13

Hasday caminaba junto a Qâsim por las atestadas calles del centro de Yayyán. Era día de mercado, y la madīna se encontraba abarrotada por los vecinos que, ya a media mañana, se habían dado cita en el zoco. Los campesinos les llevaban horas de ventaja, pues en muchos casos habían utilizado la noche para viajar desde las aldeas y alquerías cercanas, con la idea de estar ante las puertas de la ciudad al amanecer. Eso les permitiría ser los primeros en satisfacer la alqabála y acceder al suq para colocar su puesto en el lugar más ventajoso.

Habían pasado más de dos semanas desde el episodio de la cueva, y Hasday comenzaba a tranquilizarse. Al menos habían cesado las pesadillas que durante las primeras noches interrumpían su sueño, en las que una multitud vociferante, todos provistos de antorchas, rodeaba la abertura de la cueva para prenderle fuego con dos nigromantes en su interior. Sin embargo, nadie parecía haber echado en falta al anciano, y no era de extrañar: resultaba difícil reparar en la ausencia de un campesino entre el gentío que les rodeaba.

Tampoco Qâsim parecía haber sospechado nada cuando le habló de la posibilidad de operar un caso de ceguera provocada por catarata. Se mostró extrañado, eso sí, de su conocimiento de la estructura interna del ojo, pero Hasday había salido del paso confesándole que en el pasado había disecado algunos que le habían proporcionado los carniceros, algo que en realidad era cierto. Qâsim tenía noticia de que tal proeza se había efectuado con éxito en Bagdad, pero todos los ensayos realizados en Qurtuba, al menos hasta su partida, habían fracasado, y los pacientes sometidos a la operación habían acabado perdiendo la vista de manera definitiva.

La mente de Hasday, sin embargo, no dejaba de barajar posibilidades, aunque todas rozaban el margen de la ley o lo traspasaban por entero, por no hablar de los límites que le marcaba su propia razón. Todas las opciones pasaban por la experimentación con animales a los que habría que mantener con vida al menos hasta comprobar el resultado del intento. Pero ¿cómo mantener inmovilizado a un perro o a un carnero durante diez días, como mínimo? Tal inconveniente podría obviarse en humanos, pero le resultaba impensable arriesgar la vida de uno de ellos sin asegurarse antes de que había probabilidades de éxito. A todo ello se sumaba además la dificultad de controlar el dolor durante la operación y los días posteriores.

Demasiados problemas acumulados, sobre todo después del sobresalto que había vivido con Hakim dos semanas antes. Albergaba la esperanza de que, si las noticias de Bagdad eran ciertas, no tardaría en regresar a Qurtuba alguno de los médicos que con frecuencia viajaban hasta allí para perfeccionar su formación en los bimaristanes que funcionaban al amparo de la Bayt al Hikmah. En los últimos tiempos, desde que había llegado Qâsim para mostrarle los conocimientos que había adquirido durante años en Qurtuba, la posibilidad de acudir a la capital del emirato a perfeccionar su formación le provocaba una agitación difícil de explicar. Lo que ni siquiera lograba era imaginarse como pupilo de uno de aquellos maestros de la Casa de la Sabiduría, por eso prefería desechar tales pensamientos.

Resultaba llamativo, pero los días de mercado su actividad se reducía, de modo que aquella mañana paseaban, curiosos, entre géneros de todo tipo. En la calle por la que transitaban se agrupaban los carniceros y los puestos de caza. Cerca del mediodía, el calor ya se hacía notar y, con él, los olores propios del gremio asaltaban la nariz de los menos madrugadores. La suya ya se había acostumbrado a fuerza de visitar a enfermos en miserables casuchas, que en muchas ocasiones agravaban su estado de abandono precisamente cuando era la esposa quien reclamaba sus servicios. Al contemplar las asaduras, las panzas y los hígados colgados de aquellos clavos Hasday no pudo evitar que su mente se remontara a la noche en la cueva. Junto a ellos, ya ennegrecidas por el paso de las horas, aguardaban las cabezas de las ovejas y las cabras, y las piezas más nobles, que, sin embargo, perdían su nobleza bajo la capa de moscas que las cubrían. Las aves pendían sin desplumar, por lo que, en los ojos y en los tajos que les habían provocado la muerte, se concentraban los insectos. En algunos puestos, las gallinas, los conejos, las perdices y los faisanes esperaban su turno hacinados en toscas jaulas de madera. Todo aquello que pudiera resultar comestible tenía su lugar en alguno de aquellos tenderetes: peces de río, cangrejos, ranas, caracoles…; incluso víboras, vivas y muertas, se anunciaban bajo la sombra de los toldos.

Se acercaban al final de la calle que desembocaba en una plazuela cercana a la mezquita. Era uno de los lugares más transitados, y los puestos de los carniceros empezaban a dejar paso a los tenderetes de comida. El olor de la carne cruda y de la sangre se vio sustituido por el de las viandas asadas, el humo de leña y las especias, y Hasday fue consciente de inmediato del hambre que tenía. De buen grado se habría detenido para saborear aquel pan de aspecto apetitoso relleno de carne bien aderezada, pero los puestos de comida kasher se hallaban lejos de allí, junto al acceso a la judería. Se disponía a sugerir a Qâsim que lo hicieran, pero la atención del médico parecía dirigirse hacia el centro de la plaza que se abría a pocos pasos. Una multitud empezaba a congregarse en torno a un tablado improvisado en el que un hombre de aspecto extraño hablaba a voces y en medio de grandes aspavientos. Desde donde estaban, Hasday no oía sus palabras con claridad, pero una de las que llegó a sus oídos atrajo su atención de forma poderosa.

—¿Está hablando de la triaca? —le preguntó a Qâsim.

—Eso me ha parecido oír.

Sin mediar palabra, los dos se deslizaron entre el gentío que se arremolinaba junto a la plataforma. Se trataba en realidad de una carreta afianzada en gruesos tacos de madera, y sobre ella se veían decenas de cajas de madera llenas de recipientes de barro de boca estrecha sellados con cera. De cerca, comprobaron que el aspecto extraño que habían apreciado se debía al contraste entre la piel oscura del hombre y sus cabellos largos y canos, cubiertos solo de forma parcial por un turbante enrollado con torpeza. Por sus rasgos, Hasday dedujo que pertenecía a alguna de las numerosas tribus bereberes que en los últimos tiempos habían cruzado el mar con destino a Al Ándalus. A sus pies descansaban dos cestos de mimbre provistos de tapa que parecían despertar el interés de los más próximos. Detrás de él, otro hombre de piel aún más oscura y tamaño descomunal, permanecía en pie de brazos cruzados, si bien Hasday observó que, con la mano derecha, sujetaba la empuñadura del alfanje que le colgaba del cinto. El hombre que había llamado a voces su atención recorría la plazuela con la mirada. Tanto esta como las calles adyacentes rebosaban ya de curiosos que se aupaban sobre las punteras para ver mejor. Solo entonces agitó las manos con la intención de volver a acallar a la muchedumbre.

—Hoy veréis… —exclamó con voz potente antes de continuar, esperando que se hiciera el silencio de nuevo—. ¡Hoy seréis testigos de un milagro!

De las gargantas de los presentes no salió más que un sonoro abucheo. Estaban hartos de los charlatanes y embaucadores que cada día de mercado, fieles a su cita, aparecían en las plazas del zoco reclamando la atención de la multitud. Aquel parecía diferente, y de ahí el gentío congregado, pero no había empezado bien. Hasday alzó las cejas, divertido, y describió a Qâsim la escena que se desarrollaba ante ellos.

—Otro falso curandero —concluyó el médico—. ¡La triaca, dice! Ni él mismo sabrá las porquerías que ha echado en esas vasijas que en poco rato tratará de vender a todos estos incautos.

—¡No soy uno más! —exclamó el hombre, como si lo hubiera oído—. ¡Y lo vais a comprobar con vuestros propios ojos! ¡A ver… tú!

Se dirigió a un hombre joven que miraba hacia lo alto desde las primeras filas. Por su aspecto y su vestimenta, se trataba de un campesino.

—¿Qué es lo que más temes cuando en los calurosos días del verano caminas con tus sandalias entre los sembrados? ¿Cuál es la alimaña a la que más desprecias, aquella cuya picadura puebla tus pesadillas?

—La víbora —contestó el mozo, satisfecho de haber salido bien parado de aquel examen ante media ciudad.

Hasday se rio con ganas.

—«Si adivinas lo que traigo, te doy un racimo» —dijo. La broma iba dirigida a Qâsim, pero provocó la risa y el asentimiento de quienes les rodeaban.

El hombre de la tarima, no obstante, se volvió hacia uno de los cestos, levantó la tapa y, con la ayuda de un gancho, sacó una víbora enorme. El animal se retorció para liberarse, cayó en las tablas de la plataforma y, arrastrándose con asombrosa rapidez, se acercó al borde. Un grito de pavor surgió de las gargantas más cercanas y el movimiento reflejo de la gente produjo un conato de avalancha. Sin embargo, el beréber dejó caer el gancho detrás de la cabeza de la serpiente y el animal quedó inmovilizado. A continuación se agachó con rapidez y, mientras sujetaba el garfio con la mano izquierda, utilizó la derecha para levantar a la víbora ante el público. El animal se retorcía y trataba de enroscarse en torno al brazo desnudo de aquel hombre, provocando un murmullo de aversión. También Hasday participó del gesto de repulsión que parecía dibujarse en todos los rostros. A su mente acudió la imagen de Yorán, el hermano de Umarit, y sintió la angustia en el estómago.

—Incluso un hombre joven y robusto teme a una alimaña como esta. ¡Y con razón! Con su ponzoña puede provocar la muerte de un caballo —exageró—. Es aún más temible que los venenos que durante centurias han acabado con la vida de califas y emperadores. ¿Y sabéis por qué? Porque el uso de esas ponzoñas deja un resquicio a la esperanza: un emético a tiempo, un antídoto eficaz puede ayudar a salvar la vida. Pero no ocurre tal cosa cuando este inmundo animal inyecta su veneno bajo la piel. Entonces ya no hay remedio, la ponzoña fluye por las venas y mata de forma inexorable. ¡No pocos hombres ha habido que, con tal de salvar la vida, se han hecho amputar un miembro al verse atacados!

La serpiente intentaba liberarse, pero su cuello seguía firmemente sujeto entre el pulgar y el índice de aquel charlatán que, en un instante, había conseguido atraer la atención de la plaza entera, que guardaba un silencio expectante.

—Solo un loco o un suicida se dejaría morder por una víbora, y más por un ejemplar tan enfurecido y de tamaño tan descomunal como este. Yo no estoy loco, y no tengo intención de quitarme la vida, ¡solo Allah Todopoderoso tiene la potestad de hacerlo! Y, sin embargo, ¡voy a dejar que me muerda! —gritó con tono dramático en medio del asombro general, y dejó que la cabeza del reptil le rozara el vello del brazo izquierdo.

—¡No serás capaz! ¡No, si estás tan cuerdo como dices! —soltó una voz anónima.

—¡No hagas tal cosa! —rogó una mujer, sinceramente espantada.

De nuevo regresó el vocerío. Hasday reparó en que, junto a ellos y de forma discreta, un grupo de jóvenes cruzaba apuestas con rapidez. Solo uno se jugó un dirhem de plata a que el hombre se dejaría morder.

—Yo soy el único que puede permitirse una picadura sin temor a ofender al Todopoderoso, ¡porque conozco el remedio a su ponzoña! ¡El único remedio eficaz incluso frente al veneno más mortífero!

Hasday observó cómo aflojaba la presión sobre el cuello de la víbora y alzó la cabeza para observar mejor. El animal, liberado de la presa, reaccionó como era de esperar y clavó los colmillos en el antebrazo de aquel hombre. Su grito se mezcló con el de la muchedumbre. De inmediato arrojó el reptil dentro de la cesta y esperó a que el esclavo cerrara la tapa. A continuación extendió el antebrazo y, con los dientes apretados en un gesto de dolor, mostró los orificios, de los que se escurría un pequeño reguero de sangre.

—¡Le ha mordido! —Qâsim no necesitaba la explicación, las voces de espanto y asombro le habían hecho adivinar lo sucedido.

—¡La triaca me salvará la vida! ¡El secreto mejor guardado desde la antigüedad me ha sido desvelado y vengo a compartirlo con vosotros! ¡El remedio que acabará con cualquiera de los males que os aquejan!

El hombre se dejó caer de forma teatral en el tablado. Tenía el rostro contraído por el dolor y se sujetaba el brazo con fuerza, apretando los dientes con los ojos cerrados.

—¡Muévete, esclavo! —Aulló con ira—. ¡Dame ahora la vida!

El corpulento guardaespaldas tomó una de las vasijas, alzó el alfanje y partió el cuello cerrado con cera de un golpe seco. Derramó el líquido viscoso en la zona de la mordedura, que ya aparecía visiblemente inflamada. Después vertió un poco más en una escudilla, ayudó a su dueño a incorporarse y se la dio a beber. El silencio era absoluto, cientos de ojos estaban clavados en los gestos de dolor de aquel demente, que no tuvo que alzar demasiado la voz para hacerse oír de nuevo.

—Mi fe en la triaca es absoluta —afirmó con voz débil y entrecortada, señalando a la vasija que sostenía el esclavo—. ¡Ah, el emperador Augusto habría dado cualquier cosa por una redoma como esta para devolver la salud a Cleopatra!

Se le había aflojado el turbante y los largos cabellos blancos le caían sobre la frente. Su voz había perdido fuerza, pero seguía manteniendo en alto el brazo, cada vez más tumefacto.

—¿Qué opinas, Qâsim? —preguntó Hasday—. La triaca es el remedio universal, conocido desde la antigüedad, tal como él ha dicho. Incluso Galeno habla de ella. ¿Crees posible que ese hombre haya dado con la fórmula perdida?

—Creo que es un farsante, y un gran actor.

—Pero todos hemos visto cómo le mordía la serpiente…

—Hay trucos para evitar que la víbora inocule su veneno. Quizá la ha forzado a morder antes una pieza de carne hasta que ha expulsado la mayor parte. Tal vez, y es lo más probable, le haya extirpado las vejiguillas en las que lo almacena. Sí es así, ese hombre solo sufre la molestia de dos pinchazos y los efectos de una cantidad muy escasa de ponzoña.

Hasday sintió crecer la indignación en su interior. En aquel momento, el beréber pugnaba por incorporarse. Con ayuda del esclavo, se sentó en una silla de campaña hecha de cuero y madera.

—¡La misericordia de Allah se manifiesta en este humilde servidor! Que Belcebú me arrastre con él si no estoy empezando a sentir mejoría.

Esta vez la plaza se llenó de murmullos de admiración.

—He aquí el remedio que me va a salvar la vida —repitió, mientras señalaba las cajas de madera repletas de aquellas pequeñas vasijas—. Soy hombre de bien y quiero compartir este milagro con mis semejantes. Otros lo guardarían para sus parientes y amigos, o venderían su fórmula a reyes, nobles e imames. Hoy, por un solo dirhem de plata, una de estas vasijas será vuestra. Con ella os aseguráis que vosotros y los vuestros moriréis de pura vejez, cuando el cuerpo se consuma sin remedio.

—¡Yo quiero dos! —El primero en alzar la voz fue el joven que acababa de ganar varios darahim con su apuesta.

—Mi esclavo os atenderá mientras la triaca termina de ejercer su beneficioso influjo sobre mí. Pero tened en cuenta dos cosas: que quizá no haya vasijas para todos y que probablemente no vuelva a poner los pies en Yayyán. Una oportunidad como la de hoy solo se presenta una vez en la vida de un hombre.

Apenas se oyeron las últimas palabras, porque el gentío empezaba a arremolinarse en torno a la carreta. Pronto las monedas de plata cambiaban de manos, y los satisfechos compradores se alejaban contemplando embelesados sus pequeñas vasijas. Aquellos para quienes un dirhem de plata era una pequeña fortuna difícil de reunir los observaban con envidia y decepción en el semblante.

—Lástima no haber tenido preparada una víbora, aunque hubiera sido más pequeña —se lamentó Qâsim—. No hay nada más sencillo que desmontar una patraña como esta, pero se ampara en la sorpresa. En cuanto vendan todas las vasijas que llevan, saldrán de Yayyán y nadie volverá a verlos. En eso no ha mentido.

—Espero que, al menos, el brebaje que contiene no resulte perjudicial.

La multitud empezaba a dispersarse y maestro y discípulo echaron a andar hacia la lonja en la que se ubicaba su consultorio.

—Puedes asegurar que lo será. Hoy habrá enfermos que, en lugar de venir a nosotros o a otros médicos de Yayyán en busca de ayuda, recurrirán a ese bebedizo. Tardarán una o dos semanas en comprobar su ineficacia y quizá ya sea tarde.

—¿Por qué, entonces, no lo hemos desenmascarado? —se preguntó Hasday.

—Ya has visto de qué manera se había ganado el favor del auditorio. Si hubiéramos abierto la boca, habría puesto a todo ese gentío en nuestra contra. No habrían tardado en identificarnos como médicos y se nos habría acusado de defender nuestros intereses. Puede que no hubiéramos salido de allí con bien.

—Me indigna esa manera de engañar a tantos pobres ignorantes. Muchos de los hombres que se han lanzado a por una de esas vasijas han gastado el dirhem de plata que estaba destinado a comprar las viandas de su familia para toda la semana. Y todo a cambio de unas onzas de mejunje que, en el mejor de los casos, no les producirá el menor beneficio.

—Se lo haremos ver cuando aquellos que están realmente enfermos regresen al consultorio buscando ayuda. El boca a boca hará que todos acaben comprendiendo que han sido víctimas de un engaño. Supongo que la próxima vez que se presente un charlatán como ese en las plazas de Yayyán, habrán aprendido la lección.

—Vendrá otro, con una artimaña diferente, y volverán a creerle —respondió Hasday, desalentado.

Habían llegado al consultorio y Hasday extrajo su llave de la faltriquera, pues estaba acostumbrado a ser él quien abriera la puerta, pero esta vez no le fue necesario utilizarla. Dos semanas antes, habían contratado los servicios de Ismail, un muchacho espigado, casi flaco, que hacía las veces de criado y de asistente, al tiempo que se ocupaba de atender a los pacientes y tomar nota de los avisos en su ausencia. En aquel momento se encontraba baldeando el pavimento de la calle que rodeaba la entrada.

La casualidad había querido que se cruzaran con él en la casa de su padre moribundo precisamente el día que habían estado hablando de la necesidad de alguna ayuda en el consultorio y no tuvieron que pensarlo demasiado. Ismail era un chico de diecisiete años despierto y capaz, que había aprendido a leer y a escribir en la escuela de la mezquita mayor. La inminente muerte de su padre a causa de una prolongada enfermedad que apenas le permitía respirar, le había obligado a pensar en un trabajo más estable que el que había desempeñado hasta entonces, y en los días que habían transcurrido no habían tenido motivo de queja.

A diferencia de las jornadas anteriores, ningún paciente los esperaba, y entraron en el zaguán, húmedo, fresco y en penumbra. En torno al espacio central se disponían varios bancos donde los enfermos esperaban antes de acceder a la sala de consultas, que se hallaba a la izquierda. Al frente se encontraba el acceso al pequeño patio cuyo pozo central les proporcionaba el agua necesaria. A través de este penetraba la luz al consultorio y a la estancia que ocupaba el flanco opuesto. En ella, junto a los numerosos volúmenes que había acumulado Qâsim en sus años de ejercicio de la medicina, había una amplia mesa frente a la ventana, dos cómodos sillones y hasta un diván, donde el médico acostumbraba descabezar un sueño después del mediodía cuando su obligación se lo permitía. Una estancia más, desprovista de ventanas, completaba el plano de la lonja. Precisamente por la ausencia de luz era la que utilizaban para guardar los remedios que dispensaban a diario. Allí tenían las existencias que consumían cada semana, pero era en los graneros de la casa familiar donde Hasday almacenaba plantas, raíces y semillas por arrobas, que seleccionaba, secaba, trituraba y mezclaba antes de trasladarlas al consultorio.

Esta vez el médico se dejó caer sobre el diván, un tanto desmadejado por el calor, e invitó a Hasday a hacer lo mismo.

—Un poco de aguamiel nos sentará bien —sugirió.

Hasday buscó una de las botellas de la alacena y sirvió dos vasos de forma generosa. Después aguó el licor con una cántara de barro que rezumaba humedad.

—Todo el mundo cree en las virtudes de la triaca, cualquiera en Al Ándalus ha oído hablar de ella, sobre todo como antídoto contra venenos, pero nadie conoce en realidad su fórmula —dijo Hasday, ya sentado, después de tomar el primer sorbo.

—En Qurtuba circulaban hipótesis sobre algunos de sus componentes, pero se sabe que eran más de setenta los simples en su composición. Y de ninguna manera mezclados al azar, sino preparados siguiendo un complejo ritual solo al alcance de los iniciados. El propio emir ha demostrado siempre un enorme interés por la triaca.

—¿El emir sabe de su existencia?

—Así es. Desde muy pequeño ha mostrado pavor por los venenos. Uno de sus hermanastros murió emponzoñado por la picadura de una víbora mientras jugaban juntos en los jardines del alqásr.

—¿Es eso cierto? —se extrañó Hasday.

—No solo es cierto, sino que está en el origen de esa aversión hacia las víboras y de la obsesión que siente nuestro soberano por las ponzoñas y sus antídotos. Aunque también es cierto que no es el único motivo: algunas de las muertes que se han producido tras los muros del palacio se atribuyen al uso de venenos. Las malas lenguas dicen que fue el motivo del repentino fallecimiento de su propio abuelo, el emir Abd Allah, en el año trescientos. Se cuenta que algunos de los enviados por Abd al Rahman a Oriente viajan con el único objetivo de descubrir la composición de la triaca. Sin embargo, mucho me temo que, después de siglos sin noticias, la fórmula y el método de elaboración se hayan perdido para siempre. La biblioteca del alqásr contiene millares de volúmenes, que están a disposición de cualquier erudito interesado en su contenido. Yo mismo, en mi juventud, pasé jornadas enteras en aquel lugar asombroso. Espero que algún día tengas ocasión de conocerlo.

—Yo también lo espero —respondió Hasday con tono soñador. Había pocas cosas que deseara con mayor fervor—. Así pues, ¿conoces el origen de la triaca? ¿De dónde procede el nombre?

—El interés por los venenos y los antídotos es tan antiguo como el hombre. La Theriaca fue uno de los poemas didácticos escrito por Nicandro de Colofón, un sacerdote del dios Apolo que ejercía en un templo cercano a Éfeso. Su obra, compuesta para el rey de Pérgamo, versaba sobre los animales venenosos, su mordedura y los antídotos más eficaces. Otro poema similar, la Alexipharmaca, se extendía a la descripción de los venenos de cualquier origen. Muchos monarcas de la antigüedad se interesaron por el conocimiento de las sustancias venenosas.

—Supongo que les iba la vida en ello —sugirió Hasday.

—Así es. El uso acertado y discreto de una ponzoña podía ser más expeditivo y eficaz que las más largas negociaciones diplomáticas, y en muchos casos podía evitar incluso una guerra. El más célebre de esos monarcas fue Mitrídates VI Eupator, rey del Ponto, que emprendió tres guerras contra Roma hasta que fue vencido por Pompeyo. De él se recuerda su extremado interés por la toxicología. Llegó a organizar laboratorios dedicados a preparar venenos y a investigar sus efectos sobre animales y seres humanos. Se dice que intentó habituarse a ellos ingiriendo cantidades muy pequeñas de los más usados, hasta conseguir hacerse resistente a su acción. De hecho, al ser derrotado por las legiones de Pompeyo, trató de darse muerte con el veneno que siempre le acompañaba en el pomo de su daga, pero, dada la resistencia que había adquirido, la ponzoña resultó ineficaz. Tuvo que ser uno de sus oficiales quien le prestara su espada para quitarse la vida arrojándose sobre ella, al modo romano.

—Es extraño que un rey reuniera los conocimientos suficientes sobre tóxicos, podría suponerse que su interés estuviera en la guerra y la política.

Qâsim asintió con la cabeza.

—De hecho, el verdadero artífice de aquellos estudios farmacológicos fue Cratevas, su médico de cabecera.

—¡Cratevas! Recuerdo que Dioscórides lo cita en su De materia medica.

—¿Te extraña que un experto en venenos fuera también un especialista en plantas? Lo fue, hasta el punto de que el de Anazarbo se fijó en su obra para componer ese tratado que tanto aprecias. A él se le atribuye el primer antídoto universal contra venenos, compuesto por cincuenta y cuatro simples, que se conoció en la antigüedad con el nombre de Mitridato, en honor al rey del Ponto.

—¿Una especie de precedente de la triaca?

—De nuevo te anticipas. —Qâsim sonrió y bebió un largo trago de aguamiel. Luego secó sus labios con la manga de la túnica antes de continuar—. Quizá Pompeyo, el vencedor de Mitrídates, se llevó consigo a Roma el secreto de aquel polifármaco. Pero no fue hasta mucho después cuando Andrómaco, el médico de Nerón, añadió nuevos simples a la fórmula del Mitridato, la carne de víboras entre ellos. Lo llamó la Triaca Magna, y su éxito y su fama fueron tales que se convirtió en la panacea para todos los males.

—¿Esa es, pues, la famosa triaca de la que todo el mundo ha oído hablar?

—Supongo que sí. La Triaca de Andrómaco pasó a la posteridad por el eco que se hizo Galeno de ella en su obra De Theriaca ad Pisonem. Al parecer en ella se especificaba que debían utilizarse víboras hembras no preñadas, sin usar la cabeza ni el final de la cola, para evitar envenenamientos. Dicen que el prestigio de la Triaca Magna era tan grande que se exponía su fórmula inscrita en bronce en los templos de Esculapio.

—Y si nos ha llegado gran parte de la obra de Galeno, ¿por qué se ha perdido la fórmula de la triaca?

—Al caer el Imperio romano de Occidente, Bizancio se convirtió en heredera de la tradición médica de Grecia y Roma. Y allí, en Qustantineya, es donde los enviados de Qurtuba han buscado la fórmula, que, sin duda, sus patriarcas mantienen a buen recaudo después de llevársela consigo tras la conquista de Alejandría. Me consta que el emir no repara en gastos ni ceja en su empeño de enviar misiones diplomáticas a Constantinopla. Quizás el motivo fundamental sea, como dicen, la colaboración política y militar frente a la amenaza de los fatimíes, pero por los mentideros de Qurtuba corre el rumor de que la obtención de la fórmula de la triaca no está ausente de las negociaciones.

—Lo que me resulta extraño es que Dioscórides apenas haga mención a la triaca en su obra —observó Hasday—. Si no recuerdo mal, solo hay una alusión en el libro segundo, cuando habla de las semillas de nabo que, al parecer, entran en su composición. También se cita la tiryāq en la traducción del libro sexto, que trata precisamente de los venenos, pero ni siquiera podemos estar seguros de su autoría.

—No debería resultarte extraño. La composición de la triaca hubo de ser uno de los secretos mejor guardados de la antigüedad, solo al alcance de reyes, emperadores y de los médicos más cercanos a estos. Sin duda Dioscórides la conocía; ten en cuenta que fue coetáneo de Andrómaco: uno era el médico personal de Nerón, y el otro, un cirujano que viajó con las legiones romanas en la frontera oriental. Pero ¿qué habría ocurrido de haber desvelado la fórmula en su obra? Quizás hubiera acabado sus días colgado de una cruz.

—Lo cierto es que, por desgracia, no ha llegado hasta nosotros… —se lamentó Hasday. La forma de terminar la frase, sin embargo, parecía indicar que había caído en la cuenta de algo, y se revolvió en el sillón.

—¿En qué piensas? —preguntó Qâsim. La ceguera había hecho que su vista cediera protagonismo al resto de los sentidos, y había apreciado el sutil cambio en el tono de voz del muchacho.

—En los barcos fletados por mi padre, con frecuencia viajan hacia Oriente eruditos y científicos en busca de nuevos conocimientos. Yo mismo entablé amistad con un grupo de ellos durante mi primera visita a la Madīnat Bayāna. Algunos se dirigen a Bagdad, otros a Constantinopla, a Éfeso o a Isfahān. Quizá podría…

—Hablarlo con tu padre y con Yakob —terminó Qâsim—. Pedirles que te adviertan cuando eso suceda para establecer contacto con ellos.

—Incluso podemos hacerlo nosotros mismos: a veces las caravanas procedentes de Qurtuba siguen la ruta de Yayyán en su camino hacia Bayāna. —Hasday parecía entusiasmado con la posibilidad.

Sonó la aldaba en la puerta exterior del consultorio y Qâsim dejó el vaso vacío sobre una repisa. También Hasday hizo ademán de ponerse en pie, llevado por la costumbre, y solo cuando oyó la voz de Ismail cayó en la cuenta de que ya no tenía que ocuparse de abrir la puerta.

—Aquel que consiguiera rescatar la receta de la triaca tendría garantizados la proximidad y el aprecio del emir Abd al Rahman —aseguró aún el viejo médico al ponerse en pie.

Hasday pensó en ello mientras cruzaban el zaguán y se detuvo un instante ante la puerta del consultorio para responder.

—Si alguna vez cayera en mis manos esa fórmula, el emir sería uno más a la hora de aprovechar sus beneficios. Y, créeme, jamás se la entregaría a nadie sin haberme asegurado antes de que se hicieran cien copias.

—En ese caso, ruego al Todopoderoso que, si alguien ha de dar con ella, seas tú. De lo contrario, los muros de otro palacio seguirán ocultando el secreto.

Hasday comprobó que había estado en lo cierto. Las visitas se habían ido incrementando a medida que cesaba la actividad en el zoco. Dolores de muelas, diarreas, una niña con calentura, un hombro dislocado… Dejaron para el final la visita a una madre que no terminaba de expulsar la placenta tras el parto. La diminuta criatura lloraba de hambre sobre su vientre dolorido, chupando ansiosa unos pezones a los que no llegaba la leche.

En los últimos tiempos, a los remedios que aportaba la experiencia de Qâsim, habían sumado otros simples que sugería Hasday, después de años de estudio profundo de los cinco tomos de De materia medica. Aquellos cuya eficacia observaban de forma empírica quedaban incorporados a su acervo particular, y Hasday anotaba cuidadosamente cada detalle en uno de sus cuadernos. Día tras día, experimentaban con nuevas sustancias, las mezclaban y las prescribían en forma de infusiones, emplastos, pomadas, jarabes, aceites o vapores. Aquella tarde fue Qâsim el encargado de terminar el trabajo de una partera poco diligente. El marido se había opuesto de forma tajante a que fuera el joven Hasday quien hurgara entre las piernas de su esposa, y solo había accedido a que lo hiciera el anciano al comprobar su ceguera. Cuando hubo terminado, el médico aplicó un ungüento con la indicación de usar el contenido del tarro dos veces cada día, hasta agotarlo. Le prescribieron una infusión que contenía un majado de adormidera para aliviar el dolor sordo que la atormentaba, pues ambos sabían que la corteza de sauce incrementaba el sangrado, por lo que no estaba indicada en aquel caso.

Empezaba a anochecer cuando regresaron al consultorio. La reciente mención de Yakob y sus negocios al hablar de la triaca le había hecho pensar en su hermano. No se habían visto desde el Shabat, pues, de hecho, sus conversaciones eran cada vez más infrecuentes. El joven llegaba todos los días a la casa familiar cuando Hasday ya había salido con Qâsim y se empeñaba en regresar a su residencia para almorzar con su esposa, a pesar de los ruegos de Nora, que insistía una y otra vez en que ambos compartieran la mesa familiar. Sin embargo, Shoshana no parecía dispuesta a aceptar la hospitalidad de su suegra y, lo que resultaba más extraño, Yakob parecía secundarla.

Hasday pensó en hacerles una visita aquella misma noche, pero si quería estar de vuelta a la hora de la cena debía apresurarse. Se despidió de Qâsim cuando llegaron a la puerta principal de la casa familiar y le pidió que le excusara ante su padre. Siguió calle adelante, hacia la zona nueva de la judería donde Ishaq había levantado la casa de su primogénito. Ya había anochecido, y solo en la calle principal de la judería ardían faroles que, aunque alumbraban un pequeño contorno, al menos servían como referencia. Sin embargo, la calle no estaba desierta: como era habitual en la aljama, grupos de vecinos se reunían ante las fachadas de sus casas al caer la tarde. Prendían una pequeña fogata en el suelo mismo, usando tres o cuatro piedras para contener la leña y las cenizas, y se disponían a su alrededor con sillas que sacaban de los zaguanes. No solían faltar el vino judiego ni, sobre todo las vísperas de días festivos, los laúdes, las fídulas y las flautas con que acompañar la voz de los más animados.

Pasó junto a dos de aquellos grupos, cuyos rostros aparecían iluminados por el resplandor trémulo de las llamas, y saludó con cortesía. El verano había terminado y comenzaba a refrescar, pero, desde que Hasday tenía memoria, aquellas tertulias se mantenían hasta que se acercaba el invierno, aunque las mujeres tuvieran que cubrirse con un chal de lana. Mientras saludaba, Hasday se dijo que también aquellos hombres que se arrimaban al fuego se hubieran cubierto a gusto con una zamarra, aunque jamás confesarían tener frío. Sonrió al oír los murmullos que se levantaron a su paso y pensó que quizá ya tuvieran tema de conversación para el resto de la velada.

Sin embargo, en torno a la casa de Yakob no había señales de vida, y la oscuridad era absoluta. Cuando golpeaba con la aldaba, oyó que alguien vociferaba en las cercanías de forma airada y dedujo que alguna pareja estaba resolviendo sus diferencias a gritos. Se abrió el portillo y en el hueco asomó el rostro de un criado. Entonces aquel sonido se tornó alto y claro, y Hasday identificó el timbre de las voces de Yakob y de Shoshana. El criado reconoció de inmediato a Hasday, quien pensó que el portón se abriría en aquel preciso instante. Sin embargo, el sirviente se demoró un tiempo, durante el cual las voces cesaron dentro de la casa. La puerta se abrió al fin y el criado se hizo a un lado para franquearle el paso.

—Le pido disculpas, señor. He ido en busca de más candiles para iluminar bien la entrada —mintió, azorado.

Era evidente que el criado estaba bien aleccionado, lo que indujo a Hasday a pensar que no era la primera vez que se veía en un aprieto parecido.

—Está bien —respondió—. Dile a mi hermano que estoy aquí.

—Enseguida, señor —contestó, al tiempo que ascendía las escaleras que, sin duda, acababa de bajar.

Hasday cayó en la cuenta de que eran contadas las ocasiones en que había puesto los pies en aquella casa. La primera había sido durante lo que llamaron «inauguración», pocos días después de la boda. La familia de Shoshana seguía en Yayyán. Después, solo había hecho un par de visitas de cortesía, a pesar de que cada Shabat su hermano insistía en que las puertas estaban abiertas para él. Quizá debería tener más en cuenta aquellos ofrecimientos.

Yakob bajó con expresión cordial y una sonrisa forzada en el rostro, que aún mostraba señales de la acalorada discusión que acababa de protagonizar. Tenía parte del cabello mojado, señal inequívoca de que había tratado de refrescarse la cara en el aguamanil para recibir a lo que era —entonces lo supo— una visita inoportuna.

—¿Cómo estás, hermanito? —Lo abrazó, y Hasday le devolvió el gesto.

Tiempo atrás, jamás se habrían saludado así, pero al parecer el matrimonio cambiaba a los hombres por completo, los hacía entrar en el mundo juicioso y circunspecto de los adultos.

—Quizá no sea la hora más adecuada para una visita —se excusó—, pero el trabajo…

—Ah, el joven médico de Yayyán… Empiezo a oír maravillas sobre vosotros, y eso que no has hecho más que empezar tu formación.

—Si los pacientes quedan satisfechos, el mérito es de Qâsim.

—Trato de imaginar cómo sería cuando podía ver con normalidad.

—Quizá no haya tanta diferencia, Yakob. Su mérito principal es el trato que dispensa a los que acuden a él. Sabe ponerse en su lugar, comprende su sufrimiento y actúa en consecuencia. Al final, sus palabras y sus consejos resultan en muchas ocasiones tan eficaces como los remedios que prescribimos.

—Puede que tengas que volver con él —respondió, sombrío, aunque asintiendo—. Shoshana no podrá bajar hoy a saludarte, se encuentra indispuesta.

—¿Algo serio? —inquirió Hasday. Supuso que Yakob ignoraba que un momento antes había oído las voces de ambos.

—Espero que no —respondió, tratando de quitar hierro al asunto.

—¿Tienes un lugar donde podamos hablar a solas? —preguntó Hasday—. No lo hemos hecho nunca, pero quizás haya llegado la hora.

Yakob lo miró fijamente durante un momento, luego asintió y lo condujo hacia una acogedora sala, a unos pasos. Antes de cerrar la puerta, ordenó al criado que les llevara algún refrigerio. Después ambos tomaron asiento.

—En estos dos años junto a Qâsim he aprendido a observar a nuestros pacientes, a tratar de leer su mente, si quieres. Acuden al consultorio con una pierna fracturada o un absceso purulento, pero muchas veces lo que les trae a nosotros resulta ser el menor de sus problemas. Tras los muros de las casas, se esconden en ocasiones auténticos dramas, que, no me pidas que te explique la razón, tratan de ocultar. Incluso te diré que intentan negárselos a sí mismos. Al principio veía con asombro cómo, a poco que Qâsim rascara la superficie, brotaba a borbotones toda aquella miseria acumulada, de igual forma que el pus brota del absceso al sajarlo con el escalpelo. Durante este tiempo, he comprendido que vaciarse de esa manera, echar fuera esos humores, hace más bien al enfermo que todos los emplastos y brebajes que se le puedan administrar.

—También has aprendido a explicarte bien… Sé lo que me quieres decir con eso —admitió Yakob con amargura—. Comprendo que has oído nuestra disputa.

—No me hacía falta escucharla, Yakob. Es evidente que algo va mal entre vosotros.

—¿Estás intentando sajar con el escalpelo? —preguntó con una sonrisa cínica.

Hasday asintió con la cabeza y dejó que el silencio se prolongara sin apartar la mirada de su hermano. La de Yakob estaba fija en el suelo. También él asintió.

—Está bien —concedió—. Supongo que puedo confiarme a mi hermano.

—Tal vez yo sea en parte responsable de lo que te sucede, Yakob.

El joven alzó la cabeza y miró a Hasday de hito en hito.

—¿Qué dices? —le espetó con aire de extrañeza.

—Supe que algo no iba bien incluso antes de tu boda. Umarit vino a mí y me lo contó. Por azar escuchó una conversación entre Shoshana y sus padres en la que le pedían que no echara todo por la borda en vísperas de la ceremonia. Debí decírtelo entonces, lo sé, y me siento culpable por no haberlo hecho. Pero te veía entusiasmado, enamorado, incluso, y pensé que no tenía derecho a ensombrecer aquel momento por unas sospechas poco fundadas.

—Eran sospechas muy bien fundadas —se lamentó Yakob, sin asomo de reproche—. Shoshana está enferma, muy enferma. Su mente no funciona como la de cualquiera de nosotros. Sufre crisis periódicas en las que arremete contra todo cuanto la rodea, incluidos los criados, incluido yo mismo. La convivencia con ella se ha convertido en un infierno.

Hasday advirtió que la voz de su hermano estaba a punto de quebrarse, y sintió una lástima terrible por él. Dejó que siguiera hablando.

—En estos dos años, apenas he podido rozarla. No soporta que la toque. El único motivo por el que no tenemos descendencia es que apenas he yacido con ella.

Hasday asintió, aún en silencio. No era la primera vez que tenía noticia de un caso como aquel, aunque el origen solía estar en experiencias traumáticas durante la infancia, normalmente por abusos cometidos por adultos, el propio padre o un padrastro, con mayor frecuencia.

—¿Has hablado con Shoshana sobre ello?

Yakob negó con la cabeza.

—Es un muro infranqueable. Cada vez que lo he intentado, ha terminado con una crisis, y temo que acabe hiriendo de gravedad a alguien. Incluso a sí misma. Fuera de mí, he llegado a amenazarla con el repudio, pero todo resulta inútil.

—¿Crees que su padre…? ¿Algún pariente, quizá?

Yakob se encogió de hombros.

—Sé que jamás hablará de ello. Vive atormentada, aterrorizada, y es incapaz de sobreponerse.

—¿Sabes?, acabas de decirlo, lo que cuentas es motivo de repudio. Y más cuando el mal se manifestaba ya antes de la boda. Hay testigos de ello. ¿Te has planteado…?

Yakob no le dejó seguir.

—Siento lástima por ella. Sé que sufre de una manera indecible. Hace un momento, cuando has llegado, en plena disputa, habría sido capaz de cometer cualquier barbaridad. Me temo a mí mismo. Pero sé que cuando, más tarde, suba y la encuentre encogida en el lecho regresará la compasión.

El criado entró con una gran bandeja que depositó en una mesa baja. Había pan, queso, frutos secos, uvas, higos y algunos dulces. También una jarra de vino y dos vasos. Hasday aceptó el vino de buen grado y se echó varias nueces a la boca, pero Yakob se limitó a mirar la bandeja con aversión.

—¿Quieres decir… que no habéis llegado a consumar el matrimonio? —preguntó cuando se quedaron solos de nuevo.

Su hermano negó con la cabeza, con resignación.

—¿Y durante todo este tiempo has…? No te creo capaz de aguantar. —Una sonrisa asomó a sus labios. Habían vivido bajo el mismo techo durante muchos años y entre ellos había pocos secretos.

—Hasday, ¡tengo veinte años y mi esposa no soporta que la toque!

—¿Alguna de las criadas? —aventuró.

—¡Por Dios, hermano! —exclamó—. ¿Te pregunto yo acaso con quién alivias tus instintos? Aunque no sería preciso, sabiendo de dónde proceden tus informaciones sobre Shoshana.

Hasday no se alteró demasiado. No era la primera vez que Yakob insinuaba que estaba al tanto de su relación con Umarit, pero no había ningún motivo para preocuparse.

—Hace tiempo que lo sabes —dijo a modo de confirmación—. Supongo que hoy es día de confesiones, como hacen los cristianos. ¿Y sabes qué? Empiezo a comprender el beneficio que obtienen con ello.

—Yo, sin embargo, encuentro poco consuelo. Me siento atrapado en un callejón sin salida. Mi vida social no existe, al margen de los negocios y la sinagoga, y tengo que satisfacer mis necesidades en el lecho de una criada. —Hizo un gesto de despecho—. ¿Quieres que te revele algo más? En mi último viaje a Al Mariyat Bayāna subí a bordo de un gurāb que partía rumbo a Palestina. Deseaba dejar todo atrás, poner el mar de por medio, quizá partir para no regresar jamás. Salté de la cubierta cuando el barco ya había soltado amarras. Por padre, por madre… y por ti.

Al decir esto le dio un golpe con el puño en la rodilla y rompió a llorar. También los ojos de Hasday se anegaron, pues no había visto llorar a su hermano desde niño. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse de soslayo, Yakob sonrió y los dos jóvenes terminaron abrazados.

—Padre dice que hay que afrontar los problemas con entereza, y que muy pocos son los que carecen de solución —dijo Hasday.

—¿Se te ocurre alguna? —Yakob echó mano al vaso de vino.

—Sí, déjame intentar algo. Permite que Qâsim se gane la confianza de Shoshana, de forma que pueda llegar a ella sin rechazo. Tengo fe en su forma de proceder. Tu esposa está enferma, igual que lo está un paciente con hidropesía o con calentura, solo que su mal se trata de forma distinta. Deja que lo intente.

Yakob asintió. Algo parecido a la esperanza se reflejó en sus ojos, aún enrojecidos.

—Te lo agradezco, hermano. —Sonrió al tiempo que acercaba su vaso al de Hasday—. Brindemos por ese resquicio que se abre. Pero, si te equivocas, te habrás ganado otra paliza como las que solías recibir.