X. SOL Y SOMBRA
El cielo estaba despejado de nubes sobre Midian y el aire era efervescente. Todo el desasosiego que había sentido durante su primera visita había desaparecido. Aunque aquélla seguía siendo la ciudad en la que había muerto Boone, ella no podía odiarla. Era más bien al contrario: la ciudad y ella eran aliadas, pues ambas estaban marcadas por el paso de aquel hombre.
No había venido a visitar la propia ciudad, sino el cementerio, y no le decepcionó. El sol refulgía sobre los mausoleos y las agudas sombras embellecían su factura. Incluso la hierba que brotaba entre las tumbas tenía un tono verde más brillante en aquel día. No soplaba el viento de ningún punto cardinal, ni el aire tempestuoso que en su sueño arrastraba a los muertos. En el interior de los altos muros había una quietud extraordinaria, como si el mundo exterior no existiese. Aquél era un lugar sagrado para los muertos, que no eran los que habían cesado de vivir, sino que se convertían casi en otra especie y requerían ritos y oraciones que les pertenecían únicamente a ellos. Estaba rodeada por todas partes de aquellos signos: epitafios en inglés, francés, polaco y ruso, imágenes de mujeres cubiertas con velos y urnas diseminadas, santos sobre cuyos martirios ella sólo podía conjeturar, perros de piedra sobre las tumbas de sus amos, todo el simbolismo que acompañaba a aquella otra gente. Y cuanto más exploraba, más se sorprendía planteándose la misma pregunta del día anterior: ¿por qué era tan grande aquel cementerio? ¿Y por qué había tantas nacionalidades distintas en las tumbas que iba examinando? Pensó en su sueño, en el viento que había venido desde todos los puntos cardinales de la tierra. Era como si aquel sueño hubiera tenido algo profetice. La idea no le preocupaba. Si el mundo funcionaba así —a base de presagios y profecías—, entonces habría al menos un sistema, y ella había vivido demasiado tiempo sin tener ninguno. El amor le había fallado, quizás esto no le fallara.
Pasó una hora errando por las silenciosas avenidas hasta alcanzar el muro posterior del cementerio. Contra el muro había una hilera de tumbas de animales, gatos enterrados junto a pájaros, perros junto a gatos, en paz con los demás y convertidos en polvo. Era una extraña visión. Aunque sabía de otros cementerios de animales, nunca había oído que los animales yacieran en el mismo suelo sagrado que sus amos. ¿Pero debía sorprenderse por algo de lo que viera allí? El lugar era una ley en sí mismo, construido lejos de cualquiera que pudiese cuidarlo o condenarlo.
Volviendo desde el muro posterior, no pudo ver ningún rastro de la puerta principal, y tampoco recordaba cuál de aquellas avenidas conducía hasta allí. No importaba. Se sentía segura en aquel lugar desierto y había mucho por ver: sepulcros cuya arquitectura, elevándose sobre las demás, invitaba a la admiración. Escogiendo una ruta entre media docena de las más prometedoras, emprendió un ocioso viaje de vuelta. El sol calentaba aún más mientras ascendía hacia su mediodía. Aunque su marcha era lenta, empezó a sudar y se le secó rápidamente la garganta. Seguramente, no habría ningún camino corto hasta llegar a un lugar donde mitigar su sed. Pero pese a su garganta seca, no se apresuró. Sabía que nunca más volvería y quería irse con un recuerdo muy preciso.
A lo largo del camino, había varias tumbas que habían sido virtualmente cubiertas por los arbustos plantados frente a ellas. La mayoría siemprevivas, recordando la vida eterna, los arbolillos florecían en el aislamiento de los muros, bien alimentados por el rico suelo. En algunos casos, sus raíces extendidas habían quebrado las propias lápidas a las que tenían que dar sombra y protección. Lori encontró particularmente conmovedoras aquellas escenas de ruinas y verdor. Se había rezagado frente a una de ellas cuando el perfecto silencio que reinaba se rompió.
Oculto tras el follaje, alguien o algo jadeaba. Ella se echó hacia atrás automáticamente, fuera de la sombra de los árboles y a pleno sol. El susto hizo latir furiosamente su corazón y su latido ahogaba a sus oídos el ruido que lo había espoleado. Tuvo que esperar unos instantes y aguzar el oído para asegurarse de que no lo había imaginado. No había error. Algo se escondía tras las ramas del árbol, que pesaban tanto con su carga de hojas que casi rozaban el suelo. Al escucharlo con más atención, se dio cuenta de que el sonido no era humano ni saludable. Su rudeza y su irregularidad hacían pensar en un animal agonizante.
Se quedó al calor del sol durante un minuto o más, mirando entre la masa de follaje y sombras, intentando captar la visión de la criatura. Hubo algún que otro movimiento: un cuerpo intentando enderezarse en vano, un pateo desesperado en el suelo mientras la criatura intentaba levantarse. Su desamparo la conmovió. Si no hacía lo que pudiera por él, el animal moriría ciertamente, sabiendo —y esta idea fue lo que la puso en acción— que alguien había oído su agonía y había pasado de largo.
Volvió hacia la sombra. Por un momento, el jadeo cesó completamente. Quizá la criatura sintiera miedo de ella e interpretando su acercamiento como una agresión, se preparaba para un acto final de defensa. Dispuesta a retroceder ante garras y dientes, partió las ramas exteriores y escudriñó a través de la masa de ramas. Su primera impresión no fue visual ni auditiva, sino olfativa: un olor amargo y dulce que no le resultó desagradable, y su procedencia era la pálida criatura que ahora salía de la lóbrega sombra mirando a sus atónitos ojos. Era un animal joven, pensó, pero de ninguna especie conocida. Una especie de gato salvaje quizá, pero con la piel más parecida a la de un ciervo. La observó cauteloso. Su cuello estaba demasiado débil como para soportar el peso de su cabeza, delicadamente contorneada. Aunque la estaba mirando parecía sin vida. Con los ojos cerrados apoyó la cabeza en el suelo.
La profusión de ramas desafiaba cualquier aproximación. En vez de intentar acercarse, ella empezó a romperlas para poder coger a la criatura muriente. Eran de madera sólida y se resistían. A medio camino de la espesura, una rama especialmente salvaje le golpeó la cara con una fuerza tan punzante que ella lanzó un grito de dolor. Se llevó la mano a la mejilla. La piel se le había desgarrado en el lado derecho de la boca. Secándose la sangre, atacó la rama con renovado vigor, consiguiendo al fin alcanzar al animal. Casi respondía a su tacto, con los ojos momentáneamente abiertos y parpadeantes mientras ella lo cogía por el flanco, y luego volviendo a cerrarlos. No había trazas de ninguna herida, pero el cuerpo que yacía bajo su mano estaba tembloroso y febril.
Mientras luchaba por levantar al animal, éste empezó a orinar mojándole las manos y la blusa, pero aun así ella lo sostuvo como un peso muerto en sus brazos. Aparte de los espasmos que le recorrían el sistema nervioso, no le quedaba fuerza en los músculos: Sus miembros caían inertes, al igual que la cabeza. Sólo el olor que había percibido al principio tenía cierta fuerza y se intensificaba a medida que la criatura se acercaba a su fin.
Algo parecido a un sollozo llegó a sus oídos. Ella se estremeció.
Otra vez aquel sonido. En algún lugar a su izquierda y levemente ahogado. Ella retrocedió y salió de la sombra y de las siemprevivas, llevando consigo al animal agonizante. Cuando la luz del sol cayó sobre la criatura, ésta reaccionó con una virulencia que contrastaba con su debilidad aparente, y se le contrajeron extrañamente los miembros. Ella volvió a la sombra, guiada por su instinto más que por su capacidad de análisis y concluyendo que la luz era la responsable. Sólo entonces se volvió hacia la dirección de donde había venido el sollozo.
Más abajo, en la misma avenida, la puerta de uno de los mausoleos, una estructura maciza de mármol agrietado, estaba entreabierta, y en la columna de oscuridad de más allá, pudo ver vagamente una figura humana. Vagamente, porque iba vestida de negro y parecía llevar un velo.
No acababa de entender la escena. El animal agonizante atormentado por la luz, la mujer sollozante —seguramente era una mujer— en el umbral, vestida de luto. ¿Cuál era la relación?
—¿Quién es usted? —exclamó ella.
La doliente pareció retroceder hacia las sombras, pero luego se arrepintió y se acercó otra vez a la puerta abierta, aunque lo hizo con tanta precaución que empezó a aclararse la relación entre la mujer y el animal.
Ella también teme al sol, pensó Lori. Ellos estaban juntos, el animal y la doliente, y la mujer lloraba por la criatura que Lori llevaba en brazos.
Miró el pavimento que se extendía entre ella y el mausoleo. ¿Podía llegarse hasta la puerta de la tumba sin tener que pasar por el sol ni acelerar así la muerte de la criatura? Quizá, si tenía cuidado. Planeó su ruta antes de moverse, empezó a cruzar hacia el mausoleo, utilizando las sombras como piedras en un río. No volvió a mirar a la puerta —estaba concentrada en proteger al animal de la luz—, pero podía sentir la presencia de la doliente deseando que ella llegase. Una vez, la mujer dijo algo, no una palabra sino un sonido suave, un sonido de arrullo, que no iba dirigido a Lori sino al animal muriente.
A unos cuatro o cinco metros de la puerta del mausoleo, Lori se atrevió a mirar. La mujer del umbral no podía esperar más. Salió de su refugio y sus brazos se desnudaron cuando la tela que la cubría cayó hacia atrás y su piel quedó expuesta a la luz del sol. Pero fue sólo un instante. Mientras sus dedos intentaban liberar a Lori de su carga se oscurecieron e hincharon como si se le hubieran magullado instantáneamente. La doliente dio un grito de dolor y casi cayó en la tumba mientras retiraba los brazos, pero no antes de que la piel se le abriera, cayéndole de los dedos motas de polvo amarillento, como polen, bajo la luz del sol, y depositándose en el suelo.
Segundos después; Lori estaba en el umbral y al atravesarlo entró en la oscuridad protectora. La habitación era apenas más que una antecámara. Dos puertas conducían respectivamente a una capilla y a una cripta bajo tierra. La mujer de luto estaba de pie ante esta segunda puerta, que estaba abierta, lo más lejos posible de la hiriente luz. Con la prisa, se le había caído el velo. Su rostro era huesudo, delgado y demacrado, lo que prestaba a sus ojos una fuerza especial. Incluso en la esquina más oscura de la habitación, aquellos ojos captaban un reflejo de la luz de la puerta abierta, de modo que parecían brillar.
Lori no sentía ningún miedo. Era la otra mujer la que temblaba tocándose sus manos heridas por el sol y su mirada iba del rostro perplejo de Lori al animal.
—Me temo que está muerto —dijo Lori, ignorando el mal que afligía a aquella mujer, pero reconociendo el mismo pesar que ella misma había sentido hacía poco.
—No —dijo la mujer con serena convicción—. Ella no puede morir.
Sus palabras no eran una súplica, sino una constatación, pero la inmovilidad que había en los brazos de Lori parecía contradecir aquella certeza. Si la criatura no estaba muerta ya, sin duda le faltaba poco.
—¿Quiere traérmela? —preguntó la mujer.
Lori dudó. Pese a que el peso de aquel cuerpo le dolía en los brazos y ella quería cumplir con su deber, no quería cruzar la habitación.
—Por favor —dijo la mujer, tendiendo sus manos heridas.
Lentamente, Lori dejó la seguridad de la puerta y la luz del sol fuera. Pero cuando había bajado dos o tres escalones oyó el rumor de un susurro. Sólo podía venir de un sitio: las escaleras. Había gente en la cripta. Se detuvo mientras la invadían supersticiones de su infancia. Miedo a las tumbas, miedo a las escaleras que bajaban, miedo al otro mundo.
—No es nadie —dijo la mujer con el rostro dolorido—. Por favor, tráigame a Babette.
Como para animar a Lori, dio un paso alejándose de la escalera y empezó a murmurar hacia el animal al que había llamado Babette. Tal vez las palabras, la proximidad de la mujer o la fría oscuridad de la habitación motivaron una respuesta por parte de la criatura, un temblor le recorrió el espinazo como una descarga eléctrica, tan fuerte que Lori estuvo a punto de dejarla caer. El murmullo de la mujer se hizo más alto, como si estuviera regañando a la criatura agonizante, con una ansiedad cada vez más apremiante. Pero había un problema. Lori no quería acercarse a la entrada de la cripta ni la mujer a la puerta exterior, y en los segundos de estancamiento, el animal cobró nueva vida. Una de sus garras aferró un pecho de Lori, como retorciéndose en su abrazo.
El murmullo dio paso a un chillido:
—¡Babette!
Pero si la criatura lo oyó, no dio señales de ello. Su movimiento se hizo violento, una mezcla de espasmo y de sensualidad. Se estremeció un instante como torturada y al siguiente onduló como una serpiente desprendiéndose de su piel.
— ¡No mire! ¡No mire! —oyó decir a la mujer, pero Lori no podía apartar los ojos de aquella horrenda danza. Tampoco podía entregarle la criatura a la mujer, porque la zarpa la aferraba con tal fuerza que no podía separarse sin hacerse sangre.
Pero aquel ¡No mire! tenía sentido. Ahora le tocó a Lori gritar aterrada mientras se daba cuenta de que lo que estaba sucediendo en aquella habitación desafiaba a la razón.
— ¡Dios mío!
El animal se transformaba ante sus ojos. En la exuberancia del cambio de piel y los espasmos, perdía su bestialidad, no reorganizando su anatomía sino licuando su cuerpo — hasta los huesos— hasta que lo que había sido sólido se redujo a una confusión de materia. Aquél era el origen del olor dulce y amargo que ella había percibido entre los arbustos: el olor de la "disolución de la bestia. En el momento en que perdió su coherencia, la materia estaba preparada para desvanecerse, pero algo en su esencia —tal vez su voluntad o tal vez su alma— la hizo volver al acto de reconstruirse. La última parte de la bestia que se mezcló fue su garra y su desintegración envió una oleada de placer a través del cuerpo de Lori. Ello no le impidió darse cuenta de que su pecho se había liberado de la garra. Horrorizada, no podía soportar por más tiempo su carga y la arrojó en los brazos extendidos de la doliente como si fuera un montón de excrementos.
— Dios mío —dijo retrocediendo—. Dios mío, Dios mío.
En el rostro .de la mujer ya no había horror, sólo dicha. Lágrimas de bienvenida rodaban por sus pálidas mejillas y caían sobre la mezcolanza que sostenía. Lori miró hacia la luz de fuera. Después de la oscuridad del interior le resultó cegadora. Momentáneamente desorientada, cerró los ojos para adaptarse a los cambios de luz y sombra.
Fue el ruido de un sollozo lo que le hizo abrir los ojos. Esta vez no era la mujer, sino una niña, una niña de cuatro o cinco años que yacía desnuda en el lugar donde se había producido la transformación.
—Babette —dijo la mujer.
Imposible, replicó la razón. La delgada y blanca niña no podía ser el animal que ella había rescatado de debajo del árbol. Era un juego de manos o cualquier espejismo absurdo. Imposible, del todo imposible.
—Le gusta jugar por ahí fuera —estaba diciendo la mujer mientras miraba a la niña y luego a Lori—. Y yo se lo digo: nunca, nunca juegues al sol. No juegues al sol nunca. Pero es una niña y no lo comprende.
Imposible, repetía la razón. Pero en sus tripas, algo le decía a Lori que era verdad. El animal era real. La transformación había sido real. Ahora había una niña viva, llorando en brazos de su madre. Ella también era real. Cada momento que dedicaba a negar lo que sabía, era un momento perdido para su comprensión. Que su visión del mundo no pudiera asumir tal misterio sin quebrantarse era su responsabilidad, y un problema para otro día. Ahora simplemente quería salir a la luz, donde sabía que aquellas criaturas de forma cambiante temían seguirla. No se atrevía a apartar sus ojos de ellas hasta que estuviera al sol, de modo que se arrastró por la pared para guiarse hasta los escalones. Pero la madre de Babette quería retenerla todavía.
—Le debo algo... —dijo.
—No —replicó Lori—. No quiero nada... de ustedes.
Sentía una urgencia de expresar su repulsión, pero la escena de la reunión que se desarrollaba ante sus ojos —la niña tocando la barbilla de la madre y dejando de sollozar— era demasiado tierna. El disgusto se convirtió en desconcierto, miedo, confusión.
—Déjeme ayudarla —dijo la mujer—. Yo sé por qué ha venido hasta aquí.
—Lo dudo —dijo Lori.
—No pierda el tiempo aquí —replicó la mujer—. Aquí no hay nada para usted. Midian en un lugar para los Engendros de la Noche, sólo los Engendros de la Noche. Su voz había bajado de volumen, era apenas un susurro.
—¿Los Engendros de la Noche? —preguntó Lori en voz más alta.
La mujer parecía afligida.
—Ssssst... —dijo—. No debería decirle esto. Pero se lo debo, es lo mínimo. Lori se había detenido en su retirada hacia la puerta. Su instinto le indicaba que debía esperar.
—¿Conoce a un hombre llamado Boone? —dijo.
La mujer abrió la boca para responder. Su rostro era una mezcla de sentimientos contradictorios. Quería contestar, eso estaba claro, pero el miedo le impedía contestar. No importaba. Su duda era una respuesta suficiente. Conocía a Boone, o lo había conocido.
—Rachel.
Una voz emergió de la puerta que llevaba bajo tierra. Una voz de hombre.
—Venga aquí —le dijo—. No tiene nada que decir.
La mujer miró hacia las escaleras.
—Mister Lylesburg —dijo en tono formal—. Ella ha salvado a Babette.
—Lo sabemos —la respuesta surgió de la oscuridad—. Ya lo hemos visto. Pero venga aquí. Nosotros, pensó Lori. ¿Cuántos otros habría allí abajo? ¿Cuántos Engendros de la Noche?
Confiada por la proximidad de la puerta al exterior, desafió a la voz que intentaba silenciar a su informadora.
—He salvado a la niña —dijo—. Creo que merezco algo a cambio.
Hubo un silencio en la oscuridad, luego brilló un puntito de brasa ardiente y Lori se dio cuenta de que Mister Lylesburg estaba de pie casi arriba de las escaleras, donde la luz del exterior le habría luminado, al menos ligeramente, si no hubiera sido porque las sombras se cernían de algún modo sobre él, manteniéndole invisible excepto su cigarrillo.
—La niña no tiene ninguna vida que salvar —le dijo a Lori—. Pero lo que tiene es suyo, si lo quiere —hizo una pausa—. ¿La quiere? Si es así, llévesela. Es suya. La idea de aquel intercambio la horrorizó.
—¿Por quién me toma? —exclamó.
—No lo sé —replicó Lylesburg—. Es usted la que ha pedido una recompensa.
—Sólo quería que me contestaran unas preguntas —protestó Lori—. No quiero a la niña. No soy una salvaje.
—No —dijo la voz suavemente—. No lo es. Así que váyase. No tiene nada que hacer aquí. Levantó el cigarrillo, y gracias a su débil luz Lori entrevió los rasgos de su interlocutor. Sintió
que él quería descubrirse en aquel instante, quitándose el velo de sombras para encontrarse cara a cara con ella por un momento. Él, como Rachel, estaba demacrado, y su delgadez era aún más exagerada por la amplitud de sus huesos, concebidos para un revestimiento más grueso. Ahora, con los ojos hundidos en sus cuencas y los músculos de su rostro demasiado planos bajo su apergaminada piel, dominaban el arco de sus cejas, surcados y enfermizos.
—Esto no podría entenderse —dijo—. Usted no tenía que haberlo visto.
—Lo sé —respondió Lori.
—Entonces también sabrá que hablar de ello traería consecuencias fatales.
—No me amenace.
—No para usted —dijo Lylesburg—. Para nosotros.
Ella sintió cierta vergüenza de haberse confundido. No era ella la vulnerable, ella podía andar a la luz del sol.
—No diré nada —le dijo.
—Gracias —dijo él.
Alzó de nuevo su cigarrillo y el humo oscuro ocultó su rostro.
—Lo que hay abajo... —dijo desde detrás del velo—, permanecerá abajo. Rachel suspiró suavemente al oír esto, mirando a la niña mientras la acunaba con dulzura.
—Váyase —le dijo Lylesburg, y las sombras que le ocultaban se movieron escaleras abajo.
—Tengo que irme —dijo Rachel y se volvió—. Olvide que estuvo aquí alguna vez. No puede hacer nada. Ya ha oído a mister Lylesburg. Lo que está abajo...
—... Permanecerá abajo. Sí, lo he oído.
—Midian es para los Engendros. Nadie de aquí la necesita...
—Sólo dígame —preguntó Lori—. ¿Está Boone aquí?
Rachel ya estaba junto a las escaleras y ahora empezó a descender.
—Está aquí, ¿verdad? —dijo Lori, abandonando la seguridad de la puerta abierta y cruzando la habitación hacia Rachel—. ¡Ustedes robaron el cuerpo!
Tenía un sentido terrible y macabro. Aquellos guardianes de tumbas, aquellos Engendros de la Noche impidiéndole a Boone que descansara en paz.
— ¡Fueron ustedes! ¡Robaron su cuerpo!
Rachel hizo una pausa y miró a Lori, con el rostro apenas visible en la negrura de las escaleras.
—Nosotros no robamos nada —dijo, y en su respuesta no había rencor.
—¿Entonces dónde está? —preguntó Lori.
Rachel se volvió y las sombras la ocultaron totalmente.
— ¡Dígamelo! ¡Por favor, por Dios! —gritó Lori tras ella. Súbitamente lloraba, en un torbellino de rabia, miedo y frustración—. ¡Dígamelo, por favor!
La desesperación la llevó escaleras abajo tras Rachel, convirtiendo sus gritos en súplicas.
—Espere... Hábleme...
Bajó tres escalones, luego un cuarto. En el quinto se detuvo, o quizá fue su cuerpo el que se detuvo, los músculos de sus piernas se tensaron sin esperar sus instrucciones, rehusando llevarla un escalón más abajo en la oscuridad de la cripta. De pronto, se le puso la piel de gallina y el pulso le retumbaba en los oídos. Toda su fuerza de voluntad no habría podido vencer el imperativo animal que le prohibía bajar, lo único que podía hacer era quedarse allí
pegada y mirar en la oscuridad. Hasta sus lágrimas se habían secado repentinamente y la saliva habla huido de su boca, de modo que tampoco podía hablar. Tampoco quería seguir gritando en la oscuridad, por miedo a convocar a las fuerzas que allí se ocultaban. Aunque no podía verles, sus tripas le decían que eran mucho más terroríficas que Rachel y su niñabestezuela. El cambio de forma era un acto natural comparado con las otras técnicas que manejaban allí. Ella sintió su perversidad como una cualidad del aire. Lo aspiró y expiró. Le frotó los pulmones y aceleró su corazón.
Si habían cogido el cadáver de Boone como un juego no había forma de reclamarlo. Tendría que consolarse con la esperanza de que su espíritu estuviera en un lugar más radiante. Derrotada, subió unos escalones más arriba, pero las sombras parecían reacias a abandonarla. Las sintió ondular por dentro de su blusa y engancharse de sus pestañas, un millar de pequeñas garras sobre ella, retrasando su retirada.
—No se lo diré a nadie —murmuró—. Por favor, dejad que me vaya.
Pero las sombras la retuvieron y su fuerza era una promesa de venganza si ella las desafiaba.
—Lo prometo —dijo ella—. ¿Qué más puedo hacer?
Y súbitamente capitularon. Ella no se había dado cuenta de cuan fuerte era su tirón hasta que desapareció. Ella retrocedió, subiendo las escaleras a la débil luz que venía de la antecámara. Dando la espalda a la cripta, corrió hacia la puerta y salió a la luz del sol. Era una luz demasiado radiante. Se tapó los ojos y se apoyó agarrándose al soportal de piedra para acostumbrarse a la virulencia de la luz. Tardó varios minutos, de pie contra el mausoleo, temblando y tensándose alternativamente. Sólo cuando empezó a ver con los ojos semientornados, intentó andar, iniciando la ruta hacia la puerta principal, un laberinto de callejones sin salida y vías erróneas.
Pero cuando llegó, ya se había acostumbrado más o menos a la brutalidad de la luz y del cielo. Pero su cuerpo todavía no apoyaba la disposición de su mente. Las piernas se negaban a andar más de unos pasos colina arriba hacia Midian, amenazando con tirarla al suelo. Su sistema hacía cabriolas por el exceso de adrenalina. Pero al menos estaba viva. Durante un breve lapso de tiempo en las escaleras había corrido peligro. Las sombras que la retenían sosteniéndola por las pestañas, podían haberse apoderado de ella, no tenía ninguna duda. Arrastrada hacia el otro mundo y muerta. ¿Por qué la habían liberado? Quizá porque había salvado a la niña, quizá porque había prometido guardar silencio y confiaban en ella. En cualquier caso, ignoraba los motivos de los monstruos y creía que los que vivían bajo el cementerio de Midian merecían dicho nombre. ¿Quién sino unos monstruos anidaban entre los muertos? Ellos podían llamarse a sí mismo Engendros de la Noche, pero ni las palabras ni los gestos de buena fe podían disfrazar su verdadera naturaleza.
Ella había escapado a los demonios —a cosas de desdicha y putrefacción— y hubiera ofrecido una oración de gracias por su liberación si el cielo no hubiera sido tan inmenso y brillante, y tan claramente desprovisto de dioses que pudieran escuchar.