IV. NECRÓPOLIS
1
Aunque la distancia de Calgary a Athabasca apenas alcanzaba los quinientos kilómetros, el viaje llevó al viajero a las fronteras de otro mundo. Al norte de allí, las autopistas eran escasas, y los habitantes aún más. Las ricas llanuras verdes daban paso a los bosques, pantanos y desiertos. También marcaba los límites de la experiencia de Boone. Un breve trabajo de camionero cuando tenía veintipocos años le había llevado tan lejos como Bonnyville hacia el sureste, Barrhead hacia el sudoeste y la propia Athabasca. Pero el territorio que había más allá le era desconocido, salvo por los nombres de un mapa. O mejor dicho, la ausencia de nombres. Había grandes extensiones de tierra ocupadas tan sólo por algunos asentamientos agrícolas. Uno de ellos llevaba el nombre que había pronunciado Narcisse: Shere Neck.
Boone había encontrado el mapa que contenía esta información, junto con suficiente dinero suelto como para comprarse una botella de brandy, en un hurto de cinco minutos a las afueras de Calgary. Había saqueado tres vehículos que había en un aparcamiento subterráneo y una vez provisto de mapa y dinero, había huido, tras cerciorarse de que las alarmas estuvieran desconectadas.
La lluvia le lavó la cara y él se deshizo de su sangrienta camiseta, feliz de sentir su querida chaqueta cerca de la piel. Luego encontró un vehículo que le llevó hacia Edmonton y otro que le llevó a través de Athabasca hasta High Prairie. Era fácil.
2
¿Fácil? ¿Ir en busca de un lugar del que sólo había oído rumores entre lunáticos? Quizá no tan fácil. Pero era necesario, incluso inevitable. Desde el momento en que el camión que había escogido para morir le había dejado a un lado, aquel viaje estaba determinado. Quizá desde hacía mucho más tiempo, sólo que él nunca había visto la invitación. El sentido que él tenía de la justicia quizá le hubiera convertido en un fatalista. Si Midian existía y quería acogerlo, entonces estaría viajando hacia un lugar donde finalmente hallaría cierta paz y autocomprensión. Si no era así, si sólo existía como talismán para los aterrorizados y los perdidos, entonces aquello también sería justo, y él iría al encuentro de la destrucción que le esperase, en busca de la nada. Mejor que las pastillas, mejor que la vana búsqueda de Decker en pos de razones y argumentos.
La indagación del doctor para sacar el monstruo del interior de Boone había fracasado. Estaba tan claro como el cielo que había allí arriba. Boone el hombre y Boone el monstruo no podían separarse. Eran uno solo, viajaban por el mismo camino, en la misma mente y en el mismo cuerpo. Y fuera lo que fuese lo que hubiera al final de aquel camino, la muerte o la gloria, sería el destino de ambos.
3
Al este del río Peace, había dicho Narcisse, cerca del poblado de Shere Neck, al norte de Dwyer.
Tuvo que dormir a la intemperie en High Prairie, hasta que a la mañana siguiente, encontró
un vehículo que le llevaría a río Peace. Lo conducía una mujer que estaba cerca de los sesenta años, orgullosa de la región que conocía desde su infancia y contenta de darle una rápida lección de geografía. No mencionó Midian, pero conocía Dwyer y Shere Neck. El último era un pueblo de cinco mil almas que estaba al final de la autopista 67, hacia el este. Se hubiera ahorrado más de tres kilómetros si no se hubiera ido hasta High Prairie, le dijo, y hubiera enfilado hacia el norte desde un poco antes. No importa, añadió ella. Conocía un sitio en río Peace donde los granjeros se paraban a comer antes de dirigirse hacia sus hogares. Allí encontraría a alguien que le llevase hasta donde quería ir.
«¿Conocía a alguien allí?», le preguntó. Él dijo que sí.
Ya era casi oscuro cuando el último de los conductores le llevó a un kilómetro o así de Dwyer. Él contempló al camión mientras tomaba un camino de grava bajo la azulada y creciente oscuridad y luego echó a andar el corto camino hacia el pueblo. Una noche durmiendo a la intemperie y el viaje en vehículos de granja por caminos que habían visto mejores días le habían afectado a su ya maltrecho sistema. Tardó una hora en perder de vista las afueras de Dwyer y entre tanto, la noche había caído completamente. El destino estaba una vez más de su parte. De no ser por la oscuridad no hubiera visto las luces rutilando más adelante, no a modo de bienvenida sino de amenaza.
La Policía había llegado allí antes que él. Calculó que había tres o cuatro coches. Era posible que estuvieran persiguiendo a cualquier otro, pero lo dudaba. Era mucho más probable que Narcisse, perdido para sí mismo, hubiera contado a las autoridades lo mismo que le había dicho a él. En ese caso se trataba de un comité de recepción. Probablemente ya le estaban buscando casa por casa. Y si estaban allí, también estarían en Shere Neck. Le esperaban.
Agradecido a la protección que le procuraba la noche, salió del camino y se dirigió a un campo segado donde podría echarse a descansar y pensar su próximo movimiento. No era muy inteligente intentar ir a Dwyer. Era mejor que se encaminase a Midian ahora, dejando de lado al hambre y el cansancio que le embargaban y confiando en que las estrellas y su instinto le orientarían.
Se levantó oliendo a tierra y se dirigió hacia donde creía que estaba el norte. Sabía muy bien que podía errar el camino en varios kilómetros yendo por aquellos caminos difíciles, o simplemente, que la oscuridad le impidiese ver. No importaba; no tenía otra elección, y ésta era una forma de consolarse.
En su hurto de cinco minutos no había encontrado ningún reloj que llevarse, así que el único sentido que tenía del tiempo era la lenta progresión de las constelaciones sobre su cabeza. El aire era cada vez más frío, luego se hizo punzante, pero él mantuvo su dolorido paso, evitando los caminos siempre que podía, aunque hubiera sido mucho más fácil caminar por ellos que atravesar aquellos campos arados y segados. Esta precaución estaba, bien fundada, como se vio después, cuando dos vehículos de la Policía seguidos de una limusina negra se deslizaron silenciosamente por una carretera que acababa de cruzar hacía un minuto. No tenía ninguna prueba en qué fundar el sentimiento que le invadió cuando pasaron los coches, pero sintió con gran intensidad que el pasajero de la limusina era Decker, el buen doctor, todavía intentando comprender.
4
Luego, Midian.
Fuera, en ninguna parte, Midian. Un momento antes, la noche que había ante él era oscuridad sin forma, y al momento siguiente había un enjambre de edificios en el horizonte, con sus paredes pintadas rutilando en un gris azulado bajo la luz de las estrellas. Boone se detuvo varios minutos y observó el lugar. No quedaba ninguna luz encendida tras las ventanas ni en los porches. Seguramente sería más tarde de medianoche, y los hombres y mujeres de la ciudad que tenían que trabajar a la mañana siguiente, estarían en la cama. ¿Pero ni una sola luz? Le pareció muy extraño. La pequeña Midian podía haber sido olvidada por los geógrafos y por los que hacían los carteles de la carretera, ¿pero no había en ella nadie con insomnio? ¿O un niño que necesitase el consuelo de una luz encendida durante la noche? Probablemente ellos estaban allí, esperándole —Decker y el abogado—, ocultos en las sombras hasta que él fuera lo bastante idiota como para precipitarse en la trampa. La solución más sencilla sería darse media vuelta y dejarles que continuaran con la vigilia, pero ya le quedaban muy pocas energías. Si huía ahora, ¿cuánto tiempo tendría que esperar para volver?
Decidió bordear los límites de la ciudad para tener conciencia del terreno en el que se movía. Si no observaba presencia policial, entraría en la ciudad y aceptaría las consecuencias. No había andado tanto como para retirarse a la primera de cambio.
Midian no revelaba nada de sí mientras él avanzaba por el flanco sudoeste, excepto quizás una gran sensación de vacío. No sólo no veía signos de vehículos policiales en las calles, ni ocultos entre las casas, no veía automóvil de ningún tipo, ningún camión ni vehículo agrícola. Comenzó a preguntarse si la ciudad no sería una de esas comunidades religiosas sobre las que había leído algunas cosas, y en las que estaban prohibidas la electricidad o las máquinas de combustión.
Pero mientras trepaba por una pequeña colina, en cuya cima se alzaba Midian, se le ocurrió una segunda explicación mucho más sencilla. No había nadie en Midian. La idea le dejó paralizado. Echó un vistazo a las casas buscando alguna prueba de descomposición, pero no pudo ver nada. Los techos estaban intactos; por lo que podía ver, no había ningún edificio al borde de la destrucción. Sin embargo, con la noche tan silenciosa podía oír hasta las estrellas fugaces en su caída, pero de la ciudad no se oía nada. Si alguien hubiera suspirado en Midian mientras dormía, se hubiera escuchado, pero sólo había silencio.
Midian era una ciudad fantasma.
Nunca en su vida había visto tal desolación. Se sentía como un perro que regresa al hogar y que no encuentra a su dueño, sin saber qué sucedería con su vida.
Tardó varios minutos en salir de su inmovilidad para seguir recorriendo la ciudad. Sin embargo, después de recorrer unos doscientos metros, tuvo aún una visión más misteriosa que la del vacío de Midian.
En el lado más alejado de la ciudad había un cementerio. Aquel ventajoso punto de mira le daba una visión muy clara del cementerio, pese a los altos muros que lo circundaban. Presumiblemente, había sido construido para atender a las necesidades de toda la región, ya que era mucho mayor de lo que hubiera necesitado una pequeña ciudad como Midian. La mayor parte de los mausoleos eran de un tamaño impresionante, y visto desde lejos, el despliegue de calles, árboles y tumbas le daban al cementerio la apariencia de una ciudad. Boone empezó a bajar por la colina hacia el cementerio. Este camino le alejaba un poco de la ciudad. Después de la adrenalina provocada por la sensación de aproximarse a Midian, volvió a sentir que las fuerzas le abandonaban rápidamente; el dolor y el cansancio que la excitación había mitigado, volvieron vengativos. Sabía que no faltaba mucho para que sus músculos le traicionasen y todo él se derrumbase. Quizá tras los muros del cementerio encontraría un nicho en el que ocultarse de sus perseguidores y dejar que sus huesos reposasen.
Había dos formas de acceder al lugar. Una pequeña puerta en un muro lateral, y una doble puerta que daba a la ciudad. Eligió la primera. Estaba cerrada, pero sin candado. La empujó
suavemente y entró. La impresión que había tenido desde la colina se le confirmó, el cementerio era una pequeña ciudad, con los mausoleos alzándose a un tamaño casi de edificio. Ahora que podía observarlos de cerca, quedó impresionado por su tamaño. ¿Qué tipo de familias acaudaladas habían ocupado la ciudad como para poder pagarse tal esplendor?
Las pequeñas comunidades de la llanura vivían de la tierra, pero raramente se hacían ricos con esa actividad. Y si lo conseguían, gracias al oro o al petróleo, no era desde luego un gran número de personas. Sin embargo, allí había espléndidas tumbas, avenida tras avenida, construidas en todo tipo de estilos, desde el clásico al barroco, y marcadas —aunque no estaba seguro de que sus cansados sentidos no le estuvieran jugando una mala pasada— con leyendas de religiones muy distintas.
Estaba detrás de él. Necesitaba dormir. Las tumbas llevaban allí más de un siglo; al amanecer, el enigma todavía seguiría allí.
Encontró un lecho alejado de la vista entre dos tumbas y se echó en él. El dolor de la hierba primaveral era dulce. Había dormido en lechos mucho peores y seguiría durmiendo en ellos.