17
Hakim y Meretz habían asumido el control durante las horas siguientes a la muerte de Yakob. Hasday se había limitado a deambular por el destartalado campamento, aturdido, atendiendo con gestos automáticos a los enfermos que aún precisaban de su ayuda. Meretz tomó la decisión de regresar a Yayyán con los dos cadáveres que permanecían insepultos, y dejar a los enfermos y a los convalecientes en la venta, bien provistos de los remedios que Hasday había prescrito y atendidos por aquellos que no se habían visto afectados.
El viaje les llevó dos jornadas y media, y fue Hakim quien se adelantó en la última para dar aviso en Yayyán. Los dos cadáveres viajaban ya amortajados, pero se precisaba realizar con urgencia los preparativos para el entierro, pues empezaba a apretar el calor. Había sido el propio Hasday, con ayuda del posadero, quien había seguido de manera escrupulosa el ritual de purificación, contemplando el orden que debía seguirse en el lavado del cuerpo, el número de abluciones, recitando a la vez los versículos indicados. Afeitó con cuidado el vello de su hermano y le cortó las uñas, considerados impuros por el Talmud. Cuando estuvo listo, lo vistió con calzones limpios, con su propia camisa recién hervida y secada al aire, y los dos lo envolvieron con un lienzo de lino blanco.
Entre las pertenencias de Yakob, encontró la bolsa de cuero repujado en la que guardaba los documentos propios de su actividad. Mientras Hakim y Meretz lo disponían todo para la vuelta, rebuscó entre los pergaminos que daban cuenta de las últimas transacciones de su hermano. Allí, junto a pagarés, documentos de compraventa, contratos de fletes y seguros de carga, encontró una nueva carta de Asbag dirigida a él. La extendió con manos temblorosas y reconoció los singulares caracteres de la escritura del anciano, quizá menos firmes. Observó que en esta ocasión la letra era más apretada de lo habitual y comprendió el motivo al empezar a leer. No se trataba de una carta al uso, sino de una descripción extensa y detallada del método de fabricación del papel, tal como le había sido transmitido por el mercader que había llevado aquellos fardos hasta Bayāna.
Ni siquiera terminó de leer. Probablemente, tanto al comerciante como al propio Asbag aquella carta y aquel cargamento les habían costado la vida. Igual que a Yakob. Estaban malditos. Tal vez aquello solo fuera un castigo merecido por tratar de emular el poder creador de Dios. De repente le vino a la mente la imagen de sus manos profanando el cuerpo de aquel anciano, una de sus criaturas. ¿Acaso le enviaba Él aquella desgracia como una admonición? Dejó que el pergamino se enrollara y lo introdujo de forma descuidada en la mochila, sin molestarse en impedir que se arrugara. Luego arrojó la bolsa lejos.
El luto se había instalado en la vida de los Banu Shaprut. Habían pasado cinco días desde el entierro de Yakob, y las manifestaciones de duelo proseguían según dictaba la tradición. Todos los miembros de la familia permanecían en la casa, sin realizar ningún tipo de trabajo. En la estancia principal, una lámpara ardía de forma permanente, y en torno a ella, sentados en el suelo, sobre almohadones o en pequeños taburetes, se reunían Ishaq, Nora, Hasday y los parientes más cercanos que acudían para participar de los siete días de duelo preceptivos. Todos calzaban alpargatas sencillas, vestían trajes negros en los que faltaba un trozo de tela, el que el rabino había rasgado durante el funeral para rememorar la vieja costumbre israelita de rasgarse las vestiduras en momentos de aflicción. Las mujeres se cubrían la cabeza con un velo y murmuraban letanías cuando cesaba la lectura de pasajes de los Salmos, del libro de Job o el Eclesiastés. El penetrante aroma del incienso invadía la sala, el zaguán y todas las estancias de la planta inferior, quizá para ocultar los malos olores que emanaban de los reunidos tras una semana en la que habían tenido que renunciar al baño y al aseo personal.
Los criados y sirvientes tan solo realizaban las tareas que no admitían demora, y ni siquiera la comida de los que se sumaban al duelo era motivo de preocupación: durante aquellos siete días solo ingerían, y eso si el estómago lo admitía, el frugal cohuerzo, compuesto por huevos cocidos, verduras, pescado en salazón, frutas y pan, alimentos que tomaban sentados en el suelo, en torno a una mesa baja.
Tan solo habían abandonado la casa para acudir juntos cada mañana al pequeño cementerio judío donde reposaba el cuerpo del joven Yakob. Allí coincidían con los parientes de los integrantes de la caravana que, como él, habían sucumbido a la epidemia. Solo otro había sido enterrado allí, el que había muerto en la misma venta, pues el resto habían sido inhumados en los cementerios de las aljamas por las que habían pasado a su regreso. En el trayecto hasta el cementerio, al que se habían sumado cada día muchos miembros de la comunidad judía de Yayyán, Hakim aprovechaba para acercarse a su amigo. Cuando este lo veía, no tardaba en separarse de su madre, enlutada y demacrada, junto a la que solía caminar abrazado. La dejaba apoyada en el hombro de Ishaq y se alejaba unos pasos del cortejo para recibir de su amigo las condolencias de su familia o las noticias de la marcha del negocio. En otros momentos caminaban en silencio, sin decir nada, hasta que alcanzaban la entrada de la casa familiar y Hakim tomaba la calle lateral para dirigirse al granero en busca de más existencias de qahwah, revisar el estado de los gusanos de seda o comprobar que las plantas medicinales de Hasday, descuidadas en la última semana, no se echaran a perder.
También Qâsim se había mostrado durante aquel trance cercano a su discípulo, a quien apreciaba como a un hijo. Mientras esperaba el regreso de la comitiva, el médico cavilaba sobre su futuro. Las tinajas colocadas boca abajo junto a la entrada reflejaban de forma explícita la nueva realidad de la familia. Conocía el significado de aquel símbolo, pues lo había visto muchas veces en las aljamas judías, tanto en la de Qurtuba como en la de Yayyán. Según una antigua costumbre judía, cuando fallecía una persona debían vaciarse todos los depósitos de la casa. Aquella acción se basaba en la creencia de que el «ángel de la muerte», después de llevar a cabo su letal cometido, limpiaba su espada mortífera en las aguas que encontraba a su paso. Las tinajas volcadas recordaban aquellos días a cuantos se acercaban que los planes de Ishaq, el patriarca, se habían venido abajo y quien estaba destinado a continuar con el negocio familiar yacía bajo tierra con solo veinte años.
De momento, durante el luto, él trataba de arreglárselas con la ayuda de Ismail, pero temía las decisiones que el cabeza de familia ya estaría pergeñando. ¿Y si Hasday se veía obligado a abandonar el aprendizaje y el ejercicio de la medicina para hacerse cargo de los negocios de los Banu Shaprut? Era lo más probable, sin duda, pues constituían la única fuente de ingresos del clan. ¿Sería factible que Ishaq delegara tal responsabilidad en alguien ajeno a la familia? El viejo médico se sintió invadido por la angustia al intuir la respuesta a aquella cuestión. Sin la ayuda de Hasday, él mismo tendría que abandonar para siempre el ejercicio de su profesión, pero aquello no era lo que más le dolía. Lamentaba sobre todo que, si el muchacho no seguía adelante con su vocación, se perdería una mente privilegiada e inquieta, abierta a los cambios, destinada sin duda a proporcionar en el futuro avances decisivos en el tratamiento de las enfermedades.
Inclinó la cabeza con respeto al paso de la familia y entró en la casa tras ellos, dispuesto a ofrecer sus servicios si en algo podía serles útil, como había hecho desde el día en que Hakim regresó a Yayyán con la noticia del desenlace fatal.
La primera semana del duelo llegó a su fin, aunque durante el mes siguiente la familia habría de abstenerse de todo lujo externo y de participar en cualquier acontecimiento jubiloso, algo que no les iba a resultar difícil. También habrían de mantener el luto en el vestido, pero podían retornar a la actividad habitual y a las costumbres cotidianas en lo que a la alimentación se refería. Entonces recibieron la noticia del retorno de Shoshana. Hasday había acariciado la idea de que aquella muchacha trastornada se quedara para siempre junto a su padre, Eliezer, pero la llegada del mensajero con el anuncio de su próximo regreso acabó con aquella esperanza.
Hasday había pasado el día, el sexto en compañía de Qâsim, tratando de atender a los pacientes que habían aguardado al final de aquellas siete jornadas de ausencia. El viejo médico había remediado calenturas, diarreas, incluso había reducido luxaciones con la única ayuda de sus manos y de su experiencia. Hasta Ismail había superado la aprensión inicial y, con mano torpe y temblorosa, suturaba heridas sencillas que cubría con las cataplasmas que le indicaba su amo. Sin embargo, había abscesos que esperaban para ser sajados, pacientes sin diagnosticar y enfermos que, simplemente, habían aguardado el regreso de Hasday para pasar por la consulta.
Uno de ellos era una muchacha de apenas doce años cuya familia había acudido apesadumbrada en busca de ayuda. Desde el mes de Ramadán, padecía frecuentes episodios de convulsiones en los que perdía la consciencia y expulsaba espuma por la boca. En las últimas semanas había sufrido aquellos trances casi a diario, y la mañana en que acudieron al consultorio se había mordido la lengua con tanta fuerza que había llegado a cercenarse la punta. La muchacha miraba aterrorizada sus propias ropas empapadas en sangre, aunque el dolor en la boca apenas le permitía gritar. Aquel día Hasday no lo dudó. Cuando aplicó la esponja anestésica sobre su rostro, los gemidos y los temblores dieron paso a un estado de calma similar al sueño que asombró al atribulado padre, quien no había consentido en separarse de ella. Después de suturar la herida y contener la hemorragia, consultó el índice del tratado de Dioscórides en busca de remedios contra la epilepsia. Entre la veintena que encontró, escogió los que tenía a su alcance y preparó un bebedizo a base de raíz de betónica, jugo de llantén y polvo de mostaza. Prescribió también infusiones de hojas de tilo, valeriana y melisa a discreción, y un ciato de vino de cantueso antes de cada oración. Habían pasado seis días, y la muchacha llevaba tres sin rastro de su mal.
El sol se escondía ya tras los montes de Yayyán cuando Hasday entró en la casa familiar por la puerta trasera. Su intención era subir al granero para reponer la bolsa con las hierbas que habría de necesitar en la siguiente jornada. Sin embargo, el portón se encontraba abierto y en el patio reinaba una actividad inusual. Había caballos que no reconocía; mulas que, al parecer, Rashid aún no había podido acomodar en las amplias cuadras y arrieros que no trabajaban a las órdenes de los Banu Shaprut. Intrigado, cruzó el patio en dirección a la parte más noble de la casa, sorteando carretas, baúles y fardos enormes recién descargados de los mulos.
—¡Hasday! —oyó gritar a su izquierda. Un hombre joven salía de una de las caballerizas, y el aprendiz lo reconoció como el hermano de Shoshana con el que más había congeniado durante los esponsales de Yakob.
—Benjamín… —respondió tras rebuscar en su memoria.
El hijo de Eliezer se acercó con gesto contrito y lo estrechó entre sus brazos.
—Mis condolencias —murmuró, manteniendo aún el abrazo—. Trato de imaginar lo que debe de ser perder a un hermano… tan joven.
Hasday asintió.
—¿Has venido para acompañar a Shoshana? —aventuró.
—Ha venido toda la familia, casi al completo.
—¿Tus hermanos? ¿También tus hermanas? —Lo miró, sorprendido.
—En las ocasiones importantes, debemos permanecer unidos, Hasday. Y esta es una de ellas. No debemos dejar que la adversidad acabe con la unión entre nuestras familias.
Por un momento, Hasday pensó que era precisamente aquella unión la que había llevado la desgracia a la vida de su hermano, pero la cortesía le impidió expresar su convicción en voz alta. Al fin y al cabo, en unos días, en cuanto Eliezer y su familia ataran los flecos legales de acuerdo con el ketubbah, todos ellos saldrían de su vida para siempre, a pesar de los buenos deseos de Benjamín.
Entraron juntos en la casa, donde se sucedieron las expresiones de condolencia. La sensación era de luto por las vestimentas, por el tono contenido, por las lágrimas incluso, pero, al mismo tiempo, el paso continuo de los sirvientes, que se afanaban en preparar una cena multitudinaria para la que no estaban avisados, proporcionaba a la casa el ambiente de las ocasiones especiales. Hasday se fijó en la expresión grave de su padre, que atribuyó al recuerdo reavivado de Yakob. Nora departía con la esposa de Eliezer, si bien la actitud de su madre aquella noche no era la de cercanía que exhibía de forma habitual. Entonces salió a su encuentro Shoshana, acompañada por una de sus hermanas. Su cuñada se situó delante de él, bajó la mirada y permaneció en silencio, con las manos juntas en el regazo. Hacía dos meses que no la veía y, aunque su aspecto no había cambiado demasiado, el luto riguroso de su vestimenta, el color pálido de la piel y los párpados hinchados le daban el aire que se podía esperar de una viuda joven y desconsolada. Hasday extendió el brazo, le tomó una mano y se la acercó para rozarla con los labios, en señal de afecto. No tuvo tiempo de murmurar las palabras que tenía pensado pronunciar, porque la muchacha estalló en sollozos, se cubrió el rostro y salió de la estancia seguida por su hermana, en medio del estupor de todos. Él permaneció quieto mientras la veía desaparecer al otro lado de la puerta, sin poder evitar la sensación de haber asistido a una de esas representaciones en las que el actor se empeña en sobreactuar.
—Perdónala, está sufriendo mucho —explicó en un susurro la esposa de Eliezer un instante después.
La cena se desarrolló mejor de lo que hubiera cabido esperar y, aunque la improvisación se dejó notar, nadie dio muestras de haber reparado en las carencias y los errores. Tras la ablución de las manos, Ishaq permitió que Eliezer bendijera el pan y se reservó para él la bendición del vino. Shoshana había regresado con el rostro lavado y, excusándose entre dientes, ocupó el lugar que su madre le había reservado, el más cercano a los hombres que rodeaban a los dos padres de familia. Tal como exigía el luto, la cena fue frugal y sin excesos, y concluyó con la larga oración de gracias pronunciada por Ishaq, en la que no faltó un recuerdo a Yakob.
—Comprenderemos que queráis retiraros a descansar, lleváis muchas leguas a vuestras espaldas y la jornada ha sido larga y cargada de emociones —terminó Ishaq—. Vuestras alcobas ya están dispuestas.
Eliezer se levantó y apoyó las manos en la mesa.
—Agradecemos vuestra hospitalidad, querido Ishaq, hermano mío —dijo mientras clavaba sus ojos en los suyos—. Quizás os haya sorprendido la llegada de mi familia, pero sabemos que sois temerosos de Dios y que la comunidad os considera un ejemplo a seguir en el cumplimiento de las leyes de nuestro pueblo.
La perplejidad asomó a la mirada del anfitrión, pero Eliezer siguió hablando.
—Tal vez comprendáis mejor mis palabras si antes leemos un breve fragmento de la Torah —dijo, al tiempo que extendía la mano. Uno de sus hijos, el primogénito, le alcanzó un pergamino que sacó de su costado—. En concreto se trata de un pasaje del Deuteronomio.
Eliezer desenrolló el texto e hizo ademán de leer, pero enseguida alzó la cabeza.
—La luz de las lámparas es escasa, y mi vista no es la que era. Quizás el joven Hasday quiera leer para nosotros el fragmento que te indicaré —le pidió cuando ya extendía el pergamino hacia él—. Deuteronomio, XXV, 5-7.
Hasday lo tomó en sus manos y buscó el pasaje. No reparó en el rostro de su padre, que se había tornado lívido. Así que carraspeó y comenzó a leer. Estaba habituado a hacerlo en la sinagoga, porque rara vez cometía un error. Su truco consistía en avanzar en la lectura y comprender el significado de las palabras que iba a pronunciar. En esta ocasión, sin embargo, aquello hizo que le flaquearan las piernas y la voz le saliera temblorosa, pero aun así se obligó a leer.
«Cuando dos hermanos habitan juntos y uno de ellos muere y no tiene hijo, la mujer del fallecido no se casará fuera de la familia con un extraño. El cuñado se allegará a ella y la tomará para sí como mujer, y cumplirá con ella su deber de cuñado».
Hasday no pudo continuar. Alzó la vista y vio a Shoshana con los ojos fijos en él y una sonrisa complaciente. Después se volvió hacia su padre y vio temor en su semblante. Dejó caer el pergamino, retiró la silla y se dirigió a la salida con pasos lentos.
—No ha terminado —oyó decir a Eliezer—. Hijo, ¿puedes concluir tú?
La voz del hermano mayor de Shoshana sonó alta y rotunda en medio del silencio que había invadido la habitación.
«Y será que el primogénito que ella dé a luz llevará el nombre de su hermano difunto, para que su nombre no sea borrado de Israel.
»Pero si el hombre no quiere tomar a su cuñada, entonces su cuñada irá a la puerta de los ancianos, y dirá: “Mi cuñado se niega a establecer un nombre para su hermano en Israel; no quiere cumplir para conmigo su deber de cuñado…»”.
Las puertas de la sala que hacía las veces de comedor se habían cerrado a su espalda, y Hasday no escuchó más. Pero siempre había sido un alumno aplicado en la yeshibah, la academia para la formación bíblica y talmúdica, y conocía a la perfección las palabras de la ley judía que completaban aquel mandato.
Aunque la disposición de los muebles había cambiado en los últimos tiempos, los viejos divanes y las pequeñas mesas bajas de taracea rodeaban todavía el espacio central de la sala dedicada a recibir a visitantes y mercaderes. Alrededor de la soberbia mesa central, con cara de pocos amigos, Eliezer y sus tres hijos varones habían ocupado ya sus asientos, los más alejados de la cabecera, que habría de ocupar Ishaq. Habían retirado a un extremo la menorah bañada en oro para evitar que impidiera la visión. La lámpara circular que colgaba del techo, repleta de lamparillas de aceite, parecía aportar toda la luz a la estancia en aquel día gris. Junto a Ishaq se sentó Saruq, el contable, que corrió el pesado cortinaje que ocultaba el fondo de la sala, repleto de documentos, rollos y tomos de pergamino.
Era la primera vez en cinco días que la familia de Shoshana ponía los pies en la casa, después de que la abandonaran al día siguiente de su llegada, cuando Ishaq les había confirmado que su hijo Hasday se negaba a tomar a la viuda por esposa. Eliezer se había rasgado la túnica, lo que constituyó la señal del inicio de la hostilidad entre ambas familias. Toda la comitiva se había trasladado a la casa que habían ocupado Yakob y su esposa tras su matrimonio. La víspera, uno de los cuñados de Shoshana había acudido para solicitar aquella reunión, a la que Ishaq había accedido, deseoso de terminar de una vez por todas con aquella situación.
Saruq no era el único rodeado de legajos y documentos. Eliezer también se había hecho acompañar por un hombre fornido pero espigado que había llegado a Yayyán como parte de la comitiva y que, al tomar la palabra, reveló su verdadera misión.
—Mi nombre no importa —comenzó, displicente—. Lo único que debe interesarles es mi tarea, que no es otra que velar por los intereses de Eliezer y su familia. Empezaré por confirmar el motivo del pleito que nos enfrenta, y para ello se requiere la presencia del interesado, Hasday, tu hijo.
—Mi hijo no desea estar presente.
—¿Acaso hay algún motivo que justifique su ausencia?
—Alega una repulsión insuperable. Teme no poder controlar sus impulsos.
—¿Y tu autoridad como padre? —le espetó Eliezer.
—Digamos que… comprendo sus razones.
—En ese caso —siguió el leguleyo—, Ishaq ben Shaprut, padre del interesado, ¿está en condiciones de confirmar que su hijo Hasday rechaza asumir la obligación del levirato establecida en nuestra ley y que se niega a tomar por esposa a la viuda de su hermano?
—Así me lo ha transmitido.
—Entonces se verá abocado a la humillación pública. Solo puede liberarse de su obligación mediante el sometimiento al rito de la halizah. Mientras tanto, ni él ni Shoshana podrán casarse con otra persona y, por ello, mis representados exigen que el acto de desagravio tenga lugar a la mayor brevedad.
—Mi hijo no tiene intención de contraer matrimonio en breve y, respecto a Shoshana, no le deseo ningún mal, pero sospecho que su enfermedad no la hace apta para un nuevo matrimonio.
—¿Qué insinúas? —estalló Eliezer, y él y sus tres hijos se alzaron casi a un tiempo, arrastrando las sillas.
Saruq tomó del brazo a Ishaq e impidió que hiciera lo mismo. El contable tomó la palabra.
—Ishaq quiere decir que tu hija sufre un trastorno mental que todos conocíais antes de los esponsales. Digamos que se trata de una tara que habéis ocultado y que invalida el matrimonio.
—¿Cómo te atreves? —El primogénito golpeó la mesa con el puño, fuera de sí.
—Hay testigos que no vacilarán en testificar en un juicio público. Vosotros veréis si estáis dispuestos a que trascienda el problema de Shoshana. Por otra parte, aunque la aparición de la tara hubiera sido posterior, era motivo de repudio, algo a lo que Yakob se negó —siguió Saruq, sin alterarse—. Nunca sabremos si por afecto… o por lástima.
—Lo cierto es que Yakob está muerto, por desgracia —apostilló el consejero de Eliezer—, y no existe una demanda de repudio.
—¡Lo único que existe es esto! —Eliezer agitó el ketubbah—. Este contrato matrimonial es válido y en él se establecen los derechos de mi hija en caso de fallecimiento de su esposo, por mucho que este contable tuyo se empeñe en propagar infundios, algo que puede saliros caro.
—Exigimos la legítima de la herencia de Yakob y el usufructo por parte de Shoshana de todos sus bienes hasta que contraiga un nuevo matrimonio o hasta el momento de su muerte —sentenció el consejero.
—Te has quedado callado —murmuró Eliezer con una sonrisa mordaz—. Sabes lo que eso significa, ¿no es cierto?
—Shoshana tiene derecho a los frutos de todos tus negocios, que traspasaste a Yakob —siguió explicando el consejero—. Tras su muerte, recuperas tan solo la nuda propiedad de tus bienes, y ni siquiera puedes vender, pues el beneficio sería para la viuda.
—¡El gran Ishaq ben Shaprut, el mago de los negocios, se queda sin su fortuna! —espetó Eliezer, cada vez más fuera de sí—. Y todo por no saber meter en vereda a un mocoso que ya debería haber tomado esposa. No te queda otra salida, Ishaq. O sacas la fusta para traer aquí a tu hijo dispuesto a firmar un nuevo ketubbah o estás en la ruina. Tú mismo lo has dicho, Shoshana no se volverá a casar si no es con él, es cierto lo que dices respecto a su enfermedad, pero nadie de tu familia recuperará lo suyo hasta que ella muera, y para entonces no valdrá nada. Los almacenes serán escombros, tus navíos serán maderos putrefactos y tus contactos y tus clientes ya no recordarán el nombre de los Banu Shaprut.
El silencio se apoderó de la sala. Saruq, con aire inexpresivo, aunque grave, mantenía la mirada clavada en los documentos que descansaban sobre la mesa. Ishaq, por su parte, paseaba la suya por el rostro de los que rodeaban aquella mesa, con un semblante tan impasible como el de su contable. Por fin las dos miradas se cruzaron, y Saruq asintió ante el gesto casi imperceptible de su patrón.
—Me alegro de veras de que Hasday no esté aquí —comenzó Ishaq con una entonación neutra, dueño por completo de sí mismo, después del nerviosismo que había mostrado al principio de la reunión—. Si él, con la sangre caliente propia de la juventud, hubiera experimentado el asco que me han producido vuestras palabras, dudo que hubiera sido capaz de controlarse.
»Reconozco que hasta hace un momento aún tenía mis dudas. Pensaba que vuestro interés por poner en marcha la institución del levirato podía tener una motivación legítima. Ahora veo que no, y eso me tranquiliza, porque me habéis liberado de cualquier obligación moral para con vosotros. Hay algún pequeño detalle que pasáis por alto. Aunque los caminos son ahora más seguros, los viajes continuos no están exentos de riesgos. Siempre he mantenido la costumbre de dejar a buen recaudo un testamento antes de partir. Y Yakob siguió mi costumbre. Por tanto, existe un testamento. Y algo más importante, que mi “contable”, como lo llamas con desprecio, te va a explicar, querido Eliezer. Su consejo impidió que llevara a cabo mi propósito inicial, y va a resultar providencial.
Saruq carraspeó.
—En efecto, siguiendo mi consejo, Ishaq no transfirió la propiedad completa de sus negocios a Yakob. Es mi patrón quien la conserva, y el esposo de Shoshana disfrutaba tan solo del producto de los negocios. Eso lo convertía en un hombre rico, pero a su muerte, la propiedad y el usufructo regresan a manos de Ishaq. No quedan propiedades en poder de Shoshana de las que pueda obtener beneficios. Además, en su testamento, Yakob lega a su hermano Hasday todos sus bienes, excepto la legítima, que corresponde a Shoshana.
—El importe —continuó Ishaq— corresponde de manera aproximada a la cantidad que tu hija aportó al matrimonio en concepto de arras. Con gusto te haré entrega de él, con la esperanza de que en el futuro desviéis vuestro camino cada vez que tengáis noticia de que se acerca una de mis caravanas.
El mercader guardó silencio y esta vez las lamparillas que pendían del techo mostraron los rostros demudados de Eliezer y de sus hijos, incapaces de articular una respuesta. Sus miradas, cargadas de recelo, se dirigían al hombre que había actuado como consejero.
—Quizá —titubeó este por fin— no sea necesario el enfrentamiento. Eliezer podría estar dispuesto a olvidar estas rencillas y firmar un nuevo ketubbah ventajoso para todos. Tu hijo evitaría la humillación pública de la halizah, y tú podrías incluso acceder a una parte de los rendimientos de las minas de plata de Al Hamma.
—Hay un último detalle que ninguno de los presentes conoce —intervino entonces Saruq—. Y es que Yakob, siguiendo una vez más el consejo de este humilde contable, sí dejó firmada una demanda de repudio. En eso también te equivocabas, Eliezer.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Ishaq igual que en el del resto de los hombres que rodeaban la mesa, aunque un instante después sus expresiones eran bien distintas.
—No tengo duda alguna de que ningún rabino la admitirá —respondió el consejero, rápido esta vez—. Se parece demasiado a una treta para privar de su herencia legítima a la esposa del muerto.
Ishaq se levantó y caminó despacio hacia el fondo de la sala.
—Quizá fuera así si el rabino no tuviera constancia de todo lo que se ha hablado en esta habitación —dijo entonces, corriendo con energía el cortinaje que ocultaba la zona de la estancia destinada a oficina—. He tenido la precaución de pedir que me enviaran a uno de los escribanos de la sinagoga, que ha actuado como notario de la comunidad.
—¡Traición! —gritó uno de los hermanos de Shoshana.
—¿Traición, dices? —se defendió el escribano—. ¿Acaso alguien se siente traicionado por que queden reflejados por escrito sus legítimos argumentos? Nada tiene que temer quien nada tiene que ocultar.
—Nada de lo que has escrito ahí tiene ningún valor. Es evidente que os conocéis, si es que no estás a sueldo.
—En realidad, todos los escribanos de la sinagoga están enormemente ocupados. Por eso no he tenido más remedio que venir yo en persona —respondió el rabino de la aljama, al tiempo que se levantaba y se despojaba de la capucha con que hasta ese momento se había cubierto la cabeza y la kipá—. Comprobé vuestro fervor en la sinagoga este último Shabat, pero es en la intimidad donde se descubre la verdadera naturaleza de los hombres.
La vergüenza se leía en el rostro de Eliezer y de sus hijos.
—No haré uso de esa demanda de repudio —anunció entonces Ishaq desde el fondo, donde aún sujetaba los cortinajes entre las manos, con aspecto cansado—. Y tu hija recibirá la parte que le corresponde de su herencia. No considero necesario someterla a escarnio público, bastante tiene con la enfermedad que Dios le ha enviado. Pero fue ella la causa del desgraciado matrimonio, y no voy a permitir que mi hijo menor la despose. Hasday se someterá a la halizah, Shoshana quedará liberada de la prohibición de contraer nuevo matrimonio, y ese mismo día partiréis todos para no volver.
La sinagoga de Yayyán, la misma que Ishaq ben Shaprut había contribuido a levantar, se encontraba repleta aquella mañana del mes de Nisán, entre las fiestas de Purim y Pesah. En aquella ocasión, las yeserías, los estucos cincelados y los versículos de la Biblia escritos con elegantes caracteres hebreos pasaban desapercibidos por completo para Hasday, que esperaba en el primer banco, arropado por su padre. Ante él colgaba la cortina que ocultaba el arca santa, el armario situado dentro del nicho en el muro donde se guardaban los rollos sagrados. Tenía la mirada perdida en la lámpara metálica que pendía del techo y en la mecha empapada en aceite que ardía de forma permanente.
Ante él se encontraba la bimah, la tarima elevada, y sobre esta el pupitre revestido de tejidos preciosos ante el que tantas veces se había colocado para leer la Torah. En ese momento, era el rabino el que se encaminaba hacia ella. Eliezer y su familia se hallaban a apenas unos pasos, algo poco habitual en judíos forasteros, pues cada uno de los fieles de Yayyán ocupaba una plaza fija, más o menos cerca del arca santa en función de su posición social en el seno de la comunidad. Antaño los puestos habían llegado a pasar de padres a hijos, y en no pocas ocasiones el asunto había sido motivo de disputa. Ignoraba cómo había conseguido Eliezer que le cedieran aquellos cuatro asientos en las primeras filas.
La mente de Hasday estaba lejos de allí cuando el rabino pronunció las primeras oraciones frente al pupitre, pero el nombre de Shoshana, hija de Eliezer, atrajo su atención. La muchacha avanzó con lentitud desde la parte posterior de la sinagoga, donde se ubicaba el espacio destinado a las mujeres, y se detuvo frente a la tarima. Hasday esperaba que fuera en aquel lugar donde se desarrollara todo el rito de la halizah, pero el rabino indicó a su cuñada que debía subir a la bimah, a la vista de toda la comunidad.
—¿Cuál es tu demanda, mujer? —interrogó el rabino, con un tono marcadamente ritual en la voz.
Shoshana se dio la vuelta y encaró al oratorio, repleto de fieles. Sus palabras sonaron firmes en medio del silencio más absoluto.
—Mi cuñado, Hasday ben Shaprut, se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel. No desea cumplir en mí la ley del levirato.
El rabino se volvió hacia el interpelado y le hizo un gesto. Él se alzó en su asiento y caminó hasta el estrado. Salvó los dos escalones y se colocó delante de Shoshana. Sintió que todas las miradas estaban clavadas en él.
—Hasday, hijo de Ishaq, en la Torah está escrito que cuando dos hermanos habitan juntos y uno de ellos muere y no tiene hijo, la mujer del fallecido no se casará fuera de la familia con un extraño. El cuñado se allegará a ella y la tomará para sí como mujer, y cumplirá con ella su deber de cuñado. ¿Es cierto lo que dice la esposa de tu hermano? Responde ante la comunidad.
Hasday alzó la cabeza y miró al frente. Respondió con voz tan firme como la de Shoshana.
—No deseo tomar por esposa a la viuda de mi hermano.
Un murmullo se alzó desde los asientos.
—En ese caso Shoshana puede proceder…
La muchacha asintió. Avanzó dos pasos y se arrodilló ante Hasday. Él se dejó quitar la sandalia, que ella arrojó a un lado. Después se puso en pie frente a él y le escupió en la cara.
—Así se hace con el hombre que rehúsa edificar la casa de su hermano —dijo entonces, con lágrimas en los ojos.
El rabino se interpuso entre ambos. Recogió la sandalia de Hasday y se dirigió a la comunidad.
—Y su casa será llamada entre las tribus de Israel «la casa del descalzado» —recitó con solemnidad.
En la soledad de su alcoba, Hasday experimentaba una mezcla de sensaciones. Por una parte había manchado el nombre de su familia, aunque para ello había contado con el apoyo decidido de su padre. Por otra, se le presentaba una época prometedora, en la que podría dedicarse a aquello que le apasionaba, si bien el recuerdo de Yakob era una sombra que nublaba su ánimo de forma continua.
Sabía que ningún miembro de la comunidad se acercaría a la casa durante un tiempo, posiblemente tampoco al consultorio, pero estaba convencido de que aquello sería transitorio y, en breve, todo volvería a la normalidad.
Por eso se extrañó al oír los golpes de la aldaba en la entrada principal. Se levantó del lecho y descendió las escaleras a tiempo para ver cómo abría la puerta uno de los criados. Bajo el dintel reconoció la figura del sahīb al surta de Yayyán, el hombre que ejercía como jefe de policía, a las órdenes directas del gobernador. Sostenía un pliego de pergamino, y a su espalda Hasday advirtió la presencia de varios hombres armados.
—Vengo en busca de Hasday ben Shaprut. Se ha dictado una orden de arresto contra él.
Hasday caminó hacia la puerta con movimientos apenas conscientes, sin poder creer que aquella escena fuera real.
—¿Una orden de arresto? —repitió Ishaq a su espalda—. ¿De qué se le acusa?
—Es una orden firmada por el gobernador, a instancias del qādī principal de la ciudad. Se ha presentado una denuncia por graves actividades contrarias a la ley del Islam.
—¡Déjeme leer esa orden! —exigió Ishaq.
El funcionario le entregó el pergamino, y Hasday vio cómo el rostro de su padre perdía el color. Se lo tendió a continuación con mano temblorosa. Una garra firme y poderosa pareció atenazar el estómago de Hasday cuando leyó las palabras que el escribiente del palacio del ‘amil había trazado sobre el pliego: «brujería», «crimen ritual», «profanación de cadáver».
—Debes acompañarnos —ordenó el funcionario—. Las acusaciones son de extrema gravedad, de modo que permanecerás arrestado en la alcazaba hasta que el qādī fije la fecha del juicio.