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Año 958
—Dios, Nuestro Señor, me dará fuerzas, hijo mío.
—Tu astucia siempre te ha dado buenos resultados, madre —respondió con desánimo el rey de Pamplona—, pero ¿qué podemos hacer ante semejante desastre?
La reina Toda contemplaba desde el ventanal a varios sirvientes y escuderos que se afanaban para ayudar a descender a su nieto Sancho del carro que lo había transportado desde León, tras verse destronado por los magnates leoneses y castellanos, encabezados, cómo no, por el intrigante conde Fernán González.
—¿Qué ha hecho ese desdichado con su cuerpo? —exclamó el rey García, sin ocultar una mueca de repulsión. Ni aun habiendo recibido noticias de su exagerada gordura podía imaginar que la situación había alcanzado tal extremo—. Nos habían contado que no podía cabalgar…, pero ni bajar de un carro puede, sin la ayuda de media docena de escuderos.
—¡Y sigue comiendo mientras lo hacen descender! ¿Qué es eso que se lleva ahora a la boca? ¡Válgame Dios! —La vieja reina se santiguó tres veces con rapidez.
—¡Es su propia actitud la que ha dado pie a Fernán González para retirarle el apoyo que antaño le había prestado! No hay duda de que el sobrenombre de Craso es el más apropiado.
—No te engañes, hijo —respondió la anciana—. Si el conde ha retirado el apoyo a Sancho aun siendo su sobrino, es porque se han abierto ante él perspectivas mejores. Su hija Urraca quedó viuda al morir Ordoño III. Apuesto a que están en marcha las negociaciones para casarla con el nuevo rey. No entendería de otra manera su apoyo a Ordoño IV frente a tu sobrino.
—El conde Fernán González parece haber tenido en su suegra una buena maestra. —El rey sonrió—. Los matrimonios que has concertado para tus hijas han extendido la influencia de nuestro reino hasta los confines de León y de Castilla. Él solo está aplicando tus enseñanzas.
—¡Y no se le da mal! Si a su inteligencia y a su enorme ambición se une la falta de escrúpulos que está demostrando en la veleidad de sus pactos, nos hallamos frente a un excelente aliado o un temible enemigo.
—Me temo que en este momento la balanza se ha inclinado hacia la segunda opción. La obesidad de Sancho tan solo ha sido el pretexto para ponerse al frente de la conjura que ha acabado con su reinado.
—La obesidad y la torpeza diplomática de Sancho al acceder al trono —apostilló la vieja reina—. Su negativa a rubricar el pacto entre Ordoño y Qurtuba fue lo que propició la aceifa que arrasó sus tierras el pasado verano. Un rey que no es querido, que rompe la paz con su mayor enemigo sin ser capaz siquiera de montar a caballo y que en el primer año de su reinado solo puede mostrar como bagaje una derrota frente a los infieles…
La vieja reina se quedó pensativa de nuevo. Su nieto había conseguido bajar del carro y avanzaba ya por el patio, cubierto por la nieve caída durante la noche, rodeado de asistentes que a duras penas conseguían mantenerlo en equilibrio. Una mujer menuda y de gesto triste retenía el paso junto a ellos.
—¡Válgame el cielo! —volvió a exclamar Toda llevándose las manos a la cara enmarcada por la toca—. ¿Cuánto puede pesar? ¡Si es solo un muchacho, no ha cumplido aún los veinticuatro! Míralo junto a su esposa Teresa: toda ella abulta lo mismo que uno de sus brazos.
—No menos de dieciocho arrobas[16]… —estimó el rey.
Las arrugas del rostro de la reina Toda parecían haberse profundizado ante la visión de su nieto y de su esposa, Teresa Ansúrez, reina de León hasta unas semanas antes. En silencio, contempló cómo atravesaban el acceso principal a la fortaleza, para lo que había sido necesario abrir las dos hojas del portón.
—Habrá de habilitarse alguna de las estancias de la planta baja. Resulta impensable hacerle subir y bajar las escaleras en ese estado.
—¿A un paso de la cocina y de las despensas? ¿Crees que es buena idea? —El rey rio.
—¡No te burles de tu sobrino! —repuso Toda, aunque ella misma era incapaz de mantener el semblante circunspecto—. Desde que tuvimos noticia de los sucesos de León, hemos cavilado sobre la manera de reponer a Sancho en el trono, sobre las posibles alianzas que nos quedan…
—Solo su cuñado Fernando Ansúrez, el conde de Monzón, puede sumar sus huestes y sus armas a las nuestras.
—No hará tal cosa. No frente a las fuerzas de León, Castilla, Galicia y las Extremaduras… No es de los que embarca a sus fieles en batallas perdidas.
—En ese caso, solo la resignación nos resta… y dejar que vacíe nuestra despensa.
—No necesariamente, mi buen García… —repuso la reina mientras ofrecía el brazo a su hijo—. Ayúdame a descender estas escalinatas, hemos de acudir al encuentro de los recién llegados.
El rey obedeció a su madre, como había hecho en casi todo durante sus cuarenta años de vida, incluso después de que concluyera la regencia, tras ser declarado mayor de edad. La miró de soslayo, y el brillo de sus ojos le anunció que vislumbraba una salida.
—¡Habla, madre! —García se detuvo en el primer rellano y se volvió hacia ella—. ¡Te gusta tenerme en ascuas!
—¿Qué necesitamos en este momento, hijo mío? Hombres y armas, una gran fuerza militar que nos ayude a reponer a Sancho en el trono de León. Pero de nada nos serviría si el rey sigue sin poder encabezar a sus condes y a sus magnates en la guerra. Sancho también necesita una cura para su mal. Y ambas cosas, el ejército más numeroso y los médicos más afamados, se encuentran en un solo lugar…
—¡Madre! ¿Acaso te refieres a Qurtuba?
—Me refiero a la corte de mi sobrino Abderramán.
—¿El mismo que arrasó esta ciudad hace treinta y cinco años, sin dejar piedra sobre piedra? —gritó el rey.
—El mismo con el que me entrevisté en su campamento de Calahorra hace veinticinco, evitando así un nuevo descalabro que más tarde afectó tan solo a las tierras de Castilla y de León.
—¿El mismo al que derrotamos y humillamos en Simancas cinco años después? —objetó él.
—El mismo con el que pactamos la paz hace tres años tan solo. —El brillo en los ojos de Toda no desaparecía, sino que iba a más, al tiempo que las arrugas de su rostro se acentuaban con una incipiente sonrisa—. Mi sobrino Al Nāsir, como bien sabes, está embarcado en una guerra con los infieles del otro lado del mar. Nuestra propuesta será ofrecerle dos tronos, el de León y el de Pamplona, dispuestos a permitirle que dedique sus esfuerzos a defender la Península de la amenaza de los fatimíes, infieles shiíes mucho más radicales que quien se sienta ahora en el trono de Qurtuba…
—Que, además, es nuestro pariente, sí… —se adelantó el rey—. ¿Y crees que en el estado de necesidad de Abderramán por la guerra de África, va a detraer una parte de su ejército para reponer en el trono a un rey al que acaba de derrotar y que no goza del aprecio de sus magnates?
—Toda mi vida he sido partidaria de hacer de la necesidad virtud, y a nuestro reino no le ha ido mal, a pesar de los reveses sufridos en el camino. Un pequeño reino perdido entre montañas que ha sabido influir de manera decisiva en la política del resto de los reinos cristianos de la Península… Para eso me bendijo Dios con seis hijas a las que casar antes de darme un heredero.
—¿Y cómo piensa la reina madre que debe actuar el rey de Pamplona?
—El rey de Pamplona debe enviar mensajeros a Qurtuba de manera inmediata, en cuanto lo permita este maldito temporal de nieve… Pero antes tiene que acudir al atrio para recibir a su sobrino, el rey de León, con honores y la excelente noticia de que quizá su derrocamiento sea solo temporal, con la ayuda de Dios.
El alma de Hasday se sobrecogía ante las elevadas cumbres que se alzaban en lontananza, en una suave gradación de tonos verdosos que se volvían azules con la distancia, hasta terminar en los picos cubiertos de nieve de las más altas y lejanas. A su mente regresaba el día en que por vez primera había alzado la mirada hacia las cumbres nevadas del Yabal Sulayr, cerca de la Madīnat Ilbīra. Ahora, sin embargo, se hallaba en el extremo opuesto de la Península, con la capital del reino de Pamplona ya a la vista. Como le habían contado, se alzaba sobre un promontorio amurallado protegido por los escarpes que el Ūadi Arwad había excavado a su alrededor.
El viaje había resultado más dificultoso de lo habitual, pues la primavera no acababa de llegar. Atravesar las tierras altas de la meseta había resultado duro, la nieve helada le había agrietado el rostro, pero fue en las cercanías de la Madīnat Tutīla donde el frío, empujado por el viento que descendía por el cauce del Ūadi Ibrū, había conseguido atravesar las gruesas pellizas de invierno. Solo las prolongadas pausas en las juderías de Tulaytula, Tarasūna, Tutīla y Qalahūrra habían hecho el camino más llevadero y, una vez más, habían permitido tomar el pulso a la vida en las aljamas. Hasday se había llevado consigo las reclamaciones que sus correligionarios le planteaban como nasí de los judíos, de quien todos habían oído hablar y de quien todos parecían pensar que habría de dar solución inmediata a cuantas cuestiones les inquietaban. El contacto con las comunidades hebreas había resultado gratificante en extremo, pero lo que entonces ocupaba su mente era la misión que Al Nāsir le había confiado como diplomático pero, sobre todo, como médico.
Se había enviado una avanzadilla para anunciar su llegada, y las puertas de la muralla se hallaban abiertas cuando su sombra les privó de los tibios rayos del sol que habían calentado sus espaldas. Hasday se sorprendió al atravesar los sólidos muros después de que los oficiales de la guardia les franquearan el paso: se encontraron ante una ciudad nueva, salpicada aquí y allá por sólidos edificios de piedra aún ocultos por andamios, cabrias y poleas. Recordó la destrucción que había sufrido en una de las expediciones que el entonces emir había llevado a cabo contra aquel reino, y cuyas cicatrices no terminaban de borrarse. La fortaleza que servía de sede al gobierno del reino sí se alzaba ya, esbelta y orgullosa, en la parte más elevada de la ciudad, sobre el río que discurría caudaloso a sus pies.
Hasday y su comitiva avanzaron en sus cabalgaduras por las calles cubiertas de polvo, cabeceando a modo de saludo a los vecinos que se arremolinaban a su paso. Desde que atravesaran el Ūadi Ibrū en la Madīnat Tutīla, las señas del modo de vida andalusí se habían ido difuminando hasta desaparecer en la tierra de nadie que se extendía entre ambos reinos. La llamada del muecín desde los alminares de las mezquitas se había convertido en un alegre tañido de campanas que parecía darles la bienvenida, y la curiosidad por contemplar el paso de una embajada califal, que habían constatado a lo largo del camino, se convertía en Pamplona en miradas de auténtico asombro ante las llamativas indumentarias que desfilaban.
Dejaron las monturas en manos de los mozos al penetrar en el gran patio de armas de la fortaleza y los miembros de la delegación se dispusieron detrás de Hasday para dirigirse al grupo que los esperaba en lo alto de una pequeña escalinata. Lo primero que atrajo la vista del médico fueron dos mitras. Entre ambas, un hombre fornido y barbado vestía un manto de piel de nutria que lo protegía del frío y le proporcionaba, junto a la corona que ceñía su frente, el aspecto regio que debía caracterizar a un monarca. Junto a él llamaba la atención la presencia de una mujer enjuta, aunque su porte, su actitud y su atuendo no dejaban lugar a dudas de que se trataba de una persona principal. Hasday clavó la mirada en ella. Estaba ante una anciana, pero la vieja reina Toda transmitía aún una autoridad y una prestancia que en pocas mujeres había hallado a primera vista.
Con la seguridad y la desenvoltura que le proporcionaba la experiencia en situaciones similares, Hasday se dirigió al grupo y, rodilla en tierra, dio pie a los saludos y las presentaciones. Tras el rey y la reina madre, hizo amago de besar los anillos episcopales del titular de la diócesis de Pamplona y del abad del monasterio de San Salvador de Leyre. Después recitó los nombres de sus acompañantes. El obispo metropolitano de Qurtuba se encontraba a su derecha y fue él quien entonces dejó que los reyes de Pamplona le tomaran la mano para besar su sello. A continuación le llegó el turno al único musulmán del cortejo, un funcionario joven y brillante de la cancillería.
—En nombre del rey García, mi hijo, os doy la bienvenida a Pamplona. Vuestra presencia nos honra, y deseamos que la estancia en nuestra humilde corte os resulte grata.
Los recién llegados se miraron con asombro. Los tres conocían el latín, pero la reina de Pamplona acababa de pronunciar su bienvenida en árabe. Fue Hasday quien improvisó la respuesta en la misma lengua.
—Es Al Nāsir, califa de Qurtuba, quien os hace llegar con nuestra mediación sus respetos y se muestra honrado de poder atender a vuestra llamada —dijo sin poder ocultar aún su extrañeza.
—Veo por vuestra expresión que os sorprende mi rudimentario conocimiento de vuestra lengua —explicó con una sonrisa satisfecha—, pero no debéis olvidar que Onneca, mi madre, pasó veinte años junto al emir Abd Allah, el abuelo de vuestro señor. Las noches de invierno en esta tierra son largas y frías, y es bueno aprovechar los ratos al calor de la lumbre para adquirir nuevos conocimientos que un día puedan sernos útiles. Me place, además, ampliar mi escaso conocimiento platicando con el abad de Leyre —lo señaló con un gesto—, quien comparte también la admiración por vuestro idioma y, sobre todo, por los libros procedentes de vuestras bibliotecas.
—Me consta que es así —respondió Hasday—. Y me complace de forma especial conocer al hombre con quien hemos tenido el gusto de intercambiar largas epístolas y copias de nuestros mejores ejemplares.
El rey carraspeó.
—Nuestros invitados, madre, estarán ansiosos por conocer al hombre que los ha traído hasta aquí —interrumpió con toda la diplomacia que era capaz de desplegar. Dio un paso atrás y señaló al interior—. Sed bienvenidos a nuestra morada.
Hasday no dejaba de observar al muchacho que, hasta unos meses antes, había sido rey de León. Su extrañeza había sido grande al comprobar que no había acudido a recibirles, pero comprendió el motivo al verlo en el interior, sentado en una sólida plataforma de madera circular cubierta de almohadones. La grasa y la piel se desparramaban a su alrededor, la barba le caía hasta la altura de las axilas cubriendo la papada, y el pecho se le desplomaba para unirse a los pliegues de la panza. Ni las amplias telas de su vestimenta podían velar un aspecto que resultaba grotesco. El brillo de la grasa en los labios, los movimientos de la lengua, que aún hurgaba entre los dientes en busca de los últimos restos, y las manchas en la ropa revelaban que había estado comiendo hasta un instante antes. Se encontraba en una sala cuyo espacio había sido hurtado al enorme refectorio mediante el uso de sólidos paneles de madera, y al fondo se abría una alcoba cerrada tan solo por un pesado cortinaje, que parecía haber sido antes una despensa.
—Excusad la ausencia de mi esposa Teresa —dijo el rey depuesto—. Desde nuestra llegada a Pamplona, no se encuentra bien y descansa en sus aposentos.
—No nos resulta extraño —contestó el joven diplomático—. Nuestras mujeres permanecen siempre ocultas a la vista de los visitantes. Muy pocos en Qurtuba conocen el rostro de las esposas del califa…
La reina Toda asintió con una sonrisa evocadora. Sin duda recordaba las historias que la propia Onneca le contara acerca del harém del emir Abd Allah. Ella misma había sido durante años la umm uallad, madre del heredero al trono de Qurtuba, hasta que fuera repudiada cuando su hijo Muhammad contaba dieciséis años. Fue entonces cuando abandonó la corte omeya para regresar a Pamplona en compañía de su padre, el rey Fortún, con quien había compartido veinte años de dorado cautiverio. Toda era fruto de su segundo matrimonio, con Aznar Sánchez, de forma que Abd al Rahman, el califa de Qurtuba, era hijo de su malogrado hermanastro Muhammad… y nieto de su madre, Onneca.
—Y bien… —apremió el rey García—. Estás aquí como médico. ¿Cuál es tu opinión acerca del estado de mi sobrino? ¿Es posible curarle de su mal?
Hasday pareció reflexionar antes de responder.
—Es pronto para decirlo, antes debo mantener una conversación privada con vos. —Se dirigió a Sancho, cuya presencia parecía ignorar el rey—. Todo depende del origen del mal: un apetito desaforado producto de… la gula, o una alteración de los humores.
—Si lo ves comer, se disiparán tus dudas —espetó el rey, sin ocultar un gesto de desprecio.
—Aun en el caso de que la causa de su estado sea un apetito desmedido, este puede tener su origen en una alteración de su physis. Es algo que tendremos que determinar. En cualquier caso, podremos reducir su peso, aun a costa de un enorme sacrificio.
—Hágase entonces —ordenó el rey.
—No resultará tan sencillo, mi señor —repuso Hasday—. Sin el concurso de la firme voluntad de Sancho, será una empresa abocada al fracaso. Debe ser él quien decida si está dispuesto a afrontar el enorme esfuerzo que le acarreará reducir su peso de manera tan drástica.
—¡Lo está! —espetó el rey de forma tajante.
—Con todos los respetos, mi señor, me gustaría oírlo de boca… del rey de León —insistió Hasday con evidente intención.
—¿Qué tendré que hacer? —preguntó Sancho con un hilo de voz—. ¿Y qué conseguiré a cambio?
—En ambas preguntas está resumido el contenido de mi misión aquí. Al Nāsir me envía en respuesta a vuestra demanda, con un exceso de fe en mis capacidades, pero no llego a Pamplona sin determinadas condiciones que exponer.
—Habla, pues.
Hasday asintió.
—Como médico, puedo comprometerme a reducir vuestro peso —de nuevo se dirigió a Sancho—, digamos que… a la mitad, de manera que podáis caminar sin dificultad una parasanga o montar a caballo sin ayuda. Os someteréis a una estricta dieta que no os podréis saltar, y deberéis darme autorización para adoptar todas las medidas que crea necesarias. Y deberéis hacerlo por escrito, con vuestra firma al pie del documento.
—¿Estás dispuesto, Sancho? —preguntó el rey.
El joven, con el rostro grave, tardó en responder.
—Mi objetivo no es montar a caballo ni dar paseos a la orilla del río. Mi deseo es recuperar el trono de León.
—Como embajador de Al Nāsir, he sido autorizado para ofrecer este compromiso: si vuestro estado os permite conducir a las tropas a la batalla, el califa os ofrecerá el apoyo de su ejército para expulsar de León al rey Ordoño IV y reponeros en el trono. También os ayudará a combatir a Fernán González, vuestro pariente, que ha casado a su hija con el usurpador. A cambio, solo os exigirá la entrega de una serie de fortalezas en la frontera, con el único objeto de recuperar las posiciones existentes antes de la batalla de Simancas.
Hasday observó el efecto que sus palabras tenían en el rostro sombrío de Sancho. Valoraba la pérdida de posesiones, pero el brillo de sus ojos le indicaba que la posibilidad de recuperar el trono iba a tener mayor peso en su decisión.
—En ese caso, estoy dispuesto a pasar por el trance —aseguró con resignación.
—Entonces, hágase —ordenó el rey García—. Empezad hoy mismo.
—Hay algo más… —Hasday alzó la mano derecha—. Al Nāsir desea que el tratamiento tenga lugar en Qurtuba, donde, por otra parte, yo dispondré de los recursos necesarios para asegurar vuestra curación. E invita a su tía, la reina Toda, a que le honre con su presencia en la nueva ciudad palatina, la Madīnat al Zahra, para agasajarla con su hospitalidad y recuperar una relación familiar que, considera, nunca debió interrumpirse.
El rey García y su madre parecían atónitos. Ambos comprendían a la perfección que, envuelto en el lenguaje de la diplomacia, Al Nāsir exigía que la reina Toda acudiera a Qurtuba para humillarse ante el califa, si quería que este atendiera a sus ruegos.
—Tal exigencia está fuera de lugar —respondió el rey tratando de mantener la calma—. Mi madre tiene setenta y cinco años y, a pesar de su aparente fortaleza, no soportaría un viaje tan largo.
Hasday abrió las manos y alzó las cejas, apesadumbrado.
—En ese caso, regresaré a Qurtuba con vuestra respuesta, en busca de nuevas instrucciones de nuestro señor —contestó con aparente indiferencia.
El rey García parecía hervir de cólera.
—¡No harás tal cosa! ¡Esto es un ultraje! No permitiré que mi madre se humille ante el hombre que destruyó esta ciudad y que ahora, falsamente, alega razones de parentesco que entonces ignoró.
La reina sujetó a su hijo por el brazo.
—Ha transcurrido una vida desde aquello, hijo mío. El enviado de Al Nāsir tendrá tus palabras por no oídas. —Rogó a Hasday con la mirada—. Siempre ha sido mi deseo conocer antes de morir la ciudad que mi madre habitó durante veinte años y en la que, me consta, fue inmensamente feliz mientras se le permitió permanecer junto a su hijo. Haremos ese viaje contigo, embajador.
Hasday inspiró hondo y entrecerró los ojos al tiempo que asentía. Después volvió a hablar.
—Será un viaje reposado y tranquilo, mi señora, pues deseo que el rey Sancho lo haga a pie.
Los preparativos del viaje habían sido costosos. Lo primero, un empeño de Hasday, era la báscula que permitiera comprobar los avances en el tratamiento de la obesidad mórbida del rey. Resultó difícil encontrar un instrumento capaz de pesar aquellas dieciocho arrobas de grasa, y mucho más transportarlo a lo largo del camino a Qurtuba, así que el médico había ideado un balancín desmontable con dos ganchos en los extremos, equidistantes del centro. De uno colgaba un enorme asiento de madera sostenido por cadenas de hierro. Del otro, cadenas solas, cuyo peso era idéntico al del columpio. Sancho se sentó en él, y varios sirvientes comenzaron a colgar en el lado opuesto sacos de arpillera rellenos con cantos rodados. Parecía que la madera del artilugio se iba a quebrar cuando el rey comenzó a alzarse. Añadieron algún pedrusco más hasta que el balancín permaneció en equilibrio. Entonces sí, uno por uno, se pudieron pesar todos los sacos en una ligera báscula portátil que podría viajar con ellos. La suma arrojó un resultado asombroso: diecisiete arrobas y media.
Durante los primeros días, el trayecto se hizo penoso. La mayor parte de la comitiva viajaba a caballo, excepto la reina, que lo hacía a ratos sobre una mula, a ratos en un estrecho carro de ballesta que conseguía amortiguar solo en parte el traqueteo del camino. La reina Teresa, poco más que una niña a sus diecisiete años, la imitaba en todo. La indisposición que había alegado el día de la llegada de Hasday no era tal, como el médico había sospechado pronto, sino una melancolía difícil de superar. Si había conseguido sobrellevar el trance de la separación de su familia y sus hermanas para casarse con aquel hombre deforme, había sido gracias a las atenciones de que era objeto en la corte de León. Pero, destronado su esposo y en el exilio, los episodios de llanto se sucedían y las noches eran testigo de sus pesadillas y sus lamentos clamando por la protección de su madre. Se había refugiado en el auxilio espiritual que le proporcionaba el obispo, quien, por deseo de la reina, se había sumado a la comitiva para acompañar en el trayecto al metropolitano de Qurtuba.
La primera legua, que a su llegada a Pamplona habían recorrido en menos de una hora, les llevó toda la mañana. El sol no había asomado aún sobre las peñas que se erguían a oriente cuando las piernas de Sancho ya se negaban a soportar su peso por más tiempo. Alegaba debilidad por la falta de alimento sólido que le llenara el estómago y le proporcionara fuerzas, pues Hasday había comenzado a administrarle la estricta dieta que había preparado para el camino. En verdad no contenía alimentos sólidos, salvo un par de mendrugos de pan, que el rey debía roer con lentitud. El resto eran cocimientos de verduras, bardana, diente de león y cola de caballo. El dulzor lo aportaba con miel de enebro y arrope de saúco, y compensaba el sudor profuso con agua de sal. Su intención era ajustar las cantidades de acuerdo con la capacidad de aguante que mostrara el enfermo y la presencia o no de signos de auténtica debilidad que le impidiera continuar el camino. La administración frecuente de los cocimientos debería amortiguar la sensación de hambre sin permitirle engordar una libra más.
Cinco largos días tardaron en contemplar las alamedas que bordeaban el cauce del Ūadi Ibrū. El rey Sancho atravesó el imponente puente de madera que conducía a la Madīnat Tutīla agarrado al balaustre, sintiendo que el temblor de sus piernas se sumaba al de la corriente, que, impetuosa, discurría bajo sus pies. El gobernador tuchibí de la ciudad había insistido en alojar en la alqasába a sus ilustres visitantes, quizá con la única intención de congraciarse con el califa, aunque entre los recién llegados se encontrara la reina Toda, su vecina del norte, con cuyas tropas se había enfrentado antaño en el campo de batalla. Pero Sancho, antes ya de atravesar la Bab al Qántara, había advertido que la fortaleza estaba situada en lo alto de un cerro. Se plantó ante la puerta de la pequeña iglesia mozárabe que se alzaba en el lugar y afirmó que nada ni nadie le obligarían a dar un paso más, y mucho menos a escalar la ladera de aquel monte. Aquella noche, el depuesto rey de León durmió en sagrado, en la tienda que lo albergaba cada noche, plantada esta vez en el atrio del templo. La expectación fue grande cuando, descargada la báscula y preparado el balancín, se dispusieron a estimar por vez primera la eficacia del remedio que llevaba sufriendo cinco días. Un oficial de la guardia dictaba el peso de los sacos al escribiente, que al fin anunció con voz potente el resultado de la suma: ¡diecisiete arrobas, pasadas!
Hasday sonrió para sus adentros, pero no se permitió lanzar las campanas al vuelo. Sabía por su experiencia que en las primeras jornadas de una dieta estricta la pérdida de peso era mayor, sobre todo si, como era el caso, se combinaba con un esfuerzo continuado y casi agotador para el enfermo. Después costaría más continuar con aquel ritmo de adelgazamiento. Por otra parte, Sancho comenzaba a dar muestras de debilidad y hartazgo. En Tutīla, bajo techo pero también al alcance de los aromas procedentes de los hornos y las cocinas cercanos, maldecía al médico cada vez que este se hallaba en su presencia y le exigía del peor modo que le permitiera comer al menos una buena espalda de venado o un par de capones, aunque hubieran de asarlos sin manteca. Hasday, ante sus ruegos, respondió enviando a uno de los criados con un nuevo cuenco de verduras que Sancho, en su desesperación, arrojó al suelo.
Partieron tras la jornada de descanso en dirección a Tarasūna, adonde consiguieron llegar entrada la noche, no sin tener que recurrir a la promesa de una ración extra de carne de ave hervida. En la distante Madīnat Selim se repitió la escena de la Madīnat Tutīla, y Sancho se negó a escalar a lo alto del risco sobre el que se alzaban el caserío y la fortaleza. Quince arrobas y media de cantos del río fueron necesarias esta vez para alzar al rey en su asiento. Trece arrobas y tres cuartos pesó en Tulaytula, cuyas calles pisó Sancho con veneración, sabiendo como sabía que aquella era la vieja capital de los visigodos, en los olvidados tiempos en que la Península entera era cristiana.
Después llegaron las lluvias, ya entrada la primavera en las tierras de Al Ándalus, que hicieron aún más penoso el avance por los interminables páramos en dirección a Qâlat Rabah. Regresaron el sol y el calor una vez atravesado el angosto desfiladero de acceso al valle del Ūadi al Kabir, pero algo había empezado a cambiar en el ánimo de Sancho. A pesar de las decenas de desvanecimientos y de las crisis en momentos de desesperación, seis semanas de camino le habían fortalecido las piernas; haber dejado atrás cuatro arrobas de grasa le evitaba tener que cargarlas sobre sus maltrechos huesos y le permitía respirar con menos esfuerzo. Sin embargo, la sensación continua de hambre seguía siendo una tortura para un joven acostumbrado a yantar sin medida, y sus ojos se inyectaban en sangre cuando Hasday se ponía a su alcance. Rogaba piedad a su esposa y a su abuela, les pedía que intercedieran por él, y suplicaba por un bocado a quienes se acercaban.
Tras dos largos meses de camino, el nuevo alminar de la mezquita aljama levantado por Al Nāsir se perfiló ante sus ojos. Aquel mediodía, el rey Sancho contempló las murallas de Qurtuba desde un alto, con dos muslos de faisán en las manos: había sido la intención de Hasday que el rey asociara la primera visión de la madīna con el placer más indescriptible. Sabía que aquella impresión perduraría en su memoria, y confiaba en poder hacer uso de ella en el futuro.
Los soldados de la guardia que se habían adelantado para dar aviso de su llegada regresaron con la noticia de que todo estaba dispuesto para acoger a los ilustres visitantes. Se alojarían en el palacio de verano de Al Hakam, junto al río y cerca de la residencia del médico, quien así podría atender cómodamente a Sancho. Durante el camino, Hasday había intercambiado algunos mensajes con el heredero, quien se había mostrado de acuerdo en la conveniencia de que la comitiva no fuera recibida por Al Nāsir mientras el rey de León no hubiera logrado el objetivo que lo había llevado a Qurtuba. La prisa por recuperar el trono actuaría como acicate para alcanzar una meta que aún no se encontraba a su alcance. Lo que nadie había podido prever era la curiosidad de los cordobeses, que se lanzaron a las calles para recibir al extraño cortejo compuesto por reyes, obispos y la anciana madre del rey de Pamplona, aquel lugar lejano que la imaginación del pueblo solo acertaba a ubicar cerca del país de los francos, en una tierra extrañamente lluviosa y escarpada, cuajada de quebradas y desfiladeros propicios para las celadas. La sinagoga y la aljama al completo salieron a recibir a Hasday, pues consideraban como propio aquel nuevo triunfo de su correligionario, quien conseguía llevar hasta Qurtuba a dos reyes cristianos que en pocas fechas se postrarían ante el califa.
El equilibrio de la vida en la capital permitió a Hasday establecer una rutina diaria que favoreciera el tratamiento de su ilustre paciente. Añadió a las siete ingestas de cocimientos una porción diaria de la Theriaca de Al Faruq, de cuyas propiedades casi milagrosas había oído hablar el rey Sancho. El opio que contenía contribuyó sin duda a aliviar los agudos dolores de rodillas y caderas que sufría el joven rey, y aquello consiguió levantarle el ánimo, de modo que no resultó especialmente penoso obligarle a caminar al menos dos leguas cada día.
Se le despertaba al amanecer y, tras la primera colación, emprendía el camino que separaba la ciudad de Madīnat al Zahra, algo más de una legua. Se detenían en dos ocasiones para reponer fuerzas y le ofrecían el almuerzo en una haymah instalada frente a la entrada principal de la ciudad palatina, cuyos espléndidos edificios vislumbraba desde la distancia. Solo atravesaría los muros de aquella soberbia construcción, solo podría contemplar de cerca el brillo dorado de sus tejados, cuando llegara el fin de su tortura. Regresaba a Qurtuba después del mediodía, efectuando las mismas paradas en las que le eran ofrecidas nuevas viandas y más líquidos salados con los que reponer las pérdidas de sudor.
Al final de la jornada le aguardaba el momento más placentero del día, la sesión del hammam, en la que conseguía relajarse, se refrescaba y podía por fin descansar tras el esfuerzo impuesto por aquel judío odioso. No eran aquellos los únicos beneficios que Hasday buscaba con el baño, pues se enfrentaba con un nuevo problema que no por previsible era menor. La piel de Sancho, antes distendida por la grasa, colgaba en pliegues flácidos, lo que le otorgaba un aspecto monstruoso. Se hacía necesario iniciar un trabajo de masaje progresivo e intenso que consiguiera tensarla, mediante la inflamación si era preciso. Mientras el rey dejaba reposar sus carnes blancas sobre la tibia plataforma de mármol, Hasday llamó la atención de los sirvientes que lo atendían y los reunió en una estancia pequeña y apartada.
—Empleaos a fondo con esos guantes de crin —les pidió con expresión jocosa—. No tendréis otra ocasión de despellejar vivo a un rey cristiano.
Siete semanas después de la llegada a Qurtuba, el descanso de Hasday junto a Umarit se vio interrumpido por la llamada de los sirvientes. Había llegado aviso del cercano palacio de Al Hakam tras un altercado con Sancho en mitad de la noche. Se vistió con prisa y se hizo acompañar por los guardias. Llegó a la residencia del príncipe heredero y se encontró a su huésped sentado a la mesa, comiendo sin medida después de haber asaltado la despensa. La reina Toda y la joven esposa de Sancho lo contemplaban envueltas en chales, con expresión de disgusto e impotencia. El rey no reparaba en ninguna presencia, se limitaba a devorar cuanto alcanzaban sus manos regordetas con expresión trastornada.
Hasday hizo una seña para que nadie le interrumpiera. Durante largo rato, lo observaron en silencio mientras terminaba de llenar su panza con carnes, salazones, pan y fiambres, trasegando vino sin medida. La dieta y el ejercicio habían terminado con su inmovilidad y le habían devuelto la fuerza, lo que en aquel momento se presentaba como un nuevo inconveniente. Por fin, dejó caer los brazos a los costados y alzó la cabeza despacio, masticando aún. Entonces Hasday se colocó delante de él, y Sancho lo miró inexpresivo.
—¡Ya está! —se limitó a decir al tiempo que lanzaba un sonoro eructo.
—¿Ya está?
—Esto ha terminado. Ya has conseguido lo que querías, maldito judío.
—No era mi deseo dedicar mi valioso tiempo a devolveros la agilidad y la figura de un hombre. Fue vuestro ruego —dirigió entonces la mirada a la reina— el que me decidió a dirigir el tratamiento, y vos firmasteis un compromiso… que acabáis de romper. Si ese es vuestro deseo, aquí termina mi cometido. Podéis volver a vuestra tierra, ya nadie os retiene.
—Ya he cumplido mi parte. Diez arrobas es un peso aceptable —objetó, conteniendo una arcada.
—¿Os sentís capaz de encabezar con vuestros condes la cabalgada de sus mesnadas en el campo de batalla?
Sancho agachó la cabeza, luego apoyó la frente en el brazo izquierdo y vomitó en el suelo de forma violenta. Un olor agrio se extendió por toda la cocina. Alzó la cabeza, limpiándose la boca con el antebrazo.
—¡Responde a Hasday, mentecato!
El rey miró a su abuela con expresión lastimera.
—¡No! —exclamó—. ¡Maldita sea! ¡No! Pero no ofendas con tus palabras al rey de León.
—No eres rey de ningún sitio. Anoche aún tenía la esperanza de que algún día volvieras a serlo, pero este despertar la ha desvanecido. Tu futuro, sin embargo, sigue en tus manos —dijo la anciana reina sin ocultar su amargura—. Puedes continuar bajo los cuidados de este hombre que la Providencia nos ha enviado o podemos regresar a Pamplona para que rumies tu desgracia durante el resto de tus días.
—¿Cuánto más? —gimió.
—Dos, tres semanas. Un mes a lo sumo —respondió Hasday—. Tenía previsto empezar a montar a caballo estos días, para que recuperéis la habilidad que sin duda habéis perdido.
Sancho asintió despacio, con la tristeza en el semblante.
—Pero debo advertiros de dos cosas. —El tono de Hasday era categórico—. Cuando alcancéis el peso que nos marcamos como objetivo, nueve arrobas, deberéis hacer lo necesario para mantenerlo. Vuestra meta es recuperar por las armas el trono de León, y una expedición tal, con el apoyo del ejército de Qurtuba, solo podrá ponerse en marcha la próxima primavera. Hasta entonces deberéis perseverar en vuestro compromiso, de regreso a Pamplona y sin mi presencia.
—Asumo que así debe ser —contestó, y la vergüenza asomaba a su voz.
—Una última advertencia —continuó Hasday—: en caso de que se repita un episodio como este, me veré obligado a sedaros para coser vuestros labios, de modo que solo podáis ingerir alimento sorbiéndolo a través de una caña hueca.
El día elegido para la solemne recepción en la Madīnat al Zahra, el calor era intenso, por lo que se había decidido que se celebrara al caer la tarde, con la orden expresa de Al Nāsir de poner en marcha todos los resortes hasta entonces ensayados para inflamar de asombro el corazón de sus visitantes. Concedía la mayor importancia a aquella oportunidad, pues un rey en deuda con Qurtuba en el trono de León era más de lo que podría haber soñado antes de recibir la petición remitida desde Pamplona. Al atardecer, el camino entre la madīna y la ciudad palatina aparecía iluminado con las cinco mil antorchas que se habían fabricado para la ocasión, portadas por otros tantos soldados ataviados con sus uniformes de gala. A estas habrían se sumarse los miles de lámparas de aceite que harían de la noche día en los jardines que rodeaban el salón de recepciones. El celebrado estanque de mercurio estaba listo en el interior, las cocinas rebosaban actividad y los músicos ensayaban sus piezas nerviosos ante la ocasión.
La jornada había empezado con un gesto inesperado por parte del califa, que la astucia de Hasday se había encargado de convertir en una experiencia inolvidable para la vieja reina Toda. Sin desvelar el motivo de su petición, había rogado a la anciana que estuviera lista a primera hora de la mañana para salir de su residencia. Era la primera vez que lo hacía durante su llegada a Qurtuba, a excepción de las ocasiones en que había acompañado a su nieto en los desplazamientos diarios hasta las inmediaciones de la Madīnat al Zahra. Ni siquiera la asistencia a los oficios religiosos había servido para quebrar esta orden tajante, pues estos se habían celebrado durante aquellos meses en una pequeña capilla situada fuera de los muros de Qurtuba y cercana a la finca de recreo de Al Hakam. Aquel humilde recinto, un pequeño edificio encalado sin señales externas del uso que se le daba, había acogido en aquellos días a los obispos de Pamplona y de Qurtuba, además de la reina de Pamplona y el depuesto monarca de León con su esposa.
Hasday mismo acudió a recogerla acompañado por un reducido séquito, en el que se encontraba Radhia, la esposa del príncipe Al Hakam, pues necesitaba a una mujer para su propósito. Reconocerlo hubiera resultado inconveniente para los intereses que defendía, pero había aprendido a respetar a aquella anciana a la que Pamplona debía, sin duda, el lugar preponderante que ocupaba entre los reinos cristianos del norte. Admiraba su aguda inteligencia, su osadía a la hora de defender aquello que consideraba justo, y los arrestos que la habían empujado, a sus setenta y cinco años, a promover aquella empresa, llena de peligros y de incierto final.
Se trataba de la tía de Al Nāsir, pero también de la madre del rey de Pamplona y, por ello, el soberano debía otorgarle el mismo tratamiento que a cualquier representante de otro estado. No se mostraría en su presencia hasta el gran momento, durante la recepción en el Salón Rico, pero tal determinación no le había impedido recabar detalles sobre su persona a quien, durante meses, había compartido las horas del interminable viaje y la ya prolongada estancia en Qurtuba.
De Al Nāsir había partido la iniciativa que aquella mañana iba a llevarse a cabo, pero la puesta en escena recaía en Hasday. Partieron desde la residencia de Al Hakam, las dos mujeres sobre mulas, casi en silencio, pues ni Toda se manejaba en árabe con la suficiente fluidez ni Radhia comprendía el latín ni la lengua vascona, tampoco la variedad del romance que se hablaba en las lejanas tierras del norte. La anciana, quizá por la actitud reservada de Hasday, parecía anticipar que aquella salida tenía algo de especial y no hizo pregunta alguna sobre su destino hasta que se encontraron ante la puerta occidental del palacio califal.
—Estamos frente al alqásr, ¿no es cierto? —dijo entonces, sin dejar de pasear la mirada por el entorno, con un semblante que revelaba cierta conmoción.
—Así es, señora —se limitó a responder Hasday.
Entraron sin bajar de sus monturas por un amplio zaguán hasta un patio interior, donde los sirvientes ayudaron a ambas mujeres a descabalgar.
—En efecto, en este momento os encontráis en el interior del alqásr de Qurtuba —dijo Hasday después de entregar las riendas—, la residencia principal de los emires de Al Ándalus hasta la construcción de la Madīnat al Zahra.
—Lo sé, y creo adivinar el motivo por el que me has traído.
Hasday la miró con sorpresa.
—Me admira vuestra sagacidad —respondió, sinceramente impresionado.
—No se trata de sagacidad. Me ha parecido reconocer el entorno del palacio, el inicio del paseo que bordea el río, el puente sobre el cauce, más allá…
—¿Reconocer, decís?
—Eso de dicho, apreciado Hasday.
—Para reconocer un lugar, es preciso haberlo conocido antes… —Hasday siguió con aquel juego.
—Y lo conozco. Lo conozco bien. Desde que era niña he escuchado las descripciones más detalladas de este palacio —dijo con emoción, alzando la vista hacia lo alto.
—¿Y quién pudo hablaros en Pamplona de este lugar con semejante detalle? —Radhia intervino también en aquella representación, tratando de hacerse entender.
—Ambos lo sabéis bien: mi madre, Onneca, la abuela de vuestro soberano.
Radhia esbozó una amplia sonrisa.
—Si no recuerdo mal, la bisabuela Onneca murió tras la aceifa que arrasó Pamplona, hace ya…
—Hace más de treinta años, pero las descripciones que mi madre hacía de las maravillas de esta ciudad permanecen hasta hoy grabadas en mi memoria, y conmigo se irán a la tumba.
Avanzaban por los amplios corredores mientras hablaban, y la turbación de la reina Toda iba en aumento a medida que atravesaban galerías, caminaban por auténticos vergeles interiores o vislumbraban desde las puertas entreabiertas el esplendor de salones y estancias. La presencia de dos corpulentos eunucos les anunció que habían llegado a la entrada del viejo harem, donde vivían las esposas y concubinas de algunos de los hermanos de Al Hakam, después de que el califa hubiera trasladado su propio gineceo al nuevo palacio. Toda escrutó a aquellos dos hombres para comprobar por sí misma la presencia de rasgos afeminados, el volumen desproporcionado de sus cuerpos… Por vez primera veía a dos seres como aquellos, pero, una vez más desde que atravesara los muros del alqásr, reconocía lo que contemplaba.
—Aquí he de detenerme —anunció Hasday—. Será Radhia la que te guíe en la visita al lugar donde tu madre pasó los mejores años de su juventud.
La emoción que la estremecía podía apreciarse con solo ver su rostro mientras uno de los eunucos apartaba los pesados cortinajes, bajo la bellísima arcada que daba acceso a un lugar desconocido para todo hombre y también para cualquier mujer ajena a los afectos de los miembros de la familia real.
Hasday esperó más de una hora hasta que la sólida puerta que separaba ambos mundos volvió a abrirse. Bajo el dintel apareció Toda con los ojos inundados de lágrimas, incapaz de hablar, aunque a la emoción que mostraba su semblante se sumaba algo que podía corresponderse con una inmensa felicidad. Se detuvo delante de él y, prescindiendo de todo protocolo, olvidando las prohibiciones que su madre había soportado durante años entre aquellos muros, lo tomó de las manos.
—La experiencia que me acabáis de brindar bien merece todo el esfuerzo de estos meses. Aunque no obtuviera ningún otro beneficio de mi estancia en Qurtuba, el viaje habría merecido la pena. Ten por seguro que jamás habré de olvidarlo.
—Esta noche podrás mostrar tu agradecimiento a quien en realidad ha querido que estés hoy aquí —respondió Hasday—. Pero síguenos, la visita no ha terminado.
Cuando atravesaron las puertas que daban al amplio recinto, rodeado por elevados muros, Toda comprendió que no era un jardín interior más, como los que había tenido ocasión de admirar hasta entonces.
—Se trata del cementerio de Al Rawda, el lugar donde yacen todos los emires que han gobernado la ciudad desde tiempos del primer Abd al Rahman.
La anciana trató de tomar aire, pero de su pecho surgió un suspiro entrecortado. El lugar transmitía una calma sobrecogedora. Tan solo las copas más altas de los árboles se veían agitadas por la suave brisa procedente del río, y el único sonido que competía con este era el trino de los pájaros que anidaban entre aquellas ramas, donde nadie osaba molestarlos. Hasday caminó por una de las veredas, entre arrayanes, hasta el espacio central, donde, a intervalos regulares, se alineaban varias sepulturas orientadas hacia el muro de la qībla. Sobre cada una de ellas se alzaba una estela de piedra grabada con los caracteres árabes que revelaban la identidad de su ocupante. Más allá, decenas de enterramientos albergaban a los hijos y las esposas de los soberanos, apretados sin orden entre los muros del jardín.
—Junto a las estelas de los siete emires, hay una de alguien que no llegó a ocupar el trono, a pesar de que era su destino.
—Muhammad…, mi hermano —dijo Toda con un hilo de voz—. Os lo ruego, conducidme hasta él.
Hasday y Radhia permanecieron un paso por detrás de la anciana mientras ella, con esfuerzo, se arrodillaba frente a la tumba. Durante unos minutos, respetaron en silencio su dolor, contemplando cómo una reina cristiana rezaba a su Dios entre los muros del palacio califal, junto a las sepulturas de soberanos que habían sido los más acérrimos enemigos de su fe y cuyos descendientes, sin duda y sin necesidad de que pasaran muchos años, volverían a serlo. El médico se adelantó con presteza para ayudar a Toda a levantarse. Ella rodeó la tumba y deslizó las yemas de los dedos por las letras árabes que componían el nombre de su hermanastro. Luego hizo la señal de la cruz sobre su pecho y terminó llevándose los dedos a los labios.
—¿Por qué Muhammad II? Nunca llegó a reinar con el nombre que le estaba destinado…
—Fue deseo de Abd Allah, su padre, que así se hiciera. En sus últimos días, se mostró profundamente arrepentido por las acciones y omisiones que terminaron con su heredero en esta sepultura. Ordenó que fuera enterrado en la octava fosa, reservando la séptima para él mismo. Dejó asimismo escrito en su testamento que, si algún soberano volvía a reinar en Qurtuba con el nombre de su hijo, lo hiciera como Muhammad III.
—Onneca, mi madre, murió con el deseo insatisfecho de volver a Qurtuba para ver de nuevo a su hijo, al que se vio forzada a abandonar con tan solo dieciséis años. Cuando supo de su muerte, solo quería venir… para visitar el lugar en que me encuentro yo ahora. —Breves sollozos interrumpieron las palabras de la anciana. En ese momento, alzó los ojos al cielo y la oyeron murmurar con palabras entrecortadas.
—Dondequiera que estés, madre, tu sueño se ha cumplido a través de mí. He besado el nombre de tu hijo, grabado sobre su tumba. Ambos podéis descansar en paz.
La reina se entregó a un llanto silencioso y aceptó el cobijo de los brazos que Radhia le ofrecía. Cuando recuperó el control de sí misma, giró el rostro cubierto de arrugas y su mirada se encontró con la de Hasday.
—Gracias… ¡Gracias! —repitió en apenas un susurro—. ¡Muchas gracias!
Cuando la vieja reina, agotada por las emociones de la jornada, manifestó su deseo de retirarse a descansar, su nieto Sancho tuvo la deferencia de acompañarla en el trayecto de regreso a la residencia del heredero. Toda montó sobre la mula engalanada de forma soberbia que la había llevado, y Sancho lo hizo sobre su nueva yegua de raza árabe, un magnífico ejemplar alazán, regalo del califa. Cuando Hasday los vio partir hacia el camino, todavía iluminado por cientos de teas, contempló la figura del que, estaba seguro, pronto volvería a ser el rey de León y no pudo evitar un secreto orgullo que jamás se hubiera atrevido a manifestar en público. Aunque nadie lo supiera, aquel había sido uno de los retos más inciertos de su carrera como médico, el que más dudas le había generado desde el principio. Pero la dificultad del desafío no hacía sino agrandar la satisfacción que sentía al haberlo superado, y ver alejarse a caballo a aquel hombre de nueve arrobas, recio pero ágil de nuevo, le proporcionaba un sentimiento de plenitud que hacía tiempo que no experimentaba. Recordó por un instante el viaje inverosímil que lo había llevado de regreso a Qurtuba, en el que por vez primera había medido la distancia en arrobas y no en millas, leguas o parasangas. Entonces rompió en una carcajada que hizo volver el rostro a cuantos lo rodeaban.
Sonriente aún, negó con la cabeza y, con un gesto de la mano derecha, pareció pedirles que se olvidaran de lo que acababan de ver al tiempo que se encaminaba de nuevo hacia el interior, donde continuaba la celebración. Llegó a tiempo para escuchar las últimas composiciones poéticas que, al parecer, deleitaban sobremanera a un califa enormemente satisfecho con el pacto que acababa de cerrar. Su mirada se tropezó con la de Dunash, quien en aquellos años había perfeccionado su arte hasta el extremo de rozar lo sublime, a la vez que afilaba el cálamo con el que describía de forma ácida la realidad que lo rodeaba.
—Aunque se han ausentado nuestros invitados, es hora de que compongas unos versos en su honor —le retó, delante de visires y generales—. Hazlo mientras calmo mi sed.
Dunash ben Labrat garabateó unos instantes en el delicado pliego de papel que tenía ante sí y, ante la rapidez que mostraba, Hasday tuvo la impresión de que no hacía sino transcribir los versos que había memorizado con anterioridad, en previsión de una petición como la que acababa de recibir. Entre los aplausos que celebraban la intervención de quien le había precedido, se levantó y ocupó su lugar.
Con el acostumbrado gesto de saludo y respeto al soberano, que de inmediato extendió su mano invitándole a recitar sus versos, alzó la voz, pero no lo hizo para empezar su demostración, sino para explicar su contenido.
—Ruego a mi señor, Al Nāsir li dīn Allah, que se me permita dedicar el próximo poema al hombre que demuestra bien a las claras que nuestro califa está guiado por la mano del Todopoderoso cuando elige a sus colaboradores más directos.
El soberano asintió complacido, y el poeta impostó la voz y comenzó a declamar.
Compongo un poema de alabanza
en honor del príncipe de los judíos, jefe de la Academia,
que ayudó a destruir las fuerzas extranjeras,
que está ceñido de gloria y majestad, revestido de la ayuda divina.
A los insolentes acaba de arrebatar diez fortalezas
haciendo gran poda entre cardos y espinos.
Trajo al hijo de Ramiro, a principales y sacerdotes.
A un señor, caballero y rey, lo trajo como un peón,
bastón en mano, a un pueblo enemigo suyo;
arrastró también a la simple, la anciana Toda,
que revestía realeza como los varones,
con la fuerza de su sabiduría,
con el poder de sus argucias,
con la multitud de sus estratagemas,
con la dulzura de sus palabras.