III. EL RAPSODA
Durante los años de su enfermedad, entrando y saliendo de sanatorios mentales y asilos, Boone había conocido a muy pocos sufrientes que no llevaran con ellos algún talismán, algún signo o alguna prenda que montase guardia a las puertas de sus mentes y corazones. En seguida aprendió a no menospreciar tales amuletos. Sea lo que sea lo que te pase por la noche era un axioma que sacó de la más dura experiencia. Muchos de estos salvaguardas contra el caos eran personales y pertenecían a aquellos que los esgrimían. Baratijas, llaves, libros y fotografías: recuerdos de los buenos tiempos atesorados como defensa contra los malos tiempos. Pero algunos pertenecían a la mente colectiva. Eran palabras que podía oír más de una vez: rimas absurdas cuyo ritmo ayudaba a dominar el dolor, nombres de dioses.
Entre ellos estaba Midian.
Había oído el nombre de aquel lugar quizá media docena de veces, pronunciado por gente que se cruzaba en el camino, casi siempre gente cuya fuerza se había desvanecido. Cuando apelaban a Midian significaba un lugar de refugio, un lugar adonde ser llevados. Y aún más: un lugar donde fueran cuales fuesen los pecados que hubieran cometido, reales o imaginarios, les serían perdonados. Boone no conocía el origen de aquella leyenda, ni tampoco le había interesado nunca averiguarlo. Nunca había necesitado el perdón o, al menos, eso creía él. Ahora sabía algo más. Había intentado limpiarse por todos los medios, pero las obscenidades se habían quedado grabadas en su mente desde que Decker las sacara a la luz y ningún medio conocido podría librarle de ellas. Se había unido a otra clase de criatura.
El nombre de Midian fue pronunciado.
Sumido en su tristeza, no se había dado cuenta de que alguien más compartía con él la blanca habitación, hasta que oyó la áspera voz.
—Midian...
Al principio, pensó que se trataba de otra voz del pasado, como la de Lori. Pero cuando la oyó de nuevo ya no estaba a sus espaldas como la de Lori, sino que venía del otro lado de la habitación. Abrió los ojos. El izquierdo aún estaba pegajoso de sangre de un corte en la sien. Miró hacia la voz. Aparentemente, era otro herido en andanzas nocturnas, al que habrían llevado allí para coserle y le habrían dejado que se valiera por sí mismo hasta que le pudieran hacer algún remiendo. Estaba sentado en una esquina de la habitación, la más lejana de la puerta, y sus ojos estaban fijos en ella, como si de un momento a otro pudiese aparecer su salvador en el umbral. Era virtualmente imposible averiguar nada de su edad o de su auténtico aspecto: la sangre sucia y coagulada lo encubría todo. «Yo debo de tener un aspecto similar o peor», pensó Boone. No le preocupaba demasiado; la gente siempre le miraba. En su estado en aquel momento, él y el hombre de la esquina eran el tipo de locos que uno evita cruzarse por la calle.
Pero mientras que él, con sus pantalones vaqueros, sus botas, que arrastraba al andar y su camiseta negra, era simplemente otro don nadie, en el otro hombre había ciertos signos que le definían. El largo abrigo que llevaba tenía una severidad monacal, su pelo gris peinado hacia atrás, muy tirante sobre el cuero cabelludo, caía por el medio de su espalda en una cola de caballo trenzada. Llevaba joyas semiocultas por el cuello alto y dos uñas artificiales se curvaban como garras en sus pulgares con algo que parecía plata.
Finalmente, estaba aquel nombre, saliendo de boca del hombre otra vez.
—¿... Querría llevarme? —preguntó suavemente—. ¿Llevarme hasta Midian?
Sus ojos no habían dejado de mirar la puerta ni por un instante. Parecía que se había olvidado de Boone, cuando sin previo aviso, volvió su cabeza herida y escupió hacia el otro extremo de la habitación. La flema veteada de sangre se estrelló contra el suelo a los pies de Boone.
—¡Lárgate de aquí! —gritó—. Los estás apartando de mí. No vendrán mientras tú estés aquí.
Boone estaba demasiado cansado como para discutir, y demasiado magullado como para levantarse. Dejó que el hombre despotricara.
—¡Lárgate! —volvió a decirle—. Nunca se muestran ante tipos como tú. ¿Es que no lo ves?
Boone echó la cabeza hacia atrás e intentó mitigar así el dolor del otro, que se sentía invadido.
—¡Mierda! —dijo el otro—. Los he perdido. Los he perdido.
Se levantó y atravesó la habitación. Fuera reinaba una densa oscuridad.
—Han pasado de largo —murmuró, súbitamente lastimero. Al momento siguiente estaba a un metro de Boone, haciendo una mueca a través de su suciedad.
—¿Tienes algo para el dolor? —quiso saber.
—La enfermera me ha dado algo —contestó Boone.
El hombre volvió a escupir, esta vez no hacia Boone sino al suelo.
— Bebida, tío. . —dijo—. ¿No tienes nada que beber?
—No.
La mueca se evaporó instantáneamente, y el rostro se contrajo mientras afluían las lágrimas. Se volvió de espaldas a Boone, sollozando, recomenzando su letanía.
—¿Por qué no me llevan con ellos? ¿Por qué no vienen a por mí?
—Tal vez vengan más tarde —dijo Boone—, cuando yo me haya ido.
El hombre volvió a mirarle.
—¿Qué sabes tú? —preguntó.
La respuesta era bien poca cosa, pero Boone la guardó para sí. Tenía demasiados fragmentos de Midian en la cabeza como para no desear saber más. ¿No era un lugar para que aquellos que habían escapado de sus refugios encontrasen un hogar? ¿Y acaso no era ésa su condición actual? No tenía dónde encontrar alivio. Ni Decker, ni Lori, ni siquiera la Muerte. Aunque Midian no fuese sino un talismán, él quería oír su historia.
—Cuéntamelo —dijo.
—Te he preguntado qué sabes tú —replico el hombre, pellizcándose la carne de su barbilla sin afeitar con la garra de su mano izquierda.
—Sé que cura el dolor —dijo Boone.
—¿Y?
—Sé que nadie vuelve de allí.
—No es verdad —fue la respuesta.
—¿No?
—Si nadie volviese, yo estaría allí, ¿no crees? ¿Qué crees? ¿Que es la ciudad más grande de la tierra? Claro que se vuelve de allí...
Los ojos del hombre, brillantes de lágrimas, estaban fijos en Boone. ¿Se daba cuenta de que no sabía nada?, se preguntó Boone. Parecía que no. El hombre hablaba, contento de comentar su secreto. O más concretamente, el temor que le inspiraba.
—Yo no voy porque no consigo ser mejor —dijo—. Y ellos no perdonan eso fácilmente. No perdonan en absoluto. ¿Sabes lo que les hacen... a los que no son mejores?
Boone estaba menos interesado en los ritos de acceso a Midian que en la certidumbre del hombre de que existía. No hablaba de Midian como un lunático hablaría de un paraíso imaginario, sino como de un lugar que podía encontrarse, al que se podía entrar y en el que podía hallarse la paz
—¿Sabes cómo llegar hasta allí? —le preguntó.
El hombre miró a otra parte. Cuando dejó de mirarle, a Boone le invadió el pánico: quizás aquel bastardo pensara guardarse el resto de la historia para sí.
—Necesito saberlo —dijo Boone.
El otro hombre lo miró de nuevo.
—Ya lo veo —dijo, y en su tono de voz se adivinaba que el espectáculo de la desesperación de Boone le divertía.
—Está al noroeste de Athabasca —contestó.
—¿Sí?
—Eso he oído decir.
—Ése es un lugar desierto —repuso Boone—. Puedes pasarte la vida errando, a menos que tengas un mapa.
—Midian no está en ningún mapa —dijo el hombre—. Hay que buscar el este del río Peace, cerca del collado de Shere, al norte de Dwyer.
No había ningún matiz de vacilación en su discurso de direcciones. Creía en la existencia de Midian tanto o más que en las cuatro paredes que ahora le limitaban.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Boone.
La pregunta pareció despistarle. Había pasado mucho rato sin que ninguno de los dos se preocupase por preguntarle el nombre al otro.
—Narcisse —dijo finalmente—. ¿Y el tuyo?
—Aaron Boone. Pero nadie me llama Aaron. Sólo Boone.
—Aaron —dijo el otro—. ¿Dónde has oído hablar de Midian?
—En el mismo sitio que tú —dijo Boone—. Todo el mundo lo oye en el mismo sitio. De otros. De gente que sufre.
—Monstruos —dijo Narcisse.
Boone nunca había pensado en ellos como locos, pero quizás a ojos desapasionados sí lo eran, vociferantes y sollozantes, incapaces de guardar sus pesadillas encerradas bajo llave.
—Son los únicos bienvenidos en Midian —explicó Narcisse—. Si no eres una bestia, eres una víctima. ¿No es cierto? Sólo puedes ser una cosa o la otra. Por eso temo ir solo. Quiero que vengan mis amigos a buscarme.
—¿Gente que ya ha estado allí?
—Exacto —dijo Narcisse—. Algunos de ellos viven. Otros ya murieron y fueron después. Boone no estaba seguro de estar oyendo bien.
—¿Cómo después"? —preguntó.
—¿No tienes nada para el dolor, tío? —dijo Narcisse, suavizando el tono de nuevo, esta vez muy persuasivo.
—Tengo unas pastillas —dijo Boone, recordando los restos de la provisión de Decker—. ¿Las quieres?
—Dame lo que tengas.
Boone estaba contento de librarse de ellas. Le encadenaban la mente hasta tal punto que ya no le importaba vivir o morir. Ahora sí le importaba. Tenía un lugar a donde ir, donde quizás encontrase finalmente a alguien capaz de comprender los horrores que estaba sufriendo. No necesitaba las pastillas para ir a Midian. Necesitaba fuerza, y la voluntad de ser perdonado. La última condición sí la tenía y en cuanto a la primera, su cuerpo malherido tendría que hacer acopio de ella.
—¿Dónde están? —preguntó Narcisse, con la ansiedad dibujada en sus rasgos. A Boone le habían quitado la chaqueta de cuero al ingresar en el hospital, para hacerle un examen de los daños que se había inflingido. Ahora pendía del respaldo de una silla, con la piel desgarrada por dos sitios. Metió la mano en el bolsillo interior, pero para su sorpresa, se encontró con que el bote que ya le era tan familiar no estaba allí.
—Alguien me lo ha quitado de la chaqueta.
Rebuscó en el resto de los bolsillos. Todos estaban vacíos. Las cartas de Lori, su cartera, las pastillas, todo había desaparecido. Tardó sólo unos segundos en comprender por qué necesitaban pruebas de su identidad y cuál era la consecuencia. Él había intentado suicidarse, sin duda ellos pensaban que estaba dispuesto a intentarlo de nuevo. En su cartera estaba la dirección de Decker. Probablemente, Decker estaba ya de camino, para recoger a su errabundo paciente y entregarlo a la Policía. Una vez en manos de la Ley, nunca podría ver Midian.
—¡Dijiste que había unas pastillas*. —aulló Narcisse.
—¡Me las han quitado!
Narcisse arrancó la chaqueta de manos de Boone y empezó a desgarrarla.
— ¿Dónde!?—aulló—. ¿Dónde?
Su rostro empezó a contraerse de nuevo en cuanto comprendió que no iba a poder chutarse su dosis de paz. Tiró la chaqueta y se volvió de espaldas a Boone, mientras le afluían de nuevo las lágrimas, pero forzó su rostro a esbozar una amplia sonrisa.
—Sé lo que estás haciendo —dijo señalando a Boone con el dedo. La risa y los sollozos se alternaban a parte iguales—. Te envía Midian. Para ver si soy mejor. ¡Has venido a ver si soy uno de los vuestros o no!
No le dio oportunidad a Boone de contradecirle, su exaltación bordeaba la histeria.
—Estaba aquí sentado rezando para que viniese alguien, rezando. Y tú estabas aquí
sentado durante todo el tiempo, mirando cómo me cagaba en mí mismo. ¡Mirando cómo me cagaba!
Se rió ruidosamente. Luego se puso mortalmente serio:
—Nunca he dudado. Ni una sola vez. Siempre he sabido que alguien vendría. Pero esperaba un rostro conocido. Por ejemplo, Marvin. No me habría dado cuenta si hubiesen enviado a otra persona. Sé lógico. Y tú lo viste, ¿no? Y lo oíste. No estoy avergonzado. Nunca me han hecho avergonzarme. Pregunta a cualquiera. Lo han intentado una y otra vez. Se metieron en mi cabeza e intentaron despedazarme, sacarme a los Salvajes. Pero me resistí. Sabía que más pronto o más tarde aparecerías, y quería estar preparado. Por esa razón voy vestido así.
Alzó los pulgares frente a su rostro.
—Para poder enseñártelo.
Movió la cabeza a derecha e izquierda.
—¿Quieres verlo? —dijo.
No necesitaba respuesta. Ya había alzado las manos, a ambos lados de su rostro, y sus garras rozaban la piel bajo las orejas. Boone le observó, las palabras de rechazo o de súplica hubieran sido ociosas. Narcisse había ensayado innumerables veces este momento; nada podría detenerle. No se escuchó ningún ruido mientras sus garras, afiladas como cuchillas, desgarraron su piel, pero la sangre empezó a manar instantáneamente hacia el cuello y los brazos. La expresión de su rostro no cambió, sólo se intensificó: una máscara en la que las musas cómicas y trágicas se habían unido. Luego los dedos se extendieron a cada lado de su rostro y él condujo firmemente sus garras como cuchillas por el borde de su quijada. Tenía la precisión de un cirujano. Las heridas se abrieron con perfecta simetría hasta que sus garras gemelas se encontraron en la barbilla.
Sólo entonces dejó caer la mano a un lado, con la sangre resbalando por las uñas y la muñeca, mientras la otra recorría su rostro buscando la herida de la piel.
—¿Quieres verlo? —repitió.
Boone murmuró:
—No.
No fue escuchado. Con una afilada uña, Narcisse despegó la máscara de piel del músculo que había debajo y empezó a arrancarla, descubriendo su verdadero rostro.
Boone oyó gritar a alguien detrás de él. Habían abierto la puerta y una enfermera estaba en el umbral. La vio por el rabillo del ojo: la cara más blanca que el uniforme y la boca totalmente abierta, Y tras ella, el pasillo y la libertad. Pero no pudo apartar la mirada de Narcisse, no mientras la sangre llenaba la atmósfera entre los dos oscureciendo la revelación. Quería ver el rostro secreto del hombre: el salvaje que había tras su piel y que le había puesto al alcance de Midian. La lluvia roja se estaba despejando. La atmósfera empezó a aclararse. Ahora veía un poco de la cara, pero no podía darle un sentido a su complejidad. ¿Era la anatomía de una bestia que se contraía espasmódicamente y gruñía frente a él, o era el tejido humano agonizando por la automutilación? Un momento más y lo sabría.
Entonces alguien le sujetó cogiéndole por los brazos y arrastrándole hacia la puerta. Vio de refilón a Narcisse levantando las armas de sus manos para mantener a raya a sus salvadores, luego los uniformes cayeron sobre él y se eclipsó. Rápidamente, Boone aprovechó su oportunidad. Se quitó de encima a la enfermera, cogió la chaqueta de cuero y corrió hacia la puerta que estaba libre de custodia. Su cuerpo magullado no estaba preparado para la acción violenta. Se tambaleó, la náusea y el dolor en sus miembros, competían por el honor de derribarle, pero la visión de Narcisse rodeado y maniatado fue suficiente para darle fuerzas. Ya había llegado a la entrada antes de que nadie pudiera reaccionar.
Mientras cruzaba el umbral de la puerta y se sumergía en la noche, escuchó la voz de Narcisse que se alzaba en un grito de protesta; un aullido de rabia que era dolorosamente humano.