de su memoria consciente y lo encerró allí donde ningún tormento o súplica podría hacerle volver a mirar nunca más.

Ella había ignorado su propia fuerza hasta que el frenesí de alejarse de aquella presencia la llevó a levantar a Boone y arrastrarle pendiente arriba. Él no podía hacer nada para ayudarla. El tiempo que había pasado con el Bautista había acabado con toda la fuerza de sus músculos. A Lori le pareció que pasaban siglos tambaleándose hacia la cima de la pendiente mientras la luz de la llama helada arrojaba sus sombras ante ellos como profecías.

El corredor de arriba estaba desierto. Ella había esperado que Lylesburg estaría esperándoles junto con cohortes de personajes más sólidos, pero el silencio de la cámara de abajo se había extendido a todo el túnel. Cuando ella hubo arrastrado a Boone unos pocos metros desde la cima de la pendiente, hizo un alto. Le quemaban los pulmones del esfuerzo de cargar con él. Él estaba emergiendo de la confusión de pesar y terror en que ella le había hallado.

—¿Conoces un camino para salir de aquí? —le preguntó ella.

—Creo que sí —dijo él.

—Tendrás que ayudarme un poco. No puedo soportar tu peso mucho tiempo más. Él asintió y luego miró hacia atrás, hacia la entrada del hoyo de Baphomet.

—¿Qué has visto? —le preguntó.

—Nada.

—Bien.

Él se cubrió el rostro con las manos. Le faltaba uno de sus dedos y la herida era reciente, ella pudo observarlo. Pero él parecía indiferente a ello, así que ella no le hizo preguntas, sino que se concentró en animarle a moverse. Él era reacio, casi sombrío como resultado de su intensa emoción, pero ella le acosaba hasta que llegaron a una empinada escalera que les llevó a través de uno de los mausoleos hacia la noche.

El aire olía a lejanía después del confinamiento bajo tierra, pero en vez de pararse a disfrutarlo, ella insistió en que salieran del cementerio, abriéndose camino entre las tumbas hacia la puerta. Allí, Boone se detuvo.

—El coche está ahí fuera —dijo ella.

Él estaba temblando, pese a que la noche era cálida.

—No puedo ... —dijo.

—¿No puedes qué?

—Yo soy de aquí.

—No es verdad —dijo ella—. Tú me perteneces. Nos pertenecemos.

Ella se acercó a él, pero él estaba vuelto hacia las sombras. Ella le cogió el rostro con sus manos y le obligó a mirarla.

—Nos pertenecemos, Boone. Por eso estás vivo. ¿No lo ves? Después de todo lo que ha pasado. Después de todo lo que hemos pasado. Hemos sobrevivido.

—No es tan fácil.

—Ya lo sé. Hemos vivido tiempos terribles. Comprendo que las cosas no pueden ser como antes. Tampoco querría que lo fuesen.

—Tú no sabes... —empezó él.

—Entonces tú me lo explicarás —dijo ella—. Cuando sea el momento. Tienes que olvidar Midian, Boone. Ellos casi te han olvidado ya.

Los estremecimientos no eran de frío, sino que precedían a las lágrimas. Boone echó a llorar.

—No puedo irme —dijo—. No puedo.

—No tenemos otra elección —le recordó—. Sólo nos tenemos el uno al otro. El dolor de su herida le encorvaba.

—Levántate, Boone —le dijo ella—. Rodéame con tus brazos. Los Engendros no te quieren, no te necesitan. Yo sí. Boone, por favor.

Lentamente, logró erguirse y abrazarla.

—Más fuerte —dijo ella—. Cógeme fuerte, Boone.

Él la estrechó más fuerte. Cuando ella le puso las manos en la cara para abrazarle a su vez, su mirada no volvió a la necrópolis. La miraba a ella.

—Vamos a volver al motel a recoger mis cosas, ¿eh? Tenemos que hacerlo. Hay cartas, fotografías, montones de cosas que no queremos que encuentren.

—¿Y luego? —dijo él.

—Luego encontraremos un lugar a donde ir, donde nadie nos busque y buscar un modo de probar tu inocencia.

—No me gusta la luz —dijo él.

—Entonces nos mantendremos alejados de ella —contestó—. Hasta que pierdas la perspectiva de este maldito lugar.

No pudo encontrar en su rostro ningún eco del optimismo que intentaba transmitirle. Sus ojos brillaban, pero era sólo por las lágrimas. El resto de él estaba frío, todavía llevaba consigo una parte de la oscuridad de Midian. Esto no le sorprendía. Después de todo lo que aquella noche (y los días que la habían precedido) había traído, ella se sorprendía de encontrar en sí

misma tanta capacidad para la esperanza. Pero allí estaba, fuerte como un latido del corazón, y ella no permitiría que los miedos inspirados por los Engendros la rompieran.

—Te quiero, Boone —le dijo, sin esperar respuesta.

Quizá con el tiempo, él hablaría. Si no con palabras de amor, al menos de explicación. Y si no lo hacía o no podía, tampoco sería tan terrible. Ella tenía algo mejor que las explicaciones. Tenía el hecho de su presencia en carne y hueso. Su cuerpo era sólido entre sus brazos. Por mucho que Midian volviese a su memoria, Lylesburg había sido muy explícito: nunca le permitirían volver allí. En lugar de eso, él estaría junto a ella en la noche y su simple presencia le sería más preciada que cualquier despliegue de pasión.

Y con el tiempo, ella le aliviaría de los tormentos de Midian igual que le había aliviado de los que se autoinflingía con su locura.

Ella no se había equivocado en esto, pese a las sombrías observaciones de Decker. Boone no le había ocultado ninguna vida secreta, era inocente. Como ella. Inocentes ambos, habían sobrevivido a aquella precaria noche hasta la salvaguardia del día.