35

Año 961

Tras las celebraciones de Pesah, Hasday había decidido trasladarse junto a Umarit a la Madīnat al Zahra, al menos de forma temporal. A mediados de Safar, el califa se había sentido indispuesto de manera repentina y, aunque con sus cuidados había experimentado una notable mejoría, no cesaban las recaídas. A sus setenta años, Al Nāsir se había recluido entre los muros de la ciudad palatina, y en los últimos tiempos no se había mostrado a su pueblo sino en contadas ocasiones. Era Al Hakam quien presidía la oración de los viernes en la mezquita aljama, y también quien despachaba con los visires los asuntos del gobierno.

No había sentido nostalgia al abandonar la almúnya junto al Ūadi al Kabir, pues hacía tiempo que barajaba tal posibilidad. Dios había bendecido a su familia con el nacimiento de los tres primeros nietos, hijos de Yakob y Elisheva, y parecía dispuesto a seguir proporcionándole una nutrida descendencia, pues también Yorán, que había contraído matrimonio dos años atrás, acababa de anunciar orgulloso que pronto sería padre por segunda vez.

A sus cincuenta años, en plena madurez, Hasday comenzaba a apreciar la quietud y la soledad, los plácidos momentos de lectura y estudio, y el alboroto continuo de los pequeños en los jardines de la almúnya, en las albercas y en las estancias de la casa, le impedían concentrarse. Por otra parte, la residencia estaba pensada para albergar de forma holgada a dos familias, y pensaba que su traslado aumentaría la comodidad y la intimidad de sus hijos y sus respectivas esposas. Umarit se había mostrado de acuerdo, a pesar de que la decisión suponía abandonar de forma definitiva el trabajo diario en el bimaristán. Podría, no obstante, ejercer su vocación dentro de los muros de la Madīnat al Zahra, donde las necesidades de los cientos de mujeres que ocupaban el harem, junto a una creciente población de los barrios inferiores, habrían de ocupar todas sus horas.

Al Nāsir no dejaba que ningún otro pusiera las manos sobre él, ni siquiera los jóvenes aprendices que acompañaban a Hasday en el cuidado de los miembros de la familia real. Solo Abul Qâsim, el discípulo que había sabido ganarse el respeto y la admiración del judío, había conseguido traspasar ese muro. Su pasión por la cirugía le había hecho superar a su maestro en habilidad y en experiencia, pues insistía en atender los casos más comprometidos con el único deseo de acrecentarlas. Cuando Hasday le habló de la posibilidad de curación de la ceguera provocada por las cataratas, se limitó a asentir, y unas semanas después regresó a su lado con la noticia de que partía hacia Fez, donde, según había escuchado de boca de algunos mercaderes, trabajaba un hakīm que se jactaba de llevar a cabo con éxito lo que otros consideraban una curación milagrosa.

Abul Qâsim había regresado al cabo de cuatro meses y, por toda explicación, había citado a varios maestros de la madrása para presenciar una intervención. Llegaba provisto de delicados instrumentos que él mismo se había hecho fabricar en Fez, a imitación de los que utilizaba su mentor. Con asombro, Hasday comprobó sin perder detalle la decisión y la maestría de su discípulo, que, con pulso firme, trabajaba en el interior del ojo cegado de un viejo orfebre. Tan solo ocho días después, el mismo grupo se había dado cita para retirar el vendaje al paciente, que no tardó en gritar grandes alabanzas al Todopoderoso, al tiempo que besaba las manos del joven cirujano. La misma intervención, llevada a cabo con la madre de una de las esposas de Al Nāsir, le había proporcionado la confianza del soberano y había terminado por abrirle las puertas de la Madīnat al Zahra. Solo una cosa lamentaba Hasday, una vez comprobada la asombrosa eficacia del tratamiento, y era no haber sido capaz de llevarlo a cabo él mismo para devolver la vista a su viejo maestro, que había muerto sin poder ver su rostro ni el de los suyos.

Aquel éxito parecía haber asentado la confianza del joven cirujano en sí mismo, y desde entonces no dejaba de experimentar con nuevos instrumentos que él mismo diseñaba y se hacía fabricar, había mejorado las viejas técnicas de sutura y había adquirido tal habilidad para intervenir sin dolor usando la esponja soporífera que su presencia era requerida sin cesar por quienes podían permitirse el coste del tratamiento. Pero si por algo el muchacho había despertado la admiración de Hasday era por su empeño en elegir a sus pacientes por el beneficio y la mejoría que pudiera causar en su salud, y no por el tamaño de su bolsa. Así, había comenzado a formar en el bimaristán a jóvenes médicos que pudieran emularle y recientemente le había informado de que su intención era empezar a plasmar sobre el pergamino todos los conocimientos, técnicas y secretos de aquella ciencia que El Todopoderoso había puesto a su alcance, para ayuda de quienes le sucedieran en el oficio[17].

Reconfortado con el recuerdo de su discípulo más aventajado, Hasday aguardaba en la antesala de las dependencias del califa a que este tuviera a bien recibirlo. La fe que Al Nāsir seguía depositando en la triaca le llevaba a exigir su dosis periódica, aunque Hasday se la proporcionaba solo de tiempo en tiempo, alegando que un uso continuado podría ocasionar su pérdida de eficacia en caso de auténtica necesidad y provocar a la larga un perjuicio mayor que los beneficios inmediatos. El dolor en el pecho que le había aquejado durante la noche, impidiéndole conciliar el sueño, le había decido a elegir aquel día como el más indicado para suministrarle una porción del bebedizo.

Sentado en el conocido diván, Hasday se miró las manos, cuidadas pero cubiertas ya por una piel agrietada que ponía de manifiesto el inexorable paso del tiempo. Si el califa era ya un anciano de setenta años y su heredero rondaba los cuarenta y cinco, él mismo y su esposa estaban en los cincuenta, y eran abuelos de cuatro hermosos nietos, sin contar con el que estaba en camino. Al echar la vista atrás, su mente se llenaba de las imágenes de una vida plena, en la que había tenido el privilegio de conocer lugares y personas principales con los que muy pocos en Qurtuba se atrevían a soñar siquiera.

El memorable viaje a Pamplona había sido el último antes de que el califa se negara a prescindir de sus servicios de forma tan prolongada, pero aún evocaba el recuerdo de la vieja reina y del agradecimiento que mostraba en su mirada antes de partir de regreso junto a su nieto. Pocos meses después, había leído con pesar la carta que el rey de Pamplona le había dirigido en persona para anunciarle su muerte repentina. Reiteraba en ella el agradecimiento que su madre, en el lecho de muerte, le había encargado que le transmitiera una vez más, y sumaba el suyo propio, pues, según manifestaba en la misiva, la anciana había muerto reconfortada y en paz tras conocer el lugar donde su madre había pasado veinte años de su vida y después de rezar ante la tumba de su hermano.

Quizás era aquel agradecimiento lo que había allanado el camino para los sucesos que habían tenido lugar solo unos meses después de su regreso. Tal como se había concertado, las tropas de Qurtuba asediaron la ciudad de Zamora donde se refugiaba Ordoño IV, al tiempo que el rey García Sánchez lanzaba una operación de distracción desde el este para mantener ocupado al conde Fernán González. El rey Sancho entró a caballo en Zamora acompañado por sus partidarios, y junto a las tropas sarracenas, y Ordoño solo tuvo la opción de retirarse a Liyūn. Pero el apoyo decidido a Sancho por parte de la nobleza leonesa, encabezada por el conde Fernando Ansúrez, hermano de su esposa, Teresa, obligó al rey destronado a buscar refugio en tierras de Asturias.

Así, hacía un año que Sancho se sentaba de nuevo en el trono de León. Hasta Qurtuba había llegado la noticia de que había jurado, en sagrado y sobre una Biblia, que haría lo necesario para no volver a sobrepasar aquellas nueve arrobas, y los informadores de la cancillería así lo atestiguaban, pues seguían llegando informes que lo situaban efectuando largas cabalgadas junto a sus mesnadas para recorrer los lugares principales de su reino y asegurar la fidelidad de sus magnates.

La puerta de las estancias de Al Nāsir se abrieron para dar paso a uno de los chambelanes, que, con rostro preocupado, buscó a Hasday con la mirada. Los pensamientos del médico se interrumpieron de forma brusca, y su mente tardó un instante en regresar a aquella antecámara del palacio califal.

—Debes entrar de inmediato, sahīb —suplicó—. Me temo que nuestro señor está empeorando otra vez.

Tamizada por la vegetación exterior, en la amplia habitación penetraba la cantidad de luz necesaria para proporcionar un ambiente relajado y agradable, el tiempo era fresco aquella mañana de primavera y se respiraba el suave aroma del mirto y el azahar procedente del exterior. El califa, recostado en su lecho sobre almohadones, abrió los ojos al oír los pasos de su médico. En su expresión se advertía una mueca de dolor.

—¡Ah, mi fiel Hasday! —dijo, aún con la voz apagada—. Siempre cerca de mí, siempre presto a acudir a mi llamada.

—Vos me habéis otorgado tal honor. Alabado sea Dios —respondió.

—¡Y pensar que hay quien me lo censura! Se me acusa, lo sé, de haber olvidado que la razón de ser del comendador de los creyentes es ocuparse de los asuntos de los musulmanes y proteger la ley divina. ¡Como si tener a mi lado a un judío me hiciera olvidarlo!

—No debéis preocuparos ahora por tales asuntos. Tiempo tendréis de atajar rumores cuando recuperéis la salud.

—¡Que no me dejo ver por mis súbditos!, murmuran —siguió, sin prestar atención al consejo del médico—. ¡Que me dedico a los placeres en mi palacio! Si pudiera poner cara a quienes afirman tales cosas, les preguntaría si son seguros los caminos, si los jueces actúan como deben sin plegarse a los deseos del soberano, si falta trigo en nuestros silos, ¡si los enemigos son derrotados!

Hasday reprimió un gesto de escepticismo, pues estaba seguro de que si alguien llevara a su presencia a los autores de tales críticas, no tendrían tiempo de responder a sus preguntas antes de que el alfanje del verdugo separara sus cabezas de los cuerpos.

—Sin duda, la respuesta a todas las cuestiones que planteáis sería afirmativa —se limitó a contestar con precaución.

—¿Qué más quieren, pues, de mí? —gritó, colérico, y un acceso de tos le sacudió el pecho. Un esputo sanguinolento manchó la sábana sin que Al Nāsir pareciera reparar en ello.

—No os alteréis, mi señor —trató de calmarlo, al tiempo que le tomaba el pulso.

—Este maldito dolor… no me ha dejado descansar —confesó el califa—. Mi hora debe de estar próxima, pues, en mi desvelo, el Todopoderoso me ha inspirado la idea de poner sobre el pergamino algunos de mis pensamientos, a modo de testamento.

Hasday desvió la mirada hacia la escribanía, donde el pliego seguía aún extendido junto al cálamo, bajo un gran candelabro y varias bujías ya apagadas, a punto de agotarse. De una de ellas todavía surgía un hilo de humo blanco que se elevaba hasta desaparecer.

—A cualquier hora puede llamarnos ante su presencia El que todo lo puede —reflexionó Hasday—. Yo mismo tengo redactadas mis últimas voluntades. Pero permitid que os administre ahora lo que traigo para vos.

—¡Tu triaca! ¡Alabado sea el Misericordioso!

—Os ayudará a descansar.

Al Nāsir se incorporó por sí mismo mientras Hasday vertía el bebedizo en una copa de vidrio. Sabía que el sabor era desagradable en extremo, pero el soberano lo sorbió con avidez, siempre ansioso por experimentar sus efectos. Después, simplemente, tomó un sorbo de un vaso de sirope, que borraba de su paladar el regusto acre de la pócima. Al Nāsir le tendió el vaso y, al hacerlo, lo sujetó por el brazo.

—Mi fiel Hasday… —dijo, mirándolo a los ojos con intensidad—. Hay algo que no he podido escribir en ese pergamino, aunque quizás es lo que más me atormenta en este instante.

—Vos diréis si soy digno de conocer tal secreto…

—No es ningún secreto para ti. A nadie se le oculta la inclinación de mi hijo a la hora de buscar compañía en el lecho, y en modo alguno tal cosa turbaría mi ánimo si no fuera… porque al mismo tiempo parece incapaz de engendrar un hijo en su esposa.

Hasday asintió con la cabeza. Esperaba aquello. Al Nāsir seguía aferrando con fuerza su muñeca.

—Debes utilizar todas tus artes para buscar una solución a esta contrariedad que me impide descansar. Será tu último gran servicio al califa de Qurtuba, cuya llama ya se apaga. Nada me haría más feliz que dejar este mundo sabiendo que en el vientre de Radhia, o en alguna de las concubinas del harem, crece el heredero que ha de prolongar el reinado de los omeyas. ¡Dime que será posible!

Hasday tardó en responder. Hacía mucho tiempo que su mente maquinaba en torno a aquel asunto y, aunque todas las soluciones que se le ocurrían rozaban el límite de las leyes de Dios y de los hombres, volvió a cabecear, afirmando. En la mirada de Al Nāsir apareció un atisbo de esperanza.

—Con la colaboración de aquel a quien has designado como heredero, y la ayuda del Todopoderoso, podrá hacerse.

Al Nāsir aflojó el puño con el que aferraba al médico, su expresión se relajó y, con un suspiro, cerró los ojos.

—Hazle venir —pidió.

Hasday se quedó junto a Abd al Rahman hasta que su respiración se hizo rítmica y comprendió que el agotamiento tras la noche en vela y el efecto de las drogas de la triaca habían vencido su resistencia.

El roce de las babuchas sobre las alfombras era el único sonido que se sumaba al trino de los pájaros en el exterior. Hasday permaneció unos instantes en pie, con los brazos a la espalda, contemplando el paisaje por el ventanal. Ciertamente, si el califa quería buscar un lugar que reafirmara su cercanía con el Creador, aquel era el más indicado. En la primera terraza se extendía el más maravilloso vergel, que solo la primavera podía vestir de aquella manera. Más adelante, el brillo de los tejados recubiertos con esmaltes de oro y plata rivalizaba con el reflejo en las albercas del sol, que se alzaba hacia el oriente. Una línea recta trazada desde allí podría pasar por el mihrab de la mezquita aljama, el muro de la qībla y continuar hasta toparse con la lejana ciudad del Profeta. Las palmeras de los jardines rivalizaban en altura y esbeltez con los alminares de las mezquitas de la ciudad palatina y más allá, confundida entre la bruma, se adivinaba la vieja madīna, abrazada por los meandros plateados del Ūadi al Kabir. Resultaba trabajoso imaginar un lugar desde el que pudiera contemplarse mejor panorama que aquel.

Allí hubiera permanecido, absorto en sus pensamientos, si el resquemor de las tareas pendientes no hubiera turbado su ánimo. Se giró para salir en busca del chambelán para que se hiciera cargo de nuevo del cuidado del soberano y, al pasar junto al escritorio, sus ojos se posaron en el pergamino. La carta manuscrita por Al Nāsir atrajo entonces su atención, y sus pies lo condujeron hasta el sitial que poco antes había ocupado su señor. No se atrevió a alzar el pergamino del tablero, pero le bastó con inclinarse sobre él para leer las últimas palabras escritas por el califa, que susurró en voz baja:

He reinado más de cincuenta años, en la victoria o en la paz; amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riqueza y honores, poder y placer han aguardado mi llamada. Tampoco parece haber faltado ninguna bendición terrena en mi felicidad.

En esta situación, sin embargo, he enumerado diligentemente los días de felicidad pura y genuina que me han tocado en suerte: suman catorce.

¡Ah, hombre, no pongas tu confianza en este mundo presente!

La emoción embargó el ánimo de Hasday. Treinta y dos años al lado de aquel hombre, cuando ya había asumido la carga de tener que comportarse como un dios, le hacían comprender el sentido profundo de aquellas palabras. Como médico, más que nadie, conocía bien sus miserias, los momentos de debilidad que debía ocultar para mostrarse magnífico y omnipotente ante sus súbditos. Solo él había escuchado sus confidencias, el deseo expresado en voz baja de poder descender de su pedestal y confundirse con la multitud, de dejar atrás sus pesadas responsabilidades y comportarse como uno cualquiera de sus súbditos.

Se dirigió a la puerta. Cumpliría el encargo del califa e iría en busca del hombre sobre quien, sospechaba que en breve, recaería el peso de la responsabilidad que aún descansaba sobre Al Nāsir.

Aquella mañana, sin embargo, algo iba a hacer desaparecer la melancolía que le había embargado a los pies del lecho de Al Nāsir. Cuando le entregaron la carta, recién llegada a la Madīnat al Zahra, solo le extrañó su gran volumen. El interés se despertó cuando Menahem, su secretario, le explicó que no llegaba por el cauce habitual, sino de manos de un correo que había desembarcado en Al Mariya semanas atrás. Cuando rompió el sello, desenrolló el pergamino y observó la grafía hebrea en las primeras líneas, despidió a su hombre de confianza y corrió ante el ventanal de la estancia en que desarrollaba su trabajo. Se le aceleró el corazón al comprender lo que tenía entre las manos, que habían comenzado a temblarle de forma incontrolable. Incrédulo ante lo que leía en las primeras líneas, su mente se desconectó de todo lo que le rodeaba y se zambulló en aquella carta que había esperado durante tantos años.

Paz para ti del rey José, hijo del rey Aarón el poderoso, que no será perseguido por soldados, que teme a Dios y tiembla ante Su palabra, que honra a los sabios, a los humildes, que se acerca a los pobres y que elige sus palabras de la Torah. Que obedece a los deseos de Su Creador con todo su corazón y toda su voluntad.

A su querido amigo Rabí, Chisdai hijo de Yitzchac, hijo de Ezra, que es amado y honrado por nosotros. Quiera Dios protegerle y cuidarle.

Quiero informarte de que tu carta llegó hasta nosotros por vía de un judío de la tierra de Nemetz cuyo nombre es Yitzchac, hijo de Eliezer. Nos sentimos muy felices y contentos de recibir noticias tuyas y regocijados por tu sabiduría. Los emisarios de Constantina enviados a vuestro país os dijeron la verdad sobre nuestro reino y nuestras prácticas religiosas. Responderé a todas las preguntas que nos planteabas.

Nuestros antepasados poseen ya cartas y lazos de paz. Está escrito en nuestros anales y es conocido por todos nuestros ancianos. Nosotros hemos oído varias veces de vuestro país y de la grandeza de su rey, quiera el Creador protegerlo y quiera Dios otorgarle el gobierno de sus antepasados en las tierras de este.

Ahora te contaré la historia de nuestros antepasados y os informaremos sobre la herencia que queremos dejar a nuestros hijos. Nos preguntas de qué nación, familia o tribu somos. Te informo de que somos descendientes de Tejeth, de la progenie de Togarma, según la información que he encontrado en los archivos. Togarma tuvo diez hijos: Uygur, el primogénito, Tiros, Avar, Ogur, Barsil, Tarna, Khazar, Sanar, Bulgar y Savar. Nosotros descendemos de Khazar.

Aunque nuestros antepasados fueron pequeños en número, el Sagrado nos compensó con especial fortaleza, poder y valor. Nuestros antecesores lucharon contra muchas naciones, que eran mayores y más poderosas que ellos, pero con la ayuda del Todopoderoso Dios, se hicieron con sus tierras.

Muchas generaciones después, surgió un rey con el nombre de Bulán. Era un hombre sabio y temeroso de Dios. Creía en Dios y abolió las magias e idolatrías del país. Buscó refugio bajo las alas protectoras del Creador. Un ángel se le apareció y le dijo: «Bulán, Dios me ha enviado para decirte que ha oído tu súplica. Te bendice y multiplicará tu descendencia. Hará perdurar tu reino hasta mil generaciones y te librará de todos tus enemigos en la tierra. Ahora levántate antes del alba y ruega a Dios». Y así lo hizo.

Entonces, el ángel se le apareció de nuevo y le dijo: «He visto el camino que has escogido, deseo tus éxitos, y sé que me seguirás con todo tu corazón. Te daré órdenes, estatutos y leyes. Si los obedeces, te bendeciré y aseguraré tu crecimiento». Bulán respondió al ángel: «Tú conoces, oh, Dios, mis pensamientos. Me has examinado y sabes que no he depositado mi confianza en nadie sino en ti.

Al despertar, contó su sueño al rey. Este reunió a sus funcionarios y servidores, a toda la nación, y les contó los sueños de Bulán. El pueblo aceptó entonces la religión para ellos mismos y se puso bajo la protección de la Divina Presencia. Esto acaeció hace trescientos cuarenta años.

Entonces, el ángel se le volvió a aparecer y le dijo: «Construye un templo en Mi nombre y habitaré en él». Bulán respondió: «Señor del Universo, Tú sabes que no poseo ni oro ni plata. ¿Con qué lo construiré?».

El ángel le respondió: «Sé fuerte, toma tus soldados contigo, levántate y ve a lo largo del paso de Dar-í Alan, a la tierra de Persia. Yo pondré sobre terror y espanto en sus corazones y sus riquezas en vuestras manos. He preparado para vosotros dos depósitos; uno de ellos está lleno de plata; el otro, de oro. Tómalos y estaré contigo. Traerás el oro y la plata de vuelta y los utilizarás para construir un templo en mi nombre».

Bulán actuó conforme a su mandato. Viajó a aquel lugar, llevó a cabo numerosas guerras y salió victorioso con la ayuda de Dios. Limpió la provincia, tomó el oro y la plata, y regresó en paz.

El pueblo santificó los saqueos y los utilizó para construir la Tienda, el Arca, la menorah, las Tablas, los altares y las vasijas sagradas. Esto hicieron con la ayuda de Dios. Esos objetos existen hasta este día y están bajo mi protección.

Después, la reputación del rey se extendió a través del mundo. Los reyes de Bizancio e Ismael oyeron de él y le enviaron emisarios con numerosos regalos para persuadirlo de que se convirtiera a su religión… Pero el rey era sabio y respondió de esta manera: «Yo he elegido para mí y para mi pueblo el judaísmo, la religión de Abraham. El Todopoderoso me prestará ayuda, para que al rechazar la plata y el oro que han ofrecido darme, Dios pueda proveerme sin ningún sufrimiento».

El rey se circuncidó a sí mismo, a sus servidores, a sus ministros y a la nación entera. Mandó llamar a sabios judíos que le explicaran la Torah y le presentaron los diez mandamientos. Hasta este día, nosotros permanecemos fieles a la honorable y verdadera religión.

Tras estos acontecimientos, de los descendientes de Bulán surgió un rey cuyo nombre era Obadiah. Fue religioso y recto, y renovó el reino de acuerdo a la ley religiosa. Construyó sinagogas y casas de estudio, y reunió allí muchos sabios judíos. Ellos le explicaron los veinticuatro libros, así como la Mishna, el Talmud y las versiones correctas de las plegarias.

Después de él nació Hezekiah, su hijo. Después de él le sucedió Menashe, su hijo. Después de él se levantó Chanuka, el hermano de Obadiah, y luego Isaac, su hijo, luego Zebulón, su hijo, después Moisés, su hijo, después Nissi, su hijo, después Menachen, su hijo, luego Benyamin, su hijo, luego Aarón, su hijo, y finalmente yo mismo, José, hijo de Aarón. Nosotros somos de este modo reyes, hijos de reyes. Ningún extranjero puede sentarse en el trono de nuestros antepasados. Solamente un hijo se sentará en el trono de su padre. Esta es nuestra costumbre y la costumbre de nuestros antepasados.

En cuanto a tu pregunta sobre la extensión del país, su largo y su ancho, está cerca del río Volga, que a su vez se encuentra cerca del mar Caspio. A lo largo del río, moran muchas naciones, demasiadas para enumerarlas. Todas ellas me pagan tributos. Hacia el sur, hay quince naciones diferentes, los habitantes son demasiado numerosos para contarlos y se extienden hacia Bab al Abwab. Ellos habitan en las montañas. Hacia el oeste, hay tres grandes y poderosas naciones, que viven en las riberas del mar de Constantina. Desde allí, los límites se inclinan hacia el norte, hasta el gran río cuyo nombre es Yuzag. Los habitantes viven en ciudades sin murallas y viajan a través del desierto. Son tan numerosos como las arenas de la playa y me pagan tributos. El ancho de su país es de cuatro meses de viaje.

El país no recibe mucha lluvia, pero tiene muchos ríos con pesca abundante. La tierra es buena y fértil, con praderas, viñedos, jardines y huertas. Todos están irrigados por los ríos. Tenemos todas las clases de árboles frutales en abundancia…

Mencionas en tu carta que deseas ver mi rostro. Yo también anhelo ver el tuyo, y el esplendor y la gloria de tu sabiduría y grandeza. ¡Sea como tus palabras! Si mereciera encontrarme contigo, serías como un padre, y yo para ti como un hijo. Por tus palabras mi nación entera estaría confortada.

Que el Todopoderoso nos conceda la dicha de satisfacer nuestros anhelos. En mi casa tienes tu casa, en mi país la tienen los tuyos, creyentes de la Diáspora, habitantes de Sefarad. Desde hoy arderá un cirio en un lugar principal, y así permanecerá hasta que llegues a nosotros y juntos soplemos su pábilo.

Te deseo la paz de Dios.

JOSÉ, rey de los jázaros

El corazón le latía ya desbocado cuando Menahem respondió a sus voces.

—¿Qué ocurre, Hasday? —preguntó, alarmado.

—Haz que preparen una cabalgadura y llama a mi escolta. Marcho a la sinagoga.

—Pero… —dudó— las órdenes del califa fueron tajantes. No debes abandonar la Madīnat al Zahra.

—El califa duerme y lo hará durante horas. Haz lo que te he dicho…

No obstante, antes de que Menahem hubiera alcanzado la puerta, pareció pensarlo mejor.

—Vuelve, yo mismo daré las órdenes —rectificó—. Mientras, lee esto y comprenderás. En esta carta se confirma la noticia más importante para los judíos de Al Ándalus desde el inicio de la Diáspora.

Su mente bullía. Se veía ya organizando una embajada, y pensaba en los miembros de la academia talmúdica de Qurtuba más apropiados para formar parte de ella. Desearía haber tenido atado todo lo relativo a la financiación de tan oneroso desplazamiento, y para ello necesitaba la anuencia y el concurso del soberano. Pero Al Nāsir descansaba, y quería acudir a la madīna para presentarse ante la comunidad judía con la confirmación de que sus planes eran viables.

Debía ir en busca de Al Hakam. De cualquier manera, eran muchos los graves asuntos de Estado que tenía que despachar con él. El dolor en el pecho del califa, que solo cedía con el opio, y aquellos esputos sin fiebre no dejaban lugar al engaño a un médico de su experiencia. El príncipe heredero debía estar advertido de que la hora de su advenimiento estaba próxima. Sin duda, en aquel momento, era el príncipe Al Hakam, el próximo califa de Qurtuba, el hombre al que necesitaba.