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Diario de la a’saifa emprendida por el califa
Abd al Rahman III
en el mes de Ramadán del año 327 de la Hégira
Viernes, 7 de Ramadán del año 327 de la Hégira
(29 de junio de 939).
En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso. Fiel a la acendrada costumbre que mantengo desde el primer año de mi reinado, doy inicio a este cuaderno de campaña con la esperanza de que el Todopoderoso haga de él el último, pues los infieles verán en esta campaña del Supremo Poder que nada pueden contra Su voluntad, y habrán de avenirse a la obediencia definitiva ante nos, Al Nāsir li dīn Allah, el Enviado, el que hace triunfar la religión verdadera.
La memoria es frágil, la palabra se ve arrastrada por el viento y, si el Misericordioso concedió a sus criaturas el milagro de la escritura, yo lo aprovecharé para perpetuar el recuerdo de las hazañas del mayor ejército jamás reunido en la tierra de Al Ándalus. Por vez primera, el amanuense transcribe mi dictado sobre papel, la nueva bendición con la que el Clemente nos ha distinguido, haciendo uso del saber y del acierto de mi visir Bahir ibn Nabîl y de mi médico Hasday ben Shaprut. Cada día doy gracias a Allah por haberlos traído a mi lado, y por ello deseo dejar constancia de sus nombres al comienzo de este diario.
Doy inicio a la crónica en el arrabal de Qurtuba, el viernes día séptimo de Ramadán, víspera de la partida. Un mes se alarga ya la parada de tropas ante estos muros, un plazo que a nadie extraña al ver la inmensa multitud congregada en respuesta a mi llamamiento. Han estado los gobernadores de Al Ándalus a la altura del ruego contenido en mis misivas: «Sea en esta ocasión vuestra leva, más que leva, congregación». Se han sumado a la guerra santa nuestros aliados del Maghrib, las tribus bereberes que nos deben obediencia, los habitantes de las costas del Al Gârb y todos aquellos que deben su prosperidad y fían su seguridad a nos. Sin embargo, son los qurtubíes quienes contribuyen más pesadamente, para impedir así a los provincianos cualquier intento de excusarse.
Hoy ha alcanzado la concentración el colmo, y aún nos esperan las fuerzas de las marcas que se unirán a nosotros en Tulaytula, y más allá en el caso de nuestros aliados, los tuchibíes de Saraqūsta, a quienes Allah ha hecho entrar en razón después de años de desvarío y trato con los infieles. Los miles de hombres concentrados, los pertrechos militares, la ingente caballería y las flamantes armas, llenan los descampados que rodean la capital. No quedan mulos ni acémilas en Al Ándalus, pues todos se precisan para acarrear tal impedimenta. Nunca un gobernante entre mis antecesores ha transportado un peso como el que mañana partirá hacia tierra de infieles conmigo al frente. Quedará la capital en manos de mi amado hijo y heredero, Al Hakam, que a sus veinticuatro años muestra trazas del buen gobernante que llegará a ser, Allah lo quiera. Solo El que todo lo ve conoce el día en que haya de ponerse el punto final a esta campaña. A Él, al Clemente, al Misericordioso, se encomienda su servidor para alcanzar la victoria.
Lunes, primero de Sawwal del año 327 de la Hégira
(22 de julio de 939).
Acampamos en Tulaytula cuando quedaban siete noches de Ramadán y allí permanecimos seis jornadas a la espera de reunir a todo nuestro ejército. Jamás sufrieron estas tierras el paso de tan numeroso contingente. Mis generales estiman que, una vez reunidos los refuerzos de Saraqūsta, podremos oponer a los infieles no menos de cien mil almas dispuestas a la guerra santa. Y digo «sufrir» porque aldeas, alquerías, campos y ciudades quedan saqueadas a nuestro paso. Alimentar a tal muchedumbre es un trabajo ímprobo para nuestros intendentes, que se adelantan para requisar cosechas, segarlas si es necesario y moler el grano. Consiguen así la harina necesaria para el funcionamiento de los hornos de pan, los de las ciudades que atravesamos y los portátiles que viajan con nosotros, que hacemos trabajar sin descanso.
Cuatro días habían transcurrido desde que dejáramos atrás la capital de la Marca y, acogidos en la fortaleza de Olmos, asistimos a un fenómeno que ha venido a trastocar la tranquilidad y los buenos augurios. Porque al amanecer del viernes, cuando el sol se alzaba ya sobre el perfil de los montes, este se vino a oscurecer por completo hasta hacer noche de la mañana. Volvieron a brillar los luceros, y un gran temor se instaló entre los combatientes. Más de una hora se prolongó tal anomalía, que tornó en caras largas el semblante de mis visires y altos oficiales.
Solo hay algo más admirable que asistir a un amanecer que se torna noche cerrada, y es el hecho de que, ya antes de nuestra partida, había sido advertido de tal posibilidad por uno de los astrónomos de la corte. Avisados, pues, y bien aconsejados, supimos reaccionar ante tan infausto augurio: me mostré fuera de la qūbba real revestido con mi mejor cota de malla, a la que el brillo recuperado del sol arrancaba destellos del oro que la cubre, y me hice presente ante nuestras tropas. En mi arenga les pedí el mayor ardor ante la decisiva batalla que se aproxima, para hacer que Allah, quien apagando el sol nos ha enviado su advertencia, se muestre satisfecho con la actitud de sus fieles guerreros. Alcé ante sus ojos el Qur’ān que me acompaña, cuyas guardas cubiertas de piedras preciosas despertaron la admiración de los más cercanos, quienes con sus aclamaciones despertaron las del resto de la milicia congregada[10].
Ayer, domingo, se ordenó hacer alto en el puerto de Tablada, en medio de la niebla más densa. Los observadores, sin poder ver el cielo, se mostraron inseguros a la hora de determinar el creciente de Sawwal, de forma que mandé que aún se tomara el día como de Ramadán, para romper el ayuno en la jornada de hoy, lunes.
Tras la celebración en campaña, irrumpimos en territorio enemigo, en dirección a Zamora, en busca de Ramiro, el rey de los malditos. Solo Allah sabe si, tomada la ciudad, el camino hacia León quedará expedito. Las avanzadillas y los informadores regresan con informes precisos acerca de los movimientos de las mesnadas de los infieles. Si no se engañan, el rey de León y sus condes reúnen a sus tropas en la villa de Simancas, que pretenden convertir en escudo de su reino. Hacia allí se dirige también el conde de Castilla, Fernán González, ante quien cualquier estratega juicioso debería mostrar temor y respeto. Las últimas noticias hablan de que la reina Toda de Pamplona, regente y mujer de armas tomar, cabalga en pos del encuentro junto a su hijo García Sánchez, aún menor de edad, al frente de una numerosa hueste de infieles.
Por nuestra parte, espero la llegada desde Saraqūsta de las tropas reclutadas en la Marca Superior, con Muhammad ibn Hassim al Tuchibí al mando.
Que Allah guíe nuestros pasos cuando se acerca el momento de la verdad.
Lunes, último día de Sawwal del año 327 de la Hégira
(19 de agosto de 939).
Me engañaba, y me engaño ahora si pretendo que alguien va a tener ante sus ojos algún día esta crónica que escribo. Soy yo mismo quien toma el cálamo, al abrigo de esta fortaleza de la que ignoro incluso el nombre, de regreso a Qurtuba. El desastre es de tal magnitud que ni siquiera conozco el paradero de mi escribano. Quizás esté muerto también. Si me obligo a sentarme frente al pliego en esta desolada alcoba, en medio del páramo, no es ya para guardar para la posteridad la crónica de un soberano poderoso e invicto. Trato solo de poner orden en medio de la aflicción y el desconcierto, analizar las causas verdaderas de la Suprema Derrota, y no las que aparecerán escritas en las crónicas oficiales. Trato de descargar mi alma en este trozo de pergamino que, con seguridad, acabará consumido por las llamas.
Releo lo que hace un mes, ufano, dictaba a mi escribano acerca del mayor ejército jamás reunido por ninguno de mis antepasados. Lo que no está escrito es que en el corazón de ese mismo ejército viajaban el germen de la desafección y la semilla de la traición. Solo unos pocos de mis íntimos se habían atrevido a insinuarlo. Recuerdo ahora las palabras de Hasday ben Shaprut que acallé con un puñetazo sobre la mesa a la vez que le conminaba a ocuparse de sus remedios y de los bebedizos con los que me tortura. ¿Por qué pienso ahora en él? No es solo porque eche en falta sus manos, que sanarían sin dolor mis heridas, no como los carniceros que me acompañan en campaña. Debí prestar oído a sus palabras, a los temores que trataba de trasladarme… y que para desgracia nuestra se han materializado. Prometo, y aquí queda escrito, que en el futuro no estaré sordo a sus consejos, que, demasiado tarde, se han revelado acertados.
Me hablaba del descontento que creía apreciar entre los miembros de la nobleza árabe, que se sentía desplazada por el ascenso dentro de mi administración de miembros de otras minorías: eslavos, bereberes y muladíes hispanos. También de judíos, como él. Cierto es que habían llegado a mis oídos veladas protestas por la cercanía de que disfrutaban hombres como el propio Hasday. Pero desde el inicio de mi reinado he apreciado más la valía personal de mis colaboradores próximos que los méritos de sus antepasados. Quizás el error fundamental fue el nombramiento de Nayda ibn Hussain, un eslavo, como qaīd del ejército. ¿Explicaría eso el comportamiento del resto de mis generales durante la batalla? Reflexiono sobre ello y siento crecer la certeza, al tiempo que se enciende en mí el deseo de castigar semejante traición como se merece.
Todo comenzó mal aquel martes, mediado el mes de Sawwal, cuando nuestro inmenso ejército alcanzó las proximidades de Simancas, junto al Ūadi Bisūrqa, que los infieles llaman Pisuerga. Muhammad ibn Hashim, señor de Saraqūsta, se había adelantado a nuestras fuerzas para cruzar el río en busca del enemigo, congregado en el llano que hay entre la ciudad y el cauce. Trabó fiero combate con las tropas de los infieles hasta que las hizo retroceder para refugiarse en la ciudad. Leoneses, asturianos, gallegos, castellanos y pamploneses se animaron mutuamente a repeler el ataque y de nuevo cayeron sobre él en dura batalla. Muhammad fue desmontado y, sin poder recuperar el caballo, se le echaron encima los enemigos de Allah hasta hacerlo prisionero.
No fue posible ocultar a nuestras tropas aquel mal presagio, y el recuerdo de aquella jornada en que el sol se ocultó a la vista de los creyentes regresó a sus mentes. Al día siguiente, el qaīd Nayda ibn Hussain hizo avanzar al grueso del ejército hasta las puertas de Simancas y presentó combate en la mañana del jueves. Yo mismo, armada la qūbba en el altozano más seguro del entorno, fui testigo del choque. En el primer momento se rompieron las líneas cristianas, pero consiguieron rehacerse, hasta que el final del día vino a poner fin a las hostilidades sin un claro vencedor, aunque con bajas muy considerables en los dos bandos.
Aquella noche, en la qūbba, quedaron claras las disensiones entre el qaīd y algunos de los generales encabezados por Furtún ibn Muhammad. El uso de la caballería estuvo en el centro de la polémica. Furtún defendía que nuestras cabalgaduras y nuestros jinetes, ligeros y rápidos, ejercen su mejor papel en campo abierto, mediante maniobras envolventes del enemigo, pero nada podían hacer en un ataque frontal a la caballería cristiana, pesada, inamovible y resistente. Achacaban a Nayda ibn Hussain no haber atraído a las fuerzas cristianas a campo más abierto. Le acusaban también de no haber dado tregua a nuestras tropas después de la larga marcha desde Qurtuba, antes de enfrentarse a un enemigo descansado y a la espera. El qaīd insistió en nuestra superioridad en número y dio las órdenes necesarias para completar la aniquilación de los infieles en la jornada siguiente, viernes, en la que podríamos ofrecer la victoria como mejor forma de oración.
De nuevo se entabló la batalla poco después del amanecer, con gran resistencia por parte de los condes reunidos. Las bajas eran incontables, sobre todo entre la infantería y las tropas de leva. Y entonces, ante las órdenes de un nuevo ataque de nuestro qaīd, se hicieron presentes el disenso y la traición. Furtún primero y otros después permitieron el retroceso de sus unidades, que terminó en vergonzosa desbandada. A la vista de lo que sucedía en el campo de batalla, estimé oportuno ordenar una retirada general. El castigo infligido a las fuerzas reunidas en torno a Ramiro, en su propio territorio, sería advertencia suficiente de lo que podía esperarles si persistían en su actitud de provocación.
Pero nuestro Nayda ibn Hussain había perdido la capacidad para organizar a la totalidad del ejército, las unidades solo obedecían a sus propios generales y no a su qaīd, y el repliegue se convirtió en fuga desorganizada. Sin la adecuada protección de la retaguardia ante el acoso que emprendieron los infieles, la atención estaba más puesta en defenderse de su continuo hostigamiento que en planificar un avance organizado. Y así fue como el domingo, tras dos días de retirada, acosado desde los altos en una tierra que el maldito Ramiro conocía bien, nuestro ejército fue conducido hasta el borde de un profundo barranco, del que los hombres no pudieron escapar. Arropado por mi guardia personal y por las tropas de élite, tratando de mantenerme firme para rehacer a mis súbditos, fui sin embargo testigo de la manera en que nuestros reclutas eran pisoteados por las bestias, cuando no se despeñaban.
Por fin, advertido por los más cercanos del peligro inminente para mi persona, el mismo califa se vio obligado a entrar allí con ellos y, herido, solo consiguió pasar con sus soldados al precio de abandonar el real con todos los símbolos de poder, incluidos el Qur’ān con el que me solazaba y la cota de malla recubierta de oro. Jamás olvidaré la visión de aquel barranco colmatado por cadáveres de hombres y bestias, que permitió así el paso de los pocos miles de hombres que, a lomos de sus cabalgaduras y picando espuelas, salvaron así sus vidas. Una vez más se cebó la muerte entre los reclutas y las levas, y son las tropas regulares y de élite y la caballería los que ahora me acompañan en este doliente regreso a Qurtuba.
Cada minuto de reflexión hace más evidente la traición de algunos de los más notables militares, quienes, rencorosos contra su soberano y contra el qaīd que les había nombrado, rompieron filas e iniciaron la desbandada, atrayendo a los musulmanes a la derrota. Furtún ibn Muhammad fue el primero, y ya viaja, junto a varios iguales, cargado de cadenas, con la única esperanza de que el Todopoderoso haga descargar un rayo sobre mi haymah, pues sabe bien que lo primero que he de hacer al entrar en Qurtuba, antes de atravesar las puertas del alqásr, es contemplar su crucifixión a orillas del Ūadi al Kabir.