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La tristeza en el corazón de Firuze era inmune a cualquier intento de consuelo. Ya habían transcurrido cuatro meses desde la pérdida de su esposo, y las lágrimas seguían asomando a sus ojos cada vez que cualquier detalle se lo recordaba: bastaba una mención a Yayyán o a Bayāna, la aparición en la almúnya de un hombre con una galabiyya de estilo egipcio similar a las que le gustaba vestir en los últimos tiempos o la simple presencia de Karîm, su hijo menor. Entonces parecía encoger, se cubría con el hiyab aun en la intimidad y abandonaba la estancia con pasos rápidos, luchando por contener el llanto hasta que estaba segura de no tener testigos de lo que consideraba una debilidad. Desde su llegada a Qurtuba, se había recluido en las estancias interiores de la almúnya, sin permitirse siquiera pasear por los espaciosos jardines que la circundaban. Quería mostrar el luto que inundaba su alma con sus actos, y le resultaba impensable cualquier actividad que le reportara el más mínimo deleite. Ni siquiera se sentía capaz de disfrutar de los manjares que llenaban la mesa, había perdido el apetito, y todo ello se manifestaba en unos ojos hundidos y una lividez y una delgadez extremas.

A Hakim se lo debía todo. Él la había rescatado de la inmunda posada donde había sido forzada a ejercer la prostitución; la había hecho su esposa y en todos aquellos años jamás había vuelto a hacer mención a su vida pasada; la había tratado mejor de lo que ninguna mujer habría podido esperar de un marido, quizás en señal de rechazo al comportamiento de su propio padre. En los primeros tiempos habían vivido dignamente y cuando su situación se volvió acomodada la colmaba de atenciones, como si quisiera compensar en la madurez las carencias de sus años de juventud. Enseguida los hijos habían bendecido su unión y Hakim se había comportado como un padre recto, al que los cinco respetaban sin necesidad de recurrir al temor. El primer nieto, el primogénito de Ya’qûb, estaba en camino cuando aquel maldito alfanje fatimí segó su vida. El pequeño llegó al mundo entre el olor a madera quemada que aún lo invadía todo en Al Mariya, tan solo un día antes de la llegada de Hasday. Verlos a ambos había sido el único consuelo de Firuze en aquellos días aciagos. La presencia del bebé le hizo comprender, dentro de su aflicción, que la vida era aquello que se abría paso a pesar de todo. Contemplar a Hasday en pie frente a ella, el llanto que los unió durante un tiempo interminable y la seguridad que supo transmitirle el hombre que lo había sido todo para Hakim consiguieron poner fin a los temores de una mujer que se veía sola de nuevo, ante un mundo que en una sola noche se había venido abajo para ella.

Le había resultado muy duro tomar la decisión de abandonar a sus tres hijos mayores, y al pequeño Hakim, que solo contaba unos días de vida. Pero era responsable del futuro de Karîm y de Hayat, la menor de sus hijas, y sabía que ese futuro estaría mejor asegurado cerca de Hasday. Por otra parte, sentía la necesidad de poner tierra de por medio con aquel lugar que siempre le recordaría a su esposo. La casa de la ladera, el pequeño jardín que durante años habían recorrido juntos, la terraza desde la que contemplaban el amanecer en la bahía, su alcoba… Se había visto incapaz de seguir con su vida entre aquellas paredes, pues a pesar de haber sido tan feliz allí, habría terminado siendo solo un mausoleo en memoria del ausente.

En compañía de Umarit, sentía que había hecho lo correcto. Su hijo menor tenía la misma edad que Yakob, y ambos habían congeniado al instante. En el momento de la llegada a la almúnya, el primogénito de los Banu Shaprut se había referido a él como el primo Karîm. A la espera del regreso de Hasday de su misión en tierras de infieles y del momento de tomar la decisión del lugar donde el muchacho continuaría sus estudios, era frecuente que acompañara a Yakob cuando era posible. Este le había enseñado la ciudad, le había señalado las mezquitas más cercanas para realizar sus oraciones, le había presentado a sus amigos, musulmanes algunos, y le trataba con una deferencia que emocionaba a Firuze.

También Hayat y Elisheva parecían haberse caído en gracia. La diferencia de credo no había sido un obstáculo; antes bien, el descubrimiento de sus respectivas costumbres les provocaba una curiosidad mutua que parecía estar acercándolas. Como Hasday había supuesto, la habilidad de Elisheva con la caligrafía causaba el asombro de Hayat y, aunque no era posible que la acompañara en las largas jornadas dentro del alqásr, sí compartían los ratos de asueto, también en torno a una mesa y con el cálamo entre los dedos. Aquella distracción parecía estar resultando un excelente bálsamo para la muchacha tras la pérdida de su padre.

Firuze, sin embargo, no podía librarse de las pesadillas que seguían asaltándola. Sus gritos de terror reverberaban entre las estancias de la almúnya en medio de la noche, alterando el sueño de todos sus ocupantes. Entonces Umarit abandonaba su alcoba, tomaba la lámpara de aceite que colgaba encendida cerca de la puerta y acudía a su lado. Las caricias en el rostro, en la frente, y las palabras de consuelo que le susurraba cuando despertaba en medio del llanto, conseguían tranquilizarla. Entonces se recostaba junto a ella y le sujetaba la mano con fuerza hasta que cesaban los sollozos y su respiración se volvía rítmica. En más de una ocasión el canto de los gallos o la lejana llamada del almuédano la había sorprendido en el lecho, aterida en la frescura de la mañana. En aquellas ocasiones, se levantaba con tiento para no turbar el descanso de Firuze y regresaba a sus estancias para el aseo y la oración matinal antes de salir hacia el bimaristán en compañía de su fiel Ismail.

A principios del mes de Rajab, cuando los días eran ya cortos y empezaba a hacerse notar el frío otoñal, Firuze había accedido a pasear por las veredas que rodeaban la casa. La belleza del lugar, la soledad de los jardines y el calor tibio del sol de mediodía lograron doblegar su resistencia, que cedió por completo al descubrir el pabellón que se levantaba junto al río. Empezó a pasar allí las largas horas del día en que los miembros de la familia se encontraban ausentes y a esperar con impaciencia el Shabat, el único día de la semana en que sus anfitriones permanecían en la almúnya tras volver de la sinagoga. Contemplaba embelesada el discurrir del río, el vuelo rasante de las aves, las chalanas de los pescadores que se dejaban arrastrar por la corriente y el paso ocasional de las embarcaciones que, cargadas de mercancías o pasajeros, emprendían el largo trayecto hasta Ishbiliya.

A veces la acompañaban sus hijos, pero era Umarit quien le dedicaba todo su tiempo de asueto. El interés era mutuo, de modo que acabaron repasando cada detalle de sus vidas anteriores, de las que apenas conocían nada. Las confidencias se abrieron paso, la seducción que ejercía sobre Firuze la vida de Umarit en la capital y su trabajo rodeada de varones en el bimaristán, los detalles de la tarea de Hasday junto al califa en los magníficos palacios de la Madīnat al Zahra… También Firuze le relató las historias de marinos que habían llegado hasta ella a través de Hakim y de sus hijos, la travesía que había llevado a cabo junto a su esposo hasta el puerto de Tenes, al otro lado del mar… Igual que en Qurtuba se había levantado de la nada una ciudad-palacio, en la nueva Al Mariya habían surgido una imponente alqasába que era el orgullo de sus habitantes y un cerco amurallado que, de haberse concluido, habría impedido cualquier daño a la ciudad por parte de los asaltantes fatimíes. También le contó, con reparo y disgusto, que la actividad del mercado de esclavos no solo persistía, sino que había ido en aumento, hasta convertirse en una de las actividades más lucrativas para los innumerables mercaderes que se habían asentado en la ciudad.

El agradecimiento de Firuze hacia Hasday y Umarit era tan grande que comenzó a desvivirse por colaborar en cuanto pudiera. En su ausencia, empezó a tomar las riendas de la residencia, repleta de sirvientes, guardias, cocineras, jardineros, doncellas, mozos de cuadra, amén de los escribientes y los secretarios de Hasday. La almúnya se había ampliado en los últimos años, un ejército de alarifes, herreros, carpinteros y artesanos había trabajado en unas obras que a Umarit se le habían antojado interminables, pero la antigua casa de campo se había convertido en una imponente construcción en medio de bellos jardines y rodeada de altos muros que protegían a la familia del más alto funcionario de palacio.

A su regreso, Umarit era informada con detalle de los pormenores del día, tomaban la cena en familia, teniendo buen cuidado de incluir tanto alimentos kasher como halāl, y terminaban la jornada en una de las acogedoras salas de estar, al calor del fuego, degustando alguno de los dulces que había preparado Firuze para combatir el tedio de la larga jornada. Las pesadillas, sin embargo, no habían cesado, y la comodidad las había llevado, en ausencia de Hasday, a compartir el lecho para evitar que toda la casa se desvelara en medio de la noche. Hablaban y hablaban cobijadas bajo el cálido cobertor de lana hasta que las rendía el sueño. Unas veces se trataba de simples chismorreos que solo podían compartirse en voz baja, otros días regresaba el recuerdo de los duros tiempos en Yayyán. No llegaban a mencionar lo más doloroso, los años en que Firuze se había visto obligada a entregarse a varones ebrios y de aliento fétido, la violación de Umarit a manos del hijo del herrero… Pero los hechos estaban allí, arrinconados en su memoria, y allí habrían de seguir. Por la mente de Umarit ni siquiera asomaba la posibilidad de desvelar a nadie el final de su agresor. No lo había hecho con su esposo, a quien debía lealtad, y no lo haría tampoco con Firuze, por mucho que hubieran compartido aquellas desdichas y se estuviera convirtiendo en su confidente más íntima.

La noche era oscura, habían pasado pocas jornadas desde la luna nueva, y el paso veloz de densos nubarrones, empujados por el viento que ascendía por el Ūadi al Kabir, ocultaba a menudo el débil resplandor del astro. El chapoteo del oleaje contra las tablas del bote se sumaba al ruido amortiguado de los remos con los que el hombre batía el agua. Conocía el lugar, habría podido llegar en la más absoluta oscuridad, guiándose tan solo por el resplandor lejano de los hachones que iluminaban los puestos de guardia y las puertas de acceso al palacete. Ubicaba con precisión cada árbol que descolgaba sus ramas sobre la orilla, cada cañizar que poblaba la ribera, y sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, vislumbraban ya la silueta del pabellón que se alzaba junto al cauce. No en vano había pasado largas horas en aquel bote repleto de redes que jamás habían capturado un pez y que solo había usado para observar desde el río los movimientos de los guardias en el interior de la almúnya. El precio que había pagado por ello eran las burlas de los verdaderos pescadores, que le mostraban con orgullo sus capturas al cruzarse con él. Alzó los remos y dejó que la corriente empujara la barca varios codos más allá del pabellón. Entonces viró hacia la orilla y encajó la proa entre los carrizos antes de saltar a tierra, asió tres cañas robustas y ató el cabo a su alrededor para asegurar el bote.

Sonrió al alzar la cabeza, pues la edad no le había restado aún fuerza ni agilidad. Hacía ya muchos años que sus brazos no descargaban el peso del martillo sobre el yunque, pues Allah le había permitido dejar el oficio de herrero para dedicarse a la platería, una actividad mucho más lucrativa y, sobre todo, descansada. A pesar de ello, seguían conservando la fortaleza de la juventud y, si sus piernas ya no le permitían los esfuerzos de antaño, suplía tal carencia con la determinación que le había llevado hasta aquel lugar. Caminó agazapado entre los setos y los cipreses, aprovechando la oscuridad pasajera que producía el paso de las nubes. La guardia proporcionada por empeño de Al Nasir y del fatà Nachda, quien desempeñaba también el cargo de sahib al surta, permanecería alerta toda la noche, pero había estudiado bien sus rutinas y sabía que efectuaban las rondas cada hora. Solo tenía que esperar a la siguiente para disponer de ese tiempo.

Resultaba impensable acceder al edificio a través de la puerta principal, pero confiaba en que nadie hubiera advertido que no era la única vía de acceso. Solo la mirada experta de un herrero podía percatarse de la disposición de las bisagras de la leñera, un orificio a ras de tierra que permitía arrojar los maderos al sótano, donde alimentaban la caldera que proporcionaba agua caliente al hammam privado del que Hasday había dotado la residencia en la última reforma. Había sido un triunfo conseguir aquel trabajo, a pesar de que había tenido que contratar a dos expertos herreros para que hicieran la labor para él, pues no podía arriesgarse a que los dueños de la casa le reconocieran. Para las visitas de supervisión del trabajo, se había asegurado de que no estuvieran, y había colocado las puertas de la leñera personalmente.

Las voces apagadas de los dos guardias le alertaron de que había llegado la hora de la ronda. Esperó pacientemente, contempló cómo se desplazaba el círculo de luz de sus teas en su recorrido por los jardines, cómo se asomaban al pabellón del río y acercaban la llama a la orilla para regresar más tarde y emprender la vuelta al gran edificio. Tan solo unos minutos lo separaban del momento que había estado esperando durante largos años, pergeñando aquel plan que, por fin, iba a tomar forma.

Ghâlib, su hijo, le había contado que acudía a Qurtuba para saldar la vieja deuda que Hasday tenía pendiente con él. A sus oídos había llegado la cercanía y la intimidad que el judío había alcanzado con el mismísimo Al Nāsir, de manera que le suponía un hombre poderoso y más rico de lo que ya era en Yayyán. Según sus palabras, no pretendía más que amedrentarlo lo suficiente para que accediera a deshacerse para siempre de su amenaza a cambio de una buena bolsa repleta de dinares de oro, de piedras preciosas, quizá. Solo lo necesario para costearse sus muchos vicios sin tener que volver a trabajar.

De nada habían servido sus advertencias. Tras su expulsión de Yayyán, se habían establecido en Al Hamma bajo la protección de Eliezer y, aunque la clientela se había reducido, el oficio de platero le permitía vivir dignamente. Pero el deseo de venganza anidaba en las entrañas de Ghâlib, que en ningún momento se había mostrado dispuesto a seguir en el oficio. Tomaba las monedas de la caja y viajaba hasta la Madīnat Bayāna, donde dilapidaba el dinero en vino, esclavas y hasīs junto a la peor escoria del puerto. Nada pudo oponer a su idea de viajar a Qurtuba, así que decidió resignarse y dejar que el Todopoderoso guiara los pasos de su hijo.

Cuando pasaron dos meses sin que Ghâlib regresara, comprendió que nada bueno podía haber sucedido. Se sumó a la primera caravana que se dirigía a Ilbīra y, desde allí, viajó hasta la capital. A su llegada, lo buscó por toda la ciudad, recorrió las cantinas, los prostíbulos y los barrios más infectos, pero no consiguió que nadie le diera cuenta de su paradero. Alguien le sugirió entonces que preguntara en el bimaristán, el lugar donde quizá le hubieran atendido si le había sucedido algo. Tras mucho indagar, dio con un muchacho que dijo llamarse Ismail, a quien no le resultaba ajena la descripción que le ofrecía aquel hombre. Rechazó sus monedas cuando le pidió que hiciera memoria, pero le ayudó de todas formas. Recordaba que unos meses atrás había llegado al hospital un hombre malherido, pero, lamentablemente, había muerto a la mañana siguiente, sin que el hakīm que lo había atendido pudiera hacer nada por salvar su vida. Cuando pidió más detalles, el joven señaló con el dedo a una tabība que atendía a un enfermo en el otro extremo de la gran sala, por si ella pudiera serle de ayuda.

Recordaba que se le había helado la sangre al reconocer a Umarit y que todo cobró sentido de repente. Después, había merodeado alrededor del hospital durante días, había seguido a aquella puta hasta la almúnya que compartía con su marido, pero era cierto que este parecía ocupar un alto rango en el alqásr, porque ambos gozaban de protección constante. Se convenció de que nada podía hacer allí y, rebosante de rabia, decidió regresar a Al Hamma.

Los años, lejos de apaciguar el deseo de venganza, no habían hecho sino incrementarlo. Sentía que había arraigado en sus entrañas y crecía con el paso de los meses hasta abarcarlo todo, hasta hacerle imposible pensar en otra cosa que no fuera la venganza, hasta impedirle respirar. Los Banu Shaprut habían arruinado su vida y, no contenta con ello, aquella ramera judía se las había arreglado para acabar con la vida de Ghâlib. Hacía cuatro años que había echado el cierre a su negocio, había vendido sus posesiones y convertido en oro todos sus ahorros para regresar a Qurtuba, esta vez sin intención de abandonarla.

Durante un año no había sucedido nada. Se había limitado a estudiar los hábitos de Umarit durante su trabajo en el bimaristán, a malvivir con la renta que le quedaba y a merodear en las inmediaciones de la almúnya. Pero su suerte cambió al enterarse de que se buscaban artesanos para reformarla. Entonces decidió emplear todo cuanto le quedaba para contratar a los dos herreros que trabajaron para él. Así fue como tuvo acceso a la casa de sus mayores enemigos. Así fue como el Todopoderoso se había puesto de su lado para castigar a aquel par de judíos, capaces incluso de asesinar a un creyente. Y la espera había terminado.

Se incorporó, entumecido, y caminó agachado hasta el lateral de la casa, tras los pasos de los guardias. No tuvo ningún problema en localizar la boca inclinada de la leñera. Él mismo se había encargado de engrasar de forma abundante los goznes, de manera que se mantuvieran sin herrumbre durante meses. Aquel era su oficio, y no había fallado. El cerrojo se cerraba por dentro, sí, pero no necesitaría forzarlo, le bastaría con deslizar con fuerza las dos hojas hacia arriba, y las bisagras, mal colocadas, saldrían de sus ejes. Se sorprendió al comprobar lo fácil que le resultaba. Alzó la puerta desde la parte inferior y la apoyó con cuidado contra el muro de la casa. Las escaleras de obra se perdían en la oscuridad, pero ni siquiera habría de encender un candil. Conocía de sobra las galerías subterráneas, pues él mismo las había reforzado con sólidos arcos de hierro, y podría alcanzar el hammam guiado por el resplandor de la caldera.

Desde el sótano ascendió hasta la planta principal, atravesó los baños, que aún conservaban el agradable olor de los aromas y la cálida humedad, y dejó allí las sandalias antes de salir al distribuidor a través de un hermoso pasaje abovedado. Como esperaba, los espacios comunes de la casa se encontraban desiertos a aquella hora y se decidió a avanzar hacia las estancias privadas de los dueños. Sabía bien que el judío estaba lejos y que, con seguridad, encontraría a su esposa, a aquella puta, sola en la alcoba. Si se encamaba con otro en sus ausencias, no lo haría en el lecho conyugal y en presencia de los sirvientes.

Descalzo, solo el roce de sus ropas producía un sonido tenue, apenas audible. Se palpó con la mano derecha la túnica de lana hasta que sus dedos se toparon con el bulto alargado y duro que guardaba en el fondillo. Avanzó con sigilo por los conocidos pasillos, iluminados de trecho en trecho por pequeñas lamparillas de aceite. Se acercaba ya a su meta y empezaba a invadirlo una oleada de euforia, entremezclada con el lógico temor del momento. El resultado era vivificante, y paladeó la sensación que iba a experimentar en unos minutos, una vez cumplida la misión que se había encomendado a sí mismo tanto tiempo atrás.

El grito lo sorprendió de forma inesperada, y el corazón empezó a latirle desbocado. De forma instintiva, buscó un lugar donde esconderse y encontró un nicho decorativo, enmarcado por dos esbeltas columnas que soportaban un arco de herradura. Se habían producido varios gritos de mujer a los que, al poco, siguieron murmullos calmados, como si alguien tratara de tranquilizar a quien los había proferido. Cayó en la cuenta de que lo que había oído eran voces alteradas y sin sentido, como las que se proferían en sueños. Así que se trataba de eso… La judía tenía pesadillas, provocadas sin duda por una conciencia cargada de culpa. Pensó con deleite que quizás el rostro de su hijo Ghâlib se le apareciera en sueños. Si era así, no solo iba a purgar con la muerte su delito, sino que habría estado atormentada por él todos aquellos años. Aquel pensamiento le produjo un placer indescriptible. Sin duda, alguna de las doncellas había acudido a calmar a su dueña, porque sus apagados murmullos eran lo único que se oía. Por fin, también estos cesaron, y entonces lo puso en guardia el débil resplandor de un candil. Respiró hondo, sin embargo, al ver que se trataba de una figura de mujer que se perdía entre las sombras en dirección contraria.

Era el momento. Avanzó descalzo por el suelo alfombrado y se asomó a la alcoba que acababa de abandonar la mujer del candil. Una pequeña lamparilla situada junto a la puerta aportaba algo de luz a la estancia, aunque el enorme lecho permanecía en penumbra. No obstante, allí estaba el bulto inconfundible que confirmaba la presencia de la judía, dormida de nuevo tras el sobresalto de la pesadilla. Esta vez sujetó el mango de la daga y la extrajo de su escondrijo. La levantó, se acercó a la cama y, con la imagen de su hijo en la mente, degolló a su víctima de un solo tajo, al tiempo que todo el peso de su mano izquierda se descargaba sobre su boca, impidiéndole emitir sonido alguno. Sintió cómo el líquido caliente y viscoso le empapaba la mano, y adivinó la mancha púrpura que se extendía por el lecho. Se sintió invadido por una especie de éxtasis cuando vio que la asesina de su hijo había dejado de respirar. Y entonces se le ocurrió. Ahuecó la mano izquierda para recoger la sangre de la mujer y se dirigió a la pared cercana. Mojó las yemas de los dedos y empezó a trazar los caracteres árabes con los que iba a dejar escrito su mensaje.

«Allah es grande y no deja un delito sin castigo. Sufre, judío. Ghâlib ha vuelto y esta es su venganza».

Sacudió las manos y las salpicaduras cubrieron las paredes y el suelo. Luego, mientras avanzaba hacia la puerta, sus pies descalzos notaron las gotas de sangre aún calientes sobre el suelo. Salió al pasillo sin cuidado, dispuesto a recorrer sin prisa el camino de vuelta hacia el hammam, pero los gritos horrorizados de la mujer del candil, que regresaba a la alcoba, lo dejaron clavado en el sitio. Por un instante pensó en acabar con ella y con sus voces, pero estas ya habrían advertido a todos los ocupantes de la casa. Decidió que lo más inteligente era huir tan rápido como se lo permitieran sus piernas.

Corrió a través de pasillos y galerías, sin atender a las puertas que se abrían y a los gritos de alarma de los sirvientes. Alcanzó el pasaje de acceso a los baños sin tiempo de oír las voces de alarma que, a través de las ventanas de la casa, se proferían hacia el exterior para advertir a los soldados de la guardia. Vio sus sandalias en el suelo, pero decidió dejarlas allí. Atravesó el hammam a grandes zancadas y se lanzó hacia el sótano cuando llegó a las escaleras que llevaban a las calderas. Los pies, sin embargo, se le deslizaron en el borde de los escalones de piedra y cayó sentado de peldaño en peldaño hasta el piso inferior. Tullido por un intenso dolor en la cadera, avanzó cojeando por el estrecho paso en busca de la leñera. Tuvo que subir las escaleras a gatas, apretando los dientes con fuerza, hasta que la brisa fría de la noche lo recibió en el exterior. Se puso en pie y, encorvado para evitar ser visto, trató de salvar la distancia que lo separaba del pabellón. Los muros encalados del edificio le sirvieron de referencia bajo el tenue resplandor de la luna y los bordeó para dirigirse a la barca. Acababa de doblar la esquina cuando un fuerte golpe en la nuca lo derribó.

El juicio se había celebrado ante la puerta del alqásr más cercana a la Bab al Sudda, frente al muro occidental de la mezquita aljama. En aquella ocasión, dada la trascendencia del delito y el impacto que había causado en la ciudad, se había designado para impartir justicia al qādī mayor de Qurtuba, Mundhir ibn Saíd al Balluti. Se trataba de un hombre de integridad y rectitud tales que había osado enfrentarse una y otra vez al propio califa a causa de las obras de la Madīnat al Zahra, que consideraba un dispendio excesivo e interminable.

Días antes, el pueblo se había echado a la calle para recibir a Hasday ben Shaprut a su regreso de Liyūn, donde había conseguido sentar las bases para firmar un tratado de paz con Urdūn, el rey de los cristianos. El hombre de confianza de Al Nāsir había atravesado la ciudad entera de norte a sur en medio de dos interminables filas de súbditos que, en absoluto silencio, descubiertos y cabizbajos, querían mostrar al tiempo su reconocimiento y su condolencia.

Los hombres del sahīb al surta habían arrancado la confesión del reo en las mazmorras del alqásr, y el qādī se mostró inflexible a la hora de dictar sentencia. La propia Umarit lo había identificado ya en la almúnya, aterrada, temblorosa y destrozada por la muerte de Firuze. Había comprendido enseguida cuál era el cuello que aquel bastardo quería cortar, y solo acertó a pedir a los guardias que nadie sacara al asesino de su error.

Los funerales hubieron de celebrarse en ausencia de Hasday y de los hijos mayores de Firuze, a quienes se despachó la terrible noticia de forma inmediata. Menahem se había encargado de todo, también de los preparativos del entierro y, de alguna forma, había tomado las riendas de la casa junto a Yakob. Karîm y Hayat se habían sumido en un estado de postración que compartían con Umarit, aunque esta había recurrido a sus conocimientos como tabība para proporcionarles el alivio del letargo.

Hasta el regreso de Hasday, Umarit había vivido los días más terribles de su reciente existencia. Al dolor por la muerte de su amiga y confidente, con la que había compartido el lecho hasta un minuto antes de su muerte, se sumaba el sentimiento de culpa. Sabía que la víctima debía haber sido ella y se castigaba por haberla dejado sola en aquel preciso instante para acudir a las letrinas para aliviarse. Quién sabía si, de haber estado juntas, habrían podido defenderse de su atacante, como ella se había defendido de Ghâlib. Luego estaban Karîm y Hayat, que le rompían el alma. Con apenas veinte años, veían cómo todo su mundo se venía abajo tras la muerte de sus padres en el espacio de cuatro meses. Y la espera… la espera de Hasday, a quien se vería obligada a confesar lo inconfesable.

En medio de aquel dolor, Umarit había sacado fuerzas para acudir al alqásr y entrevistarse con el sahīb al surta. Tras recibir confirmación de que el herrero había hablado sin atisbo de arrepentimiento y sin omitir un solo detalle, supo que el episodio con Ghâlib había quedado al descubierto. Ella misma relató los pormenores al jefe de la policía, que le transmitió la necesidad de informar al qādī llegado el momento. Temblaba al pensar que el propio Al Nāsir estaba al corriente de todo, pero su único ruego fue que nadie informara a Hasday hasta que ella misma tuviera ocasión de hacerlo.

La noche que regresó fue una noche de lágrimas y confidencias. Umarit había dado orden de que vaciaran la alcoba matrimonial de todo su contenido, que había ardido en una gran pira junto al río. Habían limpiado las paredes y los suelos a fondo, hasta no dejar el menor rastro, todo ello antes de tabicar la puerta de entrada, quizá para siempre. También se había ocupado de sellar los labios de todo aquel que hubiera tenido acceso a la estancia, pues su esposo no debía conocer el mensaje escrito con la sangre de Firuze. Se había habilitado un nuevo dormitorio, y fue allí donde Hasday supo que su esposa había sido forzada por segunda vez, que había dado muerte a aquel bastardo y que había guardado el terrible secreto durante trece largos años. El hombre más poderoso de Qurtuba después del califa lloró lágrimas amargas, consciente de que Dios le había bendecido con todos sus dones, pero ninguno entre ellos como aquella mujer, la más fuerte de la creación, capaz de ocultar su dolor durante media vida para evitárselo a él. No halló mejor manera de demostrar su inmenso agradecimiento que unir sus labios a los de ella, beber sus lágrimas y tomarla como hacía mucho que no la tomaba.

El califa había decidido que se ejecutara la sentencia en su presencia, y él mismo había elegido la manera en que debía llevarse a cabo. La víspera se había trasladado al reo a la Madīnat Al Zahra, donde solo unos cientos de afortunados, funcionarios de la ciudad palatina en su mayor parte, iban a tener ocasión de presenciar el ajusticiamiento, dado lo reducido del aforo. El lugar era un amplio foso rectangular de paredes elevadas situado en la parte occidental del complejo y con un estrecho graderío construido con losas de granito en la parte superior. En uno de los extremos del recinto, había un montículo levantado con grandes rocas de formas irregulares, con los huecos rellenos de tierra apisonada. A sus pies corría un riachuelo artificial que formaba un pequeño lago de color verdoso en el centro. El agua, que probablemente procedía del sobrante de los jardines del palacio, surgía de una de las paredes del recinto, descendía entre las rocas y se perdía tras una reja en la parte inferior, pasado el lago. Varios árboles de gran porte proporcionaban sombra y un aspecto natural a todo el conjunto, que resultaba agradable a la vista a pesar de tratarse de una obra humana.

Junto a Al Nāsir se encontraban el heredero y algunos de sus hermanos, varios visires, militares de alto grado y otros funcionarios. Hasday, en pie, sujetaba a Umarit por la cintura. Su esposa se había empeñado en asistir, y él no había podido negarse. También Karîm y Hayat se encontraban junto a ella, abrazados y con una expresión amarga en los rostros. El de Umarit, sin embargo, resultaba inexpresivo bajo la primera luz de aquel frío día invernal.

A una señal del califa, los guardias abrieron una verja de hierro que daba acceso al recinto. El reo salió a empujones y cargado de cadenas que los soldados tardaron un buen rato en retirarle de las muñecas, el cuello y los tobillos. Haddād ibn Haddād parecía haber menguado en aquellas semanas. Tenía el aspecto de un anciano achacoso, deslumbrado por la luz del sol tras el largo encierro en las mazmorras, desorientado y quizás ignorante del destino que le aguardaba, algo que no sucedía con los asistentes, que murmuraban excitados ante lo inminente del espectáculo desacostumbrado que iba a ofrecerse ante sus ojos.

A una nueva señal de Al Nāsir, otra verja, esta más pesada y accionada desde la parte superior por un sistema de engranajes, comenzó a alzarse para dejar expedita la salida desde una galería próxima. Bastó el ronroneo de placer que surgió del interior cuando el animal vio la luz para que el herrero fuera consciente del final que le esperaba. Abrió los ojos de forma desmesurada y un miedo atroz se reflejó en su semblante. Entonces Umarit se apartó de Hasday, dio un paso adelante y, saltándose el protocolo, se apoyó en la balaustrada para llamar la atención del reo.

—¡Haddād, mírame!

El hombre alzó la vista y lo que vio hizo que, por un instante, dejara de prestar atención a la fiera que estaba a punto de asomar por la boca de la galería.

—¡Tú! —exclamó sin acabar de creer lo que veía—. ¿Eres tú? ¿O eres solo un ifrit, un genio maligno que ha tomado su forma?

—¡Soy yo, Umarit! —gritó de nuevo, con mirada acerada—. He venido a presenciar el castigo que mereces.

—Allah Todopoderoso, ¿por qué me atormentas así? —gimió el platero, dejándose caer de rodillas en la tierra—. ¿No te basta con haberme quitado a mi hijo? ¿Ahora vuelves a la vida a la maldita judía que le arrebató la vida?

El rugido de la fiera al contemplar a su presa ahogó las últimas palabras, pero Umarit todavía tenía algo que decir.

—¡Dios es grande y no deja un delito sin castigo! —gritó con voz firme—. ¡Sufre en la hora de tu muerte! ¡Esta es la venganza de Firuze!

Se oyó el llanto de Hayat, que escondió el rostro entre las manos, recostada sobre el hombro de su hermano. Fue Hasday quien se adelantó entonces, tomó a su esposa por los brazos y la obligó a retirarse varios pasos por detrás de la línea de preferencia que marcaba la posición de Al Nāsir. No era prudente significarse así, no en presencia del califa y de la corte, por mucho que fuera la esposa de su servidor más cercano.

El herrero miró despavorido al enorme león, un macho que se aproximaba de forma amenazante. Tras él asomó un nuevo ejemplar, una hembra esta vez, que se mantuvo detrás del primero. Ambos se encontraban hambrientos, pues, de sus fauces entreabiertas, se descolgaban hilos de babas ante el banquete que les aguardaba. Todo el mundo en Qurtuba había oído hablar de la colección de fieras de Al Nāsir, regalos que enviaban los reyes africanos con sus embajadas a la capital del califato. Se decía que el soberano las utilizaba para atemorizar a sus enemigos, a los sospechosos de infidelidad a su persona o a los nobles díscolos que se atrevían a poner algún reparo a sus designios. Una sola visita a aquel recinto donde las fieras campaban a sus anchas era una insinuación que los aludidos no tardaban en comprender.

Haddād se puso en pie, pero le temblaban las rodillas. Privado de toda dignidad por el pavor, trató de correr hacia uno de los árboles. El soberbio ejemplar de león alzó la testuz y lanzó un rugido ensordecedor, al tiempo que asentaba sus cuartos traseros en la tierra. Fue la hembra la que adoptó una actitud de cazadora y avanzó tras él con la cabeza gacha, casi a ras de suelo, hacia la zona sombreada. Haddād alcanzó el primer árbol y trató de trepar abrazándose al tronco con los brazos y las piernas, lanzando miradas aterradas hacia la leona, que se acercaba con caminar pausado, segura de su éxito. De nada le sirvió la fuerza de sus brazos de herrero en aquel árbol, desprovisto de corteza por las uñas de las fieras. Cuando, sin fuerzas ya, se deslizó con las extremidades ensangrentadas, se dejó caer apoyando la espalda en la madera desgarrada y se cubrió la cabeza con las manos buscando una inútil protección.

—¡Allah Todopoderoso, apiádate de mí! —dijo, sabiendo que aquellas serían sus últimas palabras.

Hasday, extrañamente solo en una de las dependencias de palacio, en la terraza más elevada de la Madīnat al Zahra, aún conservaba fresca la imagen del cuerpo de Haddād ibn Haddād devorado por las fieras. No era habitual presenciar una muerte así, pero sí eran frecuentes las crucifixiones en el Rasif y la imagen de los cadáveres, que colgaban durante meses de los postes para advertencia y escarmiento, había acabado por endurecer sus corazones. Quizá por eso le había producido mayor impacto la visión de Umarit durante la ejecución. Nunca había observado aquella frialdad en su mirada, aquella dureza en sus facciones ni semejante determinación en su actitud. Supo que la llaga abierta tantos años atrás se había mantenido oculta pero palpitante, y que había sido la daga del herrero la que había terminado por sajar aquel humor purulento. Confiaba en que fuera para siempre, una vez vacío su interior de secretos inconfesables y temores agazapados.

La voz de uno de sus chambelanes lo sacó de su ensimismamiento.

Sahīb —dijo con una reverencia tras asegurarse de haber captado su atención—, han llegado dos hombres que se presentan como los hijos de Hakim ibn Rafiq, vuestro amigo. Dicen traer graves noticias de Al Mariya.

—¡Hazles pasar de inmediato! —exclamó.

Odiaba las esperas cuando algún asunto acaparaba su interés, y la inesperada llegada de Ya’qûb y Husayn lo había hecho. Habría sido de esperar que los dos jóvenes viajaran para acompañar a sus hermanos menores en aquel trance, incluso para tomar decisiones sobre su futuro. Pero no parecía ser el motivo, tanto por el tiempo transcurrido como por la mención a las noticias que portaban. Hasday caminó inquieto ante el ventanal. El frío de los días anteriores había dado paso a un intenso aguacero que se había convertido en temporal. No le gustaba la lluvia, a pesar de que era garantía de cosechas abundantes y del bienestar de su pueblo. Siempre la había asociado a malos presagios, y aquella mañana, mientras contemplaba las cortinas de agua que caían de los tejados sobre la alberca cercana, no era distinto. El último año había resultado aciago, y deseaba que terminara. A los problemas diplomáticos con Otón se había sumado la derrota en Gormaz frente a los infieles. La guerra con los fatimíes había tomado forma en sus propias costas con la destrucción de la nueva Al Mariya y, para colmo, el terremoto había causado graves destrozos, no solo en Qurtuba, sino en toda la cora. En lo personal no había ido mejor: a la muerte de Hakim y Firuze se sumaba el descubrimiento del terrible secreto que su propia esposa le había ocultado durante años.

Cuando oyó los murmullos y los pasos amortiguados en el exterior, esperó delante de la puerta. El olor a humedad de las ropas de los recién llegados le alcanzó en cuanto entraron en la estancia tras el anuncio del chambelán. Cuando los dos hermanos se acercaban para saludarlo, Hasday supo que eran portadores de noticias que le afectaban en lo personal. Sin embargo, sus primeras palabras fueron de condolencia hacia ellos. Unos meses atrás, en Al Mariya, la causa de aquel abrazo había sido la muerte de Hakim. Entonces lo era la de Firuze, su madre, que las circunstancias hacían especialmente dramática. La emoción se reflejaba en los ojos de los tres.

—Hay algo más… —aventuró Hasday—. Lo veo en vuestra actitud y en esas miradas. Se trata de mi padre, ¿no es cierto?

Ya’qûb asintió, cabizbajo.

—Enfermó gravemente hace unas semanas, Hasday. Fue durante una de las tempestuosas reuniones en la alcaicería. La destrucción de Al Mariya Bayāna le había afectado más de lo que dejaba aparentar, y los médicos dijeron que le había fallado el corazón. Quedó postrado, pero pareció recuperarse. Te íbamos a mandar recado cuando llegó la noticia de la muerte de nuestra madre. Nuestra primera intención fue ponernos en marcha hacia Qurtuba de inmediato, aunque no fuera posible llegar a tiempo para su funeral.

—Pero Ishaq se empeñó en acompañarnos, sin hacer caso a las recomendaciones de su médico —siguió Husayn—. Al final tus colegas, ante su recuperación, cedieron y dieron su autorización para el viaje. Esa fue la causa del retraso.

—¿Está acaso mi padre en Qurtuba? —preguntó Hasday, repentinamente esperanzado.

Los dos hermanos parecían esperar la pregunta y miraban al suelo.

—Sufrió un segundo ataque hace dos días, Hasday —explicó por fin el mayor—, después de dejar atrás Yusāna. Esta vez… su corazón no resistió.

Ya’qûb y Husayn lo miraban fijamente y dieron un paso hacia él tendiéndole los brazos. Hasday, inmóvil, se dejó abrazar, aturdido por las sensaciones que le provocaba la inesperada noticia. La brutal oleada de dolor lo invadió e hizo que todo lo demás perdiera el sentido. Pero era incapaz de llorar, no ante los dos hombres que tenía delante, que acababan de perder a sus padres y, sin embargo, se mantenían enteros. Permanecieron en silencio, con las cabezas juntas en el centro de un círculo de dolor. Fue Hasday quien hizo el primer amago de separarse para formular la pregunta que le ardía en los labios.

—¿Dónde está? —musitó sin apenas voz.

—Está con los tuyos, en la sinagoga de Qurtuba. Envían sus más profundas condolencias y esperan instrucciones para ofrecer a tu padre el funeral más sentido que se haya vivido en la aljama.

En ese momento apareció de nuevo el chambelán.

—Discúlpame, sahīb, pero Al Nāsir y su hijo te piden que acudas a su presencia. Ambos desean transmitirte sus condolencias.

Hasday asintió despacio, con los ojos apenas entreabiertos.

—Y yo deseo conocer cuántas jornadas restan de este año fatídico. Haz que se consulte a los astrónomos y dime qué conjunción de planetas está arrojando a nuestras playas, una tras otra, las olas de la desgracia.