26
—Es un regalo de Dios…
—¿Qué es un regalo de Dios? —inquirió Umarit, que no apartaba los ojos del pequeño Yorán, aferrado a su pecho a pesar de haber cumplido los dos años.
Hasday había aprovechado el alto en el camino para descabalgar y subir a la trasera del carro en el que viajaban su esposa y sus dos hijos en compañía de una de las ayas.
—Este paisaje —respondió él al tiempo que contemplaba el inmenso mar azul que se extendía ante ellos.
La comitiva remontaba la costa en dirección a Barsāluna, procedente de Turtūsha, la última madīna en la que se habían detenido.
—Nuestros hijos lo son —añadió Umarit, al ver que a Yakob le faltaba el tiempo para subirse encima de las rodillas de su padre.
—Cierto. —Hasday sonrió revolviendo el cabello largo y moreno de su primogénito—. Pero no me refería a esto… Hablo de este viaje, de la oportunidad que me ha concedido Al Nāsir. Aún no hemos llegado a nuestro destino y los frutos que ya he recogido compensan cualquier incomodidad o cualquier peligro que podamos correr.
La embajada estaba compuesta por una decena de hombres de la más variada condición: altos funcionarios de la cancillería y del tesoro, escribientes, un enviado del obispo metropolitano de Qurtuba, representantes del comercio de la capital, uno musulmán y otro judío. El califa no había escatimado en medios para protegerlos, y los acompañaba una unidad de jinetes bereberes formada por medio centenar de soldados con las mejores cabalgaduras. Esclavos, sirvientes y muleros completaban la comitiva.
Antes de la partida, no se había hablado de plazos, y el primero que se había guardado de hacerlo era el propio Hasday. Tenía intención de detenerse en las juderías más importantes del camino, y la primera había sido Tulaytula. Quedó impresionado por la ciudad en su conjunto, pero, sobre todo, por la aljama y por la pujanza de sus moradores. Era notable la influencia de la comunidad judía en el gobierno de la madīna, y tomó buena nota de ello. Allí obtuvo la primera prueba de algo que había de constatar durante el resto del trayecto: todos los notables de la comunidad conocían su nombre, los miembros del Consejo se disputaban la oportunidad de agasajarlo y hasta los ancianos escuchaban en silencio sus respuestas a las continuas cuestiones que sometían a su juicio.
Habría pecado de poco sincero de haber negado ser consciente de la atracción que ejercía sobre sus interlocutores, algo que había ido observando desde sus comienzos en Qurtuba. El propio príncipe Al Hakam le había hablado, con la sinceridad que le permitía su posición, de la impresión que causaba en quienes le escuchaban, de la seducción que ejercía con su voz bien modulada, con su actitud segura y su discurso elocuente. Entonces no había prestado oídos a sus halagos, que creía encaminados a otro tipo de objetivos. En Tulaytula, por el contrario, había percibido admiración e interés genuino por sus opiniones. Y aquello había contribuido a disipar las dudas iniciales acerca de su capacidad para llevar a cabo una misión tan trascendental como la que le había encomendado Al Nāsir.
El asombro se había acrecentado cuando descubrió que el interés alcanzaba las aljamas más alejadas de la capital, situadas en la frontera misma. Desconocía de qué modo había llegado hasta ellos la noticia de su paso, pero en Qālat Ayyub recibió a una pequeña comitiva que representaba a las comunidades judías de Tarasūna, Tutīla y Qalahūrra. Había sido comisionada por sus notables para hacerle llegar un mensaje claro: no debía permitirse de ningún modo que la frontera del Ūadi Ibrū se convirtiera en el escenario de un enfrentamiento bélico entre cristianos y musulmanes, del que los judíos solo podían salir perjudicados. El río era una vía fundamental de comunicación del reino de León y los condados de Castilla y Alaba con los puertos del Mediterráneo, tanto comercial como de contacto con las comunidades judías de Turtūsha, Barsāluna, Besalú y Jarunda. Debía hacerse lo imposible para que el tratado entre el rey de Pamplona y el conde Sunyer no llegara a buen término. Un mensaje con la misma esencia le fue transmitido en Saraqūsta, pero no de forma tan vehemente como en la Madīnat Turtūsha. Allí, frente a las asombrosas atarazanas levantadas junto al río que tanto le habían recordado a las de Madīnat Bayāna, los atemorizados comerciantes de la ciudad, arremolinados en derredor, le habían comunicado su temor ante la posibilidad cierta de que la ciudad fuese el primer objetivo de la coalición formada tras el probable acuerdo.
Barsāluna se adivinaba ya desde los altos del camino, pues en lontananza se alzaba el Monte de los Judíos, donde, según tenía entendido Hasday, estos habían ubicado su cementerio principal. Por primera vez en sus casi treinta años de vida, pisaba tierra cristiana, algo que había resultado evidente en las últimas jornadas, a la vista de los numerosos monasterios que habían avistado. Era viernes, y dio orden de hacer alto a orillas de un caudaloso río para permitir que, a la sombra de un bosquecillo umbrío, los musulmanes de la comitiva cumplieran con el precepto de la oración de mediodía. Vadearon entonces el cauce y todos aprovecharon para quitarse de encima el polvo del camino y asearse en las cristalinas aguas del río. Compartieron después el almuerzo mientras secaban sus ropas al sol. Por fin, tras un breve descanso, se dispusieron a preparar la entrada en la ciudad. Se ataviaron con su mejor indumentaria, cubrieron las grupas de los caballos con vistosas gualdrapas y anudaron en el extremo de las lanzas los pendones blancos que distinguían a la dinastía omeya.
Hasday ejerció como jefe de la embajada cuando una delegación salió a su encuentro. Para su sorpresa, el hombre que la encabezaba se dirigió a él usando con esfuerzo un árabe apenas comprensible, de forma que manifestó su alivio con un suspiro cuando Hasday le respondió en el más ortodoxo latín. En nombre del conde Sunyer, les dio la bienvenida, aunque les informó de que, en atención a la fecha, víspera de Shabat, la recepción oficial se retrasaría hasta la tarde del domingo, una vez concluidos los oficios religiosos de los tres credos. Les condujeron al interior de la ciudad en medio de la expectación de sus habitantes, que se arremolinaban a su paso. Los vistosos atuendos de los jinetes bereberes hacían que los niños, algunos a hombros de sus padres, otros encaramados en bancadas, abrevaderos o muretes, los observaran boquiabiertos. Un silencio reverente y curioso hacía que solo se oyera el entrechocar de los cascos de los caballos en el empedrado de la vieja ciudad de origen romano. También el pequeño Yakob contemplaba cuanto le rodeaba desde el pescante con una mezcla de asombro y temor. Llegaron a la entrada del call, donde los esperaba una representación de notables de la comunidad hebrea. Allí se apearon Hasday y su familia con los dos judíos que los acompañaban en la embajada y despidieron al resto, que continuaron su camino hacia los alojamientos que los acogerían en la ciudad. El hombre que parecía estar al frente se adelantó unos pasos.
—Mi nombre es Bernat, soy el privado de la condesa Riquilda. —Se fundió en un abrazo con él—. Os envía sus saludos y desea que te transmita el enorme agradecimiento que todos sentimos. Es un honor que tú, en persona, hayas accedido a estar hoy aquí. Nunca lo habríamos imaginado.
—El honor es mío —respondió Hasday con cortesía. La emoción que mostraba era auténtica—. Al Nāsir, mi señor, me ha concedido la gracia de encabezar esta misión.
Las presentaciones fueron breves, pues se acercaba el momento de acudir a la sinagoga, pero en el rostro de todos se reflejaba la honda satisfacción que les producía aquella visita. Una vez más, Hasday sintió que era el centro de atención. Al recorrer las estrechas calles de la aljama en dirección al oratorio, sentía las miradas fijas en él cuando desviaba la suya para contemplar algún detalle que atraía su atención.
La celebración del Shabat le hizo sentirse como en casa. Para su asombro, comprobó que las costumbres de los judíos de Barcelona apenas se diferenciaban de las de Qurtuba o las de Yayyán. Fueron agasajados durante toda la jornada en la residencia privada de Bernat, a la que acudieron destacados miembros de la comunidad. Hasday tuvo ocasión de escuchar detalles de la organización de la aljama, que, bajo el gobierno de un conde cristiano, estaba sometida a servidumbres y tributos similares a los que existían en Al Ándalus. Las preocupaciones que habían llevado a Hasday hasta Barcelona no tardaron en surgir en la conversación. La actividad comercial en torno al puerto era la fuente principal de ingresos de los habitantes de la ciudad, y se daba la circunstancia de que los mercaderes y armadores más prominentes, con intereses en toda la costa norte del Mediterráneo, desde las tierras de los francos a las italianas, habitaban en el call. No resultaba casual que el privado de la condesa fuera judío, igual que lo habían sido antaño el del conde Wifredo y el del propio Sunyer en los primeros años de su gobierno.
Bernat, apoyado por la condesa Riquilda, hija del conde Wifredo y sobrina, por tanto, de Sunyer, se mostraba tajante al considerar que tal cambio de política era una suerte de suicidio que conduciría a la ciudad y al condado a la inanidad. Hasday había comprendido, desde el momento en que recibió su epístola, que eran los intereses comerciales de sus correligionarios los que se veían amenazados. Sin embargo, de manera inteligente, Bernat utilizaba otro tipo de argumentos para apoyar sus demandas: demostrando manejar información que no estaba al alcance de cualquiera, argüía que Al Nāsir necesitaba nuevas alianzas para poder centrar sus esfuerzos en las auténticas amenazas para su poder. Recordó la reciente derrota en Simancas frente a Ramiro de León y a García Sánchez de Pamplona, el peligro incipiente que suponía el conde Fernán González de Castilla, y el enconado enfrentamiento con los fatimíes del norte de África.
El canto de los gallos sorprendió a Hasday despierto en su lecho la mañana del domingo. Era el día elegido para la recepción de la embajada, y sentía sobre sus hombros el peso de la responsabilidad. De Qurtuba llevaba la que Al Nāsir había descargado en él como representante de los intereses del califato. En Barcelona se encontró con la que sus hermanos de fe, a través de Bernat, depositaban en su capacidad. A lo largo de su trayectoria como médico había aprendido a asumir las consecuencias de sus decisiones, pero estas afectaban tan solo al paciente en cuestión. En esta ocasión viajaba con plenos poderes otorgados por el mismo califa, y de su habilidad en la negociación dependía el bienestar, quizá la propia vida, de miles de hombres y mujeres que jamás llegaría a conocer.
Umarit descansaba plácidamente a su lado, y la visión de su cuerpo apenas cubierto por la suave sábana de lino le recordó la pasión con que lo había recibido la noche anterior. Yakob y Yorán dormían en la alcoba contigua en compañía de su aya Fátima, y deseó que hubieran podido acompañarlo en la visita que estaba a punto de realizar al puerto de la ciudad.
Se aseó con precaución para no alterar el sueño de Umarit y, al salir de la alcoba, el aroma del pan recién horneado inundaba la casa. Encontró a Bernat levantado. Poco después se sumaron a ellos los otros dos miembros judíos de la delegación: el representante de los comerciantes de Qurtuba y el funcionario del tesoro. A pesar de todo, desayunó con apetito en su compañía antes de acudir a la sinagoga. Aquel día en sus oraciones rogó por llegar a la noche con el ánimo pleno de satisfacción, señal de que las negociaciones se habrían desarrollado según lo previsto. Pero tal cosa dependía de demasiados factores cuyo control estaba fuera de su alcance. La fuerza del viento era uno de ellos.
Tras la oración matinal, partió desde la sinagoga un nutrido grupo de hombres que acompañó a la delegación cordobesa en su recorrido por el puerto. En las dársenas, la actividad aquel día era reducida, y el lejano tañido de las campanas recordó a Hasday el motivo. Aquel sonido, inexistente en las ciudades andalusíes desde que el emir Muhammad prohibiera su uso para convocar a los fieles cristianos, era uno de los pocos elementos que diferenciaban aquel lugar de los puertos musulmanes que conocía. Aquel domingo eran braceros judíos quienes descargaban dos embarcaciones ancladas a escasa distancia de la costa, una visión que le recordaba sus visitas a Bayāna o al puerto fluvial de Ishbiliya. Tampoco los navíos a la vista presentaban diferencias con los mercantes andalusíes, aunque le llamó la atención la ausencia de naves de guerra.
Una soberbia lonja cumplía la función de la alqaysaríya musulmana, y en su interior recibieron la noticia de la llegada a la ciudad, la víspera, del conde Hugo de Arlés, con la intención de sumarse a la negociación.
—Su presencia favorece nuestros intereses. —Bernat había apartado a Hasday del grupo y le hablaba con sigilo—. Es uno de los más perjudicados por las correrías de los corsarios de Fraxinetum.
—Y dentro del condado, ¿con qué apoyos cuentas?
—Los notables están divididos. Aquellos cuyos intereses se inclinan a ampliar sus posesiones en dirección al sur apoyan sin dudar el pacto con los pamploneses. Los que buscamos la paz que nos permita ejercer el comercio sin trabas compartimos las reticencias de la condesa Riquilda.
—Esa división debería ser suficiente —susurró Hasday antes de volver con el grupo.
El palacio del conde Sunyer se levantaba en las cercanías de la dársena, próximo también al soberbio templo cristiano en el que pocas horas antes se había celebrado la misa dominical. Lo primero que llamó la atención de Hasday fue la sobriedad de sus ornamentos: tapices sobre la piedra desnuda, grandes muebles de madera labrada y enormes soportes colgantes de hierro repletos de lamparillas. Poca solemnidad para un hombre que reunía bajo su manto el poder sobre los condados de Barcelona, Gerona y Osona y que, junto a sus hermanos Sunifredo y Miró, lo ampliaban a Besalú, Cerdaña y Urgell.
El enorme salón al que fueron conducidos, donde se celebraría el encuentro entre las dos delegaciones, estaba iluminado por grandes ventanales que en aquella calurosa jornada se hallaban abiertos, de forma que permitían contemplar el hermoso panorama que se extendía hasta la línea de la costa. Los tejados del entramado urbano aparecían en primer plano, para dejar paso más allá a las grandes lonjas, la dársena y los mástiles de los mercantes recortados contra el intenso azul del mar, sobre la línea del horizonte. A su diestra se encontraba el Monte de los Judíos, Montjuic, como Bernat lo había nombrado usando la variedad del romance que se hablaba en aquellas tierras. La vista resultaba deslumbrante, y la brisa que penetraba por los vanos de las ventanas transportaba el olor del mar que tanto había añorado Hasday durante aquellos años en Qurtuba. Definitivamente, pensó, solo aquello le faltaba a la capital del emirato para resultar perfecta.
Bernat ejerció como anfitrión e hizo disponer a los miembros de la delegación cordobesa en torno a la gran mesa central. Solo Hasday permaneció junto a él, delante de la gran puerta de dos hojas, a la espera de que hiciera su entrada el conde. Lo hizo de forma ceremoniosa, tras el anuncio por parte de un mayordomo y seguido por otros notables que, por la descripción de Bernat, Hasday identificó como Hugo de Arlés y los hermanos de Sunyer. También había una mujer, sin duda la condesa Riquilda. El conde se acercó al centro del espacioso salón y, por un momento, los dos hombres quedaron frente a frente, sin que ninguno hiciera gesto alguno. Hasday, por fin, inclinó la cabeza con cortesía y le tendió las manos.
—En nombre de Abd al Rahman Al Nāsir, califa de Qurtuba, agradezco tu hospitalidad —dijo de forma solemne.
Sunyer respondió al saludo, pero su expresión resultaba hosca. La barba hirsuta y el porte poderoso mostraban que el apelativo con el que había sido conocido su padre Wifredo, el Velloso, podría aplicarse sin dificultad a su hijo.
—Las relaciones entre estos condados y los soberanos de Qurtuba nunca han sido buenas. Mi propio padre murió a manos de un mawla de los omeya, de la familia de los Banū Qasī, a quienes Dios confunda. Después los enfrentamientos han sido continuos, y no simularé alegría por vuestra visita, por mucho que mis consejeros hayan insistido en que debíais ser recibidos.
—Siempre es mejor que hablen los hombres y no las espadas y los alfanjes.
—Quizás eso deba recordárselo tu señor a los piratas de Fraxinetum y de Mallorca.
—Vengo dispuesto a hablar de ello —concedió Hasday, tratando de ocultar su perplejidad y decidido a atajar aquel abrupto comienzo.
—Desconozco de quién partió la iniciativa de esta embajada —prosiguió, sin embargo, el conde. Los hombres de las dos delegaciones seguían en pie, y aún no se habían hecho las presentaciones—. Se me ha informado de que surgió de la cancillería de Qurtuba, pero ignoro si existió algún contacto previo que se me haya ocultado.
Hasday fue rápido. Comprendió que, al pronunciar esas palabras, Sunyer esperaba un cruce de miradas con Bernat o con la condesa Riquilda. Lo evitó a tiempo.
—Mi señor y sus ministros están muy interesados en alcanzar una paz duradera con nuestros vecinos. —Esperaba que aquella respuesta, que no le comprometía, le bastara.
La sonrisa de soslayo que apenas entrevió tras la poblada barba del conde le indicó que no había sido así.
El conde se retiró a un lado y comenzaron las presentaciones, que corrieron a cargo del privado de Sunyer. Desfilaron ante él Hugo de Arlés, el conde Sunifredo y el conde Miró, ambos hermanos de Sunyer, a quien el último se enfrentaba por el control sobre el condado de Besalú. Les siguieron el obispo de Barcelona y el abad de Ripoll. Al escuchar el nombre del monasterio benedictino, Hasday retuvo su mano.
—No permitáis que deje la ciudad sin hablar con vos —le indicó en voz apenas audible—. Las noticias sobre vuestro scriptorium han llegado a Qurtuba.
Por fin le tocó el turno a Riquilda. En el breve instante que duró el saludo, descubrió a una mujer hermosa, a pesar de que habría pasado los cincuenta. Cuando dobló las rodillas en una elegante genuflexión, mantuvo la espalda recta y los ojos clavados en los suyos. Su mirada era intensa y, de alguna manera, supo transmitirle lo que esperaba de él.
A medida que pasaban ante Hasday, los miembros de la numerosa representación catalana iban ocupando sus asientos en torno a la descomunal mesa. Después fue el turno de las presentaciones de la delegación qurtubí: el funcionario de la cancillería, el del Tesoro, los representantes de los comerciantes, el nuncio del obispo metropolitano. Todos hicieron gestos de cortesía antes de tomar asiento.
El privado del conde tomó la palabra e inició un discurso largo, protocolario y vacío de contenido que aburrió a todos. También a Hasday, que aprovechó para repasar las ideas que había pergeñado con anterioridad, pues se vería obligado a adoptar un tono diferente al que había previsto, ante la abierta hostilidad manifestada por el conde en el primer contacto. Tanto se había sumido en sus pensamientos que se vio sorprendido al oír su nombre y comprobar que todas las miradas estaban puestas en él.
—Ilustres anfitriones —empezó en un correcto latín—, muchos han sido los desencuentros que nos han enfrentado en el pasado, como acaba de recordar el conde Sunyer. Vuestro Dios y el Dios en el que creen los habitantes de Qurtuba parecen conducir a sus criaturas a una suerte de enfrentamiento continuo, sin que nos paremos a pensar en los intereses que a todos nos unen. Quizá mi elección como enviado no haya sido casual, pues Al Nāsir es un hombre dotado de una visión preclara y ha elegido a un judío para desterrar cualquier atisbo de duda: el interés que nos mueve en esta ocasión no es continuar con la guerra santa. Hay muchos judíos entre vosotros, como he tenido ocasión de comprobar, igual que los hay en tierras del Islam. Su actividad resulta fundamental para la prosperidad de ambos pueblos, y aquí lo sabéis bien, pues la industria y el comercio de vuestras manufacturas a través del Bahr Arrūm os proporcionan la parte más importante de vuestras rentas.
—Cuando esa actividad no se ve interrumpida por piratas —espetó Hugo de Arlés.
Hasday asintió con un asomo de sonrisa. Su voz había sido calma hasta entonces. Según el príncipe Al Hakam, aquella voz podía resultar quizá cautivadora para algunos, pero no para Hugo de Arlés, al parecer.
—Nasd ibn Ahmad, qaīd de Fraxinetum, ha actuado hasta ahora al margen de la autoridad del califa.
—No es ese el papel que se arroga. Lo he tenido frente a mí, y se califica a sí mismo como un muyahidyn, un guerrero de la yihād al servicio de Abd al Rahman. Según él, el botín que obtiene, resultado del expolio de nuestras naves y nuestras aldeas, termina engrosando el tesoro del califa.
—En ese caso tendrá que responder de sus palabras. Estoy aquí con la autoridad necesaria para hacerle comparecer si es preciso. —Hasday hizo una pausa, se irguió y miró al conde a los ojos—. Te aseguro, Hugo de Arlés, que si Nasd ibn Ahmad persiste en su actitud y se convierte en obstáculo para obtener la paz, tendrá frente a sus playas la mayor flota musulmana que jamás se haya reunido. De Fraxinetum no quedará piedra sobre piedra.
El conde, esta vez sí, pareció sinceramente impresionado.
—Creemos que la debilidad de Al Nāsir habla por tu boca —respondió entonces Sunyer—. El acuerdo alcanzado con García Sánchez, rey de Pamplona, supone una seria amenaza para el califa, y tu presencia aquí es muestra de ello. Después de Simancas, tu señor ha comprobado que nada puede contra la alianza de los reyes cristianos. Con la ayuda de los pamploneses, los gallardetes con la media luna regresarán definitivamente al otro lado del río Iberus, un límite que jamás debieron traspasar. Turtūsha volverá a formar parte de nuestros condados.
—García Sánchez, rey de Pamplona…, en Qurtuba nos cuesta aún asociar tal título al nombre de un rey joven, que mantiene a su lado a la que, durante su infancia, ha dirigido el reino con mano de hierro. Nos resulta más familiar el nombre de la reina Toda, la artífice de todas las alianzas firmadas por el reino de Pamplona, la mayor parte de ellas por vía de matrimonio. Se diría que fue bendecida con un sinnúmero de hijas para extender su influencia en derredor mediante casamientos. No dudes de que, tras el pacto que habéis firmado con García Sánchez, se encuentra también su mano.
—Pactos matrimoniales que han dado frutos. En Simancas alcanzaron su madurez.
—Toda no se limita a cuidar un solo árbol. Se preocupa de regar y abonar varios a un tiempo para tomar los frutos del que considere más apropiado. En Simancas luchó junto a Ramiro de León, pero nuestros informadores nos hacen saber que su intención ahora es apoyar a Fernán González, conde de Castilla. Como bien sabes, ha conseguido casar a su hija Sancha con él. La ambición de Toda no conoce límites.
—Cualquier pacto es bueno si sirve para detener a los enemigos de Dios —contestó Sunyer.
Se alzó entonces el representante de la cancillería cordobesa. Carraspeó a la espera de autorización para hablar, que obtuvo mediante un gesto del conde.
—En nuestra cancillería tenemos motivos para vanagloriarnos de dos cosas. La primera es nuestro excelente servicio de correos. Cualquier informe puede cruzar la Península en pocos días. Disponemos de casas de postas con caballos de refresco en cada fortaleza, en cada aldea. La segunda: nuestra red de informadores, muchos de ellos infiltrados entre los más íntimos del séquito de cortesanos, incluso de eclesiásticos. Durante generaciones nuestras esclavas vasconas, gallegas y francas han dado a luz muchachos de piel clara, que han sido educados en las leyes del Islam y luchan por Allah de la manera más útil para nosotros…, infiltrados entre nuestros enemigos, de los que conocen hasta la última de sus costumbres. Sus oficios como campesinos, leñadores y comerciantes no despiertan las sospechas de nadie, y los bosquecillos de los caminos son muy propicios a emboscadas. Así caen en nuestras manos cartas como esta.
El funcionario tendió al hombre que se sentaba a su lado un pliego de pergamino arrugado y reseco. Circuló de mano en mano hasta llegar al conde Sunyer. Todos tenían la mirada puesta en aquel documento, de modo que nadie advirtió el gesto de asentimiento que Hasday dirigió al hombre de la cancillería.
El conde Sunyer palideció al leer la carta.
—Como ves, tus aliados practican un doble juego. Fernán González es ahora el cuñado de García Sánchez, y con esa alianza pretende dar alas a su deseo expansionista por tierras aragonesas… y catalanas.
—Esta carta está fechada antes de la firma de nuestro acuerdo —observó entonces Sunyer.
—Los deseos de los hombres no cambian de un día para el otro. Pero sois libre de depositar vuestra confianza en quien deseéis.
La carta circuló entre los más próximos a Sunyer, que se volvió de nuevo hacia Hasday.
—Confío en la palabra del rey de Pamplona, pero no es la única alianza posible. Con ayuda de la armada bizantina, a través de nuestros amigos amalfitanos, podemos hacer que Fraxinetum sea solo un mal recuerdo y garantizar así la seguridad de nuestros navíos.
Hasday asintió.
—No lo dudo, aunque Romano Lecapeno, el emperador de Bizancio, lleva tiempo dando muestras de acercamiento hacia Qurtuba. No olvidéis que los fatimíes son nuestro enemigo común, y las posesiones bizantinas hace tiempo que se ven amenazadas por su afán conquistador. Por otra parte, decidme, ¿qué creéis que sucederá en caso de que emprendáis una ofensiva hacia la frontera?
Sunyer calló. Fue su hermano, Sunifredo, quien respondió por él.
—Que el hostigamiento a nuestras naves se incrementará, y esta vez no solo por parte de los piratas de Fraxinetum y de Baleares, la propia flota califal lanzará sus ataques contra nosotros.
—Tú lo has dicho. Y en ese caso, ¿vendrán los pamploneses en vuestro auxilio? Quizá desciendan río abajo con sus almadías repletas de infantes vascones…
La imagen despertó risas, incluso entre algunos de los anfitriones.
—¿Cuál es el ofrecimiento del califa? —preguntó Sunyer.
—Deberéis romper el pacto firmado con el rey de Pamplona y anular la promesa de casar a vuestra hija con él.
—¿Cómo sabes…? —exclamó Sunyer, alterado. Después fulminó con la mirada al funcionario de la cancillería que había hablado poco antes.
Hasday observó que la revelación había sorprendido a sus propios hermanos, y también a Riquilda. Solo el privado parecía al tanto del compromiso.
—Deberéis, asimismo, dejar de ayudar y de tratar a cualquier cristiano que no esté en paz con el califa. A cambio, este se compromete a obligar a los corsarios de Fraxinetum, por la fuerza si es preciso, a cesar en su actividad de rapiña, tanto en tierra firme —clavó los ojos en Hugo de Arlés— como en alta mar.
El conde Sunyer paseó la mirada a derecha e izquierda, pasando por el conde de Arlés, sus dos hermanos, su sobrina Riquilda… Cuando llegó al obispo de Barcelona, este se alzó del sitial, rojo de ira.
—¡Conde! ¡No debéis dejaros engañar por las artimañas de este judío! ¡Las conozco bien! Hace pasar la necesidad por virtud. ¿Acaso no veis que os temen? ¡Y con razón! Se ha acabado el tiempo en que la sola presencia de los ejércitos sarracenos ponía en fuga a nuestros campesinos, dejando las aldeas y las ciudades expuestas al saqueo. Simancas nos marcó el camino. ¡Es Dios quien nos marca el camino! ¡No prestéis oídos a este hombre doblemente infiel, que siendo judío se ha vendido al muslime! ¡Muerte a los infieles!
Solo Sunyer, Hasday y el obispo se encontraban en pie. El privado del conde, viendo sus dudas, se levantó también y le habló al oído. Todos supieron que el conde apoyaba las palabras del obispo, que a muchos habían dejado boquiabiertos. Hasday, sin embargo, ya no prestaba atención a ninguno de ellos. De frente a los ventanales, miró a lo lejos, allá donde el azul del cielo y el del mar parecían fundirse en uno.
El obispo, que esperaba la respuesta airada de Hasday a sus insultos, contempló atónito la sonrisa que se dibujaba en sus labios. Siguió entonces la dirección de su mirada, y su rostro rojo de ira viró hasta mostrar la palidez de un cadáver. Entonces, también Sunyer se volvió hacia los ventanales.
La línea del horizonte había desaparecido. En su lugar se alzaba el velamen de decenas de naves de guerra, todas ellas con la enseña de los omeyas ondeando al viento. Empujadas por él, habían cubierto por completo el campo de visión y seguían apareciendo por decenas tras el Monte de los Judíos. Un centenar largo de embarcaciones, algo menos de la mitad de la flota califal, según calculó Hasday, se encontraba ya a la vista.
—Al parecer, el califa, con buen juicio, ha preferido no fiar el acuerdo a mis dotes como embajador, todavía por demostrar —dijo con un asomo de ironía.
Todos los asistentes estaban ya en pie y contemplaban el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Entre los anfitriones, las expresiones eran de temor; de regocijo en la delegación qurtubí.
Hasday había esperado toda la jornada a ver aquella imagen. En cuanto se conoció la fecha de la recepción, dos jinetes bereberes habían abandonado la ciudad con discreción. Se pusieron al galope para ir al encuentro de la flota que costeaba desde la cercana Turtūsha, donde había esperado fondeada la llegada por tierra de los embajadores. Mediante las señales luminosas convenidas, durante la noche habían transmitido al almirante de la escuadra la fecha y la hora aproximada en que se reclamaba su llegada a la ciudad[12].
—¿Qué significa esta afrenta? —bramó Sunyer.
—Me temo que se trata de un exceso de celo por parte del califa, que no está al tanto de la actitud receptiva que mostráis ante nuestra propuesta. Sin duda tal desconfianza se debe al desconocimiento mutuo, algo con lo que ahora tendremos ocasión de terminar.
Un brusco golpe hizo que todos se volvieran. El obispo se había desplomado en su sitial y se escurría hacia el suelo inconsciente, adoptando una postura poco decorosa. Alguien dio un grito y pidió ayuda. Hasday comprobó que se trataba del abad de Ripoll.
—Yo soy médico —anunció, ante la sorpresa del clérigo. Estaba ya agachado junto al obispo y le tomaba el pulso en el cuello, bajo la abundante papada.
—¡Qué desgracia! —se lamentó el abad.
—No es nada —anunció Hasday—. Un simple desvanecimiento, fruto, sin duda, de la tensión. Que alguien le moje la cara con agua fría.
Hasday regresó a su lugar en la mesa. El revuelo había descolocado a los asistentes, que hablaban ya en corrillos. Hasday observó que Sunyer dialogaba con sus hermanos y con Hugo de Arlés. El abad de Ripoll lo había seguido hasta el sitial que ocupaba y le habló con apremio mientras los demás regresaban a sus asientos.
—¿Es cierto lo que se cuenta sobre ese nuevo soporte para la escritura? «Papel», lo llaman. Algunos dicen que en Qurtuba ya se fabrica.
Hasday sonrió.
—Quizá si tenéis a bien acogerme en vuestro monasterio para visitar vuestro afamado scriptorium, podamos hablar de ello.
—¡Oh!, me temo que vuestros informadores os han fallado en este caso. Ripoll se encuentra a muchas leguas de aquí, eso retrasaría en varias jornadas vuestro regreso.
—Sé bien dónde se encuentra Ripoll, pues es mi deseo visitar las comunidades judías de Gerona y Besalú antes de iniciar el retorno.
—En tal caso, contad con mi hospitalidad. Creo que tenemos mucho de lo que hablar —respondió el abad, satisfecho, antes de correr a ocupar su asiento.
Aparte del obispo, al que varios asistentes trataban de refrescar, todos lo habían hecho ya. Parecía que el conde Sunyer se disponía a tomar la palabra.
—Debéis transmitir a Al Nāsir la alegría que produce al conde de Barcelona la aceptación de la propuesta de paz que le fue enviada hace meses por uno de nuestros hombres de confianza —dijo lanzando una mirada de soslayo a Riquilda y a su privado—. Celebramos que la negociación haya culminado con éxito, a falta de poner por escrito cuanto se ha expuesto hoy aquí, para que sea rubricado después por ambas partes. Hacedle llegar también nuestro agradecimiento por la importancia que otorga a estos condados, al complementar la embajada con esta excepcional exhibición de su poder bélico, algo nunca visto en nuestras costas. Sin duda es un generoso dispendio que cualquier otro monarca se hubiera evitado, pero no así el califa de Qurtuba. Quizá debieran aprovechar el viaje para advertir al qaīd de Fraxinetum de lo que le espera si persiste en su actitud. Yo mismo os entregaré una carta para Al Nāsir en la que reflejaré estos extremos, y en la que encontraré un hueco para alabar la perspicacia y el buen hacer del joven y brillante embajador que se ha dignado enviar hasta nos.
El sol caía ya hacia la línea del horizonte cuando Yakob, bajo la mirada atenta del marino encargado de vigilarlo, subió tambaleándose los escalones de madera que conducían a la cubierta de la enorme embarcación que había sido su hogar durante las dos últimas semanas. Tras él lo hizo Umarit, y Hasday los siguió con el pequeño Yorán en brazos.
Hasday se volvió para asegurarse de que había cerrado el baúl con el que viajaban y para comprobar que no había quedado fuera ninguno de los preciosos manuscritos que guardaba. Todos procedían de la biblioteca del monasterio de Santa María de Ripoll, e iban a constituir para Al Nāsir y para el príncipe heredero el más preciado de los numerosos regalos que llenaban las bodegas. Para él habían sido la única fuente de entretenimiento durante las largas jornadas de navegación.
En aquellas últimas horas a bordo del navío, que comandaba el propio almirante de la armada andalusí, empezaba a sentir nostalgia tras la travesía en la que, junto al resto de la escuadra, habían costeado toda la fachada oriental de la Península hasta alcanzar las proximidades del puerto que se había alzado con el privilegio de acoger la flota califal. Por eso, a punto de doblar el cabo desde el que quizá ya podrían divisar la torre de vigilancia que dominaba Al Mariyat Bayāna, notaba que se le aceleraba el corazón.
Sintió cómo la brisa del mar le agitaba el cabello y echó mano a la kipá para evitar que saliera volando por la borda. Solo en las últimas jornadas habían empezado a adaptarse a la vida a bordo, y hasta el pequeño Yakob comenzaba a caminar sobre la cubierta sin necesidad de apoyarse y sujetarse a los cabos. Hasday reparó en el color dorado que en aquellos días había adquirido su piel. Avanzaron hacia la amura de babor en medio del desacompasado vapuleo de las velas y siguieron con la mirada la dirección que les indicaba el vigía. Apenas se adivinaba la línea de la costa entre la bruma, pero Hasday reconoció al instante el perfil de los montes que se alzaban tras ella.
—¡Allí! ¿Lo veis? —exclamó al tiempo que se agachaba para rodear con los brazos el frágil cuerpecillo de Yorán—. ¡Bajo aquella pequeña cumbre! ¡Al Mariyat Bayāna!
Sus pensamientos retrocedieron dieciséis años, hasta el día en que había visto el mar por primera vez. Se alzó de nuevo sujetando al pequeño en el brazo izquierdo y rodeó con el derecho los hombros de Umarit, que acogía a Yakob entre los pliegues de la túnica.
—Si estáis con nosotros es gracias a Dios, que puso a vuestra madre en mi camino la primera vez que viajé hasta aquí —dijo sin poder ocultar la emoción en la voz.
Los dos pequeños miraban al frente, callados, con los ojos entrecerrados para protegerlos del viento. Sus cabellos despeinados se recortaban contra la luz tibia del atardecer. El navío viró ligeramente a estribor y un súbito cabeceo hizo que la espuma salada les rociara el rostro. Hasday sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, pero no era el agua cálida del final del verano la que lo producía.
Mientras, de manera apenas perceptible, se acercaban a la costa, rememoró los primeros navíos que había visto cuando, con solo trece años, acompañó a su padre en aquel viaje que habría de cambiar su destino. Se le encogió el corazón al recordar al viejo Asbag guiándole por el puerto mientras Ishaq atendía a sus negocios. Se preguntó qué habría sido de su hermosa vivienda, encaramada en la ladera bajo el torreón de vigilancia que daba nombre al lugar. Se acordó del momento en que el anciano lo condujo por las veredas sombreadas del jardín para que se acercara al pretil de piedra desde el que se contemplaba toda la bahía, la misma bahía en la que en ese momento se adentraban a bordo de la mayor nave de la flota califal.
Hasday volvió la cabeza hacia la popa y quedó sobrecogido por la visión del centenar de navíos que seguían su estela hasta donde alcanzaba la vista. Al instante se sintió frágil y minúsculo, no solo por la infinitud de la imagen, sino por la repentina conciencia de ser solo una diminuta pieza del enorme engranaje que había puesto en marcha el ser todopoderoso en el que creía.
Oprimió el brazo de Umarit y también ella giró la cabeza. La vio entrecerrar los ojos y tragar saliva, y juntos se volvieron con los dos pequeños.
—Hay imágenes que permanecen vivas en el recuerdo toda la vida —observó Hasday—. Quién sabe si, a pesar de vuestra juventud, esta será una de ellas.
Las naves se dispersaron a lo largo de la costa y todas habían fondeado antes del anochecer. La suya fue dirigida con pericia hacia uno de los pocos amarraderos que se internaban en el mar, a una distancia suficiente para permitir que se aproximara una nave de tan gran calado. Del resto partían decenas de chalanas que trasladaban a los tripulantes y las dotaciones militares hasta las extensas playas cercanas. Bajo el promontorio que dominaba el puerto y ante la vieja alcaicería que Hasday recordaba, parecía haberse concentrado la población de la cora al completo.
Hasday se ocupó de ayudar a los suyos a cruzar la oscilante pasarela instalada entre la borda y el embarcadero. Era consciente de que era, junto al almirante de la flota, el hombre al que se dirigía la delegación de bienvenida que ya se aproximaba. Umarit se retrasó con el aya y los pequeños para dejar paso al resto de los miembros de la embajada que desembarcaban tras ellos. Fue el propio almirante, residente en Al Mariyat Bayāna desde su nombramiento por Al Nāsir, quien se encargó de las presentaciones. Tras el primer saludo, se apartó con naturalidad para permitir que los dos hombres quedaran frente a frente.
—Ahmad ibn Isa, ‘amil de Bayāna —indicó—. Hasday ben Shaprut, jefe de la embajada andalusí ante los condados catalanes, nombrado para la misión por nuestro amado califa.
—Hijo de Ishaq —añadió el gobernador con una abierta sonrisa—. Solo con ese salvoconducto tendrías abiertas las puertas de esta ciudad. Pero, al parecer, los Banu Shaprut están llamados a ocupar más altas magistraturas.
—Hace muchos años pisé por primera vez este mismo puerto. Debo manifestarte mi enorme impresión al comprobar la transformación que ha experimentado —dijo paseando la mirada por encima de las cabezas de los hombres que arropaban al gobernador.
—La elección de Al Mariyat Bayāna como base de la flota está detrás del cambio, más notable para quienes la conocisteis años atrás. Pero la actividad comercial de hombres como tu padre… y tu difunto hermano —vaciló— también ha contribuido a su riqueza.
Una sombra de tristeza nubló la expresión de Hasday.
—Lamento haberte recordado algo que aún te causa dolor —se excusó el ‘amil—. Pero está conmigo alguien que, sin duda, contribuirá a alejar la pena de ti.
El gobernador se retiró y uno de los hombres, que hasta ese momento se había mantenido apartado, dio un paso al frente. El semblante de Hasday mudó por el asombro.
—¡Hakim! —exclamó, al tiempo que abría los brazos, incrédulo.
Los dos se fundieron en un abrazo. Hakim le palmeó la espalda con fuerza. Cuando se separaron, había lágrimas en los ojos de ambos, pero los dos apretaban la boca y parpadeaban mirando al suelo, tratando de ocultarlas. Después Hasday alzó la cabeza con la intención de observar con más atención el aspecto de su mejor amigo, pero su mirada se topó con un rostro risueño de una mujer que conocía bien.
—¡Firuze! —gritó, casi.
—Y estos son nuestros hijos. —Hakim, orgulloso, hizo adelantarse a tres varones y dos muchachas—. A los más pequeños no los conoces.
—¡Vaya! —exclamó Hasday, al tiempo que se volvía en busca de Umarit, ignorando las miradas complacientes del gobernador y del almirante.
—Ahora debes atender a tus obligaciones —dijo Hakim, comprensivo—. Tiempo tendremos para hablar antes de vuestro regreso a Qurtuba. Pero permite que Umarit y tus hijos nos acompañen. Tenemos una sorpresa que nos encantará mostraros.
Una pregunta, sin embargo, quemaba en los labios de Hasday.
—¿Mis padres…?
—Hace pocos días que nos llegó la noticia del regreso de la flota. Supusimos que vendríais a bordo, pero ni siquiera era seguro. De todas formas, tenía previsto realizar este viaje un par de semanas más tarde, así que lo adelanté. Ya’qûb, mi hijo mayor, va a cumplir once años, casi la edad que tenías tú cuando viniste a Bayāna por primera vez. Tu padre, sin embargo, va cumpliendo años y, aunque mostró el deseo de acompañarnos, no está ya para largas jornadas a caballo.
—No importa —respondió Hasday, aunque su rostro reflejaba desilusión—. Tenemos previsto pasar por Yayyán de regreso a Qurtuba.
—¡Es perfecto! —exclamó Hakim, haciendo ademán de despedirse—. Volveremos juntos.
El gobernador, sin embargo, lo tomó por el brazo.
—Deja que sea tu esposa quien ofrezca vuestra hospitalidad a la familia de Hasday. Acompáñanos en la humilde recepción que hemos preparado para los enviados de Al Nāsir.
A pesar de los años transcurridos, Hasday podría haber recorrido las estrechas calles de la alcaicería con los ojos cerrados. Recordó la impresión que le había producido caminar entre aquellas fachadas recubiertas de mármol, por las mismas losas de piedra que volvía a pisar entonces en compañía del gobernador de la cora más floreciente de Al Ándalus y del almirante de la flota califal, uno de los dos hombres más poderosos del ejército de Qurtuba. Y Hakim, el pequeño arrapiezo que arrastraba los pies mugrientos por los arrabales de Yayyán apedreando perros vagabundos, avanzaba entre ellos, orgulloso, satisfecho y seguro de sí mismo.
La cena estaba servida en la soberbia galería porticada donde siempre habían tenido lugar los encuentros de los mercaderes, donde Hasday conociera al viejo Asbag. Entre saludos, reparó en un detalle revelador: una de las largas mesas que se habían dispuesto entre las esbeltas columnas estaba servida por criados tocados con kipá, y sobre ella había alimentos típicamente judíos, comida kasher sin duda, además de numerosas jarras de vino judiego, vedado a los musulmanes que gobernaban la ciudad.
Poco pudo comer, sin embargo. Era el centro de atención, los pequeños grupos que se formaban se disputaban su presencia y las anécdotas de su reciente misión en Barcelona provocaban la admiración de los comensales. Tras el ataque a Al Mariyat Bayāna llevado a cabo por una escuadra de Suniario años atrás, el conde no contaba con las simpatías de los mercaderes andalusíes, y resonaron las risas cuando Hasday describió su rostro al ver, a través de los ventanales, las velas extendidas de los cientos de embarcaciones de la flota del califa. Los comerciantes judíos escucharon con atención el relato de su visita a las principales comunidades judías del norte de la Península, tanto a las ubicadas en territorio musulmán como las de los condados catalanes, y respiraron satisfechos al saber del pacto alcanzado con Suniario y del compromiso de Al Nāsir de terminar con las rapiñas de los andalusíes de Fraxinetum. Aquello podía constituir el inicio de una época de paz en el Bahr Arrūm septentrional, algo que favorecería sin duda sus propios negocios.
Hasday atendió a los parabienes de sus correligionarios y reconoció su aprecio. Pero si algo lo satisfizo especialmente fueron los elogiosos comentarios que el ‘amil de Bayāna en persona dedicó a Hakim, en un momento en que este departía con otros comensales. Lo describió como un joven despierto que mostraba ansia por dominar los resortes del negocio, cuya responsabilidad había acabado asumiendo, un trabajador infatigable y siempre leal a los intereses de Ishaq ben Shaprut y, por tanto, a los de Hasday. Al parecer, su padre raras veces viajaba ya hasta Bayāna; era Hakim quien lo hacía con frecuencia y, quizá por ello, había tomado la decisión de trasladar su residencia a aquel lugar. Cuando Ahmad ibn Isa le reveló que su amigo acababa de comprar una casa, Hasday sonrió para sí: quizás el gobernador, sin quererlo, le había revelado la sorpresa que aquel le tenía preparada.
Satisfecho, ahíto, cansado y quizás un poco ebrio por el exceso de vino judiego, Hasday acompañó a Hakim por las calles empedradas de Al Mariyat, que superaba ya en tamaño y actividad a la vieja Madīnat Bayāna. Se cruzaron con dos de las patrullas de soldados armados que rondaban el lugar durante la noche, en una ciudad donde las cantinas y los prostíbulos atestados de marinos y comerciantes eran, según le refirió su amigo, una fuente inagotable de conflictos.
—¿Cuál es esa sorpresa de la que me hablabas? —trató de sonsacar Hasday—. Me tienes intrigado.
—Ah, no es nada, solo que he adquirido una vieja casa cerca del puerto. Últimamente mis estancias aquí son frecuentes y cada vez se prolongan más. No resulta cómodo utilizar siempre las habitaciones de la alhóndiga. Es allí donde pasaremos la noche, aunque tendremos que entrar con sigilo para no despertar a los pequeños. Mañana te la enseñaré.
Entraron en la casa alumbrados por candiles, y Hakim le señaló la alcoba donde ya dormía Umarit. Hasday se desvistió en silencio, se tendió en el lecho con cuidado junto a la piel cálida de su esposa y, agotado tras una jornada intensa de emociones, cayó en un sueño profundo.
Los sonidos de la actividad en la casa los despertaron temprano. Hakim y Firuze los esperaban cuando descendieron al espacio común, que Hasday observó con expresión de desconcierto. Experimentaba esa extraña impresión de haber vivido una situación similar. No era una vivienda construida al estilo tradicional, sino que parecía adaptarse a las características del terreno, algo que le resultó evidente cuando atravesaron la puerta que comunicaba con un pequeño jardín. Alzó la vista hacia las rochas de piedra que circundaban la construcción, un sencillo edificio de piedra y ladrillo, rodeado de caminos empedrados, pérgolas cubiertas de hiedra…
—Esta casa… —Hasday miraba a derecha e izquierda, con asombro creciente—. ¡Conozco esta casa!
De repente, echó a andar con grandes zancadas, y Hakim lo siguió, divertido. Avanzaron por las veredas enlosadas entre bejucos y madreselvas, en flor al final del verano, en medio del rumor del agua que discurría por pequeños canalillos a los lados. Y llegaron al pretil de piedra cubierta de verdín sobre el que Hasday se había apoyado dieciséis años atrás.
—¡Es la casa de Asbag! —exclamó, deslumbrado por el sol que se alzaba al frente, mostrando la bahía de Al Mariyat en todo su esplendor.
La flota califal cabeceaba fondeada cerca de la playa, y las pequeñas embarcaciones de los pescadores salían para faenar en las ricas aguas próximas a la costa.
—Tuve ocasión de comprársela a uno de sus sobrinos, al que le había correspondido por herencia. No le fue mal en el trato, pero pensaba que te gustaría volver a apoyarte en esta balaustrada. Recuerdo que me hablabas de estas vistas cuando regresaste a Yayyán. Lo que no imaginaba es que os tendríamos aquí tan pronto…
Las dos mujeres llegaron en ese momento. Firuze sonrió al rodear con el brazo la cintura de su esposo. Umarit, deslumbrada por la intensidad de la luz, miraba boquiabierta el espectacular panorama que se extendía a sus pies, al tiempo que se colocaba también junto a Hasday. Durante largo tiempo, permanecieron sin decir nada, con las miradas fijas al frente. Fue Umarit quien rompió el silencio, quizás ante la necesidad de explicar el sollozo que había escapado de sus labios.
—Aquel edificio que se ve a lo lejos, más allá de la alcaicería, tras las dársenas…
—El mercado de esclavos —confirmó Hakim, un instante después de comprender el motivo de la emoción de la mujer.
—Allí fue donde nos compró tu padre —murmuró, esta vez sin tratar de contener el llanto. Sin duda el recuerdo de Yorán ocupaba su pensamiento—. En ese mercado empezó todo.
Hasday la apretó con fuerza entre los brazos y dirigió la mirada a su rostro.
—En realidad no fue allí. Hakim y Firuze quizá no sepan que donde de verdad empezó todo fue en una jaima, camino de Bayāna, en la que una esclava se deslizó para mostrar su agradecimiento al insensato que la había liberado. Y estos ojos azules hicieron el resto…
Hasday se inclinó entonces sobre Umarit y, ajeno a la presencia de sus amigos, le enjugó las lágrimas antes de cubrir de besos su frente, sus pómulos y sus mejillas.